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El primer fruto de su contrato para los Doce Apóstoles fue la visita de un vecino a quien él había conocido en la Piazza Santa Croce. Se llamaba Agnolo Doni y era de su misma edad. Su padre había establecido un negocio de lanas, y cuando prosperó con él, adquirió un palacio semiabandonado cerca del de Albertini, en el barrio de Santa Croce. Agnolo Doni había heredado el palacio y el negocio, ganó una gran fortuna y remodeló el primero. Había ascendido tanto en la esfera social y comercial de Florencia, que ahora estaba comprometido con Maddalena Strozzi.
—Iré directamente al grano, Buonarroti —dijo—. Quiero que me haga una Sagrada Familia. Será mi regalo de boda a Maddalena Strozzi.
Miguel Ángel se entusiasmó. Maddalena se había criado junto a su Hércules.
—Los Strozzi un tienen excelente gusto artístico —murmuró—. Una Sagrada Familia en mármol blanco…
—¡No, no! —gritó Doni—. ¡Soy yo quien tiene un gusto excelente! Fue a mí a quien se me ocurrió encargarle su ejecución, no a Maddalena. Además, ¿de dónde saca eso de mármol blanco? ¡Costaría una fortuna! Yo lo que quiero es una pintura, que será utilizada para cubrir la superficie de una mesa redonda.
Miguel Ángel empuñó el martillo y el cincel.
—¿Y por qué viene a mí para una pintura? Hace quince años que no cojo un pincel.
—Por lealtad. Somos del mismo barrio. ¿Recuerda cuando jugábamos al fútbol en la Piazza Santa Croce?
Miguel Ángel sonrió irónico. Doni presionó.
—¿Qué me dice? Quiero una Sagrada Familia… Treinta florines… Diez por cada figura. Me parece una suma generosa, ¿no? ¿Cerramos el trato?
—Doni, puede elegir entre media docena de los mejores pintores de Italia: Granacci, Filippino Lippi… el hijo de Ghirlandaio, Ridolfo… Es un buen pintor y le cobrará barato.
—¡Yo quiero que sea usted y no otro! ¡Ya tengo el permiso del gonfaloniere Soderini!
—Bien —replicó Miguel Ángel—. Le pintaré esa Sagrada Familia y le costará cien florines de oro.
—¿Cien? —protestó Doni—. ¿Cómo es posible que pretenda explotar a un amigo de la infancia?
Después de un buen rato de discusión, acordaron setenta florines. Desde la puerta, Doni dijo, no sin cierta bondad:
—Era el peor jugador de calcio del barrio. Me sorprende que sea tan buen escultor. ¡Lo que no se puede dudar es que es el artista del momento!
—¿Porque estoy de moda me quiere a mí?
—¿Qué mejor razón que ésa? ¿Cuándo podré ver los bocetos?
—Los bocetos son cosa mía. El producto terminado es cosa suya.
—Sin embargo, permitió que el cardenal Piccolomini viera los dibujos.
—Hágase nombrar cardenal.
Cuando Doni se fue, Miguel Ángel se dio cuenta de que había sido un idiota al dejarse convencer. ¿Qué sabía él de pintura? ¿Y qué le importaba? Podría dibujar una Sagrada Familia, porque hacerlo sería una diversión para él, pero ¿pintarla? El hijo de Ghirlandaio lo haría mucho mejor que él.
A los pocos días dibujó a María como una mujer joven, sana, de fuertes piernas y brazos; un Jesús gordezuelo, de sonrosadas mejillas y cabello rizado. Luego dibujó un abuelo barbudo y unió las tres figuras en un afectuoso grupo, sobre la hierba. No tuvo la menor dificultad con los tonos de la carne, pero las túnicas y mantos de María y José, así como la mantilla de Jesús, parecían eludirle.
Granacci fue a verle y rió al ver la confusión de Miguel Ángel.
—¿Quieres que te ponga los colores? ¡Estás haciendo un merengue!
—¿Por qué no te honró Doni con este trabajo desde el primer momento? —respondió—. Tú también eres del barrio de Santa Croce. ¡Y también jugaste al calcio con él!
Al final, ejecutó una serie de tonos simples. Pintó la túnica y el manto de la madre en rosa pálido y azul; la mantilla del niño, en naranja oscuro; y el ropaje de José, en azul pálido. En primer plano aparecía un puñado de flores que crecían entre la hierba. El fondo tenía solamente la cara de Juan, que miraba picarescamente hacia arriba. Para divertirse, pintó un mar a un lado de la familia y montañas en el lado opuesto. Delante del mar y de las montañas puso cinco adolescentes desnudos, sentados contra una pared, como celestes criaturas bronceadas iluminadas por el sol.
El rostro de Doni adquirió el color de su roja túnica cuando llegó, llamado por Miguel Ángel, para ver el cuadro terminado.
—¡Muéstreme una sola cosa que sea sagrada en este cuadro de campesinos! —gritó—. ¡Enséñeme un solo sentimiento religioso! ¡Se está burlando de mí!
—¿Cree que estoy tan loco como para desperdiciar mi trabajo en una burla? Ésta es una buena gente, tierna en su amor al niño.
—¡Yo le pedí una Sagrada Familia en un palacio! Lo sagrado no tiene nada que ver con el ambiente. ¡Es una cualidad espiritual interior! ¡No puedo regalar esta merienda campestre a mi delicada prometida! ¡Perdería prestigio ante la familia Strozzi!
—¿Me permite recordarle que no se reservó usted el derecho de rechazar mi obra?
Doni se enfureció, y gritó horrorizado:
—¿Qué hacen esos cinco muchachos ahí desnudos?
—Acaban de bañarse en el mar y se están secando al sol —respondió Miguel Ángel con toda calma.
—¡A quién se le ocurre poner unos muchachos desnudos en un cuadro cristiano!
—Piense en ellos como figuras de un friso. Esto le proporciona, a la vez, una pintura cristiana y una escultura griega, sin que le cueste más. Recuerde que su ofrecimiento original fue de diez florines por figura.
—¡Llevaré el cuadro a Leonardo da Vinci! —gruñó Doni—. ¡Haré que borre de él esas cinco figuras obscenas!
Hasta ese momento, Miguel Ángel se había estado divirtiendo. Ahora exclamó:
—¡Lo demandaré por estropear una obra de arte! ¡Recuerde a Savonarola! ¡Lo llevaré ante el Consejo!
Doni emitió un nuevo gruñido y partió como una tromba. Al día siguiente, llegó al taller un servidor suyo con una bolsa que contenía treinta y cinco florines, la mitad del precio convenido, y un recibo para que Miguel Ángel lo firmase. Miguel Ángel envió a Argiento con la bolsa y una notita en un papel que decía: «La Sagrada Familia le costará ahora ciento cuarenta florines».
Florencia gozó con aquella lucha de intereses, y hasta se concertaron apuestas sobre quién vencería. Miguel Ángel comprobó que los apostadores daban ventaja a favor de Doni, pues se sabía que nadie lo había ganado en una puja comercial. No obstante, faltaba ya muy poco tiempo para la boda, y Doni se había jactado ante todos de que su regalo de boda a su prometida sería una obra del artista oficial de la ciudad.
Un día se presentó en el taller con una bolsa que contenía setenta florines.
—Aquí tiene su dinero. Deme el cuadro.
—Doni, eso no sería justo —respondió Miguel Ángel—. Este cuadro no le gusta. Lo libero del compromiso.
—¡Es usted un estafador! Convino en pintar el cuadro por setenta…
—Convenio que usted mismo ha dejado abierto a una reconsideración al ofrecerme treinta y cinco florines. Mi precio, ahora, es ciento cuarenta.
Doni se fue de nuevo, más furioso que nunca.
Miguel Ángel decidió que ya se había divertido bastante, y estaba a punto de enviar el cuadro a Doni, cuando un pequeño contadino descalzo le llevó una notita que decía:
«Me he enterado de que Maddalena quiere su cuadro. Ha dicho que ningún regalo de boda le agradaría más».
Reconoció de inmediato la letra de Contessina. Sabía que ella y Maddalena Strozzi habían sido amigas desde niñas, y se alegró al comprobar que la segunda seguía tratándose con ella. Tomó papel y pluma y escribió una nota a Doni:
«Comprendo perfectamente que mi cuadro le resulte caro. Como viejo y querido amigo suyo, lo absuelvo de su compromiso, y por mi parte regalaré el cuadro de la Sagrada Familia a otro amigo mío».
Doni llegó corriendo no bien Argiento volvió de entregar la nota, y arrojó una bolsa sobre la mesa de trabajo de Miguel Ángel.
—¡Exijo que me entregue el cuadro! ¡Es mío por derecho legal!
Desató el cordón de la bolsa y volcó los ciento cuarenta florines.
—¡Cuéntelos! —gritó—. ¡Son ciento cuarenta piezas de oro! ¡Y todo por una familia que está merendando en el campo!
Miguel Ángel tomó el cuadro y lo entregó al iracundo Doni, que se fue inmediatamente. Cuando estuvo solo, tomó las monedas de oro. Aquel asunto resultó divertido. Fue tan refrescante como unas vacaciones.