Capítulo LXIX

En los días siguientes Ámbar no salió de su dormitorio de Ravenspur House. Los visitantes eran despedidos y ni una vez fue a palacio. Alguien hizo circular el rumor de que había sido envenenada por lady Carlton y que se estaba muriendo. Otros decían que se estaba recobrando de un aborto. Otros insistían que estaba padeciendo los efectos de una de sus últimas perversiones. A Ámbar no le importaba en absoluto lo que dijeran de ella, pero cuando el rey hizo averiguar qué le ocurría, informó que estaba en cama con un fuerte resfriado.

La mayor parte del tiempo lo pasaba en el lecho, sin arreglarse y con los cabellos despeinados. Se veían negros círculos alrededor de sus ojos y su piel era amarillenta; había bebido mucho y comido muy poco. Tenía la lengua pastosa y un gusto agrio en la boca. Pensaba que lo mejor era morir.

En el pasado había conocido amargos momentos de soledad, abatimiento y tristeza… pero el actual era el peor de todos. Cualquier cosa que hubiese esperado del futuro, cualquier cosa que hubiera temido del presente, lo había perdido ese día en Almsbury House. En pocos minutos lo había destruido todo, y la destrucción había sido completa; no quedaban ni siquiera los escombros para una reconstrucción. Sus energías, la intensa vitalidad que nunca la abandonara, parecían haberse disipado.

Cuando Buckingham trató de interesarla en su último complot, la encontró, para su fastidio, muy indiferente. Para obtener sus respuestas tenía que repetir dos veces sus preguntas. Con el entusiasmo de siempre le explicó que echaba suertes con el más grande, fantástico y tenebroso de todos sus planes. Tenía la intención de envenenar al barón de Arlington.

Ámbar oyó su explicación con cierta desgana no exenta de admiración. Cuando terminó, se encogió de hombros burlonamente.

—¡Señor! ¡Resulta Su Gracia un ingenioso asesino! ¿Cómo pensáis deshaceros de mí?

Buckingham sonrió blandamente.

—¿Deshacerme de vos, señora? ¡Oh!, protesto. ¿Por qué tendría que hacerlo? Me sois muy útil.

—Claro —admitió ella—. No dudo que queráis ver mi cabeza en una pica puesta en el Puente de Londres, antes de la vuestra, ¿verdad?

—¡Bah! Su Majestad no os encausaría aunque asesinaseis a vuestro hermano. Siempre se muestra demasiado tierno con las mujeres que han sido suyas. Pero no os preocupéis, señora… no soy tan desmañado intrigante como para hacer peligrar nuestras vidas.

Ámbar no quiso seguir discutiendo sobre este punto, pero sabía perfectamente por qué no se atrevía a realizar este proyecto sin su ayuda… quería una víctima propiciatoria en caso de que algo saliera mal. Y era ella, además, la única mujer en la Corte capaz de hacer que el rey creyera o pretendiera creer que el barón había muerto naturalmente. Si ella fracasaba, entonces sería ella quien debía sufrir las consecuencias.

Ámbar no esperaba fracasar. Al mismo tiempo que él terminaba de darle cuenta de su plan, ya tenía ella otro forjado. El plan de Buckingham era un desafío a su ingenuidad, pero consiguió sacarla del sopor que la paralizaba. Juzgaba que le sería posible engañar al duque, sorprender al barón y ganarse de paso una buena suma de dinero con muy poco riesgo.

Buckingham le envió las dos mil quinientas libras que le ofreciera —la otra mitad sería cancelada cuando el barón hubiese bajado a la tumba—, y Ámbar se apresuró a enviarlas a Shadrac Newbold. No quería correr el albur de que Buckingham se las robara. Luego fue ella a la entrevista que fijara con Arlington.

Era ya cerca de medianoche cuando Ámbar salió metida en una canasta de ropa, cubierta con sus propias camisas y enaguas, que se suponía iban a la lavandera. En seguida salió Nan por la misma puerta, llevando las ropas y las joyas de su ama, la misma peluca y su velo. Un hombre que había estado atisbando desde las cercanías, se disponía a ir tras el bulto de ropa conducido por dos mozos de cuerda, pero al ver salir a la doncella se detuvo indeciso, y cuando vio a Nan subir en el coche de su ama, corrió a otro que lo esperaba y partió en seguimiento de ella.

Nan se divertía grandemente mientras el coche iba por la Camomile Street, viendo cómo el espía del duque trataba de mantener una discreta distancia, sin perderla de vista. Él tal hombre esperó delante de una casa durante tres horas y cuando ella se retiró, preguntó a la patrona quién vivía en el departamento en que aquélla entrara y se le comunicó que míster Harris, un joven actor del teatro de Su Alteza. Inmediatamente fue a comunicárselo al duque de Buckingham, a quien encontró sentado delante de la chimenea, limpiándose los dientes con un mondadientes de oro. Se quedó en actitud meditativa, divertido y asombrado de que la duquesa mantuviera relaciones con seres de tan baja condición después de todos los disgustos que pasara para subir a su condición actual y huir de ello.

Mientras tanto, Ámbar fue conducida a un oscuro y pequeño patio situado en uno de los infectos callejones de Westminster. Los mozos de cuerda tuvieron alguna dificultad en hacer subir el gran cesto hasta el tercer piso de la casa por una sucia y angosta escalera. Ámbar contenía el aliento y maldecía para sus adentros cada vez que el cesto se ladeaba o inclinaba a cada paso. Por último dejaron el cesto en medio de una habitación, y cuando ella sintió que cerraban la puerta detrás de ellos, apartó todas las ropas que la cubrían y respiró profundamente. Apenas terminaba de trepar por encima del borde del cesto, cuando apareció Arlington en el umbral de una habitación contigua, llevando una amplia capa negra, un sombrero de ala caída, y un antifaz en la mano.

—El tiempo apremia, milord —dijo Ámbar, quitando una enagua de sus hombros y del cuello y arrojándola a un lado—. Tengo una información de gran valor para vos… os la daré por cinco mil libras.

La expresión de Arlington no se alteró en lo más mínimo.

—Es muy amable de vuestra parte, señora. Pero cinco mil libras es una suma considerable. No creo que pueda…

Ámbar le interrumpió con impaciencia.

—No soy tendera, milord, para permitiros hacer ofrecimientos. El pago debe hacerse en efectivo. Mas haré que os sintáis satisfecho. Os diré parte del plan y si me pagáis mañana, haré que el complot fracase. Si no… —casi imperceptiblemente se encogió de hombros, y ello implicaba que le sucedería algún grave percance.

—Todo eso tiene visos de haber sido razonablemente forjado por una mujer.

—Alguien tiene el propósito de asesinaros, Señoría… y yo sé cuándo y cómo. Si me pagáis lo que os pido, el plan fracasará…

Arlington continuaba imperturbable. Tenía muchos más enemigos de los que conocía, y conocía a muchos… pero aquello le parecía transparente.

—Creo que puedo hacer fracasar el plan por mi cuenta, señora, salvando de ese modo cinco mil libras.

—¿Cómo?

—Haciendo una acusación…

—¡No os atreveréis!

Tenía razón ella, pues si él insinuaba al rey sus sospechas, Buckingham caería sobre él y haría que acusara públicamente. Y el duque era todavía poderoso, tenía muchos intereses fuera de la Corte, donde el rey necesitaba desesperadamente de su ayuda. Y si Arlington lo acusaba de estar planeando su muerte, el duque podía arruinarlo políticamente, más rápidamente que si le suministraba veneno. Después de todo, tal vez fuera esto lo que buscaba… tal vez fuera así cómo quería que marchara el complot y por eso la había hecho intervenir a ella. Arlington consideró esto por su parte como un ejemplo del entretenimiento de una mujer que le hacía la vida más difícil y más cara…

—A lo que parece —dijo él—, esto puede ser solamente una intriga vuestra para sacarme dinero. No creo que exista alguien que quiera y se atreva a envenenar al Secretario de Estado de Su Majestad.

El bluff no impresionó lo más mínimo a Ámbar, quien se concretó a sonreír.

—Pero si alguien se atreve, milord, la próxima semana, o el mes próximo, estaréis tan tieso como un arenque helado.

—Supongamos que os doy el dinero. ¿Cómo puedo saber que no prosperará el complot, si es que hay alguno, y que no pereceré en él?

—Tenéis que depositar vuestra confianza en mí.

El barón comenzaba a ponerse de mal humor. Sabía que la tal dama lo tenía cogido y hacía desesperados esfuerzos por salvar su vida y su dinero. Pero no se atrevía a mandarla a paseo. Buckingham era, lo sabía muy bien, capaz de proyectar su muerte sin el menor escrúpulo. Y si no era Buckingham, cualquiera de sus otros enemigos… Pero ¡aquella condenada mujer! Las mozas del rey buscaban con particular predilección su dinero, como si él fuera el que gozara de sus favores… Tendría que trabajar duramente y durante algunos meses para reponer tal suma. Siempre se mostraba amargado por la desconsideración de las mujeres, pero en particular con la duquesa de Ravenspur.

—Haré que os entreguen el dinero mañana. Buenas noches, señora, y muchas gracias.

—No tenéis por qué darlas, milord. Vuestra vida es demasiado preciosa para Inglaterra.

El complot del duque de Buckingham era bien simple: al día siguiente le llevaría a ella un muchacho de quince años, llamado John Newmarch, que servía en casa de Arlington, a quien Ámbar debía persuadir para que envenenara a su amo por consideración al rey y al país. Cuando Arlington estuviese muerto, el duque entregaría al muchacho cien libras, lo haría declarar enfermo con viruelas y lo mandaría al campo. Pero sabido era que el duque no había dicho nada de esto al muchacho, excepto que la duquesa de Ravenspur lo había visto, se había enamorado de él y quería tener una entrevista privada. Con una precoz sofisticación adquirida en la Corte, el pequeño John se presentó ansiosamente, creyendo saber para qué lo había hecho llamar.

Ámbar puso en juego su arte de seducción y poco después John Newmarch tomaba parte en el plan. Mas, como ya había recibido ella las cinco mil libras de Arlington, en vez del veneno, dio al muchacho un inofensivo narcótico para que lo pusiera en el brebaje, que el barón acostumbraba tomar todas las noches antes de acostarse.

Buckingham detuvo al siguiente día a la duquesa cuando ésta se dirigía a las habitaciones de la reina; parecía ansioso y colérico.

—¿Qué es lo que habéis hecho? —inquirió abruptamente—. ¡Está con el rey en este momento!

Ámbar se detuvo y lo encaró.

—¡Ah, sí! —fingió estar sorprendida—. Caramba…, es extraño, ¿verdad?

—Sí que es extraño —dijo él con mordaz ironía—. John me informó que ni siquiera tocó el brebaje…, ¡y lo bebía todas las noches sin falta! Yo sé por qué ha cambiado sus costumbres de un momento a otro. Respondedme, so perra, ¿qué es lo que habéis hecho?

Se miraban de hito en hito fieramente, sin fingir más tiempo. Había franca repulsión en ambos semblantes. Cuando Ámbar le replicó lo hizo apretando los dientes.

—¡Si os atrevéis a hablarme de ese modo otra vez, George Villiers, diré al rey en vuestra presencia muchas cosas que yo sé y que no queréis que él conozca!

Sin esperar respuesta giró sobre sus talones y se marchó. El duque vaciló unos instantes, mirándola alejarse, pero se volvió también alejándose en dirección opuesta. Nan, que no quitaba los ojos de él, recogió su faldas y fue corriendo detrás de su ama.

—¡Oh, amita! ¡Hubierais visto su cara! ¡Parecía el mismo Satanás!

—¡Que se vaya al mismísimo demonio! ¡No temo a ese vicioso tumbacuartillos! Ya sé yo cómo manejármelas con ellos…

En el mismo instante, cuando se disponía a entrar en las habitaciones de la reina, vio venir a Almsbury en su misma dirección, acompañado de otros tres caballeros, riendo y conversando alegremente. No lo había visto desde el día que fuera a la casa de él, de modo que se decidió a esperarlo, deseosa que pudiera darle algunas noticias de Bruce. Corinna había dado a luz un hijo aquel mismo día, y sabía que tenían resuelto partir tan pronto como ella se repusiera un poco. Con gran sorpresa suya, más tardó el conde en verla de lejos que en volverse y encaminarse por otro pasillo.

—¡Caramba! —exclamó ella, tan lastimada como si la hubiera abofeteado en público.

No dudó ni un segundo. Recogió sus faldas y corrió detrás de él, sin preocuparse de la admiración que causaba y apartando con violencia a quienes estorbaban su paso. Logró asirlo por un brazo.

—¡Almsbury!

El conde se volvió con manifiesta desgana; se concretó a mirarla sin decir palabra.

—Vaya, ¿qué significa esto? —inquirió ella—. ¿Por qué huis de ese modo de mí?

Él no respondió, limitándose a encogerse de hombros.

—Decidme, Almsbury, ¿cuándo se van?

—Pronto. Tal vez mañana, o pasado.

—¿Está él…? —se detuvo, dudando, sintiéndose cortada de hacerle la pregunta, porque no había dejado de observar la dureza y la desaprobación que se leía en su semblante. Mas tenía que terminar de hacer la pregunta—. ¿Os ha dicho algo de mí?

Un clara expresión de disgusto cruzó su rostro.

—No.

—¡Oh, Almsbury! —imploró ella, sin preocuparse de los curiosos—. ¿Es que me odiáis también? ¡Oh, os juro que ya he sufrido demasiado!… ¡Sois el único amigo que me queda! ¡Yo no sé qué me pasó aquel día… perdí la cabeza! ¡Oh, Almsbury, bien sabéis cuánto amo a Bruce! ¡Y ahora se va y no volveré a verlo jamás! Tengo que verlo, siquiera un instante… ¿No queréis ayudarme? No quiero decirle nada… lo miraré nada más. No sé dónde encontrarlo… no viene a la Corte… ¡Oh, Almsbury, debo verlo una vez más!

El conde se puso hosco y frunció el entrecejo cuando se volvió para marcharse.

—No será con mi ayuda —dijo entre dientes.

El barón Arlington estaba en conferencia con sus médicos, que lo trataban con sanguijuelas. Pero cuando se anunció al duque de Buckingham, con gran sorpresa de todos, los animalitos fueron recogidos apresuradamente, ahítos de sangre, y metidos en una botella de ancho cuello donde se les guardaba. El duque fue introducido y encontró a Su Señoría en cama, muellemente recostado sobre almohadones, rodeado de papeles, con un secretario a cada lado, leyendo algunos documentos.

Su Gracia, más afable que nunca, se inclinó profundamente al tiempo que sonreía con afectación, tal como lo exigían las grandes circunstancias.

—Milord…

—Su Gracia…

A una invitación del barón. Su Gracia tomó asiento en una silla al lado de la cama y comenzó a hablar en voz baja, con confidencial gravedad.

—Tengo que hablar con Vuestra Señoría de un asunto de la mayor importancia.

Arlington despidió a sus asistentes, aunque sabía que algunos se quedarían a prudente distancia.

—No tengo el propósito de andar con subterfugios —continuó llanamente el duque en cuanto quedaron solos—. Según tengo entendido, sabéis muy bien que la duquesa de Ravenspur ha estado durante algún tiempo a mi servicio.

Arlington hizo un imperceptible movimiento de cabeza.

—Y del mismo modo estoy enterado de que también ha estado al vuestro —prosiguió Su Gracia, imperturbable—, de lo que resulta que obtenía dinero de ambas partes. No tengo objeción que haceros a eso, lo admito, puesto que es una vieja costumbre establecida en la Corte. Pero resulta que ahora estoy enterado de que la duquesa tiene el propósito de asesinar a Vuestra Señoría.

Al oír esto el frío y austero semblante de Arlington pareció conmoverse un tanto. Pero su sorpresa se debía a la demostración de audacia de aquel hombre, quien, sin sentirse abatido por el fracaso, trataba de sacar ventaja de las circunstancias.

—¿Que tiene la intención de matarme, decís? —inquirió el barón sin sentirse mayormente afectado.

—Sí, exactamente. No puedo deciros cómo me he informado de ello, pero de todos modos os diré algo: el complot ha sido fraguado en Francia, donde algunas personas de alta investidura temen que Vuestra Señoría trate de impedir se realice la proyectada alianza comercial entre nuestros dos países. Alguien ha pagado una elevada suma por quitaros del camino. Vengo, pues, en nombre de nuestra antigua amistad para poneros en guardia.

Durante todo ese recital, el barón había seguido contemplando solemnemente al duque, con sus penetrantes ojos azules. Era evidente que algo había hecho frustrar el primitivo proyecto de Su Gracia y ahora éste trataba de hacerle creer que en Francia alguien quería su muerte por temor a que obstaculizara la alianza comercial. ¡Cuando ya había firmado y sellado un tratado mucho más importante y completo! El tal hombre era una especie de fenómeno, interesante de observar como un títere de la Feria de San Bartolomé.

—Esa mujer es un condenado estorbo —continuó Buckingham—. Creo incluso que se atrevería a envenenar al mismo viejo Rowley si alguien le pagara por eso. Pero esa fatal debilidad del rey, que no quiere despedir a la mujer de quien ha estado una vez enamorado, puede tenerla en el poder muchos años más…, ¡a menos que yo y vos, caballero, nos aunemos, para deshacernos de ella!

Arlington juntó cuidadosamente las yemas de sus dedos.

—¿Y cómo pensáis deshaceros de esta amenaza a mi vida? —su tono era político, de sarcástica inflexión en la voz y una sutil insinuación de escarnio en los labios.

Buckingham adoptó un aire de bien dispuesta franqueza.

—Señoría: me conocéis bastante bien para creer que sólo procedo impulsado por interés vuestro. Yo estoy harto de esa mujer…, debo confesar que he gastado mucho dinero en ella sin obtener ningún beneficio. Pero no podemos atrevernos a envenenarla, a secuestrarla y enviarla lejos. No lo perdonaría el viejo Rowley.

—Su Gracia es un hombre muy caballeresco —observó el barón con burlona admiración.

—¡Al cuerno la caballerosidad! ¡Quiero verla lejos de Inglaterra… y no me importa que lo que se haga provoque represalias sobre mi cabeza! —Quería deshacerse de ella, en efecto, antes de que comunicara a alguien que él había sido el instigador del complot para asesinar al barón. En su opinión, la isla no era un lugar confortable para él mientras estuviera la duquesa, y ella, por su parte, no tenía el propósito de abandonarla.

El barón dejó de mostrarse reservado y altanero. Sabía que el duque mentía descaradamente, pero sentía simpatía por su proyecto, pues la influencia de ella con el rey era tan grande, que resultaba una inconveniencia. Si ella se iba, significaba para él lidiar con una mujer menos. Y tampoco dudaba de que el duque se sentía completamente atemorizado y curado de su intención de asesinarlo.

—Creo que sé de qué modo podemos hacer que salga de Inglaterra inmediatamente, y que además esté contenta de hacerlo —dijo el barón, por último.

—¿Cómo? ¿Cómo, Dios mío?

—Supongamos que Vuestra Gracia deja todo el asunto en mis manos. Si fracasa… entonces estaréis en libertad de hacer lo que mejor os parezca con ella, con todas mis bendiciones…

Ámbar estaba sentada en su coche, destrozando entre sus dedos uno de los abanicos que cogiera al salir de la casa. Era aún tan temprano que la niebla colgaba de los árboles del Strand como fúnebre mortaja y los techos de las casas desaparecían dentro de su densidad. Sentíase descompuesta y terriblemente nerviosa mientras esperaba, hasta el punto de que casi lamentaba el haber ido, porque la atemorizaba la perspectiva de tenerlo que afrontar.

Algunos días antes había sobornado a uno de los pajes de Almsbury House, quien había estado en palacio no hacía ni una hora a decirle que Su Señoría iba a los muelles. Ámbar, que estaba durmiendo cuando él llegó, había saltado de la cama, poniéndose un peinador y encima una capa, y ajustándose ligeramente el cabello con una peineta, había salido a encontrarlo. Y allí estaba esperándolo, tratando de pintarse, con temblorosas manos, las mejillas y los labios, pero sus ojos miraban más por la ventanilla del coche, que en el espejo que retenía en la mano. Le parecía que hacía mucho tiempo que estaba allí y que ya él debía de haberse marchado. Al presente deseaba que así fuera, pues por desesperados que fueran sus deseos de verlo, era más grande su temor.

De pronto contuvo el aliento, sentándose, alerta y en tensión, al mismo tiempo que dejaba caer en la falda del espejo y la cajita de polvos.

La gran puerta de Almsbury House se había abierto.

Poco después aparecieron Bruce y el conde, hablaron con alguien que estaba detrás de la puerta y principiaron a bajar la escalinata. Ninguno de ellos se dio cuenta del coche de alquiler que estaba parado cerca de allí, oculto por la espesa niebla. Dos o tres minutos se quedaron en el gran portón, esperando que les acercaran los caballos, y cuando aparecieron con ellos los palafreneros, montaron sin mayor prisa y se encaminaron en dirección al coche.

Temblando de emoción, Ámbar se quedó dónde estaba, sin ánimos ni valor para hablarle. Cuando pasaban cerca del coche se inclinó un tanto y abriendo la ventanilla llamó:

—¡Lord Carlton!

Los dos caballeros volvieron la cabeza con visible sorpresa. Una indescifrable expresión cruzó por el semblante de Bruce al mismo tiempo que sujetaba su cabalgadura. Inquirió:

—Señora…

Le hablaba como a una extraña. Sus ojos no la habían visto nunca. Ámbar tragó saliva con gran esfuerzo, sintiendo grandes deseos de llorar: «¡Quiéreme otra vez, Bruce, aunque sólo sea un minuto! ¡Dime algo cariñoso que pueda recordar eternamente!» Con voz ahogada por la emoción, dijo ella:

—Deseo que Su Señoría se haya recobrado.

—Está en vías de restablecimiento, gracias.

Ámbar buscó sus ojos con apasionada ternura. Debía de haber algo allí, algo que quedara de todos esos años que se conocieran y amaran. Pero aquellos ojos no decían nada, la miraban fríos, sin emoción, sin recuerdos.

—¿Partiréis pronto?

—Quizás hoy, si hace tiempo propicio.

Ámbar sabía que se estaba comportando como una necia. Debía decir o gritar algo de su intenso sufrimiento. Con un terrible esfuerzo ahogó todas las palabras que a borbotones acudían a sus labios y murmuró apresuradamente, lo más serenamente que le fue posible:

—Que tengáis un feliz viaje, milord —cerró los ojos y se llevó el puño a la boca.

—Muchas gracias, señora. Adiós.

Lord Carlton se puso el sombrero y con un ligero movimiento hizo partir a su caballo, seguido por el conde de Almsbury. Ámbar se quedó unos instantes sin movimiento, helada, pero luego se desplomó sobre el asiento lanzando un terrible sollozo.

—¡A casa!

Lentamente el coche dio la vuelta y empezó a moverse. Por algunos momentos luchó consigo misma, pero no pudiendo resistir más se volvió, se puso de rodillas y con la palma de su mano limpió el sucio cristal de la ventanilla. Los dos jinetes se perdían a lo lejos y la espesa niebla que los envolvía impedía distinguir cuál de ellos era Bruce.

A mediodía regresó el paje. La informó de que lord y lady Carlton habían partido poco antes en uno de los yates del rey, en compañía de algunas otras personas de distinción, rumbo a Calais.

Al día siguiente, por la tarde, le llegó una carta dirigida por lord Buckhurst, quien formara parte del grupo de personas que viajara en compañía de Sus Señorías. Ámbar la abrió con gran interés.

Gentilísima duquesa: Juzgo que será de gran valor para vos lo que voy a deciros. Durante la travesía del Canal, lady Carlton se sintió súbitamente enferma y al llegar a Calais ya había muerto. Se dice que Su Señoría tiene el propósito de partir inmediatamente para América. Soy un humilde servidor de Vuestra Gracia. — Buckhurst.

No era cosa muy fácil tomar pasaje aquellos días, porque la mayoría de los barcos mercantes salían en grandes convoyes tres veces por año; por último, encontró un capitán que iba a América en un viejo velero llamado fortuna, y tuvo que darle una gran gratificación para que la admitiera; después de cargar apresuradamente, el capitán le ofreció partir en la próxima marea.

—Cerraré mi casa y diré que me voy al campo —le explicó a Nan—. No quiero llevar muchas cosas… pero enviaré a buscar lo demás en cuanto nos hayamos instalado. ¡Oh, Nan! Es…

—No lo digáis, amita —previno Nan—. Es de mal augurio alegrarse de la muerte de alguien.

Ámbar se puso grave inmediatamente. Ella misma tenía temor, temor de sentirse tan feliz como lo estaba, temor de agradecer porque hubiese sucedido precisamente lo que ella deseaba. De modo que rehusaba pensar en ello. De cualquier manera, estaba demasiado ocupada, demasiado conmovida y excitada para pensar. Se decía a sí misma que era por la voluntad de Dios… y eso quería decir que siempre debían estar juntos. Cierta vez, ella le había dicho a Bruce: «Hemos sido predestinados el uno para el otro, desde el comienzo de los tiempos.» Sólo que había transcurrido un tiempo muy largo para que él lo comprendiera así. Y tal vez no lo comprendiera ni siquiera entonces… pero finalmente tendría que darlo por aceptado, eso lo sabía. Incluso el importuno embarazo de un principio, del cual estaba completamente cierta. Eso también había sido dispuesto por el destino… Los hijos impedirían que él olvidara.

Ámbar pasó la noche en Whitehall, para que todo saliera perfectamente y no se sospechara de sus intenciones. Mientras tanto, Nan se encontraba en la casa Ravenspur, empaquetando y arreglando, vistiendo a los niños, que debían ir con sus niñeras. En total serían diez: Ámbar, Nan, John, Tansy, Susanna, el pequeño Carlos y las cuatro niñeras, y, por supuesto, Monsieur le Chien. Ni siquiera quiso acostar se Ámbar un rato al volver a palacio, un poco después de medianoche, después de haber estado en el teatro. Se cambió de ropas y pasó el tiempo entre sus cosas, de un lado a otro, para decidirse cuáles llevaría.

No se sentía capaz de coordinar sus pensamientos o tomar decisiones. Poco antes de las cinco su lacayo fue a decirle que el Fortuna levaría anclas dentro de una hora.

Ámbar tomó su capa y se la puso apresuradamente sobre los hombros, dejó caer los guantes y los levantó otra vez, corrió hacia la puerta y volvió a regresar para tomar el abanico, y cuando ya estaba en medio del corredor se acordó de que dejaba su manguito. Automáticamente se volvió y ya iba a regresar cuando se detuvo, mascullando:

—¡Bah, que se lo lleve el diablo! —y siguió corriendo hacia la salida. Su coche la había esperado toda la noche en la puerta de palacio; Nan y los demás la encontrarían en el muelle.

Tomó por la Galería de Piedra del edificio, después de salir del angosto pasillo que conducía a sus habitaciones, y directamente fue a dar en medio de un grupo de personas que salían de las habitaciones que lord Arlington tenía en palacio. Todavía estaba oscuro allí; el lacayo que los acompañaba llevaba una antorcha. Sorprendida, Ámbar se detuvo unos segundos, pero en seguida reanudó su carrera. Ni siquiera se enteró de quienes integraban el grupo, y habría pasado de largo a no ser por una voz familiar que la detuvo.

—Buenos días, Su Gracia.

Miró al barón en la cara y por un instante sintió pánico al pensar que el rey, enterado de su fuga, le hubiese enviado a detenerla. En seguida, Buckingham surgió de las sombras y se paró al lado de Su Señoría. ¡Ahora estaba segura de que planeaban algo! Pero nada impediría que partiera…, ningún poder sobre la tierra. Sin hacer caso del duque, levantó airadamente la cabeza y miró al barón de Arlington con aire de desafío.

—¿Decíais, milord? —Su voz era aguda, fría.

—Su Gracia se levanta hoy temprano.

La mentira surgió fácilmente.

—Lady Almsbury está enferma… y mandó que me buscaran. Y, a propósito, ¿no es también temprano para Vuestra Señoría?

—Lo es, señora. Tengo una misión de mucha importancia… Se me acaba de informar que ha muerto la hermana del rey, ayer por la mañana.

Ámbar se sintió conmovida a pesar de la preocupación y la ansiedad que llenaba su vida en ese instante.

—¿Minette?… ¿Ha muerto Minette?

—Así es, señora —el barón inclinó la cabeza.

—¡Oh, cuánto lo siento! —Experimentaba verdadera compasión por Carlos II.

El barón levantó de nuevo la cabeza y la miró con descaro. Al instante Ámbar se dio cuenta de que en aquellos abotagados ojos brillaba un fuego extraño. Con presteza miró también al duque…: éste sonreía solapadamente. Los dos parecían burlarse de ella. ¿Qué habría ocurrido? ¿Qué sabrían? Debía de ser algo que incumbía a ella, algo desagradable, puesto que sólo eso los habría puesto tan contentos.

Sin embargo, sintiendo un inesperado alivio, se dijo que fuera lo que fuese no le importaba ya. Dentro de una hora estaría lejos de Inglaterra… lejos de Whitehall, de sus intrigas y complots, para siempre. No regresaría jamás. No habría creído posible, ni el mismo día anterior, que se sintiera contenta de dejar Inglaterra.

«Estoy enferma y asqueada de todos vosotros», se decía. El barón de Arlington estaba hablando otra vez.

—No os detendremos más tiempo, señora. Vuestras ocupaciones son también de la mayor importancia. Debéis de tener mucha prisa.

Ámbar hizo una cortesía, el barón se inclinó, y se separaron en distinta dirección.

Buckingham miró por encima de su hombro; Arlington no se tomó esa molestia, entre los dos cambiaron sonrisas.

—¡Qué excelente zafada! —murmuró el duque. De pronto estalló en carcajadas—. ¡Dios mío! ¡Quisiera verle la cara cuando llegue a Virginia y se encuentre vivita y coleando a lady Carlton! Os felicito, caballero. Vuestro plan ha sido de los mejores. Habéis conseguido quitar de en medio a esa inquietante mala pécora.

—Su Gracia puede haberse ido —opinó Arlington—, pero eso no quiere decir que hayan terminado los disgustos en Whitehall —el tono de su voz era significativo; el duque lo miró experimentando repentina sospecha. Arlington se desconcertó un tanto, pero pasó en seguida su desazón—. Vamos, señor… Hay muchas cosas de importancia que tenemos que atender esta mañana.

Ámbar recogió sus faldas y a toda prisa salió del palacio. Cierta claridad nebulosa iluminaba el exterior; el sol se levantaba en el oriente y sus pálidos rayos coloreaban las cimas de los edificios que integraban el Whitehall. Su coche esperaba allí. En cuanto lo vio, el lacayo se apresuró a abrirle la puerta, parándose al lado con rígida atención; Ámbar se reía alegremente y al pasar tocó con la punta del dedo en el galoneado pecho del criado. Este, imperturbable, cerró la puerta e hizo señas al cochero para que partiera. Todavía riéndose, Ámbar se inclinó, haciendo un ademán de despedida a las cerradas y vacías ventanas del palacio.

Fin