I
Estaba sentado ante un espejo dibujando su propio rostro: las enjutas mejillas, los altos pómulos, la amplia y achatada frente, y las orejas, colocadas demasiado atrás en la cabeza, mientras los oscuros cabellos caían hacia adelante, sobre los ojos color ámbar de pesados párpados.
«No estoy bien diseñado», pensó el niño de trece años, seriamente concentrado.
Movió ligeramente su delgado pero fuerte cuerpo para no despertar a sus cuatro hermanos, que dormían, y luego ladeó la cabeza para escuchar el esperado silbido de su amigo Granacci desde la Vía dell'Anguillara. Con rápidos trazos de carboncillo comenzó a dibujar de nuevo sus rasgos, ampliando el óvalo de los ojos, redondeando la frente. Luego llenó algo más las mejillas, dio más carnosidad a los labios y más fuerza al mentón.
Hasta él llegaron las notas del canto de un pájaro a través de la ventana que había abierto para recibir la frescura de la mañana. Ocultó su papel de dibujo bajo el almohadón de la cama y bajó silenciosamente la escalera circular de piedra para salir a la calle.
Su amigo Francesco Granacci era un muchacho de diecinueve años una cabeza más alto que él. Tenía los cabellos del color del heno y los ojos azules. Desde hacía un año, estaba proporcionando a Miguel Ángel materiales de dibujo y grabados que sacaba subrepticiamente del estudio de Ghirlandaio, con los que estaba montando una especie de santuario en la casa de sus padres, al otro lado de la Vía dei Bentaccordi. A pesar de ser hijo de padres acaudalados, Granacci ingresó de aprendiz a los diez años en el estudio de Filippino Lippi. A los trece, había posado para la figura central del joven resucitado en el San Pedro resucita al sobrino del Emperador, obra inacabada de Masaccio que se hallaba en la iglesia del Carmine. Ahora estaba también de aprendiz en el estudio de Ghirlandaio. No tomaba muy en serio sus trabajos de pintura, aunque poseía un ojo infalible para descubrir el talento pictórico en otros.
—¿De verdad vienes conmigo esta vez? —preguntó, excitado.
—Sí —respondió Miguel Ángel—. Éste es el regalo de cumpleaños que me hago a mí mismo.
—Bien —dijo Granacci, y tomó del brazo a su pequeño amigo, guiándolo por la tortuosa Vía dei Bentaccordi—. Recuerda lo que te dije sobre Domenico Ghirlandaio. Hace cinco años que estoy con él y lo conozco bien. Muéstrate humilde. Le agrada que sus aprendices sepan apreciar sus valores.
Habían entrado en la Vía Ghibellina, cerca de la portada del mismo nombre, que marcaba los límites del segundo muro de la ciudad. Pasaron por el Bargello, con su pintoresco patio, y luego, tras doblar a la derecha por la calle Procónsul, ante el Palazzo Pazzi.
—Apresurémonos —dijo Granacci—. Este es el mejor momento del día para Ghirlandaio, antes de que empiece a dibujar.
Avanzaron por las angostas calles. Pasaron frente a los palacios de piedra, con sus escalinatas exteriores. Prosiguieron por la Vía dei Tedaltini, y un trecho más adelante, a su izquierda, por el Palazzo della Signoria. Para llegar al estudio de Ghirlandaio tenían que cruzar la Plaza del Mercado Viejo, donde se veían medias reses frescas colgadas de garfios delante de las carnicerías. Desde allí sólo había una corta distancia a la Calle de los Pintores. Al llegar a la esquina vieron abierta la puerta del estudio del pintor.
Miguel Ángel se detuvo un momento para admirar el San Marcos de mármol, original de Donatello, que estaba en un alto nicho de Orsanmichele.
—¡La escultura es la más grande de todas las artes! —exclamó, emocionado.
—No estoy de acuerdo contigo —dijo Granacci—. ¡Pero apresúrate! ¡Tenemos mucho que hacer!
El niño suspiró profundamente, y entraron juntos en el taller de Ghirlandaio.