IV
El Domingo de Ramos fue un día tibio de primavera. En su tocador, Miguel Ángel encontró tres florines de oro que, según dijo Bertoldo, le serían dejados allí todas las semanas por el secretario de Lorenzo, Ser Piero da Bibbiena. No pudo resistir la tentación de darse importancia ante su familia. Tendió en la cama sus flamantes prendas de vestir y se las fue poniendo. Se sonrió ante el espejo, al imaginar la expresión de Granacci cuando lo encontrase en la Piazza San Marco para ir juntos a casa.
Torrigiani se acercó pon la senda del jardín, muy peripuesto también. Se detuvo bruscamente frente a Miguel Ángel.
—Quiero hablarte a solas.
Lo cogió de un brazo, pero él se resistió.
—¿Porqué a solas? No tenemos ningún secreto.
—Hemos compartido confidencias hasta que te fuiste a vivir al palacio y te has convertido en un señor tan importante.
No era posible dejar de advertir la emoción que motivaba aquellas palabras de su amigo.
—¡Pero tú vives en tu propio palacio, Torrigiani! —dijo para aplacarlo.
—En efecto. Y no tengo necesidad de traicionar miserablemente a los amigos para congraciarme con los Medici. ¡Tú no sabes ni una palabra de felicidad o de camaradería!
—¡Jamás he sido más feliz en mi vida! —dijo Miguel Ángel con entusiasmo.
—Si, trazando líneas de carboncillo con tus asquerosas manos.
—Pero líneas que significan algo.
—¿Quieres decir que las mías no significan nada?
—¿Porqué llevas siempre la discusión a ti? ¡Tú no eres el centro del universo!
—¡Lo era para ti hasta que te invitaron al palacio!
Miguel Ángel le miró, asombrado.
—No, Torrigiani; tú nunca has sido el centro de mi universo.
—¡Entonces me has engañado! ¡Estás adulando para conseguir encargos de trabajos, mucho tiempo antes de estar en condiciones de realizarlos…, si llegas a estarlo algún día!
Miguel Ángel sintió un frío en el corazón. Se volvió y corrió a toda velocidad fuera del jardín y por la calle de Operarios de Corazas.
Poco después llegó a su casa, sacó los tres florines de oro y los puso encima de la mesa, ante su padre. Ludovico los miró sin hacer comentario alguno, pero su madrastra, Lucrezia, lo besó ruidosamente en ambas mejillas, brillantes los ojos de excitación.
La familia en pleno se había congregado en la habitación que hacía las veces de sala y despacho de Ludovico. Su abuela se sentía feliz porque él se estaba codeando con todos los grandes hombres de Florencia. Su hermano Giovansimone se interesaba en conocer detalles de las fiestas que se realizaban en el palacio. Su tía y su tío se alegraban por los florines de oro que acababa de llevar a casa. Buonarroti quería que le explicase la administración de los negocios de Medici. Luego le preguntó: ¿recibiría tres de oro todas las semanas? ¿Le descontaban de dicha suma la piedra y los materiales que utilizaba?
El padre pidió silencio y preguntó:
—¿Cómo te tratan los Medici?
—Muy bien.
Ludovico meditó un instante y luego miró las tres brillantes monedas que seguían sobre la mesa.
—¿Qué es esto? ¿Un regalo? ¿Un salario? —preguntó.
—Me darán tres florines todas las semanas.
—¿Qué te dijeron cuando te dieron el dinero?
—Nada; me lo dejaron sobre el tocador. Cuando le pregunté a Bertoldo me dijo que era el sueldo semanal.
El tío Francesco no pudo contener su júbilo:
—¡Espléndido! —exclamó—. Con ese dinero podremos alquilar un quiosco. Miguel Ángel, tú serás socio y compartirás los beneficios…
—Los regalos son siempre caprichos —sentenció Ludovico, ceñudo—. A lo mejor la semana próxima no encuentras nada…
Miguel Ángel pensó que su padre iba a arrojarle las monedas a la cara. Él las había llevado a su casa porque lo consideraba su obligación…, a pesar de que también en aquella decisión se mezclaba un poco de fanfarronería. Y mientras pensaba eso, Ludovico agregó:
—Piensa en cuántos millones de florines deben de tener los Medici si pueden darle a un estudiante de quince años tres a la semana. —Luego, con un rápido movimiento de la mano, echó las monedas al cajón superior de la mesa.
Lucrezia aprovechó aquel instante para llamar a todos a la mesa. Después de la cena, la familia volvió a reunirse en la sala. Leonardo, silencioso durante la primera parte de la conversación, se plantó de pronto ante Miguel Ángel para proclamar con voz pontifical:
—¡El arte es un vicio!
—¿Qué el arte es un vicio? —exclamó Miguel Ángel, asombrado—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque es una concentración del ansia de crear del artista, en lugar de una contemplación de las glorias de lo que Dios ha creado.
—Pero, Leonardo, nuestras iglesias están llenas de obras de arte.
—Hemos sido engañados y conducidos al mal camino por el demonio. Una iglesia no es una barraca de feria. La gente debe ir allí a orar de rodillas, no a ver las pinturas de las paredes ni las esculturas.
—Entonces, en tu mundo, ¿no hay lugar alguno para el escultor?
Leonardo entrelazó sus manos y alzó los ojos hacia el techo:
—Mi mundo —respondió— es el otro mundo, donde todos estaremos sentados a la diestra de Dios padre.
Ludovico abandonó su asiento y exclamó:
—¡Bueno! ¡Ahora tengo dos fanáticos en la familia!
Se fue a dormir su siesta, seguido por los demás. Sólo Monna Alessandra se quedó, sentada silenciosamente en un rincón. Miguel Ángel deseaba irse también. Se sentía cansado. Pero Leonardo no le dejó, y se lanzó a un ataque frontal contra Lorenzo y la Academia Platón, acusándolo de paganismo, ateísmo y de ser enemigo de Dios y de la Iglesia, un verdadero anticristo.
—Te aseguro, Leonardo —dijo Miguel Ángel mientras intentaba aplacar a su hermano—, que no he oído una sola palabra sacrílega o irreverente contra la religión propiamente dicha. Únicamente contra los abusos. Lorenzo es un reformador que sólo desea limpiar la Iglesia.
—¡Limpiar! ¡Ésa es una palabra que emplean los infieles cuando lo que realmente quieren decir es destruir! ¡Un ataque contra la Iglesia es un ataque contra el cristianismo!
Profundamente indignado ya, Leonardo acusó a Lorenzo de Medici de ser un hombre carnal, depravado, que salía de su palacio a media noche para irse con sus amigotes a organizar orgías en las cuales se bebía sin freno y eran seducidas jóvenes mujeres.
—De esas acusaciones no sé nada —dijo Miguel Ángel—. Pero Lorenzo es viudo y tiene derecho al amor.
—Un adulador como tú es incapaz de comprender que Lorenzo es un tirano —prosiguió Leonardo—. ¡Ha destruido la libertad de Florencia! ¡Ha hecho que las cosas resulten fáciles para la gente! Les da a todos pan y circo… La única razón por la que no se ha proclamado rey y colocado una corona en la cabeza es porque tiene demasiada astucia; le gusta trabajar entre telones, controlando todos los sentimientos, mientras los toscanos son reducidos a la esclavitud…
Antes que Miguel Ángel pudiera responder. Monna Alessandra dijo:
—Lorenzo de Medici nos está apaciguando. ¡Nos ha evitado una guerra civil! Durante años nos hemos estado destruyendo unos a otros, familia contra familia, barrio contra barrio, llenas de sangre las calles. Ahora somos un pueblo unificado. ¡Y sólo Lorenzo de Medici es capaz de impedir que nos arrojemos unos contra otros salvajemente!
Leonardo no respondió a su abuela. Se inclinó hacia Miguel Ángel y le dijo:
—Deseo hablar unas últimas palabras contigo. Esta es mi despedida. Esta noche abandono la casa para unirme a Girolamo Savonarola en San Marco.
—¡Ah! ¿Savonarola? Lorenzo le ha invitado a venir. Yo estaba en el studiolo cuando Pico della Mirandola lo sugirió, y Lorenzo accedió a escribir a Lombardia.
—¡Esa es una mentira muy Medici! ¿Por qué habría de llamarlo Lorenzo cuando Savonarola tiene toda la intención de destruir a los Medici? Yo parto de esta casa como Savonarola partió de la casa de su familia en Ferrara: con sólo una camisa en el cuerpo. Para siempre. Oraré por ti sobre el suelo de piedra de mi celda hasta que no quede piel en mis rodillas y mane de ellas la sangre. Es posible que en esa sangre puedas redimirte.
Miguel Ángel comprendió, al ver los ojos alucinados de su hermano, que era inútil toda respuesta. Movió la cabeza en un gesto de desesperación y pensó: «Papá tiene razón. ¿Cómo ha podido engendrar dos fanáticos en una sola generación esta familia sana, sensata, de cambistas de dinero, esta familia Buonarroti que durante doscientos años no ha tenido en su seno más que conformistas?».
Luego murmuró a Leonardo:
—No estaremos demasiado separados. Sólo unos metros, a través de la Piazza San Marco. Si te asomas a una ventana de tu monasterio, podrás oír mis martillazos sobre el mármol en el jardín de escultura.