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Por la tarde del segundo día, habían cruzado los Apeninos y dejaron atrás el paso Futa, para llegar a Bolonia, cercada por sus muros de ladrillo color naranja y sus casi doscientas torres, varias de las cuales estaban pronunciadamente inclinadas, más todavía que la de Pisa. Penetraron en la ciudad por el lado del río y llegaron a un mercado de legumbres, donde un grupo de mujeres viejas vestidas de negro barrían el suelo con grandes escobas. Preguntaron a una de las viejas una dirección y se dirigieron a la Piazza Comunale.

Las calles, estrechas y tortuosas, carecían de aire. Cada familia boloñesa había construido una torre como protección contra sus vecinos, costumbre también florentina que Cosimo había abolido. Las calles más anchas y las plazas estaban bordeadas de recovas de ladrillo color naranja para proteger a la población contra la nieve, la lluvia y el intenso calor del verano, por lo cual los boloñeses podían atravesar su ciudad en todas las direcciones sin verse expuestos a estos elementos.

Llegaron a la plaza principal, con la majestuosa iglesia de San Petronio en uno de sus extremos y el Palacio Comunal, que ocupaba totalmente uno de los lados. Desmontaron y se vieron rodeados enseguida por miembros del servicio de vigilancia.

—¿Son forasteros en Bolonia?

—Florentinos —respondió Miguel Ángel.

—Los pulgares, por favor.

—¿Pulgares? ¿Para qué quieren nuestros pulgares?

—Para ver la marca del lacre.

—No la tenemos.

—Entonces tendrán que acompañarnos. Están arrestados.

Fueron llevados a la oficina de la Aduana, donde el oficial de guardia les explicó que todo forastero que llegaba a Bolonia tenía que registrar su nombre y someterse a que le pusieran la marca de lacre en los pulgares, en cuanto traspasaba cualquiera de las dieciséis puertas de la ciudad.

—¿Y cómo podíamos saber eso? —replicó Miguel Ángel—. Nunca hemos estado en Bolonia.

—La ignorancia de las leyes no excusa a nadie. Les impongo una multa de cincuenta libras boloñesas.

Antes de que los tres amigos pudieran salir de su asombro, un hombre avanzó hasta la mesa donde estaba el oficial:

—¿Me permite que hable con los jóvenes unos instantes? —preguntó.

—Ciertamente, Excelencia —respondió el oficial.

—¿No se llama Buonarroti? —preguntó el desconocido a Miguel Ángel.

—Sí.

—¿No es su padre uno de los funcionarios de la Aduana?

—Sí, señor.

El caballero boloñés se volvió al oficial:

—Este joven —dijo— pertenece a una excelente familia florentina. Su padre tiene a su cargo una rama de la Aduana, como usted. ¿No le parece que nuestras dos ciudades hermanas podrían realizar un intercambio de hospitalidad para sus familias importantes?

Halagado, el oficial respondió:

—Con muchísimo gusto, Excelencia.

—Yo garantizo su comportamiento aquí.

De vuelta al sol de la plaza, Miguel Ángel estudió a su benefactor. Tenía un rostro ancho y agradable. Aunque algunos mechones de su cabello indicaban que podía tener cuarenta y tantos años, su piel era suave, sin arrugas, como la de un hombre joven. Sus dientes eran menudos y perfectos, la boca, pequeña, y el mentón, enérgico.

—Es usted sumamente bondadoso y yo tremendamente estúpido. Ha recordado mi rostro vulgar, mientras yo, que sabía que nos habíamos visto en alguna parte…

—Estuvimos sentados juntos en una de las cenas de Lorenzo de Medici —le explicó el caballero.

—¡Claro! ¡Ahora sí, es usted el señor Aldrovandi, Podestá de Florencia! Y me habló de la obra de un gran escultor que vive en Bolonia.

—Sí. Jacopo della Quercia. Y ahora tendré ocasión de enseñarle sus trabajos. Me sentiría muy honrado si usted y sus amigos me acompañaran a cenar.

—El placer y el honor serán nuestros —rió Jacopo—. No hemos deleitado nuestros estómagos desde que perdimos de vista el Duomo.

—Entonces han venido a la ciudad más apropiada para eso —replicó Aldrovandi—. Bolonia es conocida por el nombre de La Grassa, la gorda. Aquí comemos mejor que en ninguna otra parte de Europa.

Salieron de la plaza y avanzaron hacia el norte de la ciudad. Luego torcieron para entrar en la Vía Galliera. El palacio Aldrovandi era un edificio graciosamente proporcionado, con tres pisos de ladrillo. Había una puerta con arco de punta enmarcada por un friso de terracota con el escudo de armas de la familia. Las ventanas estaban divididas por columnas de mármol.

Bugiardini y Jacopo dispusieron el cuidado de los caballos, mientras Aldrovandi llevaba a Miguel Ángel a ver su biblioteca, de la que estaba enormemente orgulloso.

—Lorenzo de Medici me ayudó a coleccionar estos volúmenes —le dijo.

Tenía un ejemplar de Stanze per la Giostra, de Poliziano. Miguel Ángel cogió el manuscrito, encuadernado en cuero.

—¿Sabía, messer Aldrovandi, que Poliziano falleció hace algunas semanas?

—Sí, y me produjo una gran tristeza, porque mentes como la suya no existen ya. Y Pico también. ¡Qué árido será el mundo sin ellos!

—¿Pico? —exclamó Miguel Ángel con pena—. ¡No lo sabía! Pero Pico era joven…

—Treinta y un años. La muerte de Lorenzo ha significado el final de una era. Ya nada podrá ser lo mismo.

Miguel Ángel empezó a leer el poema. Aldrovandi dijo respetuosamente:

—Lee muy bien, mi joven amigo. Su dicción es perfecta, clara.

—He tenido muy buenos maestros.

—¿Le gusta leer en voz alta? Tengo volúmenes de los más grandes poetas: Dante, Petrarca, Plinio, Ovidio…

—Hasta ahora no sabía que me gustaba.

—Dígame, Miguel Ángel: ¿Qué lo trae a Bolonia?

Aldrovandi estaba enterado ya de la suerte de Piero, pues el grupo de los Medici había pasado por Bolonia el día anterior. Miguel Ángel le explicó que iban de camino a Venecia.

—¿Y cómo es que no tienen entre los tres esas cincuenta libras boloñesas, si viajan a una ciudad tan lejana?

—Bugiardini y Jacopo no tienen ni un escudo. Yo pago sus gastos. En Venecia esperamos encontrar trabajo.

—Entonces ¿por qué no se quedan en Bolonia? Aquí tenemos las obras de Della Quercia, que les servirán de estudio. Y hasta quizá podríamos conseguirles algún trabajo.

Los ojos de Miguel Ángel brillaron, esperanzados.

—Después de la cena hablaré con mis dos compañeros —respondió.

Aquel pequeño incidente con la policía de Bolonia había bastado para que todo el afán de aventuras de Jacopo y Bugiardini se esfumara por completo. Además, tampoco estaban interesados en las obras de escultura de Della Quercia. Por lo tanto, decidieron que preferirían regresar a Florencia. Miguel Ángel les dio dinero para el viaje y les pidió que llevasen de vuelta su caballo a las cuadras de los Medici, juntamente con los que montarían ellos. Luego informó al señor Aldrovandi que se quedaría en Bolonia y trataría de buscar alojamiento.

—¡Ni pensarlo! —exclamó Aldrovandi—. Ningún protegido y amigo de Lorenzo de Medici puede vivir en una posada de Bolonia. Un florentino educado por los cuatro platonistas constituye un regalo muy poco común para nosotros. Será mi huésped.

Despertó bajo los primeros rayos del anaranjado sol boloñés, que penetraba por la ventana, iluminando los tapices y el techo artesonado. En un cofre pintado que había a los pies de la cama encontró una toalla de hilo. Se lavó en una jofaina de plata, mientras sus pies desnudos pisaban una suave y tibia alfombra persa. Había sido invitado a una casa alegre. Oyó voces y risas que sonaban en aquella ala del palacio, en la que residían los cinco hijos de Aldrovandi. La esposa, una mujer joven y hermosa con quien se había casado en segundas nupcias, había contribuido también con su cuota de hijos. Era una mujer agradable, que quería por igual a los cinco descendientes y recibió a Miguel Ángel con suma cordialidad, como si fuera un hijo más. Su anfitrión, Gianfrancesco, había estudiado en la universidad local, de la que regresó con el título de notario. Además, era un capacitado banquero retirado, que ahora gozaba de su vida, dedicándola por entero a las artes. Entusiasta de la poesía, era al mismo tiempo un hábil versificador. Había hecho una gran carrera en la vida política de la ciudad-estado: senador, confalonieri de justicia, miembro del cuerpo de los Dieciséis Reformistas del Estado Libre, que gobernaba a Bolonia e íntimo de la familia gobernante, los Bentivoglio.

—La única pena de mi vida es que no sé escribir en griego y en latín —le dijo a Miguel Ángel, mientras estaban sentados los dos en el extremo de la enorme mesa de nogal, con capacidad para cuarenta comensales y en cuyo centro se veía, incrustado en nácar, el escudo de armas de la familia—. Naturalmente, leo en ambos idiomas, pero en mi juventud pasé demasiado tiempo cambiando dinero, en lugar de aprender a rimar palabras griegas y latinas.

Era un ávido coleccionista. Llevó a Miguel Ángel por todo el palacio para enseñarle dípticos pintados, tallas de madera labrada, vasijas de oro y plata, monedas, cabezas y bustos de terracota, bronces y pequeñas piezas de mármol esculpido.

—Pero, como verá, no hay nada importante del arte local —dijo melancólicamente—. Es un misterio para mí… ¿Por qué Florencia y no Bolonia? Somos una ciudad tan rica como la suya y nuestra población es igualmente vigorosa y valiente. Tenemos una hermosa historia en el campo de la música, la ciencia y la filosofía, pero nunca hemos podido crear grandes pintores o escultores. ¿Por qué?

—Con todo respeto le preguntaría: ¿Por qué se la llama Bolonia la Gorda?

—Porque amamos la buena mesa, y en eso hemos sido famosos desde la época de Petrarca: Bolonia es una ciudad carnívora.

—¿Podría ser la respuesta?

—¿Quiere decir que cuando las necesidades están satisfechas no se necesitan las artes? Sin embargo, Florencia es rica, vive bien…

—Si, los Medici, los Strozzi y una pocas familias más. Los toscanos son frugales por naturaleza. No nos produce placer gastar. No recuerdo que la familia Buonarroti haya dado o recibido jamás un regalo. Nos gusta ganar dinero, pero no gastarlo.

—Y nosotros los boloñeses creemos que el dinero se ha acuñado para gastarlo. Todo nuestro genio se ha concentrado en refinar nuestros placeres. ¿Sabía que hemos creado un amore bolognese, que nuestras mujeres no visten las modas italianas, sino únicamente las francesas, y que nuestros chorizos y salamis son tan especiales que guardamos la receta como si fuera un secreto de Estado?

En el almuerzo del mediodía se sentaron a la mesa cuarenta personas. Los hermanos y sobrinos de Aldrovandi, profesores de la Universidad de Bolonia, familias gobernantes de Ferrara y Ravenna que pasaban por la ciudad, príncipes de la Iglesia, miembros de los Dieciséis que gobernaban la ciudad. Aldrovandi era un anfitrión encantador, pero, contrariamente a Lorenzo de Medici, no hacía esfuerzo alguno para mantener unidos a sus invitados, para negociar operaciones comerciales o cumplir otros propósitos que el de gozar los soberbios pescados, salamis, carnes, vinos y fomentar la camaradería. Después del reposo, Aldrovandi invitó a Miguel Ángel a recorrer la ciudad.

Caminaron bajo las arcadas de las recovas, donde las tiendas exponían los más delicados alimentos de toda Italia: exquisitos quesos, el más blanco de los panes, los vinos más raros. En Borgo Galliera, las carnicerías tenían a la vista una cantidad de carne mayor de la que Miguel Ángel había visto durante un año en Florencia. Luego fueron al Mercado de Pescado, donde el riquísimo producto de los valles cenagosos que rodeaban Ferrara, esturión, congrios, múgiles y otras variedades, llenaban innumerables cestos. Los centenares de puestos de productos de caza vendían lo cazado el día anterior: gamo, liebre, faisán. Y en todas las calles de la ciudad, los famosos salamis.

—Hay una cosa que echo de menos, messer Aldrovandi —dijo Miguel Ángel—. No he visto esculturas en piedra.

—Porque no tenemos canteras. Pero siempre hemos traído los mejores tallistas de mármol que quisieron venir: Nicola Pisano y Andrea da Fiesole, de cerca de Florencia; Della Quercia, de Siena; Dell'Arca, de Bari… Nuestra escultura propia se realiza en terracota.

En cuanto llegaron a Santa María della Vita, donde Aldrovandi le mostró la Lamentación de Dell'Arca, Miguel Ángel se sintió poseído por una honda excitación. Aquel gran grupo de terracota era melodramático y profundamente inquietante, pues Dell'Arca había captado sus figuras en una agonía y lamentación admirablemente expresadas.

Instantes después, llegaron junto a un hombre joven que estaba labrando bustos de terracota para ser colocados sobre los capiteles del Palacio Amonni, en la vía Santo Stefano. Aldrovandi lo llamó Vincenzo.

—Este —presentó— es nuestro amigo Buonarroti, el mejor escultor de Florencia.

—¡Ah, entonces, es apropiado que nos conozcamos! —respondió Vincenzo—. Yo soy el mejor escultor joven de Bolonia. Soy el sucesor de Dell'Arca, y tengo el encargo de terminar la gran tumba de Pisano en San Domenico.

—¿Le han hecho el encargo? —preguntó Aldrovandi vivamente.

—Todavía no, Excelencia, pero tiene que ser mío. Al fin y al cabo, soy boloñés. ¡Y soy escultor!

Siguieron su camino y Aldrovandi dijo:

—¡Sucesor de Dell'Arca! ¡Es el sucesor de su abuelo y su padre, que fueron los mejores fabricantes de ladrillos de Bolonia! ¡Qué se ciña a su oficio!

Se dirigieron a la iglesia de San Domenico, construida en 1218. El interior tenía tres naves, más ornamentadas que la mayoría de las iglesias florentinas, con un sarcófago de San Domenico, original de Nicola Pisano, al cual lo llevó Aldrovandi, señalándole las tallas de mármol que habían sido hechas en 1267 y luego el trabajo continuado por Nicolo Dell'Arca.

—Dell'Arca murió hace ocho meses. Quedan por esculpir tres figuras: un ángel aquí, a la derecha; San Petronio, sosteniendo el modelo de la ciudad de Bolonia, y San Próculo. Esos son los mármoles que Vincenzo ha dicho que iba a esculpir.

Miguel Ángel miró fijamente a su acompañante. El hombre no añadió una palabra más, y se limitó a salir con él de la iglesia a la Piazza Maggiore para ver la obra de Jacopo della Quercia sobre el portal principal de San Petronio. Se quedó atrás, permitiendo que Miguel Ángel se adelantase solo.

El joven se quedó rígido, mientras contemplaba la obra con enorme emoción. Aquella podía ser la escultura más admirable que había visto jamás.

—Nosotros los boloñeses creemos que Della Quercia era un escultor tan grande como Ghiberti —dijo Aldrovandi.

—Tal vez tan grande o quizá más, pero ciertamente distinto —respondió Miguel Ángel—. Veo que Della Quercia fue tan innovador como Ghiberti. ¡Vea qué vivas ha esculpido sus figuras humanas, cómo laten con una vitalidad interna! —señaló primero uno y luego otro de los paneles, a la vez que exclamaba—: ¡Oh, esas tallas de Dios, de Adán y Eva, de Caín y Abel, de Noé ebrio, de la expulsión del Paraíso! ¡Vea la fuerza y profundidad del diseño! ¡Ante esta obra me siento anonadado!

Se volvió a su amigo y agregó entusiasmado:

—Señor Aldrovandi, ¡ésta es la clase de figura humana que yo he soñado siempre esculpir!

La agonía y el éxtasis
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