VII

Cuando Miguel Ángel era joven, cada día tenía, para él, un cuerpo, un contenido, una forma, destacándose como una entidad individual que podía numerarse, registrarse, recordarse.

Ahora, el tiempo era soluble: las semanas y los meses se ligaban en una corriente continua, a una velocidad siempre más y más acelerada. Trabajaba tanto como entonces, pero la trama del tiempo había cambiado para él, y sus arbitrarios límites eran ahora indistintos. Los años ya no eran bloques individuales, sino montañas alpinas que el hombre, en su necesidad, dividía en picos separados. ¿Eran realmente más cortos los días y los meses, o era que él había dejado de contarlos y ahora había adoptado una medida diferente? Antes, el tiempo tenía una cualidad dura y era sólido. Ahora era fluido. Su paisaje se era ahora tan diferente para él como la campiña de Roma era distinta a la de Toscana. Había imaginado que el tiempo era absoluto, siempre el mismo, en todas partes y para todos los hombres; y ahora veía que era tan variable como el carácter humano o las condiciones meteorológicas. Y al correr los días, las semanas, los meses, y los años, se preguntaba: «¿Adónde va el tiempo?».

La respuesta era sencilla: había sido transmutado de lo amorfo a lo sustantivo, al tornarse parte de la fuerza vital de la Virgen y Niño, El Amanecer, El Anochecer, El Día y La Noche, y del joven Medici. Lo que él no había comprendido era que ese tiempo se había ido acortando al igual que el espacio. Cuando se detenía en la cima de una colina y contemplaba a sus pies un valle toscano, la mitad más cercana era visible para él en todos sus más diáfanos detalles; en cambio, la mitad más distante, a pesar de ser tan amplia como la cercana, se comprimía, hacinaba y daba la sensación de un angosto sendero en lugar de un vasto campo. Esto mismo ocurría con el tiempo en el área más distante de la vida del hombre. Por muy atentamente que escrutase las horas y días cuando iban pasando, le parecerían siempre más cortos al compararlos con la primera mitad de su vida.

Esculpió las dos tapas de los sarcófagos con líneas severamente puras. Dejó de lado todas las ideas originales que había concebido sobre los dioses fluviales, los símbolos de Cielo y Tierra… Esculpió una careta debajo del hombro proyectado hacia fuera de La Noche y puso un búho en el ángulo derecho formado por la rodilla levantada. Eso fue todo. Para él, la belleza del hombre había sido siempre el principio y el fin del arte.

Se extendió primero por toda Italia, y luego por Europa, el rumor de lo que estaba ensayando. Recibió la visita de numerosos artistas serios, que dibujaban mientras él trabajaba; pero aquella creciente corriente de visitantes llegó a molestarlo.

Un noble, con suntuoso ropaje, le preguntó:

—¿Cómo llegó a concebir esa asombrosa figura de La Noche?

Y Miguel Ángel respondió, muy serio:

—Tenía un bloque de mármol, en cuyo interior estaba oculta esa estatua que ve allí. Lo único que tuve que hacer fue ir sacando pequeños pedazos de mármol a su alrededor, porque impedían que la estatua pudiera ser vista. Cuando hube sacado suficientes pedacitos de mármol, emergió la estatua. Para quien sepa sacar esos pedacitos, no hay nada más fácil.

—Entonces —respondió el noble, sin captar la ironía—, enviaré a mi criado a buscar estatuas dentro de las piedras.

Vivía en el triángulo formado por la sacristía de los Medici, donde esculpía, la casa, en la acera opuesta de la calle, donde hacía sus modelos, y la Vía Mozza, donde habitaba y era amorosamente cuidado por Urbino. Se consideraba completamente feliz por el hecho de haberse rodeado de buenos escultores que lo estaban ayudando a completar la capilla Tribolo, que esculpida El Cielo y la Tierra, según los modelos de Miguel Ángel; Ángelo Montorsoli, que esculpiría el San Cosme; Raifaello de Montelupo, hijo de su viejo amigo Baccio, que había terminado sus dos Papas Piccolomini. Bandinelli terminó su Hércules para Clemente. El duque Alessandro dio orden de que fuera instalado al otro lado del David, frente al Palazzo della Signoria. La protesta del público contra la estatua fue tan clamorosa que Bandinelli tuvo que ir a Roma y conseguir una orden papal para que fuese colocada. Miguel Ángel fue con Urbino a ver el Hércules y los pedazos de papel que habían sido pegados en la estatua durante la noche, algunos de los cuales eran movidos por el viento. Se aterró al ver aquellas masas de músculos sin sentido que había esculpido Bandinelli; después de leer alguno de los papeles, comentó:

—Bandinelli no se va a sentir muy feliz cuando lea estos elogios.

Florencia estaba ahora acobardada porque Alessandro había estrangulado su libertad. Puesto que las artes eran igualmente estranguladas, la mayor parte de los miembros de la Compañía del Crisol se había trasladado a otras ciudades.

La Florencia de los primitivos Medici había desaparecido. Los mármoles de Orcagna y Donatello seguían majestuosos en sus nichos de Orsanmichele, pero los florentinos caminaban por las calles con la cabeza baja; después de las interminables guerras y derrotas, el «Moro» constituía el golpe de gracia para la ciudad-estado.

Miguel Ángel no se sentía con ánimo para reparar el brazo roto de su David, por lo menos hasta que no hubiesen sido restauradas la República y la grandeza de Florencia como centro intelectual y artístico, como la Atenas de Europa.

El nonagésimo cumpleaños de Ludovico cayó en un hermoso día de junio de 1534. Miguel Ángel reunió a los restos de la familia Buonarroti. En la mesa de aquella cena se hallaban presentes Ludovico, tan débil ya que tuvo que ser sostenido en su sillón por medio de almohadones, Giovansimone, delgado, como consecuencia de una prolongada enfermedad; el silencioso Sigismondo, que seguía viviendo solo en la granja familiar donde todos ellos habían nacido; Cecca, la hija de diecisiete años de Buonarroto, y el joven Leonardo, que estaba terminando su aprendizaje en la casa comercial de los Strozzi.

—Tío Miguel Ángel —dijo Leonardo—, me prometió que reabriría la tienda de lanas de mi padre en cuanto yo estuviese en condiciones de dirigirla.

—Y así lo haré Leonardo.

—¿Pronto? Ya tengo quince años y he aprendido el negocio de las lanas a la perfección.

—Sí, Leonardo, pronto. En cuanto consiga arreglar mis asuntos.

Ludovico comió solamente unas cucharadas de sopa, que llevaba a su boca con mano temblorosa. A mitad de la cena, pidió que lo llevasen a la cama. Miguel Ángel lo tomó en sus brazos. Pesaba aterradoramente poco. Lo acostó y lo cubrió bien con las mantas. El anciano volvió ligeramente la cabeza hacia él, pero antes miró a su escritorio, en la cual se veían los libros de contabilidad, pulcramente ordenados. Una sonrisa entreabrió sus resecos y pálidos labios.

—¡Miguel Ángel! —dijo con voz débil.

—¿Sí, messer padre?

—Quería… vivir…, hasta noventa…, años. Y lo he conseguido. Pero ahora… estoy… muy cansado. Miguel Ángel…

—¿Sí, padre?

—¿Cuidarás a… los muchachos… Giovansimone… Sigismondo…?

Miguel Ángel pensó: «¡Los muchachos! ¡Y están ya a mitad camino entre los cincuenta y sesenta años!». Luego, en voz alta, prometió:

—Sí, padre. Nuestra familia es todo cuanto tengo.

—¿Le reabrirás…, la tienda… a Leonardo? ¿Darás una dote a Cecca?

—Sí, padre.

—Entonces…, todo va bien. He… mantenido… unida… a mi familia. Hemos… prosperado… reconquistado… el dinero que… perdió mi padre… Mi vida… ha sido vivida…, y no en vano… Llama…, a un sacerdote… de Santa Croce.

Leonardo trajo al sacerdote. Ludovico murió tranquilamente, rodeado de sus tres hijos, su nieto y su nieta.

Miguel Ángel se sintió extrañamente solo. Había vivido toda su vida sin madre y sin amor de padre, sin afectos ni comprensión. Sin embargo nada de todo eso importaba ahora. Él había amado a su padre del mismo modo que Ludovico lo había amado a él, a su manera: la dura manera toscana. El mundo parecería vacío ahora sin él. Ludovico le había ocasionado interminables angustias, pero era necesario confesar que no tenía la culpa de haber tenido sólo a uno de sus cinco hijos capaz de ganarse la vida. A eso se debía que hubiera hecho trabajar tanto a Miguel Ángel, para compensar lo que los otros cuatro no aportaban a la familia. Y Miguel Ángel se sintió orgulloso de haber podido contribuir a que se realizase la ambición de su padre y de verlo morir satisfecho.

Aquella noche, en su estudio, a la luz de la lámpara de aceite, escribió largamente. De pronto, el jardín y su habitación se vieron invadidos por millares de pequeñas maripositas blancas que tejían una red alrededor de la llama de la lámpara. Poco después morían, y el jardín y la casa quedaban cubiertos con una capa como de nieve.

Estaba solo en la sacristía, bajo la bóveda que él mismo había diseñado y construido, rodeado por la pietra serena y el mármol de las paredes, tan amorosamente concebidas y trabajadas. Lorenzo, el contemplativo, estaba ya en su nicho; Giuliano se encontraba sentado en el suelo, inconcluso todavía. El Día, última de las siete figuras, tenía bloques de madera apoyados bajo los hombros, la espalda del poderoso cuerpo masculino todavía inconclusa. El rostro, detrás del elevado hombro derecho, era el de un águila y miraba duramente al mundo a través de sus hundidos ojos, mientras la cabellera, la nariz y la barba estaban cinceladas en bruto, como cortadas en granito, en un extraño contraste con la suave piel del hombro.

¿Estaba terminada la capilla, después de catorce años?

De pie entre sus dos sarcófagos exquisitamente tallados, uno a cada lado, y cada uno con sus dos figuras El amanecer y El anochecer, El día y La noche, mientras la hermosa Virgen y Niño aparecía sentada en la repisa, contra la espaciosa pared lateral, Miguel Ángel experimentó la sensación de que había esculpido todo cuanto había querido esculpir y dicho todo cuanto había querido decir. Para él, la capilla Medici estaba completa. Creía que II Magnifico habría quedado satisfecho con aquella obra, y aceptado la capilla y las estatuas en lugar de la fachada que había proyectado cuando le sorprendió la muerte.

Tomó un pedazo de papel de dibujo y escribió las instrucciones a sus tres escultores para montar las estatuas en los sarcófagos. Dejó la nota sobre la mesa de tablones, bajó un trozo de mármol blanco, se volvió y salió sin mirar atrás.

Urbino le preparó las alforjas de viaje.

—¿Está todo, Urbino? —preguntó.

—Sí, messer. Todo, menos las carpetas de dibujos, que estarán listas dentro de unos minutos.

—Envuélvalas en algunas camisas, para que no se estropeen.

Montaron a caballo, cruzaron la ciudad y salieron por la Porta Romana. Al llegar a la cima de la colina, Miguel Ángel detuvo su cabalgadura y se volvió para mirar el Duomo, el Baptisterio y el Campanile, la oscura torre del Palazzo Vecchio, y la exquisita ciudad de piedra y tejas rojas que brillaba al sol de septiembre. Era duro despedirse de la ciudad donde uno había nacido; duro pensar que, ya próximo a cumplir los sesenta años, no podía estar seguro de volver a verla.

Resueltamente, reanudó la marcha hacia Roma.

—Vamos a apurar el paso, Urbino —dijo—. Pasaremos la noche en Poggibonsi, donde hay una posada que conozco.

—¿Y llegaremos a Roma mañana por la noche? —preguntó Urbino con gran excitación—. ¿Cómo es Roma, messer?

Trató de describirle la ciudad eterna, pero sentía un peso muy doloroso en el corazón. No tenía ni la menor idea de lo que le reservaba el destino, aunque tenía la seguridad de que su propia e interminable guerra había terminado. Si los astrólogos que se congregaban en torno de la Porta Romana le hubiesen gritado, cuando él pasó ante ellos, que todavía no había recorrido más que dos terceras partes del camino de su vida, dos de los cuatro amores de su existencia, y que le quedaban todavía otros dos amores, la batalla más larga y sangrienta y sus más hermosas esculturas, pinturas y obras de arquitectura, habría recordado el desdén con que Lorenzo Il Magnifico veía aquella pseudociencia, y se habría reído. Sin embargo, los astrólogos habrían estado en lo cierto.

La agonía y el éxtasis
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