VI
Granacci organizó una reunión a raíz del acontecimiento, para lo cual aprovechó una sesión de la Compañía del Crisol. A festejar la buena suerte de Miguel Ángel se presentaron once miembros de la compañía. Botticelli, cojeando penosamente, y Rosselli, del taller rival de Ghirlandaio, tan enfermo que tuvo que ser llevado en una litera; Rustici, que lo recibió cordialmente; Sansovino, que le dio fuertes palmadas en la espalda; David Ghirlandaio, Bugiardini, Albertinelli, Filippino Lippi, el Cronaca, Baccio D'Agnolo, Leonardo da Vinci, todos lo felicitaron. El duodécimo miembro, Giuliano da Sangallo, estaba ausente.
Granacci había estado llevando provisiones toda la tarde al estudio de Rustici: ristras de salchichas, carne fría, lechones, damajuanas de vino Chianti. Cuando Granacci dio la noticia a Soggi, éste contribuyó con una enorme bandeja de patitas de cerdo en escabeche.
Se necesitaban todos aquellos alimentos y vino, ya que Granacci había invitado a casi toda la población: el personal completo del taller de Ghirlandaio, incluso su inteligente hijo Ridolfo, que ya tenía dieciocho años; todos los aprendices del jardín de escultura de Lorenzo de Medici; una docena de los escultores y pintores más conocidos, entre ellos, Donato Benti, Benedetto da Rovezzano, Piero di Cosimo, Lorenzo di Credi, Franciabigio, el joven Andrea del Sarto, Andrea della Robbia; los principales dibujantes florentinos, orfebres, relojeros, lapidarios, fundidores de bronce, el mosaiquista Monte di Giovanni di Liriato, el iluminador Attavanti, ebanistas, el arquitecto Francesco Filarete, heraldo jefe de Florencia.
Conocedor de las costumbres de la República, Granacci había enviado invitaciones también al gonfalonieri Soderini, a los miembros de la Signoria, a la Junta de las Obras de la Catedral, al Gremio de Laneros y a la familia Strozzi, a la que Miguel Ángel había vendido su Hércules. La mayoría fueron, contentos de participar de la fiesta.
La enorme concurrencia desbordó el estudio de Rustici y salió a la plaza, donde Granacci hizo trabajar a una troupe de acróbatas y luchadores, músicos y trovadores para entretener a los invitados. Todos estrechaban las manos de Miguel Ángel, le daban palmadas e insistían en brindar con él, tanto amigos como simples conocidos, y hasta desconocidos.
Soderini se acercó a Miguel Ángel, le estrechó la mano y dijo:
—Éste es el primer encargo de importancia convenido por todas Juntas de la ciudad desde el advenimiento de Savonarola. Tal vez se inicie con él una nueva era para nosotros y podamos borrar la profunda sensación de culpabilidad que nos embarga.
—¿A qué culpabilidad se refiere, gonfalonieri?
—A la colectiva y a la individual. Hemos atravesado y sufrido malos tiempos desde la muerte de Il Magnifico; hemos destruido mucho de lo que hacía de Florencia la primera ciudad del mundo. El soborno de César Borgia fue solamente la última de las indignidades sufridas en los últimos nueve años. Pero esta noche estamos satisfechos. Más adelante, quizás estemos orgullosos de usted, cuando la escultura esté terminada. Pero por ahora estamos orgullosos de nosotros mismos. Creemos que todos nuestros artistas recibirán en breve grandes encargos de frescos, mosaicos, bronces y mármoles. Vislumbramos ya un renacimiento. Y usted está haciendo el papel de partera. ¡Le ruego que trate bien al recién nacido!
La fiesta se prolongó hasta el amanecer, pero antes se produjeron los incidentes que habrían de ejercer influencia en la vida de Miguel Ángel.
El primero de ellos lo llenó de júbilo. El achacoso y anciano Rosselli reunió a su alrededor a los otros diez miembros de la Compañía y anunció:
—No es propio que un miembro de esta Compañía del Crisol ser traído a estas orgías en una litera. Por lo tanto, por mucho que me desagrade conceder un «ascenso» a un hombre de la bottega de Ghirlandaio, renuncio en este instante a mi privilegio de miembro de la Compañía y designo a Miguel Ángel Buonarroti para que me reemplace.
Fue aceptado. No había formado parte de grupo alguno desde aquellos días de su aprendizaje en el jardín de escultura. Recordó nuevamente su solitaria niñez, cuán difícil le había sido granjearse amistades, ser alegre. Ahora todos los artistas de Florencia, hasta aquellos que llevaban mucho tiempo esperando a que se los invitase a ingresar a la Compañía aplaudían con entusiasmo su elección.
El segundo incidente habría de producirle considerable angustia.
Miguel Ángel estaba ya irritado contra Leonardo desde la primera vez que lo había visto cruzar la Piazza della Signoria con su inseparable y bien amado aprendiz-compañero, Salai, un muchacho de facciones puramente griegas a quien Leonardo vestía costosa y elegantemente. No obstante, comparado con Leonardo, Salai tenía una apariencia vulgar, pues el rostro del gran pintor e inventor era el más perfecto de cuantos se hubieran visto en Florencia desde aquella dorada belleza de Pico della Mirándola. Llevaba siempre aristocráticamente erguida su gran cabeza, la magnífica y amplia frente estaba coronada por una cabellera rojiza que le llegaba a los hombros. Su mentón parecía tallado en mármol estatuario de Carrara, aquel mármol que él despreciaba tanto. La nariz era perfecta, los labios, gordezuelos y sanguíneos, y los ojos, azules, penetrantes, llenos de inteligencia. La tez era fresca y rosada como la de una muchacha campesina.
El cuerpo de Leonardo, tal como lo vio Miguel Ángel aquel día mientras cruzaba la plaza, seguido por su acostumbrado séquito de servidores, hacia juego con el rostro: alto, elegante, de anchos hombros y breve cintura, dotado de la agilidad y fuerza de un atleta, vestido a la última moda y con suntuosos ropajes, aunque desdeñoso de los convencionalismos.
Miguel Ángel, ante él, se había sentido feo y deforme, a la vez que consciente de que sus ropas eran mezquinas, estaban gastadas y no le quedaban bien. Cuando habló de aquel encuentro a Rustici, que era amigo de Leonardo, recibió una reprimenda.
—¡No te dejes engañar por esa elegancia exterior! Leonardo tiene un cerebro magnífico. Sus estudios de geometría están profundizando la obra de Euclides. Hace años que disecciona animales y lleva cuidadosas anotaciones de sus dibujos anatómicos. En su estudio de geología, ha descubierto fósiles de seres marinos en las cimas de las montañas del Arno superior, con lo cual demostró que las mismas estuvieron antaño bajo el agua. Además, es ingeniero e inventor de increíbles maquinarias: un cañón de múltiples bocas, grúas para levantar grandes pesos, bombas de succión, medidores de agua y viento… Ahora mismo está terminando sus experimentos para una máquina que hará que el hombre pueda volar por el espacio como los pájaros. Esa pretensión de parecer un noble acaudalado, es un esfuerzo para persuadir al mundo de que olvide que él es hijo ilegítimo de la hija de un tabernero de Vinci. En realidad, es el único hombre de Florencia que trabaja tan intensa y prolongadamente como tú: veinte horas diarias. Debes buscar al verdadero Leonardo bajo esa elegancia defensiva.
Ante tan entusiasta defensa, Miguel Ángel no se atrevió a mencionar su irritación por el desprecio con que Leonardo se había expresado respecto de la escultura. Además, la cordial acogida que el gran pintor le había dispensado al llegar a la Compañía del Crisol apaciguó un poco su aversión. Pero de pronto oyó la voz de Leonardo que decía a su espalda:
—Me negué a intervenir en el concurso por el bloque Duccio porque la escultura es un arte mecánico.
—Supongo que no considerará mecánico a Donatello —interrumpió una voz más grave.
—En cierto sentido, sí —replicó Leonardo—. La escultura es mucho menos intelectual que la pintura y carece de muchos de sus aspectos naturales. He pasado años trabajando el mármol y el bronce, y puedo decirles por experiencia que la pintura es muchísimo más difícil y alcanza mayor perfección.
—Sin embargo, para un encargo de tanta importancia como ese…
—¡No! ¡Jamás volveré a esculpir mármol! El escultor termina la jornada de trabajo sucio y sudoroso, con la boca y las fosas nasales llenas de polvillo, malolientes las ropas. Cuando pinto, trabajo con mis mejores ropas y al final de la sesión termino inmaculadamente limpio y fresco, como si no hubiera hecho nada. Mis amigos van a mi taller a leerme poesías y hacer música mientras yo dibujo. Soy un hombre delicado. La escultura es para obreros.
Miguel Ángel se quedó rígido. Miró sobre su hombro. Leonardo estaba de espaldas a él. Sintió nuevamente que una enorme ira le crispaba los puños. Sentía un profundo deseo de agarrar a Leonardo de un hombro, obligarlo a que se volviese, y asestarle un golpe feroz en aquel hermoso rostro con su puño de escultor que él tanto despreciaba. Luego, se fue al extremo opuesto del salón, herido no sólo por él mismo sino por todos los escultores del mundo. ¡Algún día obligaría a Leonardo a tragarse aquellas palabras!
A la mañana siguiente despertó tarde. El Arno bajaba sin agua y tuvo que caminar varios kilómetros cauce arriba para encontrar un remanso, en el que se bañó y nadó un rato. Luego volvió, deteniéndose en Santo Spirito. Encontró al prior Bichiellini en la biblioteca y le informó de la novedad, que el monje escuchó sin cambio alguno de expresión.
—¿Y el contrato del cardenal Piccolomini? —preguntó.
—Cuando las dos Juntas firmen este encargo quedaré libre del otro.
—¿Con qué derecho? ¡Debes terminar lo que has empezado!
—Si, pero el «Gigante» es mi gran oportunidad. ¡Puedo crear una estatua maravillosa!
La voz de Bichiellini se tomó afectuosa:
—Comprendo que no desees gastar tus energías en figuras que no te satisfacen. Pero eso lo sabías desde el primer momento. Además, es posible que estés perdiendo tu integridad sin lograr beneficio alguno. El cardenal Piccolomini tiene muchas posibilidades de llegar a ser nuestro próximo Papa, y entonces la Signoria te ordenará que vuelvas a esculpir esas estatuas para Siena, de la misma manera que obedeció al Papa Alejandro VI y arrojó a Savonarola a la pira.
—Todo el mundo tiene su propio candidato a Papa —dijo Miguel Ángel, cáustico—. Giuliano da Sangallo dice que será el cardenal Rovere. Leo Baglioni asegura que será su cardenal Riario. Ahora usted dice que puede ser el cardenal Piccolomini…
El prior se levantó bruscamente, se apartó de Miguel Ángel y se dirigió a la arcada abierta que miraba sobre la plaza. Miguel Ángel corrió tras él.
—¡Perdóneme, padre! ¡Es que si no esculpo ahora el David, no sé qué será de mí!
El prior atravesó la plaza, dejando a Miguel Ángel inmóvil bajo el despiadado calor del sol.