I
En la víspera del Día de Todos los Santos, exactamente veintinueve años después de que el papa Julio II hubiera inaugurado el techo de la Capilla Sixtina pintado por Miguel Ángel, en una ceremonia especial, el papa Pablo III ofició una misa mayor para celebrar la terminación del Juicio Final. El día de Navidad de 1541, la capilla fue abierta al público. Toda Roma desfiló por la Sixtina, aterrada, asombrada. El estudio de Macello dei Corvi se llenó de florentinos, cardenales, cortesanos, artistas y aprendices.
Cuando se hubo retirado el último de los invitados, Miguel Ángel se dio cuenta de que habían estado representados allí dos grupos: Antonio da Sangallo y los pintores y arquitectos que giraban en torno a él como satélites, restos de la facción Bramante-Rafael, por un lado, y el cardenal Caraifa y sus partidarios por el otro. No tardó en declararse la guerra. Un monje expulsado de su orden censuró al papa Pablo III, y exclamó:
—¿Cómo puede Su Santidad permitir que una pintura tan obscena como la que acaba de pintar Miguel Ángel adorne la pared de un templo en el que se oficia la santa misa?
Pero, cuando Miguel Ángel volvió a la Capilla Sixtina al día siguiente, encontró a media docena de artistas sentados en banquetas bajas. Todos ellos copiaban de su Juicio Final.
El Papa acudió en su ayuda pidiéndole que pintase al fresco dos paredes de seis metros cuadrados de la capilla que había recibido su nombre: la Paulina, diseñada y completada poco tiempo antes por Antonio da Sangallo. Estaba entre la Capilla Sixtina y San Pedro. Era un templo pesado, cuyas dos únicas ventanas, colocadas a gran altura, no daban suficiente luz. Sin embargo, las paredes aparecían artísticamente adornadas con rojizas columnas corintias. El Papa deseaba una Conversión de Pablo para una de las paredes y una Crucifixión de Pedro en la opuesta.
Mientras meditaba en todo cuanto había visto sobre la Conversión, Miguel Ángel pasó sus días con el martillo y el cincel. Esculpió una cabeza de Bruto, que le había pedido la colonia florentina. Terminó los gruesos rizos de la cabeza del Moisés, llevando hacia la frente los dos cuernos, o rayos de luz, que el Antiguo Testamento atribuye a Moisés.
Con el calor de mediados del verano, trasladó los dos mármoles a la terraza del jardín, que tenía el suelo de ladrillo, así como los dos bloques de los que habrían de surgir Raquel y Lea, la Vida Contemplativa y la Activa, para los dos nichos a los lados de Moisés, nichos que, al diseñar de nuevo la tumba de Julio II con su única tumba en la pared, se habían tornado demasiado pequeños para contener al Cautivo heroico y al Cautivo agonizante. Terminó los bosquejos de la Virgen, el Profeta y la Sibila, que completarían su monumento, y luego mandó llamar a Raifaello da Montelupo, que había esculpido el San Damián para la Capilla Medici, para que esculpiese aquellas figuras.
Con los dos Cautivos fuera del diseño y todavía en Florencia los cuatro Gigantes y la Victoria sin terminar, Ercole Gonzaga fue realmente el profeta. El Moisés, por si solo, daría majestad a la tumba de Julio II y representaría su mejor escultura. ¿Era, como había dicho el cardenal de Mantua, «suficiente monumento para cualquier hombre»?
Miguel Ángel se preguntó qué habría dicho Jacopo Galli sobre la terminación de la tumba con una sola obra de importancia, de las cuarenta proyectadas y contratadas originalmente.
Echaba mucho de menos a Vittoria Colonna. En las altas horas de la noche le escribía largas cartas, en las cuales incluía a menudo un soneto o un dibujo. Al principio, Vittoria respondía prontamente, pero conforme las cartas de él se tomaron más fervientes, ella comenzó a espaciar sus respuestas. A su angustioso lamento de «¿Por qué?», expresado en unos versos, Vittoria respondió:
Magnifico messer Miguel Ángel: No he respondido antes a su carta porque la misma era, por así decirlo, una respuesta a la última mía, y porque pensé que si ambos fuéramos a continuar escribiendo sin pausa, de acuerdo con mi obligación y su cortesía, tendría que descuidar la capilla de Santa Catalina y estar ausente a las horas fijadas para hacer compañía a la hermandad, mientras usted tendría que dejar la capilla de San Pablo y estar ausente desde la mañana a la noche… De esa manera, ambos hubiéramos dejado de cumplir nuestro deber.
Se sentía aplastado, decepcionado, como un niño a quien hubiesen reprendido. Continuó escribiéndole apasionados poemas… que no envió, contentándose con los fragmentos de noticias que le traían algunos viajeros de Viterbo. Cuando se enteró de que Vittoria estaba enferma y que rara vez salía de su celda, su mortificación se convirtió en ansiedad. ¿Tendría buena atención médica? ¿Se la estaría cuidando debidamente?
Estaba agotado, vacío, sin saber qué hacer. Sin embargo, era imprescindible reaccionar… Colocó una nueva capa de intonaco en la Capilla Paulina. Depositó mil cuatrocientos ducados en el banco de Montauto para que les fuesen entregados a Raifaello da Montelupo y a Urbino, a quien había independizado ya, conforme fueran avanzando en la construcción de la tumba de Julio II.
Dibujó un modesto boceto de la Conversión de Pablo, en el que aparecían unas cincuenta figuras y un número adicional de rostros que rodeaban a Pablo, tendido en tierra, después de haber sido alcanzado por un rayo de luz dorada que descendía del cielo: el primer milagro del Nuevo Testamento que había pintado él.
Esculpió las estatuas de Raquel y de Lea, dos mujeres tiernas y encantadoras, pesadamente cubiertas de ropas, figuras simbólicas. Y por primera vez desde que esculpiera las estatuas para Piccolomini, trabajaba mármoles en los que no tenía un verdadero interés. Le parecían despojados de intensidad emocional, sin aquella latente esencia de energía para dominar el espacio que los rodeaba.
Su taller y su jardín se habían convertido en un activo centro de producción, en el que media docena de muchachos jóvenes ayudaban a Raifaello da Montelupo y a Urbino a terminar la tumba.
El presente y el futuro tenían forma para él únicamente en términos de trabajo por realizar. ¿Cuántas obras de arte más podría terminar antes de morir? La Conversión de Pablo le llevaría tantos años; la Crucifixión de Pedro, tantos otros… Sería mejor contar los proyectos futuros que los días, porque así no iría tachando los años uno a uno, como si fueran monedas que fuera pagando a las manos de algún comerciante. Mucho más simple pensar en el tiempo como creación: los dos frescos paulinos, luego un Descenso de la Cruz, que deseaba esculpir para su propia satisfacción con el último de sus magníficos bloques de mármol de Carrara… Dios seguramente no querría interrumpir a un artista en plena creación de una gran obra de arte.
Se había establecido una Comisión de Inquisición en Roma.
El cardenal Caraifa, que había vivido una recta vida moral como sacerdote en la corrupta corte del papa Borgia, Alejandro VI, había conseguido poder contra los deseos de aquellos que lo servían. Aunque se jactaba de que jamás se hacía agradable a nadie, de que rechazaba bruscamente a todos los que acudían a él en demanda de favores; aunque tenía un temperamento colérico y era demasiado delgado de cuerpo y rostro, su ardiente celo por el dogma de la Iglesia lo estaba convirtiendo en el líder más influyente del Colegio de Cardenales, una figura respetada, temida y obedecida. Su Comisión de Inquisición había establecido ya un índice en el que se detallaban los libros que podían ser impresos y leídos.
Vittoria Colonna regresó a Roma e ingresó en el convento de San Silvestro, situado cerca del Panteón. Miguel Ángel opinaba que no debía haber abandonado el seguro refugio de Viterbo. Insistió en verla. Vittoria se negó. La acusó de crueldad y ella respondió que era bondad. Finalmente, a fuerza de persistencia, obtuvo su consentimiento…, para descubrir que la fuerza y la belleza de aquella admirable mujer habían quedado asoladas. Su enfermedad y la presión de las acusaciones que pesaban sobre ella le habían agregado veinte años. Ahora, la mujer encantadora, robusta, vibrante, de poco tiempo antes, se había convertido en otra cuyo rostro aparecía cubierto de arrugas, cuyos labios se habían secado y palidecido, cuyos ojos estaban ahora hundidos y tristes, sin luz, y cuyos cabellos ya no tenían el brillo ni el hermoso color castaño claro. Se hallaba sentada, sola, en el jardín del convento, con las manos cruzadas sobre su regazo y el rostro cubierto por un velo.
Miguel Ángel se sintió abrumado al verla.
—Traté desesperadamente de salvarlo de esto —dijo Vittoria, en un triste murmullo.
—¿Considera mi amor tan superficial?
—Hasta en su bondad hay una cruel revelación.
—La vida es cruel, el amor nunca.
—No. El amor es lo más cruel que existe. Yo lo sé…
—Sólo sabe un fragmento —la interrumpió él—. ¿Por qué se empeñó en que nos mantuviéramos separados? ¿Y por qué ha vuelto ahora a esta atmósfera peligrosa?
—Tengo que hacer las paces con la Iglesia, encontrar el perdón de mis pecados contra ella.
—¿Pecados?
—Sí. Desobedecí, abrigué mis propias opiniones vanas contra la divina doctrina… Protegí a quienes practicaban la disidencia…
Miguel Ángel sintió un angustioso nudo en la garganta. Otro eco del pasado. Recordó la angustia con que había oído al agonizante Lorenzo de Medici implorar la absolución a Savonarola, el hombre que había destruido su Academia Platón. Volvió a escuchar a su hermano Leonardo, cuando criticaba la desobediencia de Savonarola al papa Borgia. ¿No existía unidad alguna entre el vivir y el morir?
—Mi último deseo —agregó Vittoria— es morir en gracia de Dios. Tengo que regresar al seno de la Iglesia, como una criatura al seno de la madre. Solamente allí podré encontrar la redención.
—¡Su enfermedad le ha hecho eso! —exclamó él—. ¡La Inquisición la ha torturado!
—Me he torturado a mí misma, en lo más profundo de mi mente. Miguel Ángel, lo adoro como a un elegido de Dios entre los hombres. Pero también usted, antes de morir, tendrá que buscar la salvación.
—Mis sentimientos hacia usted, que jamás me permitió expresar, no han cambiado —dijo él apasionadamente—. ¿Pensó que yo era un muchacho que se había enamorado de una linda contadina? ¿Es que no sabe el exaltado lugar que ocupa en mi mente?
Los ojos de Vittoria se llenaron de lágrimas, y comenzó a respirar agitadamente.
—¡Gracias, caro! —susurró—. ¡Ha restañado usted heridas que se remontan a muchos años!
Y se fue por una puerta lateral del convento, dejándolo en aquel banco de piedra que repentinamente pareció enfriarse debajo de él, en un jardín también frío que lo envolvía como un bloque de hielo.