XVI

Cuando se hubo ido el último de los aprendices, Miguel Ángel se sentó en una silla ante la mesa de dibujo, en la sala de música de Sangallo, convertida en taller. La casa estaba tranquila. Sangallo extendió unas hojas de papel del tamaño de las que ambos usaban siete años antes para dibujar los monumentos romanos.

—Dígame si estoy equivocado —dijo Miguel Ángel—. El Papa desea que la tumba sugiera que él ha glorificado y solidificado la Iglesia…

—Si, y que ha devuelto a Roma el arte, la poesía y el estudio. Aquí tiene mis cuadernos de bocetos sobre las tumbas antiguas y clásicas. Ésta es una de las primeras, construida para Mausolo, rey de Caria, en el año 360 antes de Cristo. Y aquí están mis dibujos de los sepulcros de Augusto y Adriano, según los describen los historiadores.

Miguel Ángel estudió atentamente los dibujos.

—Sangallo —dijo—, en estos bocetos la escultura se utiliza para decorar la arquitectura, para ornamentar una fachada. Mi tumba utilizará la estructura arquitectónica simplemente para servir de base a mis esculturas.

—Primero, diseñe una estructura sólida, o sus mármoles se caerán.

Sangallo se disculpó. Miguel Ángel quedó solo para proseguir el estudio de aquellos numerosos bocetos. Haría una tumba más pequeña y diseñaría las esculturas más grandes, para que empequeñecieran la arquitectura.

Amanecía ya cuando abandonó sus lápices y carboncillos. Se retiró al dormitorio contiguo al de Francesco, el hijo de Sangallo, y se acostó.

Durmió un par de horas y despertó refrescado. Se dirigió a San Pedro y fue a la capilla de los reyes de Francia, para ver su Piedad. El mármol parecía vivo, lleno de fuerza. Al pasar sus dedos sobre las dos figuras acudieron a su mente fragmentos de recuerdos. ¡Cómo había trabajado para lograr aquello!

Penetró en la basílica principal y contempló el altar del centro, bajo el cual se veía la tumba de San Pedro. Allí era donde el Papa quería que se levantase su sepulcro. Luego recorrió el antiguo edificio de ladrillo, con su centenar de columnas de mármol y granito que formaban cinco naves. Se preguntó en qué lugar de la nave central, que tenía un ancho tres veces mayor que las otras, habría un espacio para la tumba de Julio II, que habría de unirse a las otras noventa y dos de los papas allí sepultados. Y después, se fue al palacio del cardenal Giovanni de Medici, que estaba cerca del Panteón.

El cardenal se alegró sinceramente de ver a Miguel Ángel y le pidió detalles de su David. Giuliano entró en la habitación. Era ya todo un hombre, tan agraciado como los retratos que Miguel Ángel había visto del hermano de Lorenzo, cuyo nombre llevaba. Y por primera vez en el recuerdo de Miguel Ángel, el primo Giulio lo saludó sin hostilidad.

—¿Cuento con el permiso de Su Gracia para hablarle de un asunto delicado? —preguntó Miguel Ángel.

Al cardenal Giovanni no le agradaban los asuntos delicados, porque generalmente eran dolorosos.

—Se trata de Contessina —añadió Miguel Ángel—. Está sufriendo la pobreza de la pequeña casa en que vive. ¡Y casi nadie se atreve a visitarla!

—Le estamos enviando dinero —dijo el cardenal.

—Si fuera posible, Su Gracia, traerla a Roma… al lugar que le corresponde por su cuna.

—Me conmueve su lealtad hacia nuestra casa, Miguel Ángel. Puede estar seguro de que ya he pensado en eso…

—No debemos ofender al Consejo florentino —dijo el primo Giulio—. Ahora estamos reconquistando la amistad de Florencia. Si hemos de tener esperanzas de que se nos devuelvan el palacio y las demás posesiones de los Medici…

El cardenal lo interrumpió con un pequeño ademán.

—Todo eso se hará a su debido tiempo —dijo—. Muchas gracias por haberme visitado, Miguel Ángel. Venga cuantas veces le sea posible.

Giuliano lo acompañó hasta la puerta, y no bien estuvieron solos le cogió cariñosamente de un brazo.

—¡Qué placer verle de nuevo, Miguel Ángel! —exclamó—. ¡Y me agradó muchísimo oírle interceder en favor de mi hermana! ¡No sabe cómo deseo que todos estemos juntos otra vez!

Miguel Ángel alquiló una casa que daba al Tíber y al castillo Sant'Ángelo, donde podría gozar de tranquilidad y aislamiento, lo que era imposible en el palacio de Sangallo.

¿Qué clase de monumento podría diseñar para Julio II?, se preguntó. ¿Qué deseaba esculpir? ¿Cuántas figuras grandes podría colocar en él? ¿Cuántas pequeñas? ¿Y las alegorías?

La tumba propiamente dicha no le absorbió mucho tiempo: sería de diez metros ochenta de longitud, seis noventa de ancho, nueve metros de alto; el piso bajo, de tres noventa, el segundo piso, de dos metros setenta, y en él irían las gigantescas figuras. El último piso, tendría dos metros diez.

Mientras leía la Biblia que le había prestado Sangallo, encontró una figura muy distinta al David, pero que constituía también un pináculo de las realizaciones humanas y representaba un modelo para el hombre: Moisés, que simbolizaba la madurez humana, así como David había representado la juventud del hombre. Moisés, el conductor de su pueblo, el legislador, que había logrado convertir el caos en orden y la anarquía en disciplina, a pesar de que él, personalmente, era imperfecto, capaz de iras y debilidades. Era una figura merecedora de amor, no un santo, pero sí un hombre a quien había que amar.

Moisés ocuparía una esquina del segundo piso. Para la esquina opuesta pensó en el apóstol San Pablo, sobre quien había leído bastante cuando estaba esculpiendo el santo para el altar del cardenal Piccolomini. Pablo, nacido judío, había sido un hombre culto, ciudadano romano, estudioso de la cultura griega y amante de las leyes. Dedicó su vida a llevar el mensaje del cristianismo a Grecia y Asia Menor, estableciendo los cimientos de una Iglesia tan extendida como el Imperio Romano. Esas dos figuras dominarían la tumba. Para las otras esquinas encontraría otras figuras igualmente interesantes: ocho en total, macizas de volumen, de dos metros cuarenta de altura, a pesar de estar sentadas.

Puesto que todas aquellas figuras debían estar vestidas, se consideró en libertad para esculpir numerosos desnudos en el plano principal: cuatro cautivos en cada lado de la tumba, cuyas cabezas y hombros sobresaldrían por encima de las columnas a las que estarían atados; dieciséis figuras de todas las edades, sorprendidas en la angustia de los capturados. Su emoción fue acrecentándose. También incluiría figuras de vencedores. Julio II le había pedido un friso de bronce y Miguel Ángel se lo esculpiría, pero sería tan sólo una estrecha banda, la parte más insignificante de la estructura. El verdadero friso estaría integrado por aquella banda de desnudos magníficos que se extendería por los cuatro lados de la tumba.

Durante varias semanas trabajó con una enorme fiebre de entusiasmo, y por fin llevó su carpeta de dibujos a Sangallo.

—Su Santidad no aceptará nunca una tumba llena de desnudos masculinos —dijo el arquitecto con una sonrisa algo forzada.

—Pensaba incluir cuatro alegorías, que serían femeninas, figuras de la Biblia, como Raquel y Ruth…

Sangallo estudiaba atentamente el plano arquitectónico.

—No se olvide que será necesario incluir algunos nichos…

—¡Ah, Sangallo, nichos no! —clamó Miguel Ángel.

—Sí. El Santo Padre me pregunta a cada momento qué va a poner en los nichos. Si cuando le presente los dibujos no encuentra un solo nicho en toda la tumba… Su Santidad es un hombre muy terco. O consigue lo que quiere o usted no consigue nada.

—Muy bien. Diseñaré los nichos entre cada grupo de cautivos. Pero los haré altos, de entre dos metros y medio y dos metros setenta, y las figuras serán colocadas casi frente a ellos, no dentro. Después, puedo poner ángeles en este tercer plano…

—¡Bien! Ahora empieza a pensar como piensa el Papa.

Pero si Sangallo se entusiasmó al crecer el montón de dibujos, Jacopo Galli lo contempló en silencio. Por fin dijo:

—¿Cuántas figuras va a esculpir en total? ¿Piensa montar todo un taller con ayudantes? ¿Quién va a esculpir estos querubines al pie de las victorias?

—Estos son solamente bocetos en bruto para satisfacer al Papa y obtener su consentimiento.

Llevó a Sangallo su último dibujo. Los cautivos y los vencedores, en el plano más bajo, descansaban sobre una plataforma de bloques de mármol, todos ellos ricamente ornamentados. A partir del segundo plano, entre el Moisés y el San Pablo, había una corta forma piramidal, un templete con columnas dentro del cual se hallaba el sarcófago, y sobre él, dos ángeles.

Tenía ya indicadas para la tumba entre treinta y cuarenta grandes esculturas, lo cual dejaba relativamente muy poca arquitectura que oscureciese la escultura.

Sangallo se mostró asombrado por la magnitud de su concepción.

—¡Será un mausoleo colosal! —exclamó—. ¡Exactamente lo que el Papa había imaginado para sí! Iré inmediatamente a concertar una audiencia.

En cambio, Jacopo Galli se puso furioso. Contra las protestas de su esposa llamó a un servidor para que lo ayudase a levantarse, lo envolviese en mantas calientes y lo llevase a la biblioteca para estudiar los dibujos de Miguel Ángel. Su apenas reprimida irritación le prestaba fuerzas. Su voz, que había enronquecido durante su enfermedad, se tomó ahora clara.

—¡Hasta Bregno se negaría a ser tan obvio! —dijo.

—¿Por qué es obvio esto? —preguntó Miguel Ángel, un poco irritado también—. ¡Me brindará la oportunidad de esculpir magníficos desnudos, como jamás los ha visto!

—No lo niego, pero las figuras buenas estarían rodeadas de tanta mediocridad que se perderían. Estas interminables cadenas de salchichas…

—¡Son guirnaldas!

—¡Y esta figura del Papa, en la cima! ¿Va a esculpir semejante monstruosidad?

—¡Perdone, pero me parece que se muestra desleal! —exclamó Miguel Ángel.

—El mejor espejo es un buen amigo. ¿Por qué ha metido este friso de bronce en una tumba totalmente de mármol?

—Porque el Papa lo quiere así.

—¿Y si el Papa quiere que se plante cabeza abajo en la Piazza Navona el día de Jueves Santo, con las nalgas pintadas de púrpura, lo hará también? —De pronto, su tono se tomó afectuoso, tranquilo— caro mío, esculpirá una tumba maravillosa, pero no ésta. ¿Cuántas estatuas ha indicado aquí?

—Unas cuarenta.

—¡Ah! ¿Entonces piensa dedicar toda su vida a la tumba?

—No —dijo Miguel Ángel tercamente—. Ahora ya conozco mi oficio y puedo trabajar con gran rapidez.

—¿Con rapidez y bien?

—Sí.

—Bueno —dijo Galli—. Pasemos a otra cosa.

Abrió un cajoncito del escritorio y sacó un pequeño montón de papeles atado con un cordón de cuero.

—Aquí están los tres contratos que redacté para su Piedad, el altar del cardenal Piccolomini y la Madonna para Brujas. Tome esa pluma, papel y elegiremos las mejores cláusulas de cada uno de ellos. Veamos: si no me equivoco, el Papa querrá que la tumba se termine cuanto antes. Insista en un plazo de diez años, o más, si puede. En cuanto al precio, el Papa es un gran hombre de negocios, y quiere destinar su dinero a financiar un ejército. No acepte un escudo menos de veinte mil ducados…

Miguel Ángel fue escribiendo conforme le dictaba Galli. Pero de repente, el banquero palideció, comenzó a toser y se llevó una de las mantas a la boca. Dos servidores lo llevaron casi alzado al lecho. Se despidió brevemente de Miguel Ángel, mientras trataba de ocultar la toalla manchada de sangre.

Cuando Miguel Ángel entró de nuevo en la residencia Borgia, se sorprendió al ver que Bramante conversaba animadamente con el Papa. Sintió una extraña intranquilidad. ¿Por qué estaría allí Bramante a la hora fijada para el examen de los dibujos? ¿Era que acaso también él tendría voz en las decisiones?

Un chambelán colocó una mesa ante Julio II, quien tomó la carpeta de dibujos que Miguel Ángel le alcanzaba y los extendió ansiosamente ante sí.

—¡Esto es todavía más importante de lo que yo había imaginado! —exclamó—. ¡Ha captado mi deseo exactamente! Bramante, ¿qué os parece? ¿No creéis que va a ser el mausoleo más hermoso de Roma?

—¡De toda la cristiandad, Santo Padre! —respondió Bramante.

—Buonarroti —dijo el Papa— Sangallo me ha informado que deseáis elegir los mármoles en Carrara.

—Sí, Santo Padre. Únicamente en las canteras puedo estar seguro de conseguir bloques perfectos.

—Entonces, partid inmediatamente. Se os entregarán mil ducados para la compra de las piedras. Daré orden en ese sentido a Alamanno Salviati.

Hubo un breve silencio, y Miguel Ángel preguntó respetuosamente:

—¿Y por la escultura, Santo Padre?

Bramante alzó las cejas y miró rápidamente a Julio II. El Papa pensó un segundo y luego decretó:

—El Tesoro Papal recibirá instrucciones de abonaros diez mil ducados cuando la tumba haya sido terminada a satisfacción.

Miguel Ángel sintió que se le paralizaba el corazón. ¡Cuarenta figuras de mármol, de gran tamaño, en cinco años! Sólo el Moisés que proyectaba le llevaría un año. Cada uno de los cautivos y de los vencedores le llevaría por lo menos seis meses, y el apóstol Pablo…

Sus labios se apretaron con obstinación. No era posible tampoco discutir con el Papa sobre el tiempo, como no lo había sido sobre el dinero. Se las arreglaría… Era humanamente imposible crear toda la tumba con sus cuarenta figuras de mármol en cinco años. Entonces, tendría que realizar lo sobrehumano. Tenía dentro de sí la potencia de diez escultores. ¡Y la tendría de cien, si era necesario! Completaría la tumba en cinco años, aunque le costase la vida.

Bajó la cabeza resignado y respondió:

—Se hará todo como decís, Santo Padre. Y ahora que está convenido todo, ¿podría pediros que redactemos el contrato?

—Ahora que todo está convenido —respondió secamente Julio II—, me agradaría que vos y Sangallo visitaseis San Pedro para decidir el lugar apropiado para el mausoleo.

Ni una palabra sobre el contrato. Besó el anillo papal y se retiró hacia la puerta. El Papa lo llamó.

—¡Un momento!… Deseo que Bramante os acompañe, para daros el beneficio de sus consejos.

Sencillamente, no había sitio en la basílica, y mucho menos un lugar apropiado para tan imponente tumba de mármol. Era evidente que las esculturas tendrían que ser hacinadas entre las columnas, sin espacio a su alrededor para moverse ni respirar. Las pequeñas ventanas tampoco brindaban buena luz. El mausoleo resultaría un estorbo para todo movimiento en la basílica.

Salió y avanzó por un lateral hacia la parte posterior, donde recordaba una estructura semiterminada, fuera del ábside occidental. Sangallo y Bramante se le unieron ante el muro de ladrillo de unos dos metros de altura.

—¿Qué es esto, Sangallo? —preguntó Miguel Ángel.

—Aquí había un antiguo Templum Probi. El Papa Nicolás V lo hizo derribar y comenzó la construcción de una tribuna sobre la que se colocaría una plataforma para el trono del obispo. Falleció cuando la construcción había alcanzado esta altura, y así quedó desde entonces.

Miguel Ángel escaló el muro, saltó al lado opuesto y midió a pasos el ancho y el largo.

—¡Ésta podría ser la solución! —exclamó—. Aquí la tumba tendría espacio libre por todas partes. Podríamos construir el techo a la altura que necesitamos, abrir ventanas para obtener buena luz y abrir la pared de la basílica para una arcada cuadrada…

—En efecto, contiene todos los requisitos —apuntó Bramante.

—No —dijo Sangallo—. Nunca sería más que una cosa improvisada. El techo resultaría demasiado alto para el ancho, y las paredes se inclinarían hacia adentro, como ocurre en la Capilla Sixtina.

Desilusionado, Miguel Ángel exclamó:

—¡Pero, Sangallo, no podemos utilizar la basílica!

—Venga conmigo.

En el área circundante se levantaban unos cuantos edificios, construidos a través de los siglos, desde que Constantino construyera la catedral de San Pedro en el año 319: capillas, coros, altares, un verdadero mosaico levantado evidentemente con cualquier material que se habían encontrado a mano.

—Para una tumba tan original como la que usted ha ideado —dijo Sangallo—, tenemos que contar con un edificio completamente nuevo. La arquitectura del mismo tiene que nacer de la misma tumba.

En los ojos de Miguel Ángel brilló de nuevo la esperanza.

—Yo lo diseñaré —prosiguió Sangallo—. Puedo convencer al Santo Padre. Aquí, en esta pequeña prominencia, por ejemplo, hay suficiente espacio si eliminamos estas estructuras de madera y un par de esas capillas que se encuentran semiderruídas. Y así, la tumba sería visible para el público.

Miguel Ángel se dio la vuelta. Con sorpresa vio que los ojos de Bramante brillaban de aprobación.

—¿Parece que le gusta la idea, Bramante? —preguntó.

—Sangallo tiene mucha razón. Lo que se necesita aquí es una hermosa capilla nueva y que desaparezcan todos estos horribles adefesios.

Sangallo sonrió, complacido. Pero cuando Miguel Ángel se volvió a Bramante para darle las gracias, vio que los ojos del arquitecto se habían tornado fríos y que en sus labios jugueteaba un asomo de sonrisa irónica.

La agonía y el éxtasis
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