XII
Pidió al chambelán Accursio si podía hablar a solas con el Papa unos instantes. El chambelán concertó la entrevista para la última hora de la tarde. El Papa estaba sentado en el pequeño salón del trono, acompañado por un solo secretario. Miguel Ángel se arrodilló ante él:
—Santo Padre —dijo—. He venido a hablaros sobre la bóveda de la Capilla Sixtina.
—¿Sí, hijo mío?
—No hice más que terminar de pintar una parte, cuando me di cuenta de que la obra no saldría bien.
—¿Por qué?
—Porque la colocación de los apóstoles surtirá un efecto desfavorable. Ocupan un área demasiado pequeña del total del techo, y se pierden.
—Pero hay otras decoraciones.
—Las he comenzado, como ordenasteis. Y con ellas los apóstoles aparecen más empequeñecidos.
—¿Es vuestro sincero juicio que, al final, el techo producirá un efecto pobre?
—He meditado mucho sobre esto, Santo Padre, y ésa es mi honesta opinión. No importa que el techo esté bien pintado; no nos aportará muchos honores.
—Cuando habláis tranquilamente, como ahora, Buonarroti, adivino la verdad en vos. Y, al mismo tiempo, sé que no habéis venido a verme para abandonar el trabajo.
—No, Santo Padre. He ideado una composición que cubrirá de gloria todo ese techo.
—Tengo confianza en vos, así que no os preguntaré qué representa ese nuevo diseño vuestro. Pero iré a menudo a la Capilla para observar vuestro progreso. ¿Os vais a empeñar en un trabajo tres veces mayor?
—Sí, Santo Padre; tres, o cinco veces mayor.
El Pontífice se levantó y paseó unos instantes por el pequeño salón. Luego se detuvo ante Miguel Ángel.
—Pintad el techo como queráis. No podemos pagaros cinco veces el precio original de tres mil ducados, pero lo doblaremos a seis mil.
La tarea que tenía ahora ante sí era más delicada y difícil. Tenía que decirle a Granacci que la bottega quedaba disuelta y que los ayudantes tendrían que volverse a Florencia.
—Retendré a Michi para que me prepare los colores y a Rosselli para preparar la pared. El resto tendré que hacerlo yo solo.
Granacci se mostró asombrado:
—Nunca creí —dijo— que pudieras manejar una bottega como lo hacía Ghirlandaio, pero quisiste probar y te ayudé… Pero trabajar solo encima de ese andamio para crear de nuevo la historia del Génesis te llevará por lo menos cuarenta años.
—No, más o menos cuatro. Pero… mira, Granacci, yo soy un cobarde. No puedo decírselo a los otros. ¿Me harías el favor de decírselo tú?
Volvió a la Capilla Sixtina y miró la bóveda con ojos más penetrantes. La estructura arquitectónica no se acomodaba a su nueva visión. Necesitaba una nueva bóveda, un techo completamente distinto que diera la impresión de haber sido construido únicamente con el propósito de exponer allí sus frescos. Pero decidió no volver al Papa con la pretensión de pedirle que invirtiese un millón de ducados para semejante obra. El mismo, como su propio arquitecto, tendría que reconstruir la tremenda bóveda con el único material de que disponía: ¡pintura!
Por medio de la pura invención tenía que transformar el techo, utilizando sus defectos de la misma manera que había explotado el bloque Duccio para forzar sus poderes creativos, por rutas que de otra manera probablemente nunca habría emprendido. O bien él era el más fuerte y podía desplazar este espacio de la bóveda, o la fuerza para resistir de la bóveda lo aplastaría.
Estaba decidido a llevar al techo una verdadera multitud humana, así como a Dios, creador de toda ella. A la humanidad, retratada en su asombrosa belleza, sus debilidades y sus indestructibles fuerzas, y a Dios, en su capacidad para hacer posibles todas las cosas.
Argiento y Michi construyeron un banco de trabajo para él en el centro del helado suelo de mármol. Ahora sabía lo que la bóveda tenía que decir y él realizar. El número de frescos que podía pintar sería determinado por su reconstrucción arquitectónica. Tenía que crear el contenido y el continente al mismo tiempo. Comenzó por el techo, directamente encima de él. El espacio central que corría a lo largo de la bóveda sería utilizado para sus leyendas más importantes: la división de la tierra y las aguas; Dios en la creación del sol y la luna; Dios crea a Adán y Eva; la expulsión del Paraíso; la leyenda de Noé y el Diluvio. Ahora, por fin, podría pagar su deuda a Della Quercia por las magníficas escenas bíblicas talladas en piedra de Istria en el portal de San Petronio.
La importante sección central debía ser enmarcada arquitecturalmente; además, tenía que hacer que la larga y estrecha bóveda fuera vista como un todo unificado. A todos los efectos prácticos, no tenía un techo que pintar, sino tres. Tendría que ser un verdadero mago para lograr una fuerza unificadora que abarcase todas las porciones de las paredes y el techo, para ligar los elementos de tal modo que cada uno apoyase al otro y ninguna figura o escena apareciese aislada.
Las ideas acudieron ahora en tumultuoso tropel, de tal manera que apenas podía mover las manos con suficiente rapidez para fijarlas. Las doce pechinas las reservaría para sus profetas y sibilas, sentando a cada figura en amplios tronos de mármol. Una cornisa de mármol uniría aquellos doce tronos y rodearía por completo la capilla. Esa fuerte cornisa arquitectónica serviría como marco interior aglutinador para encerrar sus nueve historias centrales. A cada lado de los tronos se vería un niño de mármol y sobre ellos, encerrando los paneles en los rincones, la gloriosa juventud masculina del mundo: veinte figuras desnudas, de cara a los paneles menores.
Argiento llegó hasta él, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué te sucede? —preguntó Miguel Ángel.
—Ha muerto mi hermano.
—Lo siento, Argiento —dijo Miguel Ángel, poniéndole un brazo sobre el hombro.
—Tengo que volver a casa. La granja familiar es mía ahora. Tengo que trabajarla. Mi hermano ha dejado hijos pequeños. Seré un contadino. Me casaré con la viuda de mi hermano para criar a los niños.
—Pero no te gusta vivir allí, en la granja.
—Usted estará ahí arriba, en ese andamio, mucho tiempo, y a mi no me gusta la pintura.
—¿Cuándo partirás?
—Hoy, después de comer.
—Te echaré de menos, Argiento.
Le pagó lo que le debía: treinta y siete ducados de oro. Aquello lo dejó casi sin fondos. No había recibido dinero alguno del Papa desde mayo, nueve meses antes. No podía ni siquiera pensar en pedir más fondos al Pontífice hasta que hubiese terminado una parte importante del techo. Pero al mismo tiempo, ¿cómo iba a pintar ni siquiera un panel completo hasta que hubiese diseñado toda la bóveda? Eso significaba meses de dibujo antes de poder empezar a pintar su primer fresco. Y ahora, cuando iba a estar más apremiado de trabajo, no tendría quien le cocinase o le limpiase la casa.
Tomó su sopa de verduras en la silenciosa vivienda, recordando los meses en que había estado tan ruidosa y alegre. Ahora no habría en ella ruidos ni voces, pero allá arriba, en el andamio, él se sentiría más solo todavía.