VII

Al llegar junio, el calor del verano se precipitó sobre Florencia. Las puertas traseras del taller fueron abiertas y las mesas trasladadas al patio, bajo los verdes y frondosos árboles.

Para la fiesta de San Giovanni, la bottega se cerró herméticamente. Miguel Ángel se levantó temprano y, con sus hermanos, caminó hasta el Arno, el río que atravesaba la ciudad, para nadar y jugar en las barrosas aguas, antes de reunirse con sus compañeros de taller detrás del Duomo.

La plaza estaba cubierta por toldos de seda azul bordados con lirios dorados, como representando el cielo. Cada gremio había armado su propia nube, en cuya cima estaba su santo patrón sobre una estructura de madera cubierta por una espesa capa de lana y rodeada de luces, y querubines y estrellas. En planos inferiores había niños vestidos de ángeles.

A la cabeza de la procesión iba la cruz de Santa María del Fiore, y tras ella, grupos de cantantes y esquiladores, zapateros, bandas de niños vestidos de blanco, gigantes sobre zancos y cubiertos con fantásticas caretas. A continuación iban veintidós torres montadas sobre carros con actores que formaban cuadros vivos de la Biblia. La Torre de San Miguel representaba la Batalla de los Ángeles, en la que Lucifer era arrojado del cielo; la Torre de Adán presentaba a Dios en la creación de Adán y Eva, junto a quienes aparecía la serpiente; la Torre de Moisés hacía aparecer con las Tablas de la Ley.

A Miguel Ángel aquel desfile de cuadros vivos le pareció interminable. Nunca le habían gustado aquellas escenas bíblicas, y quería irse. Granacci insistió en que se quedasen hasta el final. Cuando comenzaba la misa mayor en el Duomo, un boloñés fue sorprendido mientras robaba a uno de los fieles. La multitud en la iglesia y la plaza se convirtió en una furiosa turba que aullaba: «¡A la horca! ¡Ahorquémoslo!». Y en efecto, el ladrón fue colgado inmediatamente de una ventana de la sede del capitán de la guardia.

Más tarde, un viento huracanado y una tormenta de granizo sacudieron la ciudad y destruyeron las pintorescas tiendas; la pista de carreras para el palio quedó convertida en una ciénaga.

—¡Esta tormenta se ha desatado por culpa de ese maldito boloñés, que se dedicó a robar en el Duomo un día santo! —exclamó Cieco.

—No, no; ¡es todo lo contrario! —protestó Bugiardini—. Dios ha enviado la tormenta como castigo porque hemos ahorcado a un hombre en un día santo.

Se volvieron hacia Miguel Ángel, que estaba absorto en el estudio de las esculturas de oro puro, originales de Ghiberti, de la maravillosa segunda serie de puertas.

—¿Qué opino? —preguntó Miguel Ángel—. ¡Creo que éstas son las puertas del Paraíso!

En el taller de Ghirlandaio el Nacimiento de San Juan estaba ya terminado para ser transferido al muro de Santa María Novella. Aunque llegó temprano a la bottega, Miguel Ángel vio que era el último. Se sorprendió ante la excitación que reinaba allí. Todos corrían de un lado a otro, mientras reunían cartones, rollos de bosquejos, pinceles, tarros y frascos de pinturas, baldes, bolsas de arena y cal. Los materiales se cargaron en un pequeño carro que arrastraba un burro. Y todo el taller, con Ghirlandaio a la cabeza como un general al frente de su ejército, partió para su destino. Miguel Ángel, como el más novel de los aprendices, llevaba las riendas del burro. Atravesaron la Vía del Sole hasta la Señal del Sol, lo que significaba que entraban ya en la parroquia de Santa María Novella. Miguel Ángel condujo el carro hacia la derecha y entró en la Piaza di Santa María Novella. Detuvo el vehículo. Frente a él se alzaba la iglesia, que estuvo incompleta desde 1348 hasta que Giovanni Rucellai, a quien Miguel Ángel consideraba tío suyo, tuvo la excelente idea de elegir a León Batista Alberti para diseñar la fachada que ahora tenía, en magnífico mármol blanco y negro. El muchacho sintió una gran emoción al pensar en la familia Rucellai, más aún porque en su casa no se permitía a nadie que mencionase aquel nombre. Aunque jamás había estado dentro del palacio de los Rucellai, en la Vía della Vigna Nuova, cada vez que pasaba ante él se detenía para contemplar los espaciosos jardines, con sus antiguas esculturas griegas y romanas, y estudiar la arquitectura de Alberti autor de la fachada.

Traspasó las puertas de bronce con un rollo de bosquejos bajo el brazo y se detuvo para aspirar el aire fresco, aromatizado de incienso. La iglesia, de estilo egipcio, se erigía ante él con sus más de noventa metros de longitud. Sus tres arcadas ojivales y las hileras de majestuosos pilares iban decreciendo gradualmente en la distancia, conforme se acercaban al altar mayor tras el cual la bottega de Ghirlandaio había estado trabajando durante tres años. Sus muros laterales estaban cubiertos de brillantes frescos murales. Justo encima de la cabeza de Miguel Ángel estaba el crucifijo de madera de Giotto.

Avanzó lentamente por la nave central, saboreando cada paso que daba, pues era como un viaje a través del arte de Italia: Giotto, pintor, escultor y arquitecto que, según la leyenda, había sido descubierto por Cimabue cuando era un pequeño pastor que dibujaba en la superficie de las rocas, y lo llevó a su taller. Más tarde se convertiría en el liberador de la pintura, sumida hasta entonces en la oscuridad inanimada de la época bizantina. Después de Giotto siguieron noventa años de imitadores hasta que y allí, en la parte izquierda de la iglesia, Miguel Ángel vio la vigorosa y esplendorosa magnificencia de su Trinidad. Masaccio, surgido sólo Dios sabía de dónde, comenzó a pintar, y con él resucitó, magnífico, el arte pictórico de Florencia. A través de la nave, a la izquierda, vio un crucifijo de Brunelleschi; la capilla de la familia Strozzi, con frescos y esculturas de los hermanos Orcagna; el frente del altar mayor, con sus bronces de Ghiberti; y luego, como epitome de toda aquella magnificencia, la capilla Rucellai, construida por la familia de su madre a mediados del Siglo XIII, cuando había entrado en posesión de su fortuna por mediación de uno de sus miembros, que había descubierto, en Oriente, el secreto para producir un hermoso tinte rojo.

Miguel Ángel jamás se había atrevido a subir los pocos escalones de la capilla Rucellai, a pesar de que contenía los tesoros del arte supremo de Santa María Novella. Una lealtad familiar se lo había impedido. Ahora que se había independizado en cierto modo de la familia e iba a trabajar allí, pensó si no habría ganado ya el derecho a entrar. Dejó el rollo que llevaba y subió los peldaños lentamente. Una vez dentro de la capilla, con su Madonna, de Cimabue, y la Virgen con el Niño, de Nino Pisano, cayó de rodillas, pues ésta era la capilla donde la madre de su madre había orado durante toda su juventud y donde su madre había elevado sus oraciones en los días de fiesta.

Sintió que las lágrimas hacían arder sus ojos y luego se desbordaban. Le habían enseñado varias oraciones, pero las repetía sin pensar. Y ahora subieron a sus labios inconscientemente. ¿Rezaba a las hermosas Madonnas, o a su madre? ¿Existía en verdad una diferencia? ¿Acaso su madre no estaba sobre él, como una verdadera Madonna, allá arriba, en el cielo?

Se levantó y avanzó hasta la Virgen de Pisano. Pasó sus largos y huesudos dedos sobre la maravilla del aquel ropaje de mármol. Luego se volvió y salió de la capilla. Se detuvo unos segundos al llegar a la escalera, mientras pensaba en el contraste entre sus dos familias. Los Rucellai habían construido esta capilla alrededor de 1225, al mismo tiempo que los Buonarroti adquirían su fortuna. Los Rucellai habían apreciado a los más prominentes artistas, casi los creadores de sus respectivas artes: Cimabue, en la pintura, más o menos al final del Siglo XIII, y Nino Pisato en 1365. Aun ahora, en 1488, competían amistosamente con los Medici por las esculturas de mármol que se estaban desenterrando en Grecia, Sicilia y Roma. Los Buonarroti, por el contrario, jamás habían ordenado la construcción de una capilla. Todas las familias de posición similar lo hicieron. ¿Por qué ellos no?

Detrás del coro vio a sus compañeros que cargaban todos los materiales en los andamios. ¿Era suficiente explicación decir que ello había ocurrido porque los Buonarroti no eran y jamás habían sido religiosos? La conversación de Ludovico estaba salpicada siempre de expresiones religiosas, pero Monna Alessandra había dicho de su hijo: «Ludovico aprueba todas las leyes de la Iglesia, aunque no obedece una sola de ellas».

Los Buonarroti habían sido siempre tacaños, y unían su astucia para conseguir un florín a un fiero empeño por guardarlo. ¿Acaso aquel afán de invertir solamente en casas y tierras, la única verdadera fuente de riqueza de un toscano, hizo que los Buonarroti jamás gastaran un escudo en obras de arte? Miguel Ángel no recordaba haber visto una pintura o escultura en la casa Buonarroti. Y ello era realmente extraordinario para una familia rica que durante trescientos años vivió en la ciudad más creadora de arte del mundo.

Se volvió para lanzar una última mirada a los muros cubiertos de frescos de la capilla Rucellai, y comprendió, con una sensación de desaliento, que los Buonarroti eran no sólo avaros, sino enemigos de las artes, porque despreciaban a los hombres que las creaban.

Un grito de Bugiardini desde un andamio le hizo volver en sí. Vio que todo el personal del taller se movía armónicamente. Bugiardini había puesto una capa de intonaco en el panel el día anterior y sobre aquella tosca superficie estaba aplicando una capa de mezcla que cubría toda la zona que se pintaría aquel día. Con Cieco, Baldinelli y Tedesco, tomó el bosquejo, que entre todos aplicaron sobre el panel mojado. Ghirlandaio marcó las líneas de las figuras en la revocadura fresca con un palo afilado de marfil y luego hizo una señal a sus ayudantes, que retiraron el papel. Los jóvenes aprendices bajaron por el andamiaje, pero Miguel Ángel se quedó para observar a Ghirlandaio mezclar sus colores minerales en pequeños tarros con agua, escurrir su pincel entre los dedos y comenzar a pintar.

Tenía que trabajar con seguridad y rapidez, pues su labor debía terminar antes de que la pasta del panel se secase aquella noche. Si se retrasaban, la pasta no pintada formaría una costra debido a las corrientes de aire que soplaban en la iglesia, y esas porciones del panel quedarían inservibles. Si no hubiese calculado exactamente todo lo que podía pintar ese día, la pasta seca restante tendría que ser descascarada a la mañana siguiente y dejaría una marca perfectamente visible. En aquella clase de trabajo no eran posibles los retoques.

Miguel Ángel se quedó en el andamiaje con un balde de agua, rociando la zona hacia la que se dirigía el pincel de Ghirlandaio para mantenerla húmeda. Comprendió por primera vez la verdad que encerraba el dicho de que ningún cobarde llegaría a ser jamás un buen pintor de frescos. Observó a su maestro, que pintaba audazmente a la muchacha con la cesta de fruta en la cabeza. A su lado estaba Mainardi, que pintaba las dos tías de la familia Tornabuoni que llegaban para visitar a Isabel.

Benedetto estaba en la parte más alta del andamio. Pintaba el complicado techo, cruzado por numerosas vigas. A Granacci le había correspondido pintar a la criada que se veía en el centro del segundo plano con una bandeja que acercaba a Isabel. David trabajaba en la figura de Isabel, reclinada contra la cabecera de la cama ricamente tallada en madera. Bugiardini, a quien habían asignado la puerta y las ventanas, llamó a su lado a Miguel Ángel para que rociase su parte del panel con agua y luego dio un paso hacia atrás para contemplar, con admiración, la diminuta ventana que acababa de pintar sobre la cabeza de Isabel.

La culminación del panel llegó cuando Ghirlandaio, con la ayuda de Mainardi, pintó a la exquisita y joven Giovanna Tornabuoni ricamente ataviada con suntuosas sedas florentinas y refulgentes joyas. Miraba directamente a Ghirlandaio, sin el menor interés hacia Isabel, sentada en su lecho, ni hacia Juan, que mamaba del pecho de otra belleza.

El panel exigió cinco días de trabajo concentrado. Sólo a Miguel Ángel no se le permitió aplicar pintura. El pequeño estaba desesperado. Le parecía que aunque sólo llevaba en el taller tres meses, estaba tan calificado para trabajar en aquella pared como los demás aprendices. Pero, al mismo tiempo, una voz interior insistía en decirle que toda aquella febril actividad nada tenía que ver con él. Hasta cuando se sentía más infortunado al verse excluido, deseaba fervientemente correr a un mundo suyo.

Hacia el fin de la semana la capa de pasta comenzó a secarse. La cal quemada recuperó el ácido carbónico del aire, fijando los colores. Miguel Ángel vio entonces que estaba equivocado al pensar que los pigmentos se hundían en la pasta mojada. Por el contrario, permanecían en la superficie cubiertos por una capa cristalina de carbonato de cal. Todo el panel tenía ahora un lustre metálico que protegía los colores contra el calor, el frío y la humedad. Pero lo más asombroso era que cada uno de los segmentos iba secándose lentamente y adquiría los colores exactos que Ghirlandaio había creado en su taller.

Sin embargo, cuando fue solo a Santa María Novella el domingo siguiente a oír misa, se sintió defraudado: los dibujos habían perdido frescura y vigor. Las ocho mujeres seguían como naturalezas muertas en mosaico, como si estuviesen formadas de pedazos duros de piedra coloreada. Y aquello no era el nacimiento de Juan en la modesta familia de Isabel y Zacarías, sino una reunión social en la residencia de un magnate comercial de Italia, totalmente falto de espíritu o contenido religioso.

Ante el brillante panel, el muchacho comprendió que Ghirlandaio amaba a Florencia. La ciudad era su religión. Dedicaba toda su vida a pintar su gente, sus palacios, sus habitaciones, exquisitamente decoradas, su arquitectura y sus calles, sus fiestas religiosas y políticas. ¡Y qué vista tenía! Nada se le escapaba. Puesto que nadie le encargaría que pintara Florencia, había convertido dicha ciudad en Jerusalén; el desierto de Palestina era Toscana, y todas las personas bíblicas, modernos florentinos. Porque Florencia era más pagana que cristiana todos estaban muy satisfechos con aquellos retratos sofisticados del pintor.

Miguel Ángel salió de la iglesia deprimido. Las formas eran soberbias, pero ¿dónde estaba la sustancia? También él quería aprender a fijar exactamente en sus dibujos cuanto veía. Pero siempre consideraría más importante lo que sentía que lo que veía.

La agonía y el éxtasis
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