III

Beppe acudió en su auxilio.

—Le dije a la Junta que necesitaría un hombre para trabajar un turno corto y que usted se había ofrecido sin salario. Ya sabe que un buen toscano no rechaza nada gratis. Puede establecer su taller junto a la pared del fondo.

Los florentinos habían bautizado aquel patio con el nombre de Opera di Santa María del Fiore del Duomo. Ocupaba toda una manzana, detrás de la media luna que formaba la fila de casas, estudios y despachos tras la catedral. Donatello, Della Robbia y Orcagna habían esculpido sus mármoles allí y fundido sus piezas de bronce en los hornos de la Opera.

La pared de madera del patio, de forma semicircular, tenía un alero bajo el cual los obreros encontraban protección contra el sol en verano y la lluvia en invierno. Allí instaló Miguel Ángel una forja, llevó unas bolsas de madera de castaño y unas varillas de hierro de Suecia y se forjó un juego de nueve cinceles y dos martillos. Luego construyó una mesa de trabajo con pedazos de madera que encontró en el patio.

Ahora que tenía el taller, podía establecer en él su residencia de trabajo desde el amanecer hasta la puesta del sol. Una vez más podía trabajar con los oídos llenos del sonido que emitían los martillos de los scalpellini.

Se formuló preguntas, puesto que su resultado final dependería de los círculos cada vez más amplios de preguntas formuladas y respondidas. ¿Qué edad tenía Hércules en el momento de surgir del mármol? ¿Quedaban ya tras de sí los doce trabajos a que se viera sometido, o no los había realizado todos todavía? ¿Usaba ya el símbolo de la victoria: la piel del león de Nemea, o estaba desnudo? ¿Tendría una sensación de grandeza como consecuencia de todo cuanto había podido realizar en su carácter de semidiós, o una sensación de fatalismo, porque, en su carácter de semihumano, moriría envenenado por la sangre del centauro de Neso?

Al pasar los meses, se enteró de que la mayoría de las acusaciones contra Lorenzo, en el sentido de que había corrompido la moral y la libertad de los florentinos, carecían de fundamento, y que quien tanto lo había protegido y aconsejado fue, probablemente, el más grande de los seres humanos desde Pericles, quien propició la edad de oro en Grecia, unos dos mil años antes. ¿Cómo expresar que las realizaciones de Lorenzo eran tan grandes como las logradas por Hércules?

En primer lugar, Lorenzo había sido un hombre y, como tal, tendría que ser creado nuevamente. Era necesario concebir al hombre más fuerte que hubiese pisado la tierra, abrumador en todos sus aspectos. ¿Dónde? ¿Le sería posible hallar un modelo semejante allí en Toscana, tierra de hombres pequeños, delgados, que no tenían nada de heroico?

Rastreó toda la ciudad de Florencia: a los fuertes toneleros, los tintoreros que teñían la lana, los herreros y los rústicos picapedreros; recorrió los lugares donde se reunían los cargadores y los atletas, que libraban sus luchas en el parque. Pasó semanas enteras recorriendo la campiña para observar a los campesinos, a los leñadores y a los canteros. Y luego volvió al taller del Duomo, donde dibujó tenazmente todas las facciones, miembros, torsos, espaldas en tensión, músculos en pleno ejercicio, muslos, manos y pies, hasta que reunió una carpeta con centenares de fragmentos. Preparó dos armazones, compró la cera de abeja que necesitaría y se puso a modelar. Pero no estaba ni remotamente satisfecho.

«¿Cómo puedo establecer una figura, ni siquiera el más rudimentario bosquejo» se preguntó, «si no sé lo que estoy haciendo? ¿Cómo puedo lograr otra cosa que una estructura superficial, a flor de piel, curvas exteriores, bosquejos de huesos y algunos músculos en juego? Todo eso es un conjunto de efectos y nada más. ¿Qué sé yo de las causas que los producen? ¿Qué sé de la estructura vital de un hombre, la que está bajo la superficie y que mis ojos no pueden ver? ¿Cómo puedo saber qué es lo que crea, desde dentro, las formas que yo veo desde fuera?».

Estas preguntas se las había formulado ya, algún tiempo atrás, a su maestro Bertoldo. Y ahora ya conocía la respuesta, la única respuesta, que estaba sepultada dentro de sí mismo desde hacía mucho. No había escapatoria posible. Jamás podría llegar a ser ni siquiera parte del escultor que pretendía ser, si no se preparaba debidamente por medio de la disección, si no estudiaba todos los componentes del cuerpo humano y la función exacta que cada uno de ellos cumplía y cómo alcanzaban sus fines, las interrelaciones que existían entre todas las partes: huesos, sangre, cerebro, músculos, tendones, piel, órganos, intestinos. Las estatuas completas, capaces de ser observadas desde todos los ángulos, tenían que ser eso, completas. Un escultor no podría crear movimientos sin percibir primero su causa; no podría reproducir una tensión, un conflicto, un drama, un esfuerzo o potencia, a no ser que viese todas las fibras y sustancias en movimiento dentro del cuerpo que originaban esa potencia y ese impulso.

En una palabra: ¡tenía que aprender anatomía! Pero ¿cómo? ¿Debía estudiar cirugía? Para eso se necesitaban años. Y aunque decidiese seguir aquella larga carrera, ¿de qué le serviría disecar uno o dos cuerpos masculinos al año con un grupo de estudiantes autorizados para hacerlo en la Piazza della Signoria?

No, no; tenía que haber otro medio para practicar o, por lo menos, presenciar muy de cerca una disección.

Recordó que Marsilio Ficino era hijo del médico que había asistido siempre a Cosimo de Medici. Y decidió ir a verlo.

Partió rumbo a Careggi, a la villa de Ficino, con el propósito de exponerle el problema. El sabio, que ya tenía cerca de sesenta años, trabajaba incansablemente día y noche en su biblioteca, llena de manuscritos, con la esperanza de poder completar su comentario sobre Dionisio el Areopagita.

No bien se encontró ante el brillante anciano, Miguel Ángel le expuso sin ambages el motivo de su visita. Y luego le preguntó:

—¿Sabe usted si alguien practica actualmente la disección?

—¡De ninguna manera! ¿Ignora, acaso, el castigo que se impone a toda persona que viola un cadáver?

—¿Destierro de por vida?

—No, amigo mío: ¡la muerte!

Después de un silencio, Miguel Ángel inquirió:

—¿Y si uno estuviera dispuesto a correr ese riesgo? ¿Cómo podría hacer para diseccionar?

Aterrado, Ficino exclamó, alzando los brazos:

—Mi querido amigo, ¿cuántas veces le parece que podría salir airoso? Le sorprenderían con el cadáver mutilado y sería ahorcado y colgado de una de las ventanas del tercer piso del Palazzo della Signoria.

El problema no se apartaba un solo instante de su mente. ¿Dónde podría encontrar cadáveres disponibles? Los muertos de las familias ricas eran sepultados en las tumbas familiares; los de las familias de la clase media se veían sometidos siempre a los ritos religiosos. ¿Qué muertos de Florencia estaban vigilados? ¿Qué cadáveres no tenían a nadie que los reclamase? Únicamente los de los muy pobres, los que morían sin familia, los mendigos que llenaban los caminos de toda Italia. Éstos eran llevados a hospitales cuando estaban enfermos. ¿A qué hospitales? A los que pertenecían a las iglesias, donde las camas eran gratuitas. Y la iglesia que poseía el hospital de caridad más grande era la que tenía también las más espaciosas salas hospitalarias para huéspedes.

¡Santo Spirito!

Santo Spirito, donde conocía no solamente al prior, sino todos los corredores, la biblioteca, los jardines, el hospital y los claustros.

¿Podría pedirle al prior Bichiellini aquellos cadáveres que nadie reclamase?

Si el prior era descubierto, le ocurriría algo peor que la muerte: sería expulsado de la orden y excomulgado. No obstante, se trataba de un hombre valiente, que no temía a poder o fuerza alguna de la tierra siempre que no se ofendiese a Dios. Aquellos Agustinos, cuando creían obrar bien, no sabían lo que era el miedo.

Además, ¿qué podía alcanzarse en la vida sin riesgo? ¿Acaso un italiano de Génova no había navegado aquel mismo año, con tres pequeñas carabelas, sobre el Atlántico, de donde se le había dicho que caería al vacío, para buscar una nueva ruta a la India?

Si el prior estaba dispuesto a aceptar el riesgo, ¿podría él, Miguel Ángel, ser tan egoísta como para pedírselo? ¿Justificaría el fin semejante riesgo?

Pasó unos días poseído de una enorme agitación y unas noches insomne antes de llegar a una decisión. Iría a ver al prior Bichiellini con una petición honesta y franca, revelándole con entera sinceridad lo que quería y necesitaba. No le insultaría adoptando una actitud solapada.

Pero antes de decidirse a hablar con el prior, tenía que conocer con precisión en qué forma llevaría a cabo su plan. Vagó por Santo Spirito, recorrió todos los claustros, los huertos, las calles y pequeñas callejas que rodeaban todo aquel barrio, comprobando qué entradas había, qué puntos de observación podían ser utilizados, qué accesos a la capilla del cementerio y, dentro del monasterio propiamente dicho, la ubicación de la morgue, donde colocaban los cadáveres por la noche para sepultarlos a la mañana siguiente.

Trazó la ruta por la que podía penetrar sin ser visto utilizando la portada Posterior, que daba a la Vía Maffia para dirigirse por los jardines y corredores a la morgue. Lo haría a altas horas de la noche y saldría antes del amanecer.

Tenía que decidir cuándo iba a exponer su caso al prior, el momento y el lugar más oportunos, tanto para aumentar sus probabilidades de éxito como para alcanzar una claridad de propósitos. El lugar donde debía hacer frente al prior era, indudablemente, su despacho, entre sus libros y manuscritos.

El prior le dejó exponer sólo una parte de su propuesta, lanzó una rápida mirada al diagrama que tenía extendido en la mesa y luego alzó una mano y contuvo la explicación de Miguel Ángel.

—¡Basta! ¡Comprendo perfectamente! —dijo—. No hablemos nunca más de este asunto. No me lo has expuesto. Se ha desvanecido como el humo, sin dejar el menor rastro.

Aturdido por la rapidez del rechazo, Miguel Ángel reunió los mapas que había bosquejado y, sin saber cómo, se encontró en la Piazza Santo Spirito, consciente tan sólo de que acababa de poner a su amigo en una situación intolerable. El prior no querría verlo más. A la iglesia podía ir, porque pertenecía a todos, pero no a los claustros. ¡Había perdido todos los privilegios que le había otorgado su noble amigo!

Caminó por las calles y se sentó, confundido, frente a su bloque de mármol. ¿Qué derecho tenía él a esculpir un Hércules, a intentar la interpretación de la figura favorita de Lorenzo? Se pasó los dedos por el fracturado hueso de la nariz como si ésta le doliese por primera vez.

¡Estaba desolado!

La agonía y el éxtasis
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