V

La casa de Jacopo Galli había sido construida por uno de sus antepasados, y Galli estaba agradecido a aquel predecesor porque, al mismo tiempo, había iniciado una colección de esculturas antiguas que sólo cedía en importancia a la del cardenal Rovere.

Después de bajar por una ancha escalinata, Miguel Ángel se encontró en un atrio, cercado en tres de sus costados por la casa, y en el cuarto, por otra escalinata que daba al lugar la impresión de ser un jardín hundido, o, como pensó Miguel Ángel al mirar a su alrededor, un bosque hundido, lleno de estatuas, frisos de mármol y animales de piedra.

Jacopo Galli, que había sido educado en la Universidad de Roma y desde entonces había leído horas enteras todos los días, dejó un ejemplar de Aristófanes que estaba repasando y empezó a levantarse del sofá en el que se hallaba tendido. Parecía que no iba a terminar nunca aquel movimiento. Era un verdadero gigante de algo más de dos metros: el hombre más alto que Miguel Ángel había visto. Ante él, se sentía un pigmeo.

—¡Ah! ¡Viene a mí con un mármol en sus brazos! ¡Ése es el espectáculo que más me agrada en mi jardín! —dijo cordialmente.

Miguel Ángel colocó el Cupido encima de la mesa que estaba al lado del sofá y se volvió para mirar directamente a los azules ojos del dueño de la casa.

—Temo haber traído a mi Cupido a un lugar que no le corresponde —contestó Miguel Ángel.

—Creo que no —murmuró Galli—. Balducci, lleve a su amigo Buonarroti a la casa para que le den unas tajadas de sandía fría.

Cuando los dos regresaron al jardín unos minutos después, vieron que Galli había sacado un torso del pedestal donde estaba, junto a la pared baja que servía de balaustrada a la escalinata, y colocado en su lugar el Cupido. Ahora estaba echado nuevamente sobre el sofá. Sus ojos brillaban:

—Experimento la sensación de que su Cupido ha estado ahí desde el día que nací y que es un descendiente directo de cualquiera de esas esculturas. ¿Me lo vendería? ¿Qué precio podemos ponerle?

—Eso lo dejo a su criterio —respondió Miguel Ángel humildemente.

—En primer lugar, me agradaría que me cuente cuál es su situación.

Miguel Ángel relató la historia del año de inútil espera en el palacio del cardenal Riario.

—Así que terminó allí sin que se le pagase un solo escudo y dueño de un gran bloque de mármol, ¿eh? Bueno, ¿qué le parece si decidimos que el Cupido vale cincuenta ducados? Porque sé que necesita dinero, permitiré que mi avaricia le rebaje ese precio a veinticinco ducados. Pero como detesto todo lo que sea astucia en mis negociaciones sobre objetos de arte, tomaré los veinticinco ducados que acabo de rebajarle y los agregaré al precio original. ¿Aprueba mi trato?

—¡Señor Galli! —exclamó Miguel Ángel con los ojos empañados de emoción—. Durante un año he estado pensando cosas muy malas de todos los romanos. Ahora, ante usted, pido perdón a toda la ciudad.

Galli se inclinó cortésmente, pero sin levantarse.

—Y ahora —dijo—, hábleme de ese bloque de mármol que tiene. ¿Qué le parece que podría esculpir en él?

Miguel Ángel le explicó lo referente a sus dibujos para un Apolo, una Piedad y un Baco. Galli se mostró intrigado.

—No he oído decir jamás que se haya desenterrado por aquí estatua alguna de un Baco, aunque hay alguna traída de Grecia. Son figuras de hombres viejos, con barbas…, bastante insulsos.

—No, no, mi Baco sería joven, como corresponde a un dios de la alegría y la fertilidad.

—Tráigame los dibujos mañana a las nueve de la noche.

Galli entró en la casa y volvió con una bolsa, de la cual extrajo setenta y cinco ducados, que entregó a Miguel Ángel. Éste se fue inmediatamente a la banca Recela para devolver los veinticinco florines que había pedido.

A la noche siguiente se presentó de nuevo en el jardín de Galli, a la hora que Jacopo le había indicado. Galli salió de la casa y le dio la bienvenida. Poco después, la señora Galli, una mujer alta y elegante, no muy joven ya pero todavía bella y de aspecto patricio, se unió a ellos para la cena. Una fresca brisa movía las hojas de las palmeras. Cuando terminó la cena Galli preguntó:

—¿Estaría dispuesto a traer su bloque aquí y esculpir ese Baco para mí? Le podría destinar una habitación para vivir, y estoy dispuesto a pagarle trescientos ducados por la estatua terminada.

Miguel Ángel bajó la cabeza para que la luz de los candelabros no traicionase su enorme emoción. Acababa de ser salvado de un ignominioso regreso a Florencia y de una no menos ignominiosa derrota.

No obstante, a la mañana siguiente, cuando caminaba al lado del carro de los Guffatti que transportaba su bloque desde el palacio Riario al de Galli, con su pequeño lío de ropa a la espalda, se sintió como un mendigo. ¿Es que tendría que pasar años trasladándose de un dormitorio prestado a otro? Sabía que no se conformaría con eso. Y se prometió que un día no muy lejano, sería dueño de sí mismo y viviría entre sus propias paredes.

La agonía y el éxtasis
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