VII
Bertoldo sabía que Miguel Ángel había llegado ya al límite de su paciencia. Pasó un brazo por los hombros del muchacho y le dijo:
—Bueno, ahora… ¡A esculpir!
Miguel Ángel hundió la cabeza en sus manos. Alivio, júbilo y tristeza se mezclaban en su corazón, haciéndolo latir violentamente. Sus manos temblaban sin control.
—Veamos, ¿qué es la escultura? —prosiguió Bertoldo, con tono didáctico—. Es el arte que, al eliminar todo lo que es superfluo del material que se maneja, lo reduce a la forma diseñada en la mente del artista…
—Con el martillo y el cincel —exclamó Miguel Ángel, recuperada ya su calma.
—O mediante sucesivas adiciones —persistió Bertoldo—, como cuando se modela en barro o cera, que es el método de agregar.
—¡Para mí no! —dijo Miguel Ángel con energía—. Yo quiero trabajar directamente en el mármol, como lo hacían los griegos, esculpiendo sin modelo de barro o cera.
Bertoldo sonrió un poco sarcásticamente:
—Esa es una noble ambición, pero primero tienes que aprender a modelar en arcilla y cera. Hasta que no hayas dominado perfectamente el método de agregar, no podrás atreverte a acometer el método de eliminar. Tus modelos de cera deberán tener aproximadamente unos treinta centímetros de altura. Ya he ordenado a Granacci que compre una cantidad de cera para ti. Para ablandarla, empleamos un poco de esta grasa animal. Si por el contrario necesitas más consistencia en la cera, le agregas un poco de trementina. ¿Va bene?
Mientras se derretía el bloque de cera, Bertoldo le enseñó a preparar el armazón con varitas de madera o alambres de hierro. Una vez preparado, Miguel Ángel comenzó a aplicarle la cera para ver hasta qué punto podía acercarse a la creación de una figura de tres dimensiones a partir de un dibujo de dos.
Para eso había discutido las virtudes de la escultura con respecto a la pintura en la escalinata del Duomo. La verdadera tarea del escultor era la profundidad, esa dimensión que el pintor solamente podía sugerir por medio de la ilusión de la perspectiva. El suyo era el duro mundo de la realidad; nadie podía caminar alrededor de su dibujo, pero cualquiera podía hacerlo alrededor de su escultura, para juzgarla desde todos los ángulos.
—Así, tiene que ser perfecta, no solamente en su frente, sino al mirarla por los costados o la parte posterior —agregó Bertoldo—. Esto significa que cada parte tiene que ser esculpida no una vez, sino trescientas sesenta, porque en cada cambio de grado se torna una parte distinta.
Miguel Ángel estaba fascinado. La voz de Bertoldo le atravesaba como una llama:
—Capisco, maestro —respondió.
Tomó la cera y sintió su calor en las palmas de las manos. Para unas manos hambrientas de mármol, la bola de cera no podía ser agradable. Pero las palabras del maestro le dieron el impulso necesario para ver si le era posible modelar una cabeza, un torso, una figura completa que en cierta medida reflejase el dibujo. No era fácil.
Una vez que hubo amasado la cera sobre el armazón esquelético, obedeció las órdenes de Bertoldo y la trabajó con herramientas de hierro y hueso. Después de lograr la más tosca aproximación, la refinó con sus fuertes dedos. El resultado tenía una cierta verosimilitud.
—Si, pero carece por completo de gracia —criticó Bertoldo—, y no tiene el menor parecido facial.
—No estoy haciendo un retrato —gruñó Miguel Ángel, que absorbía las instrucciones como una esponja seca arrojada a un barril de agua, pero se encrespaba ante las críticas.
—Ya lo harás.
—¡Al diablo con los retratos! ¡Jamás me gustarán!
—Jamás está mucho más lejos a tu edad que a la mía. Cuando tengas hambre y el duque de Milán, pongo por mecenas, te pida que hagas su retrato en un medallón de bronce…
—¡Nunca tendré tanta hambre! —dijo el muchacho, enérgico.
Pero Bertoldo se mantuvo firme. Le habló de expresión, gracilidad, equilibrio. De la interrelación del cuerpo con la cabeza: si la figura tenía la cabeza de un anciano, era forzoso que tuviera los brazos, cuerpo, piernas, manos y pies de un anciano. La fluidez de los ropajes tenía que ser tal que sugiriese la desnudez debajo de ellos. Los cabellos y las barbas debían ser trabajados con suma delicadeza.
Baccio era el fermento. Los días en que Torrigiani estaba de mal humor, que Sansovino sentía la nostalgia de Arezzo, que Miguel Ángel clamaba para que se le permitiera trabajar con la arcilla, que Granacci se quejaba de una horrible jaqueca originada por el constante martillar sobre los cinceles, o que Bertoldo, sacudido por la tos, decía que se habría ahorrado muchas preocupaciones y disgustos de haber sucumbido a su último ataque, Baccio acudía presuroso con sus chismes y chistes recogidos en tabernas y prostíbulos.
—Maestro, ¿sabe el cuento del comerciante que se quejaba del elevado costo del vestido de su esposa? «Cada vez que me acuesto con usted», le dijo, «me cuesta un escudo de oro». Y la joven esposa le contestó, mordaz: «Si se acostara conmigo más a menudo, solamente le saldría a razón de una moneda de cobre».
—No, no lo tengo aquí como bufón del jardín —explicaba Bertoldo—. Hay en él una promesa de talento. No le gusta estudiar, es cierto. Lo absorbe el placer. Pero todo eso pasará. Su hermano, que es monje dominicano, está dedicado por entero a la pureza; tal vez se deba a eso que Baccio sea devoto de la lascivia.
Pasaron varias semanas. Bertoldo insistía en que Miguel Ángel se perfeccionase en la transcripción del dibujo al modelo de cera. Cuando el muchacho no podía resistir más, arrojaba sus herramientas de hueso y se iba al fondo del jardín, donde cogía martillo y cincel y desahogaba su furia cortando bloques para la construcción de la biblioteca de Lorenzo. Todos los días trabajaba así durante una o dos horas, con los scalpellini. Los bloques de petra serena entre las piernas y bajo sus manos le prestaban su dureza. Bertoldo capituló por fin.
—«Alla guerra di amore, vince qui fugge» —dijo—. Pasaremos a la arcilla… Recuerda que la arcilla trabajada, cuando está húmeda, se encoge después. Tienes que prepararla pedazo a pedazo. Mézclale cerdas de caballo para asegurar que no se te rompa. Para vestir tus figuras, moja una tela hasta darle la consistencia de un barro espeso y luego disponla alrededor de tu figura en pliegues. Más adelante aprenderás a ampliar el modelo al tamaño que vas a esculpir.
Llegó febrero, con nieblas que bajaban de las montañas y lluvias que envolvían la ciudad hasta que todas las calles parecían ríos. Había pocas horas de luz grisácea para trabajar. Todos estaban confinados en las habitaciones del casino. Cada aprendiz se sentaba en un alto taburete, sobre un brasero encendido. Cada cierto tiempo, Bertoldo tenía que quedarse acostado varios días. La arcilla mojada parecía más pegajosa y fría que nunca. Miguel Ángel trabajaba frecuentemente a la luz de una lámpara de aceite, casi siempre sólo en el casino, triste, pero más satisfecho de estar allí que en cualquier otro lugar.
Faltaban ya menos de dos meses para abril, y por lo tanto, para la decisión de Ludovico de retirarlo del jardín de escultura si no alcanzaba suficiente capacidad para percibir un salario. Bertoldo, cuando se presentaba envuelto en gruesas ropas, parecía un fantasma. Pero Miguel Ángel sabía que tenía que hablar. Mostró al maestro las figuras de arcilla que había modelado y pidió su autorización para reproducirlas en mármol.
—No, figlio mío —respondió el maestro con voz ronca—, todavía no estás preparado.
—¿Los otros lo están y yo no?
—Tienes mucho que aprender.
—Lo reconozco.
—¡Pazienza! —le aconsejó Granacci—. Dios da a la espalda la forma apropiada para la carga que debe soportar.