XII
El valle del Arno se caracterizaba porque en él el invierno era peor que en cualquier otra parte de Italia. El frío tenía una cualidad insinuante que cubría la piedra y la lana y mordía la carne. Después de los fríos llegaron las lluvias, y las calles empedradas eran verdaderos ríos.
El taller de Ghirlandaio tenía una única chimenea. Alrededor de ella se sentaban todos los discípulos ante una mesa semicircular que estaba frente a las llamas, muy juntos para darse calor, frías las espaldas, pero los dedos lo bastante calientes como para trabajar. Santa María Novella era peor todavía. Las heladas corrientes de aire que atravesaban la iglesia silbaban entre las tablas y las ataduras de cuero del andamiaje. Era como tratar de pintar de cara contra un intenso vendaval.
Pero si el invierno era intenso, también era corto. Al llegar marzo la tramontana había dejado de soplar, los rayos del sol irradiaban algo más de calor otra vez, y el cielo tenía algunos parches de azul. Uno de aquellos días Granacci entró como una tromba en el taller. Miguel Ángel no lo había visto nunca tan excitado.
—Ven conmigo —dijo—. Tengo algo que enseñarte.
Guió a Miguel Ángel a través de la ciudad, hacia la Piaza San Marco. Ambos se detuvieron un instante mientras pasaba una procesión que llevaba unas reliquias desde el altar de Santa María del Fiore a San Girolamo: una mandíbula y un hueso del brazo ricamente envueltos en telas bordadas de oro y plata.
En la Vía Larga, frente a uno de los muros laterales de la iglesia, había una gran puerta.
—Entremos aquí —dijo Granacci.
Abrió la puerta de hierro. Miguel Ángel entró y se quedó confundido. Era un enorme jardín oblongo en el cual había pequeños edificios. En el frente, y directamente en el extremo de una senda recta, se veía un estanque, una fuente y, sobre un pedestal, la estatua de mármol de un niño que se sacaba una espina del pie. En el amplio porche de aquel pequeño caserío, un grupo de jóvenes trabajaba en varias mesas.
Los cuatro muros del jardín eran galerías abiertas, en las cuales había muchos bustos de mármol antiguos: los emperadores Adriano y Augusto, Escipión, la madre de Nerón, Agripina, y numerosos cupidos dormidos. Había otra senda recta que llevaba al caserío. La bordeaban dos filas de cipreses. Desde los cuatro rincones del cuadrángulo, uniéndose en el caserío, había otras sendas bordeadas de árboles.
Miguel Ángel no podía apartar los ojos de la galería en la que dos jóvenes trabajaban un bloque de piedra, que median y marcaban, mientras otros tallaban con cinceles dentados.
Se volvió hacia Granacci y preguntó:
—¿Qué es esto?
—Un jardín de escultura, para formar escultores. Perteneció a Clarice de Medici. Lorenzo se lo compró para que fuese su tumba, en caso de que falleciese. Clarice murió en julio pasado y Lorenzo ha creado aquí una escuela para escultores, y puso a Bertoldo al frente de ella.
—¡Pero Bertoldo ha muerto!
—No. Estaba agonizando, pero Lorenzo lo hizo traer aquí en una litera desde el hospital de Santo Spirito, le mostró el jardín y le dijo que lo contrataba para la tarea de restablecer los días de grandeza de Florencia como ciudad de escultores. Bertoldo se bajó de la litera y prometió a Lorenzo que crearía nuevamente la era de Ghiberti y Donatello. ¡Allí tienes a Bertoldo, en el porche! Lo conozco. ¿Quieres que te lo presente?
Avanzaron por el camino de arena, rodearon la fuente y pasaron junto al estanque.
Media docena de mozalbetes y hombres, cuyas edades oscilaban entre los quince y treinta años, trabajaban en mesas de madera. Bertoldo, un hombre tan delgado que parecía ser un espíritu sin cuerpo, llevaba la blanca cabeza envuelta en un turbante.
—Maestro Bertoldo —dijo Granacci cuando estuvieron a su lado—, ¿me permites que te presente a mi amigo Miguel Ángel?
Bertoldo levantó la cabeza. Tenía los ojos de color azul claro y una voz suave, que sin embargo se hacía oír por encima de los golpes de martillo. Miró a Miguel Ángel.
—¿Quién es tu padre?
—Ludovico di Leonardo Buonarroti-Simoni.
—El nombre me es conocido. ¿Trabajas la piedra?
Miguel Ángel estaba absorto. Alguien llamó a Bertoldo, quien se excusó y se dirigió al extremo opuesto de la galería. Granacci tomó una mano de su amigo y lo condujo a través de las habitaciones del caserío. En una de ellas estaban expuestas las colecciones de camafeos, monedas y medallas de Lorenzo de Medici; en otras se veían obras de todos los artistas que habían trabajado para la familia Medici: Ghiberti, Donatello, Benozzo Gozzoli… Se hallaban allí los modelos de Brunelleschi para el Duomo, los dibujos de santos de Fra Angelico para San Marcos, los bosquejos de Masaccio para la iglesia del Carmen; todo un tesoro que dejó boquiabierto al niño.
Granacci volvió a tomarlo de la mano y lo llevó por la senda hasta la puerta. Salieron por ella a la Vía Larga. Miguel Ángel se sentó en un banco de la Piaza San Marco, y se vio rodeado inmediatamente por docenas de palomas. Cuando por fin alzó la cabeza para mirar a Granacci, sus ojos tenían una mirada febril.
—¿Quiénes son esos aprendices? —le preguntó—. ¿Cómo han hecho para ser admitidos?
—Lorenzo de Medici los ha elegido.
—¡Y a mí me quedan todavía dos años más en el taller de Ghirlandaio! —exclamó Miguel Ángel, quejumbroso—. ¡Madonna mía! ¡He destruido mi vida!
—Pazienza —lo consoló Granacci—. Todavía no eres un viejo, ni mucho menos. Cuando hayas completado tu aprendizaje…
—¿Paciencia? —estalló Miguel Ángel—. Granacci, ¡tengo que ingresar en ese jardín de escultura! ¡Ahora mismo! ¡No quiero ser pintor, sino escultor! ¡Pero ahora, sin perder un solo día! ¿Qué tengo que hacer para que me admitan?
—Tienes que ser invitado.
—¿Y qué debo hacer para que se me invite?
—No sé.
—¿Quién lo sabe? ¡Alguien tiene que haber que lo sepa!
—¡No seas tan impaciente, Miguel Ángel! ¡Me vas a tirar al suelo si sigues empujándome!
Miguel Ángel se tranquilizó un poco. Sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración.
—¡Ay, Granacci! —exclamó—. ¿Has deseado alguna vez algo tan intensamente que no te era posible resistir más?
—No… Confieso que no.
—¡Qué suerte tienes!