I

Compartió su antigua cama con Buonarroto. Debajo de ella puso sus dos bajorrelieves de mármol, envueltos en un gran retal de lana. Lorenzo había dicho que aquellas esculturas eran suyas. Con toda seguridad, se dijo con una melancólica sonrisa, Piero no las querría. Después de dos años de vida en aquellas cómodas habitaciones y la libertad de movimientos del palacio, no le resultaba fácil vivir en esta pequeña habitación de ahora, con sus tres hermanos.

—¿Por qué no puedes volver a trabajar para Piero de Medici? —le preguntó su padre.

—No lo querría él.

—No puedes permitirte el lujo de ser orgulloso.

—El orgullo —respondió Miguel Ángel, humilde— es lo único que me queda por el momento, padre.

Los últimos tres meses constituían el periodo más largo que él recordara sin dibujar. La inactividad le estaba volviendo duro. Ludovico se mostraba sumamente disgustado, tanto más porque Giovansimone, que ya tenía trece años, estaba en dificultades con la Signoria debido a varios actos de vandalismo. Cuando llegó el calor de julio, y Miguel Ángel seguía sin ánimo para trabajar, Ludovico perdió la paciencia.

—¡Nunca creí que llegaría el día en que tuviera que acusarte de perezoso y vago! —dijo—. ¡No puedo permitir que sigas deambulando por la casa sin hacer nada! Le he pedido a tu tío Francesco que te haga ingresar en el Gremio de Cambistas de Dinero. Has tenido dos años de profunda educación con esos profesores del palacio…

Miguel Ángel sonrió tristemente al pensar en los cuatro platonistas sentados alrededor de la mesa del studiolo analizando las fuentes hebraicas del cristianismo.

—Sí, aprendí algo, pero nada que pueda servirme para encontrar un trabajo lucrativo.

Salió de la casa y avanzó por la orilla del Amo, aguas arriba, hasta llegar a un lugar sombreado por numerosos sauces, donde se desnudó y sumergió su acalorado cuerpo en las barrosas aguas. Después del baño, ya refrescada su cabeza, se preguntó: «¿Cuáles son mis alternativas?». Podía ir a vivir con los Topolino. Había recorrido las colinas varias veces y más de una llegó hasta el patio donde trabajaban padre e hijos para ayudarles a cortar la piedra. Aquello había sido un alivio para él, pero no era una solución. ¿Trataría de conseguir algún encargo de escultura, yendo de un palacio a otro, de iglesia en iglesia, de aldea en aldea, como un afilador de cuchillos ambulante?

Contrariamente a los cuatro platonistas, no le habían regalado una villa ni los recursos necesarios para continuar su trabajo. Lorenzo, debido a sus numerosas preocupaciones, no se había acordado de él en los últimos momentos…

Se puso la camisa sobre el cuerpo todavía mojado y emprendió el regreso. Cuando llegó a su casa encontró a Granacci, que lo esperaba. Acababa de regresar de la bottega de Ghirlandaio con Bugiardini.

—Salve, Granacci. ¿Qué tal andan las cosas en el taller de Ghirlandaio? —le preguntó.

—Salve, Miguel Ángel. Muy bien. Ghirlandaio quiere verte.

El taller de pintura tenía los mismos colores que él recordaba. Bugiardini lo abrazó alborozado. Tedesco le dio fuertes palmadas en la espalda. Cieco y Baldinelli se levantaron de sus banquetas para saludarlo. Mainardi lo besó afectuoso en ambas mejillas. David y Benedetto le estrecharon la mano. Domenico Ghirlandaio estaba sentado en la mesa de trabajo y observaba la escena con una cálida sonrisa. Miguel Ángel miró a su primer maestro y pensó en las muchas cosas que le habían ocurrido en los cuatro años transcurridos desde el día en que había sido admitido en aquel taller.

—¿Por qué no terminas aquí tu aprendizaje, Miguel Ángel? —preguntó el pintor—. Te doblaré el estipendio del contrato, y si necesitas más después, hablaremos como buenos amigos.

Miguel Ángel permaneció en silencio.

—Ahora tenemos mucho trabajo, como puedes ver. Y no vuelvas a decirme que los frescos no son tu vocación. Si no puedes pintar paredes mojadas, me serás realmente muy útil para dibujar las figuras.

Salió del taller, se fue a la Piazza della Signoria y se detuvo al sol mientras miraba sin ver las estatuas de la galería. El ofrecimiento de Ghirlandaio era oportuno porque lo tendría alejado de su casa durante el día. Además, la doble paga aplacaría a Ludovico…

Se había sentido muy solo desde el día en que el jardín de escultura se cerró. El taller del pintor le brindaría la ansiada compañía y además lo pondría nuevamente bajo un techo profesional, lo cual era conveniente a sus diecisiete años… Tal vez aquello lo arrancaría de su letargo.

Sin tener en cuenta el intenso calor, tomó el camino de Settignano y llegó a la casa de los Topolino, donde se sentó bajo una de las arcadas y comenzó a trabajar en la piedra.

Permaneció allí varios días, dedicado a un sostenido trabajo. Dormía al aire libre con los muchachos, sobre colchones de paja. Los Topolino se dieron cuenta de que estaba preocupado, pero no le hicieron preguntas ni ofrecieron consejos. Tendría que buscar solo la solución de su problema.

En Settignano se decía: «Quien trabaja la piedra tiene que compartir su carácter: tosco en su exterior, sereno por dentro».

Mientras trabajaba la piedra, trabajó también sus pensamientos. Allí podía alcanzar una tranquilidad emocional y una claridad mental; allí su fuerza interior podía resolverse en sí misma. Mientras las piedras iban tomando forma bajo sus manos, sus pensamientos maduraban y se dio cuenta de que no podía volver al taller de Ghirlandaio, porque ello significaría retroceder a un arte y un oficio que jamás había deseado y que sólo adoptó porque en aquellos momentos no había un taller de escultura en Florencia. Las experiencias de los frescos le harían perder todo cuanto había aprendido de escultura en los últimos tres años. Y tampoco sería justo para Ghirlandaio. No, aquel arreglo no podía resultar bien. Él tenía que avanzar, aunque no veía hacia dónde ni cómo.

Se despidió de los Topolino y emprendió la marcha, colina abajo, hacia la ciudad.

En la Vía del Bardi encontró al padre Nicola Bichiellini, prior de la Orden de Ermitaños del Santo Spirito. El prior había crecido en el barrio de Miguel Ángel. Ahora, a los cincuenta años, su cabellera negra estaba salpicada de canas, pero su cuerpo, bajo el negro hábito de lana y el cinturón de cuero, estaba tan cargado de vitalidad como en su juventud, cuando se había distinguido como el mejor jugador de fútbol de la plaza de Santa Croce. Por ello, acogía con enorme satisfacción el duro y prolongado trabajo que suponía gobernar aquel monasterio-aldea, que se sostenía a sí mismo y en el que tenía bajo sus órdenes a cuatrocientos silenciosos monjes.

Saludó cariñosamente a Miguel Ángel, con sus brillantes ojos azules, enormes tras los lentes de aumento.

—¡Miguel Ángel Buonarroti! ¡Qué placer! ¡No te he visto desde el sepelio de Lorenzo!

—No he visto a nadie, padre.

—Te recuerdo cuando dibujabas en Santo Spirito, antes de ingresar en el jardín de escultura de Medici. Dejabas de asistir a la escuela de Urbino para copiar aquellos frescos de Fiorentini. ¿Sabías que Urbino se me quejó muchas veces?

Miguel Ángel sintió que invadía su cuerpo una cálida sensación.

—¡Es un honor para mí que me haya recordado, padre! —dijo.

De pronto acudieron a su mente aquellos volúmenes y manuscritos bellamente encuadernados del studiolo y la biblioteca de Lorenzo a los que ya no tenía acceso.

—¿Podría ir a leer a su biblioteca, padre? —preguntó.

—Naturalmente. La nuestra es una biblioteca pública. Si me perdonas el pecado de jactancia, te diré que también es la más antigua de Florencia. Boccaccio nos dejó en su testamento sus manuscritos y volúmenes. Lo mismo hizo Petrarca. Ven a verme a mi despacho.

—Gracias, padre. Llevaré mis materiales de dibujo.

Temprano, a la mañana siguiente, cruzó el Ponte Santa Trinita hasta la iglesia del Santo Spirito. Allí, durante unas horas, copió un fresco de Filippo Lippi y un sarcófago de Bernardo Rosellino. Era el primer trabajo que realizaba desde la muerte de Lorenzo y le hizo revivir su vitalidad.

Luego atravesó diagonalmente la plaza y entró en el monasterio. Allí tenía su despacho el prior. Su puerta estaba abierta a todos, pero el resto del monasterio mantenía una rígida reclusión. No se permitía a nadie la entrada en él.

El prior contempló sus dibujos y exclamó:

—¡Bien, bien! ¿Sabes, Miguel Ángel, que dentro del monasterio tenemos obras mucho mejores y más antiguas? Frescos de los Gaddi, en el Claustro de los Maestros. Nuestras paredes contienen hermosos frescos originales de Simone Martini…

—Si, pero no permitís la entrada a nadie…

—Eso podemos arreglarlo. Prepararé un programa para ti, en horas en que no haya nadie en los claustros o en la casa del Cabildo. Hace mucho que pienso que esas obras de arte deberían ser útiles a otros artistas. Pero lo que tú deseabas es la biblioteca. Ven conmigo.

El prior lo guió hasta las habitaciones ocupadas por la biblioteca, en la cual había colecciones completas de las obras de Platón, Aristóteles, los poetas y dramaturgos griegos, los historiadores romanos. Y le explicó con tono académico:

—Somos una escuela. En Santo Spirito no tenemos censores ni libros prohibidos. Insistimos en que nuestros estudiantes gocen de entera libertad de pensar, indagar, dudar. No tememos que el catolicismo sufra como resultado de nuestra liberalidad. Nuestra religión se refuerza conforme van madurando las mentes de nuestros estudiantes. Bueno, querrás ver los manuscritos de Boccaccio. ¡Son fascinantes! La mayoría de la gente cree que Boccaccio fue enemigo de la Iglesia. Por el contrario, amaba a la Iglesia. Pero odiaba sus abusos, igual que San Agustín. Nosotros creemos que el cerebro humano es una de las creaciones más estupendas de Dios. Creemos también que el arte es religioso, porque es una de las mayores aspiraciones del hombre. No existe eso que ha dado en llamarse arte pagano. Sólo existe arte bueno y arte malo. —Hizo una pausa para lanzar una mirada con evidente orgullo por toda la biblioteca, y añadió—: Cuando termines de leer vuelve a mi despacho. Mi secretario te trazará un mapa de los edificios y un programa de las horas en que podrás trabajar en cada uno de los claustros.

En las semanas que siguieron era como si Miguel Ángel estuviera solo en el universo: solamente él y sus materiales de dibujo, las tumbas que copiaba o los frescos de Cimabue, bajo las arcadas. Cuando no copiaba, pasaba el tiempo en la biblioteca, entregado a la lectura: Ovidio, Homero, Horacio, Virgilio…

Con la muerte de Lorenzo, todo había cambiado. Il Magnifico se reunía continuamente con la Signoria, obteniendo su aprobación por medio de los poderes de la persuasión. Piero, por el contrario, no hacía caso alguno de los Consejos elegidos por el pueblo y adoptaba arbitrarias decisiones. Mientras su padre solía recorrer las calles acompañado por algún amigo, y saludaba a todos, Piero jamás aparecía fuera del palacio más que a caballo, rodeado de sus guardias personales, y nunca reconocía a quienes se cruzaban con él. Hacía huir a los transeúntes, vehículos y burros, temerosos de ser atropellados por la cabalgata de su comitiva.

—Pero hasta eso podría perdonársele —comentó el prior Bichiellini a Miguel Ángel— si desempeñase sus funciones con capacidad. Por el contrario, es el peor gobernante que ha tenido Florencia desde nuestras desastrosas guerras entre guelfos y gibelinos. Los príncipes italianos de las ciudades-estado que vienen de visita a Florencia para renovar sus alianzas se van disgustados y lo juzgan un hombre carente de talento. Lo único que sabe es dar órdenes. ¡Si tuviera la sensatez de realizar conferencias para discutir abiertamente los asuntos con la Signoria!…

—Ése no es su carácter, padre.

—Pues entonces le convendrá empezar a cambiarlo. La oposición ya se está uniendo contra él: Savonarola y sus partidarios, los primos Medici, Lorenzo y Giovanni y sus partidarios, las viejas familias a las que está excluyendo, los miembros disgustados del Consejo de la Ciudad y los ciudadanos, que lo acusan de descuidar los asuntos más urgentes para realizar concursos atléticos y disponer éstos de tal modo que sólo él pueda ganar… ¡Estamos abocados a tiempos difíciles, Miguel Ángel!

La agonía y el éxtasis
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