XIX
Durante los grises meses invernales de 1512, mientras pintaba los lunetos sobre las altas ventanas, los ojos de Miguel Ángel se vieron tan seriamente afectados que no le era posible leer una línea a no ser que alzase la cabeza hacia arriba y sostuviese el papel bien alto sobre ella. Aunque Julio II se había quedado en Roma, sus guerras habían comenzado ya. Sus ejércitos estaban al mando del español Cardona, de Nápoles. El cardenal Giovanni partió para Bolonia, pero los boloñeses, apoyados por los franceses, rechazaron dos veces a las tropas papales. El cardenal no pudo entrar jamás en Bolonia. Luego, los franceses persiguieron al ejército papal hasta Ravenna, donde se libró la batalla decisiva durante la Semana Santa. Se informó de que unos diez o doce mil hombres de las tropas de Julio II habían quedado muertos en el campo de batalla. El cardenal Giovanni y su primo Giulio fueron hechos prisioneros. Toda la Romana cayó en manos de los franceses y Roma estaba en pleno pánico. El Papa se refugió en la fortaleza de Sant'Ángelo.
Miguel Ángel seguía pintando su bóveda.
Pero la suerte cambió nuevamente: el comandante francés fue muerto. Los franceses lucharon entre sí. Los suizos penetraron en Lombardia para luchar contra los franceses. El cardenal Giovanni consiguió escapar y regresó a Roma. El Papa volvió al Vaticano y, durante el verano, consiguió reconquistar Bolonia. El general español Cardona, aliado de los Medici, saqueó Prato, a pocos kilómetros de Florencia. El gonfaloniere Soderini se vio obligado a renunciar y huir con su familia. Giuliano entró en Florencia como ciudadano particular. Tras él llegó el cardenal Giovanni de Medici con el ejército de Cardona, y volvió a su antiguo palacio del barrio de Sant'Antonio, cerca de la puerta de Faenza. La Signoria renunció. Se designó un Consejo de los Cuarenta y Cinco, que aprobó una nueva constitución inspirada por Giovanni. La República había terminado.
Durante todos esos meses, el Papa no dejó de insistir en que Miguel Ángel terminase de pintar la bóveda cuanto antes. Y un día subió por el andamio sin previo aviso.
—¿Cuándo terminará, Buonarroti? Ya hace cuatro años que comenzó. Deseo que termine dentro de algunos días.
—Se hará, Santo Padre, cuando se haga.
—¿Quiere que lo arroje de este andamio?
Miguel Ángel lanzó una mirada al piso de mármol, allá abajo.
—El día de Todos los Santos —agregó el Papa— oficiaré una misa. Hará dos años que bendije la primera mitad de su obra.
Al día siguiente, el Pontífice volvió a presentarse en el andamio.
—¿No le parece que algunas de estas decoraciones necesitan unos toques de oro? —preguntó.
—Santo Padre —respondió Miguel Ángel, paciente—, en aquellos tiempos los hombres no se adornaban con dorados.
—¡Hará un pobre efecto!
Miguel Ángel afirmó sus pies en el tablón, apretó los dientes y alzó la cabeza. Julio II empuñó más firmemente su bastón. Los dos se miraron con furia y largamente.
El día de Todos los Santos, la Roma oficial vistió sus mejores galas para la inauguración de la nueva bóveda de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel se levantó temprano, fue a los baños, se afeitó la crecida barba y se puso sus mejores prendas. Pero no fue a la Capilla. Se fue al pórtico de su casa, corrió la lona que cubría los bloques de mármol y se quedó mirándolos. ¡Había esperado siete largos años para esculpirlos! Se dirigió a su mesa de trabajo, tomó pluma y papel y escribió:
El mejor artista no puede mostrar un pensamiento que la tosca piedra, en su superflua cáscara, no incluya; romper el encanto del mármol es cuanto puede hacer la mano que sirve al cerebro.
En el umbral de su tan duramente ganada libertad, sin tener en cuenta las costosas ropas que vestía, tomó martillo y cincel. Su fatiga, recuerdos tristes y amarguras desaparecieron como por encanto. La luz del sol que entraba por la ventana hizo brillar los primeros diminutos trozos y el polvillo de mármol que el cincel hacía saltar.