Capítulo VIII

Ámbar y Luke Channell contrajeron matrimonio a mediados de octubre —tres semanas después de haberse conocido—, en la vieja iglesia de la parroquia donde estaba situado el mesón de «La Rosa y la Corona» Como era costumbre, Ámbar lució un anillo de bodas; compró uno muy hermoso, con varios diamantes pequeños, e indicó al joyero que enviara la cuenta a su casa. Había descubierto que ése era el modo más seguro de hacer compras y de ir acostumbrándose al manejo del dinero; su ignorancia del valor de las monedas la colocaba en una situación de permanente desventaja.

No se había mostrado muy ansiosa por casarse con Luke. Lo consideraba uno de los hombres menos atractivos que había conocido, y nada, sino su eterna preocupación por el embarazo, podía haberla persuadido a aceptarlo como esposo. A cambio de las notorias desventajas tenía una cualidad que lo redimía, y era su violenta pasión por ella.

Pero a la mañana siguiente se dio cuenta de que también en eso había sido engañada.

Sus obsequiosas maneras se desvanecieron y se mostró insolente, ordinario, mandón. Su vulgaridad la abrumaba; no permitía que se retirara y permaneciera en paz, sola. A toda hora, de día o de noche, quería verla pendiente de sus palabras. Desde el primer día pasó fuera la mayor parte del tiempo, bebiendo incesantemente, presionándola para que fuera a buscar el resto de su dinero, desplegando un corrosivo mal genio sin que mediara la menor provocación.

Los asuntos financieros de Mrs. Goodman continuaron sin resolverse, y él mismo se hizo casi una figura tan nebulosa como la tía de Ámbar. Ambas mujeres inventaban nuevas excusas para salir del apuro. Tan pronto como Ámbar y Luke se casaron, se unieron los dos departamentos; poco después Sally usaba con el mayor descaro los abanicos, guantes y joyas de aquélla. Incluso trató de conseguir que sus vestidos le sirvieran. Ámbar empezó a darse cuenta de que estaba cogida entre dos bellacos, tía y sobrino, que desde un principio tomaron ventajas sobre ella, aunque no hubiera podido decir cuándo o cómo había sucedido.

Casta seguía tan tranquila y trabajadora como siempre, aun cuando cada día se tornaba más desaseada, lo que obligaba a su ama a decirle continuamente que se pusiera los zapatos dentro de la casa y que no saliera con el delantal sucio. Cuando estaba Luke, la sirvienta lo contemplaba con un arrobamiento que enfermaba a Ámbar; cuando llegaba bebido, era ella quien le sostenía la cabeza y el vaso de noche para que se desahogara, lo desvestía y lo ponía en cama. Éstas tareas eran propias de una sirvienta, pero Casta las hacía con otra clase de devoción. Luke, sin embargo, no le demostraba ninguna gratitud. La regañaba con frecuencia y, si se encontraba de mal humor, le propinaba bofetones o puntapiés. Otras veces se permitía familiaridades con ella, hasta delante de su propia mujer.

Hacía escasamente dos semanas que se habían casado, cuando un día Ámbar entró de improviso en una habitación y sorprendió a Casta y Luke juntos. Anonadada, se quedó por un momento sin poder articular palabra. Luego reaccionó y salió del dormitorio como un huracán, dando un portazo. Luke dio un salto y la criada, lanzando un penetrante chillido, corrió hacia las habitaciones de Sally, gimiendo.

Luke fue al encuentro de Ámbar, interpelándola con insolencia.

—¿Se puede saber por qué diablos andas espiándome?

Ámbar hizo un esfuerzo para no llorar. No estaba afectada por el hecho, pero se sentía terriblemente agotada.

—¿Cómo iba a saber que estabais allí?

Luke no repuso; colocóse el jubón, se ajustó el cinturón, se encasquetó el sombrero y se fue. Ámbar permaneció pensativa unos instantes. Luego fue en busca de Casta. La muchacha estaba en la alcoba de Sally, acurrucada temerosamente detrás del lecho y protegiéndose instintivamente la cabeza con los brazos. El amo tenía pleno derecho a castigar a sus sirvientes; ella aguardaba eso.

—¡Basta ya de gimoteos! —gritó Ámbar— ¡que no voy a hacerte daño! —le arrojó una moneda sobre la falda—. Toma. Y te daré otra cada vez que él tome tu carne de borrego. Puede ser que de ese modo me vea yo libre de sus repugnantes caricias —y recogiéndose sus faldas, salió.

Pero la carga de Luke y sus hábitos personales no constituían su único motivo de preocupación y molestia. Tanto él como su tía estaban gastándose su dinero en bagatelas. Casi a diario llegaban para ellos nuevos paquetes. Un día en que salió de compras con la señora Goodman, Ámbar trajo a colación el asunto.

—¿Cuándo traerá Luke dinero a casa? Siempre que come fuera o va al teatro, me pide a mí.

Rió Sally y comenzó a abanicarse con fuerza, mirando detenidamente la concurrida calle.

—¡Oh! ¡Mirad el vestido de raso amarillo que lleva esa señora que acaba de cruzar! Tengo intenciones de hacerme uno así. Perdón… ¿qué decías? ¡Oh, sí…! El dinero de Luke. Y bien, para decir verdad, querida, no queríamos haceros saber eso, pero ya que lo preguntáis, creo que debéis saberlo: el padre de Luke está furioso porque se ha casado sin su consentimiento. ¡Pobre Luke…! Casado por amor, y ahora parece que le cortan los recursos sin dejarle siquiera un chelín… En este caso, querida, ¿no creéis vos que con vuestro dinero los dos podríais manejaros muy bien? —esbozó un mohín amable, pero sus ojos eran fríos y calculadores.

Ámbar no atinó a decir nada. ¡Luke sin recursos y teniendo que vivir los dos con quinientas libras! Se estaba dando cuenta de que quinientas libras no eran la fortuna que ella en un principio imaginara, particularmente cuando se derrochaban en semejante forma.

—¡Caramba! ¿Y por qué diablos se le ocurriría a su padre cortarle los recursos? —la pregunta era de franco desafío; ella y Sally no se trataban ya con la diplomática cortesía del principio. Hasta habían llegado a reñir—. Supongo que no seré para él mía buena pareja, ¿eh?

—¡Oh, querida, protesto! ¿Acaso dije eso? Lo que pasa es que su padre se había fijado en otra muchacha… Esperad hasta que él os conozca. Os garantizo que quedará bobo. Y a propósito, querida, aquellas mil libras que habíais solicitado al notario de vuestra tía, ¿tardarán mucho en llegar?

Su voz era una vez más suave y acariciadora, como cuando pedía a Luke que moderara su temperamento, que no rompiera las cartas si perdía una partida y que tratara a Casta con más amabilidad.

Pero Ámbar estiró el labio inferior, rehusó mirarla y respondió con desgana:

—Después de todo, podría suceder que no las enviara… ¡Soy ahora una mujer casada!

El dinero fue desapareciendo vertiginosamente. Iba a parar al bolsillo de Luke, al de Mrs. Goodman —que siempre prometía reponerlo cuando su hipotético esposo regresara de Francia— o a los de algún acreedor exigente que se presentaba a cobrar cuentas de dos o tres meses atrás. Ámbar se veía obligada a pagar.

«¿Qué haré cuando ya no me quede nada?», pensaba angustiada. Y, vencida por negros presentimientos, empezaba a llorar. Había llorado, desde que Lord Carlton se fue, más que en todo el resto de su vida. Si Luke gruñía, si la lavandera no entregaba la ropa a tiempo… El más ligero trastorno, el más pequeño inconveniente eran motivos para que estallara en llanto. Algunas veces dejaba correr sus lágrimas dulcemente, pero otras las lágrimas surgían a torrentes, turbulentas como una tormenta de verano. La vida ya no era bella, era espantosa.

No sabía hacia dónde volver los ojos. El hijo suyo nacerla, y luego vendrían otros en sucesión interminable. Sin dinero, con hijos que cuidar, con un marido brutal y teniendo que trabajar duramente, su belleza languidecería pronto. Y se haría vieja.

Algunas noches se despertaba sobresaltada, con la sensación de que se debatía dentro de una red viviente. Solía sentarse en el lecho, sintiendo cortársele la respiración. Luego recordaba que Luke estaba a su lado, ocupando tres cuartas partes de la cama, y el odio le hacía experimentar furiosos deseos de acercarse y estrangularlo con sus propias manos. Se quedaba sentada así largos minutos, pensando con cuánto placer le habría dado de puñaladas, dejándolo desangrarse. A menudo se preguntaba si no sería mejor envenenarlo… Pero no sabía nada de tales procedimientos y la espantaba el riesgo de ser descubierta. La mujer convicta de parricidio era quemada viva.

Hasta entonces, afortunadamente, ninguno de ellos se había dado cuenta de su embarazo, aunque había pasado ya el quinto mes. Sus numerosas enaguas almidonadas y sus faldas plegadas le ayudaban a disimular durante el día; cuando su vientre comenzó a crecer, procuró vestirse no estando nadie presente, o dando la espalda. De noche apagaba las luces, porque Casta dormía en la misma habitación que ellos, sobre una pequeña carriola que se metía debajo del lecho durante el día. Pero no había duda de que lo llegarían a saber, y se daba cuenta de que jamás creerían que el niño fuera hijo de Luke. Llegado el caso, no tenía idea de lo que podría hacer o decir.

De tanto en tanto, Ámbar cambiaba su dinero de lugar, sacando sólo algunas monedas cada vez. Felicitábase todos los días por esta idea. Cierta tarde fue a su escondrijo; la bolsa había desaparecido. La había colgado de un clavo, detrás de una cómoda de encina que nunca se movía de la pared. Sofocó un grito y se agachó para mirar debajo del mueble. Estiró la mano, pero no encontró más que montones de polvo. Cuando lo comprendió todo, se sintió desfallecer. Haciendo acopio de fuerza, se levantó y llamó a Casta. La muchacha acudió corriendo, para detenerse de golpe al ver que Ámbar había movido la pesada cómoda. Ensayó una pequeña y grave reverencia. Su rostro se hizo impenetrable.

—¿Llamabais, señora?

—¿Has movido tú esta cómoda?

—¡Oh, no, señora! —Sujetaba fuertemente su falda, como si en ella encontrara apoyo.

Ámbar se dio cuenta de que mentía, pero cualquiera que fuera la parte que le hubiera tocado en el robo, era seguro que había sido inducida por Luke. Se sentía descorazonada, aun cuando menos sorprendida de lo que había esperado. En la puerta, un sastre esperaba con la cuenta en la mano. Se mostró amable y cortés, prometiendo volver otro día. Mr. Channell había sido un buen cliente y no tenía el menor deseo de enemistarse con él.

Luke regresó muy tarde, demasiado borracho para poder hablarle. Ámbar tuvo que esperar hasta el día siguiente. Cuando se despertó, se sorprendió de no encontrarlo a su lado. La puerta que comunicaba con el departamento de Sally tenía corrido el cerrojo, pero podía oír las voces que llegaban desde el interior. Saltó de la cama y corrió a vestirse, deseando hablar con él antes de que se fuera.

Había terminado de ponerse la camisa cuando apareció Luke. Con toda presteza tomó sus enaguas, pero él cruzó la habitación a grandes pasos y la tomó por un brazo, haciéndole dar una vuelta y arrebatándole la prenda de las manos.

—No tan de prisa, señora mía. Espero que esté permitido a un esposo echar de vez en cuando un vistazo a su mujer, ¿no te parece? —Tenía el rostro hinchado y los ojos inyectados en sangre—. Eres una mujer extremadamente pudorosa —lo dijo con calma, con una desagradable expresión en el rostro—, para ser una perra que estaba encinta cuando nos casamos.

Ámbar se lo quedó mirando, con los ojos desmesuradamente abiertos. De pronto desapareció toda su indecisión. Ardía en odio, tan fuerte, que dominaba cualquier otro sentimiento.

—¿Por eso te casaste conmigo, so piojosa? Para dar un nombre a tu bastardo…

Apenas había terminado de decir eso, Ámbar le propinó un golpe en el lado izquierdo de la cara con toda la fuerza de que fue capaz. Antes que pudiera apartarse, él la asió por los cabellos y le dio un violento tirón, mientras con la mano libre la golpeaba en la mandíbula. Al ver aquella cara de asesino sediento de sangre, Ámbar comenzó a gritar. Sally Goodman entró como un torrente en la habitación, dando voces a su sobrino para que se detuviera.

—¡Luke! ¡Luke…! ¡Oh, qué necio eres! ¡Lo echarás a perder todo! ¡Detente!

Empezó a luchar con él en tanto que Ámbar, acobardada, no se atrevía a intervenir, por temor de que le diera un golpe o un puntapié en el vientre. Trataba de protegerse con los brazos, pero él no dejaba de tirar golpes donde quiera que podía, jurando entre dientes, y con el rostro lívido y descompuesto por la ira. Sally consiguió finalmente apartarlo y Ámbar cayó al suelo, arqueándose convulsivamente y profiriendo gritos desgarradores.

—¡El diablo te confunda! —oyó que exclamaba Sally—. ¡Tu mal carácter nos arruinará a todos!

Luke no hizo caso de ella y gritó a Ámbar:

—¡La próxima vez, so condenada, no te dejaré tan fácilmente! ¡Te romperé el cuello! ¿Lo has oído? —Y diciendo esto le dio un último puntapié. Ámbar volvió a chillar, cubriéndose con los brazos la cintura, y con los ojos cerrados. Finalmente Luke salió de la habitación dando un portazo tras sí.

Las dos mujeres auxiliaron inmediatamente a Ámbar y la ayudaron a acostarse. Ella se quedó allí, sollozando y temblando violentamente, más debido a la cólera, el odio y la humillación que por el dolor de los golpes recibidos. Sally se sentó a su lado, frotándole las manos y hablándole en tono de voz meloso, mientras Casta la miraba con ojos azorados y llenos de simpatía.

Al recobrar los sentidos, Ámbar se dio cuenta de que su hijo se movía dentro de ella de un modo extraño; poniendo las manos sobre el vientre podía percibir su movimiento.

—¡Oh! —exclamó furiosa—. ¡Si pierdo mi niño, juro que no descansaré hasta ver a ese hijo de mala madre colgado de una horca en Tyburn Hill!

Aun cuando muchas veces había deseado que un accidente la salvara de su aprieto, se daba cuenta de que deseaba, más que nunca, tener ese hijo… Era todo cuanto le quedaba de Carlton.

—¡Dios mío, querida, qué manera de hablar! —protestó Sally.

Inmediatamente envió a Casta a la botica a comprar algún remedio que previniera un suceso ingrato, e hizo una infusión con el puñado de hierbas que trajo la muchacha.

Ámbar bebió la hedionda cocción tapándose las narices y haciendo gestos. Pasó el día y no se presentaron malos síntomas. La joven se sentía mejor; aun cuando estaba magullada y dolorida, no había sido seriamente lastimada. No pensaba en otra cosa que en Luke Channell y en la intensidad del odio que por él experimentaba; estaba determinada a dejarlo tan pronto como pudiese recoger su dinero… huir de Londres y ocultarse en cualquier otra ciudad. Permaneció en cama varias horas y a oscuras, trazando sus planes.

Sally se mostraba extremadamente solícita. Ámbar se hizo la dormida, pero ella continuó asistiéndola, preguntándole si quería comer alguna cosa y sugiriéndole que se sentiría mejor si se sentaba un momento y jugaban para entretenerse. Finalmente, lanzando un suspiro de fastidio, Ámbar consintió y se pusieron a jugar a las cartas sobre una tabla dispuesta sobre la cama.

—¡Pobre Luke! —dijo Sally después de algunos minutos—. Temo que el muchacho haya heredado los impulsos de su padre, que padecía también de ataques; algunas veces vi a Sir Walter Channell echar espuma por la boca y permanecer rígido algunos minutos. Pero, cuando se le pasaba era el hombre más agradable del mundo… exactamente como Luke.

Ámbar le arrojó una escéptica mirada, puso su reina y levantó una baza.

—¿Justamente como Luke? —repitió—. Entonces lo siento mucho por Lady Channell.

Mrs. Goodman se mordió los labios.

—Bien, querida; supongo que no habréis esperado que ningún hombre se sienta satisfecho al saber que su mujer va a tener un hijo de otro… Y nosotros sabíamos… —Jugó una carta, tomó una baza y, mientras la acomodaba sobre la tabla, miró a Ámbar—. Antes de casaros con él, deberíais haber tenido en cuenta vuestra situación.

Ámbar sonrió maliciosamente.

—¡Oh! ¿Os parece? —De súbito sus ojos llamearon y exclamó, sin poder contenerse—: ¿Y por qué otra cosa podía casarme con ese patán de dientes sucios?

Sally la miró con atención. Luego arrojó un profundo suspiro y empezó a contar sus bazas. Barajó las cartas, las distribuyó y siguieron jugando en silencio.

Ámbar lo rompió de pronto.

—He perdido una bolsa de cuero que contenía dinero. Estaba colgada de un clavo detrás de esa cómoda y alguien la robó.

—¡La robó! ¡Ladrones en estas habitaciones! ¡Oh, cielos!

—¡Y pienso que el ladrón es Luke!

—¿Luke? ¿Un ladrón? ¡Oh, señora, qué cosas decís! ¡Caramba, en todo Londres no hay un hombre más honrado que mi sobrino! Y de cualquier modo, querida, ¿cómo podía robaros vuestro dinero? El dinero de vina esposa pertenece al marido desde el momento en que salen juntos de la iglesia. Además, debo deciros que me extraña mucho que le hayáis ocultado unas miserables monedas.

—¡Unas miserables monedas! ¡No eran unas cuantas libras! ¡Era todo lo que tenía en el mundo!

Sally la miró con presteza.

—¿Todo lo que teníais? Entonces, ¿qué hay de vuestra herencia y de las cinco mil libras?

—Ya os lo he explicado. Y ahora ¿debo comprender que habéis esfumado todo vestigio de plácido buen humor? ¿Y qué hay acerca de la herencia de él?

Sally decidió no perder la paciencia.

—Ya os lo he explicado. Y ahora ¿debo comprender que habéis engañado a mi sobrino, haciéndole creer que erais una persona acomodada cuando sólo teníais quinientas libras?

Ámbar arrojó el paquete de cartas en medio de la habitación, apartando la tabla.

—¡Comprended lo que os dé la gana! ¡Ese miserable me ha robado el dinero y lo llevaré ante la justicia!

Sally se incorporó, hizo una inclinación con el aire de una dama cuya dignidad ha sufrido grave daño y entró en su habitación, donde se encerró durante el resto del día. Casta se quedó al lado de su ama.

Silenciosamente hizo sus tareas habituales. Le sirvió la cena sobre una bandeja, le cepilló el cabello y, cuando Ámbar se levantó para lavarse la cara y limpiarse los dientes, ella procedió a tender de nuevo la cama. Escuchó con atención, pero sin hacer comentario alguno, la declaración de Ámbar acerca de su esposo y su tía, y pareció no sorprenderse al oírla decir que abrigaba la intención de dejarlos tan pronto como les obligaran a devolverle el dinero.

Aunque no tenía intenciones de hacerlo, Ámbar se quedó dormida antes de que Luke regresara. A eso de medianoche se despertó al oír voces en la habitación vecina —eran él y Sally quienes hablaban— y, aunque esperó algún tiempo con fría cólera no exenta de aprensión, la puerta que separaba las dos habitaciones permaneció cerrada. Por último cesó el sonido de sus voces y ella se quedó nuevamente dormida.

Al despertarse al día siguiente, había fuego encendido en la chimenea y la habitación tenía un desusado aspecto de doméstica alegría. Sally, canturreando en voz baja, estaba preparando una fuente de ensalada, Casta quitaba el polvo de los muebles con más entusiasmo que nunca y Luke se anudaba el corbatín ante el espejo, apreciando él mismo el buen efecto que obtenía.

En el momento en que ella apartaba las colgaduras del lecho, Sally la vio.

—¡Caramba! —exclamó con cascabelero acento—. ¡Tened buenos días, mi niña! —Con presteza cruzó la habitación y fue a darle un beso en la mejilla, aparentando no ver la cara que Ámbar puso—. ¡Espero que hayáis pasado una buena noche! Luke durmió en una carriola en mi habitación para no molestaros. —Nunca se había mostrado tan contenta; con una radiante sonrisa se volvió hacia Luke, como una madre que adula al hijo en presencia de visitas—. ¿No es cierto, Luke?

Su sobrino le dirigió a su vez una sonrisa almibarada, la misma que había usado para cortejarla. Ámbar se quedó recostada en la cama, apoyada sobre uno de los codos y mirando acremente a su marido. Estaba determinada a recuperar su dinero costara lo que costase. Su sola presencia la enfurecía de una manera que la hacía olvidar todos sus proyectos. Luke se acercó a ella, todavía con su meliflua sonrisa, pesa a la barrera interpuesta por la hosca desconfianza que Ámbar le demostraba.

—¿Qué crees que he traído para ti, querida? —Había levantado algo de la repisa de la chimenea y lo tenía escondido detrás de la espalda.

—¡Ni lo sé, ni me importa! ¡Apartaos de mí! —gritó hostil. El otro se inclinó para besarla, pero ella lo evitó cubriéndose la cabeza con las mantas.

Sus rasgos se ensombrecieron con una expresión torva, pero Sally le tocó el codo. Luke se aplacó y tomó asiento al borde de la cama, tratando de tomar la mano de Ámbar con la menor rudeza posible.

—Mira, monina… Mira este hermoso regalo que he traído para ti. Cielos, querida, no querrás enloquecer al pobre Luke ahora, ¿eh?

Pudo ella oír el retintín de algo que sonaba como una joya dentro de un estuche; por último la venció la curiosidad y atisbó a través de los cobertores. Ante sus ojos retenía el odioso un brazalete de diamantes y rubíes que centelleaban tentadoramente. Su voz continuaba siendo halagadora, aun cuando ella no lo miraba a él, sino a la joya.

—Créeme, querida, siento mucho haberme comportado así. Pero es que algunas veces no puedo dominarme. Mi pobre padre padecía también de esos ataques… Vamos, deja que te lo ponga en la muñeca…

El brazalete era indudablemente hermoso. Después de hacerse rogar un poco, Ámbar permitió que se lo colocara. Sabía que debía hacerle creer que lo quería, o nunca más volvería a ver su dinero. Así, pues, se dejó besar y hasta rió alegremente. Sentía por él un enorme desprecio y estaba convencida de que podía ser más lista. Finalmente se levantó, se vistió, y juntos bebieron la acostumbrada cerveza de la mañana, acompañada con anchoas. Luke insinuó que podían ir de paseo a Paneras y comer en una encantadora y pequeña posada que él conocía. Pensando que no sería extraño que realmente lamentara su conducta del día anterior, e inconsecuente consigo misma, Ámbar aceptó. Se puso su capa —aunque cediendo a la sugestión de él dejó el brazalete, porque había el peligro de los asaltantes de caminos… y partieron.

Pancras era una pequeña aldea situada al Noroeste, distante unas dos millas de «La Rosa y la Corona», es decir, más o menos unos tres cuartos de hora en coche. Apenas habían llegado a High Holborn, empezó a llover. El viento, hasta ese momento, había sido seco y polvoriento. En menos de quince minutos los caminos quedaron convertidos en lodazales; el aire estaba impregnado de un fuerte olor a podredumbre, que se hizo más intenso debido a la lluvia. Dos o tres veces las ruedas se hundieron en el barro o en profundos hoyos cubiertos por el fango. Cochero y lacayo tuvieron que trabajar con tesón para sacarlas, valiéndose de una barra de hierro que los carruajes llevaban con tal propósito.

Ámbar se movía y sacudía dentro del coche, que avanzaba a tumbos. El viaje era interminable; deseaba haberse quedado en casa. En cambio, Luke se mostraba ocurrente y parlanchín, como no lo había estado en semanas enteras; la joven trataba de convencerse de que se debía a que estaba en su compañía. Sus manos acariciaban sabiamente el cuerpo de Ámbar, incitándola a que le devolviera sus caricias. Rió la muchacha y trató de apartarlo, diciendo que temía que el coche volcara y los arrojara al camino, donde todos los verían. La presión de aquellos dedos le daba la impresión de que un viscoso reptil le recorría las carnes. Sentía profundo asco.

La posada estaba situada en un lugar mugriento; la habitación adónde los condujo el posadero era fría y no tenía ventilación. Éste encendió una bujía y salió. Poco después Luke lo siguió, diciendo que iba a ordenar la comida. Mientras tanto, Ámbar se asomó a la ventana, para ver caer la lluvia. Un gallo colorado, imponente y sucio, caminaba majestuosamente por el patio, levantando con cuidado las patas. Se puso la capa, porque el frío la traspasaba hasta los huesos; se sentía indiferente a todo. Imponíase sobre ella una horrible sensación de abatimiento.

La comida fue realmente mala: guiso de fibrosa carne de vaca, y berzas y jamón hervidos, casi todo frío. Ámbar, disgustada, apenas si podía tomar bocado. En cambio Luke, que jamás hiciera diferencias por la comida, engullía a gusto. El grasiento jugo comenzó a escurrírsele por la barbilla, se rechupaba los labios sonoramente y, cuando terminó, se limpió los dientes con las uñas y escupió en el piso. Ámbar, más sensible que antes debido a su estado, sintió náuseas.

Apenas hubo terminado de comer, Luke se levantó y, acercándose a la muchacha, comenzó a acariciarla de nuevo. Instantes más tarde, el mesonero lo llamó por su nombre. Sin decir una palabra, la dejó y salió de la habitación.

Preguntándose qué habría sucedido, Ámbar sintió alivio, mas luego estalló en sollozos. Ardía de ira y repulsión. «¡No lo haré otra vez! —pensaba—. ¡No lo haré aunque me mate!» Se puso de lado, llorando amargamente, creyendo que regresaría de un momento a otro.

Esperó largo tiempo. Ya cansada, se levantó, se refrescó la cabeza con agua fría y peinó sus cabellos. Se preguntó por qué habría salido y qué lo retenía afuera, si bien esto no la preocupaba en lo más mínimo. Cuando volviera, tendrían que partir en seguida y ella pasaría el resto de la tarde conversando con Sally o, si él se quedaba en casa, jugarían al tresillo; en este caso estaba segura de perder, porque los dos hacían trampas, aun cuando no lograba saber cómo.

Finalmente empezó a inquietarse ante el pensamiento de que él pudiera haber tomado el coche, marchándose y dejando que ella se arreglase como pudiera. Sería ése un modo muy suyo de corresponder a la ofensa que ella le infligiera al golpearlo. No llevaba consigo una sola moneda. Se envolvió en su capa de terciopelo negro y después de tomar su manguito, su abanico y su velo, bajó la escalera. Conversaba con dos hombres de ropas enlodadas y aspecto poco tranquilizador, que fumaban en pipa y bebían cerveza.

—¿Dónde está mi marido? —preguntó, deteniéndose en el rellano y asomándose por la barandilla.

Los tres volvieron la cabeza.

—¿Vuestro marido? —se oyó el eco del posadero.

—¡Me parece que lo dije claro! ¡Me refiero al hombre que vino conmigo! —exclamó impacientemente, yendo en dirección a aquél—. ¿Dónde está?

—¡Caramba! Se ha ido, señora. Dijo que vos erais una dama que deseaba fugarse con él, y me recomendó expresamente que lo llamara a la una y media. Se fue en el coche tan pronto como bajó… Al marcharse, me dijo que vos pagaríais la cuenta —concluyó significativamente.

Ámbar se quedó mirando al hombre, anonadada. Luego corrió a la puerta para ver si era cierto. No había nada que hacer. Su coche había desaparecido. Se volvió y fue al encuentro del posadero, fuera de sí.

—¡Tengo que volver a Londres! ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Hay alguna parada de coches por aquí cerca?

—No, Madame. Por estos andurriales se ven muy pocos. El almuerzo costó diez chelines y la habitación otros diez. Una libra por todo, Madame. —Y diciendo esto, estiró la mano.

—¡Una libra…! ¡No la tengo aquí! ¡No tengo ni siquiera un penique…! ¡Oh, Dios lo confunda! —Le parecía que nadie había tenido jamás suerte tan mezquina, que nadie habría pasado por pruebas como las que ella había sufrido desde que llegó a Londres.

—¿Cómo puedo regresar a casa? —preguntó otra vez, ahora con acento desesperado. Ciertamente, no podría andar sola por semejantes caminos.

Por un momento el hostelero quedó en silencio, observándola de hito en hito. Por último se decidió en su favor, debido a su costoso y fino atavío.

—Que el diablo me lleve si me equivoco, pero parecéis una señora honrada. Tengo un caballo que puedo alquilaros y mi hijo podría servir de guía… si os comprometéis a pagar la cuenta una vez que lleguéis a vuestra casa.

Ámbar dijo que sí y poco después, ella y el hijo del posadero, un mozo de unos catorce años, montaron en un par de jamelgos escuálidos que no salían del trote aunque los molieron a palos. No eran todavía las dos y media; sin embargo, estaba oscuro y la lluvia caía menuda e ininterrumpidamente. Quedaron calados antes de haber avanzado un cuarto de milla.

Iban silenciosos. A Ámbar le castañeteaban los dientes, y se retorcía al sentir ciertos movimientos de su vientre, indicadores de que su posición incómoda podría acarrearle algún percance grave. Tenía las ropas chorreando agua y el cabello despeinado, cayéndole sobre la cara y adhiriéndose a su piel como una cosa pegajosa. Estaba completamente obsesionada por el recuerdo de Luke Channell, hacia quien experimentaba un aborrecimiento mortal. Y cuanto más avanzaban, tanto más se sobrecogía ante los extraños movimientos de su vientre; cuando más frío sentía, más salvajemente lo detestaba. Se prometió a sí misma que lo mataría aunque después la quemaran viva.

Llegaron a la ciudad. Las calles estaban casi desiertas. Algunos hombres envueltos en sus capas hasta las orejas y con los sombreros metidos hasta los ojos, eran los únicos seres vivientes que osaban desafiar el temporal. Perros esqueléticos y gatos de sucia pelambre e igualmente flacos, se acurrucaban en las puertas. A la vera de las calles sin pavimentar corrían verdaderos ríos arrastrando desperdicios.

El muchacho la ayudó a desmontar; luego la siguió. Juntos entraron corriendo en la posada. Ámbar, con los vestidos empapados azotándole las pantorrillas y el cabello lacio chorreando sobre los hombros, tenía todo el aspecto de una bruja de las aguas. Cruzó velozmente el vestíbulo, sin ver a nadie —aunque todos se volvieron para mirarla, asombrados—, subió los escalones de dos en dos, siguió por el pasillo y, como una tromba, entró en su habitación con un grito histérico:

—¡Luke!

Nadie respondió. Porque la habitación estaba vacía, la cama sin hacer, y por todas partes había huellas de una precipitada huida. Los cajones de las cómodas y armarios estaban abiertos y vacíos; el guardarropa donde guardaba sus vestidos a medio abrir, pero sin nada adentro; la tapa de la cómoda que le servía de tocador, había sido barrida. Hasta los espejos habían desaparecido de las paredes, lo mismo que los dos candelabros de plata que adornaban la chimenea. De todas sus cosas no quedaba nada, sino la bonita jaula desde la cual contemplaba la gura curiosamente, y los aros que Bruce le había comprado en la feria de Heathstone y que habían sido arrojados al suelo con desprecio.

Quedó parada en medio de la habitación, como si hubiese recibido un mazazo. Mas poco a poco la fue poseyendo un sentimiento de alivio al considerarse al fin libre de aquellos tres granujas: Luke, Sally Goodman y la infeliz Casta Mills. Como una autómata, levantó la mano y comenzó a quitar los alfileres que sostenían su cabello; tenían pequeñas esferas de oro incrustadas de perlas. Se los alargó al muchacho.

—Mi dinero ha desaparecido —le dijo tristemente—. Toma, llévate esto a cambio.

El muchacho la miró, dudando. Luego optó por aceptarlo. Ámbar cerró detrás de él la puerta y se apoyó de espaldas contra ella. No deseaba sino echarse en la cama y olvidar… olvidar incluso que vivía.