Capítulo XXXVI

La terrible voz de Dios atronaba la ciudad.

Pero, veinte millas más allá, en Hampton Court, apenas si se la oía. La dominaban muchos otros ruidos de regocijo y diversión: el roce de las cartas al ser barajadas; el rasgueo de las plumas sobre el papel al tejer intrigas diplomáticas o amorosas, el choque de las espadas al cruzarse en algún oculto encuentro. Las charlas y las risas y el sibilante susurro de la maledicencia, la melodía de las guitarras y violines, el tintineo de vasos y botellas, el frufrú de las enaguas de tafetán y el taconeo de las botitas femeninas… Nada había cambiado.

Alguna vez se hablaba de la peste, cuando se reunían los cortesanos en el salón de Su Majestad, con la misma indolencia con que se hablaba del tiempo y por la misma razón, ya que era una cosa insólita.

—¿Habéis visto vosotros los boletines de esta semana? —preguntaba Winifred Wells mientras conversaba con madame Stewart y sir Charles Sedley.

—No puedo soportarlos. ¡Pobres gentes! ¡Mueren como moscas!

Sedley, un joven moreno y de formas rollizas, de inquietos ojos negros que evidenciaban marcadas preferencias por las corbatas de encaje, consideró con desprecio la compasión demostrada por ella.

—¡Disparates, Frances! ¿Qué más da que mueran ahora o después? De todos modos, la ciudad está superpoblada.

—¡No pensaríais vos de ese modo si, Dios no lo permita, os cogiera la peste!

Sedley se rió.

—Os aseguro que opinaría lo mismo. ¿Acaso creéis, querida, que existe alguna diferencia entre el hombre de buena familia y que lleva peluca y el baboso idiota que hace panes o cose ropa?

En ese momento se acercó otro caballero y Sedley se puso de pie para darle la bienvenida, palmeándolo afectuosa y amigablemente en un hombro.

—¡Ajá! ¡Aquí tenemos a Wilmot! Hemos estado sentados hablando tontamente, sin otro tema que la peste. Ahora llegáis vos a alegrarnos. ¿Qué lleváis ahí? ¿Algún libelo para destrozar una reputación?

John Wilmot, conde de Rochester, era un joven alto y delgado, de alrededor de dieciocho años, de piel tersa y pálida como la de una adolescente, de cabellos rubios y rizados. En todo el conjunto se veía una delicadeza casi femenina. Sólo hacía algunos meses que había llegado a la Corte, directamente de sus viajes por el extranjero, y precozmente sofisticado. Sin embargo, era aún un modesto muchacho que aprendía a intrigar. Se adaptó al ambiente de Whitehall con tal rapidez, que recientemente había sido puesto en libertad tras de sufrir una condena por haber atentado contra el honor de la rica mistress Mallet, con el propósito de obtener su fortuna por medio de una reparación matrimonial. Escribir estaba de moda. Todos los cortesanos escribían algo: comedias, sátiras, invectivas contra sus amigos y conocidos. El conde había demostrado que no solamente tenía talento sino también algo de fina malicia. En ese momento llevaba bajo el brazo un rollo de papel, al que los otros tres miraban ansiosamente.

—Protesto por vuestra afirmación, Sedley —Rochester sonrió, mostrando unos modos falazmente tranquilos, y se inclinó para saludar a la Stewart y la Wells con tal cortesía, que habría sido imposible adivinar la pobre opinión que se había forjado de las mujeres—. Acabaréis por convencer a las damas de que soy un sujeto de malos instintos. No… No es un libelo el que llevo aquí. Me distraje de algún modo, mientras esperaba que me ondularan la peluca.

—¡Leedlo! —pidieron todos a un tiempo.

—Sí, por amor a Dios, Wilmot, leedlo. Las cosas que vos hacéis para distraeros mientras os afeitan o rizan la peluca, son más sabrosas que cualesquiera de las que hace Dryden, aunque coma bastantes ciruelas pasas y se purgue constantemente.

—Gracias, Sedley. Estaré en primera fila para llorar con vuestra comedia si os decidís a terminarla. Y aquí está lo que escribí…

Rochester empezó a leer su poema, un cuento semiidílico y seudoserio, una divagación sobre los amores de un pastor. La doncella por la cual éste suspiraba se mostraba esquiva para dar pábulo a su pasión, pero cuando por último consiguió él sus favores, se encontró con que no podía satisfacer su amor… La moraleja enseñaba a tener cuidado con tales doncellas (¿la Stewart, tal vez?), Winifred Wells y Sedley se divirtieron mucho. Frances Stewart había seguido la trama, pero no captó las insinuaciones. Cuando el autor hubo terminado su lectura, arrugó el papel entre sus manos y lo arrojó en la cercana chimenea. Ninguno de los caballeros habría hecho eso, aunque no recibían ningún premio por sus escritos.

—Escribís muy bien sobre el tema, milord —dijo Sedley—. ¿Acaso os ha ocurrido esa desgracia alguna vez?

Rochester no se sintió ofendido.

—Vos sabéis mis secretos, Sedley. ¿Acaso no hacéis la corte a mis conquistas?

—¿Os enojaríais si eso fuese cierto?

—De ningún modo. Siempre he dicho que un hombre egoísta es un descastado y merece enfermar de viruela boba.

—Bien —dijo Sedley—. Sabed, entonces, que desearía que vos tratarais a vuestras damas con más bondad. Ella se queja constantemente de los malos tratos que vos le dais. Jura que os odia y que no quiere veros la cara otra vez.

Rochester rió de buena gana.

—¡Vaya, vaya, Sedley! ¡Estáis pasado de moda! ¡Esa fue la penúltima!

En ese momento se operó un súbito cambio en el semblante del conde de Rochester. Sus azules ojos se oscurecieron y sus labios se curvaron en una extraordinaria sonrisa. Los otros se volvieron impelidos por la curiosidad, a tiempo de ver a Bárbara Palmer, que aparecía en ese instante. Durante un momento ella se detuvo, luego se dirigió hacia ellos, vistosa, arrolladora e impresionante como una tormenta tropical. Llevaba un traje de raso verde y, al menor movimiento, sus joyas brillaban con esplendor.

—¡Por Cristo! —dijo Rochester en voz baja—. ¡Es la mujer más hermosa del mundo!

Frances se inmutó al oír eso y se volvió. La preferencia que siempre le había demostrado el rey, la acostumbró a considerarse la criatura más hermosa de la creación y no le gustaba oír alabar a otras. La Castlemaine y Winifred se disputaban un mismo hombre y nunca se habían tratado muy íntimamente. Mientras ellos hablaban de este jaez, Bárbara había cruzado la espaciosa habitación, yendo a tomar asiento en una de las mesas de juego.

—¡Vaya! —dijo Sedley—. Si abrigáis intenciones de conquistarla, debéis curar primero vuestra nerviosidad. Ella no tiene paciencia con los hombres que le demuestran devoción. De cualquier modo, no creo que vos seáis el tipo de hombre que admira Su Señoría.

Al oírse esto estalló un coro de risas. Nadie olvidaba que Bárbara había golpeado a Rochester al tratar éste de besarla por sorpresa, haciéndolo trastabillar notoriamente.

El conde unió su risa a la de los otros, pero en sus ojos había un malicioso destello.

—No importa —dijo, encogiéndose de hombros—. Cinco años más, y os garantizo que me pagará una buena suma por estar con ella.

Las dos mujeres parecieron satisfechas al oír esto, pero estaban interiormente sorprendidas. ¿Acaso la Castlemaine daba dinero a los hombres? Sedley, sin embargo, se mostraba escéptico.

—¡Vamos, John! Sabéis perfectamente bien que Su Señoría puede tener a sus pies al hombre que quiera con sólo levantar una ceja. Todavía es la mujer más hermosa de Whitehall, ¡qué digo!, de todo Londres, de manera que…

Frances, profundamente lastimada, se levantó y saludó a alguien que estaba en el otro extremo de la habitación.

—Señores, servidora de vosotros… Tengo que hablar con lady Southesk…

Los tres cambiaron sonrisas.

—Espero que algún día —dijo el conde— se vayan a las manos la Castlemaine y Frances. ¡Pardiez, entonces podré escribir un poema épico!

Varias horas más tarde, Frances y el rey estaban de pie junto a una puerta-ventana que daba al jardín. La suave brisa de la noche les traía un delicado perfume de rosas y el dulce y penetrante olor de los azahares. Era casi medianoche y muchos caballeros y damas se habían retirado. Quedaban algunos, empero, que contaban sus ganancias o pérdidas, convenían préstamos y murmuraban sobre su mala suerte o la exaltaban si había sido buena.

La reina Catalina conversaba con la duquesa de Buckingham, aparentando no haberse percatado del interés que demostraba su marido por la Stewart. Tres años antes había aprendido una dura lección y, aunque amaba a Carlos II sinceramente y sin esperanza, nunca se había atrevido a objetar su interés por otra mujer. Ahora jugaba a las cartas y bailaba, llevaba ropas a la inglesa y se peinaba a la francesa, se comportaba con tanta desenvoltura como cualquiera de sus damas de honor, es decir, con toda la que su escasa destreza le permitía. Carlos Estuardo le había demostrado siempre la más perfecta cortesía y había insistido en que todos los palaciegos hicieran lo mismo. La reina no era feliz, pero aparentaba serlo.

Frances Stewart decía:

—¡Esta noche es divinamente bella! Parece irreal que a sólo veinte millas de distancia estén muriendo miles de hombres y mujeres…

Carlos Estuardo se quedó silencioso algunos minutos; luego habló quedamente.

—¡Mi pobre pueblo! Me pregunto por qué tendrá que padecer de este modo. No se lo merece… No puedo creer que haya un Dios maligno que castigue a un pueblo por las culpas de sus gobernantes…

—¡Oh, Sire! —protestó Frances—. ¿Cómo podéis hablar de ese modo? No están siendo castigados por vuestros pecados. ¡Si tienen que ser castigados por alguno, lo serán, seguramente, por los suyos propios!

El rey sonrió.

—Sois leal, Frances. Me parece que vos debéis de ser una súbdita obsecuente… Pero, por supuesto, vos no sois, después de todo, una súbdita. Por el contrario, yo…

En ese momento, se oyó la voz de tonos agudos de la Castlemaine, que se acercaba, interrumpiéndolos.

—¡Oh, Señor! ¡Qué noche para jugar a las cartas! ¡He perdido seis mil libras! ¡Majestad, os juro que esto me cubre nuevamente de deudas!

Lanzó una risita falsa, mirándolos con sus grandes ojos violeta. Bárbara Palmer no era tan dócil como la reina. Carlos Estuardo la visitaba en privado. A la sazón, estaba encinta de un cuarto hijo, también suyo, y no tenía el menor deseo de que la menospreciara así en público. Sin duda, resentido por su intrusión, el monarca la miró fríamente, con algo de esa desdeñosa inverecundia que él sabía adoptar tan bien cuando se lo proponía.

—¡Vaya! Es una lástima, madame.

Frances se recogió las faldas, con un delicado ademán que decía a las claras su disgusto.

—Perdón, Sire. A vuestro servicio, madame —casi no miró a la Palmer y esbozó una actitud de retirada.

Rápidamente Carlos Estuardo la tomó de un brazo.

—Vamos, Frances… Iré a dar un paseo en vuestra compañía, si me lo permitís. ¿Tenéis acompañante, madame? —Esta pregunta no exigía ni quería respuesta.

—¡No, no lo tengo! Todo el mundo se ha retirado —sus labios se fruncieron en un mohín que era probablemente el principio de un berrinche—. Y no veo por qué yo tengo que ir sola, mientras vos…

Carlos II la interrumpió.

—Con vuestra licencia, madame, llevaré a mistress Stewart a su cámara. Buenas noches —se inclinó muy políticamente y ofreció a Frances su brazo. Apenas habían avanzado unos pasos, Frances lo miró y comenzó a reír, demostrando su júbilo.

El rey la acompañó hasta sus habitaciones y en la puerta la besó, preguntándole si podía visitarla cuando estuviera dispuesta a irse a la cama —lo hacía a menudo, acompañado a veces de muchos de sus cortesanos—. Pero ella se concretó a sonreír desmayadamente, con una mirada de imploración.

—Estoy cansada. Me duele mucho la cabeza.

El rey se alarmó instantáneamente. No se había presentado todavía la peste en la Corte, pero el más insignificante signo de indisposición bastaba para despertar sus temores.

—¿Os duele la cabeza? ¿No es nada más que eso? ¿No sentís náuseas?

—No, Majestad. Nada más que dolor de cabeza. Precisamente, uno de mis dolores de cabeza.

—¿Los habéis sentido a menudo, Frances?

—Toda mi vida. Desde que he tenido uso de razón, según puedo recordar.

—¿Estáis segura entonces de que no es un mal de conveniencia… para alejar a los visitantes inoportunos?

—No, Sire. Realmente me duele… Por favor… ¿Puedo retirarme ahora?

Le besó una mano.

—Ciertamente, querida. Excusad mi preocupación y cuidado. Pero hacedme la promesa de enviar por el doctor Fraser si sentís alguna nueva indisposición o algún otro síntoma… y hacédmelo saber.

—Prometido, Sire. Buenas noches.

Frances entró en la habitación y cerró la puerta sonriéndole. Era cierto que tenía siempre esos dolores de cabeza. Su alegría y su dinamismo sólo eran, a veces, exteriorización de sus nervios. Carecía del saludable vigor de la Castlemaine.

En su dormitorio, el papagayo de plumas verdes que ella compró en Francia, dormía con la cabeza metida bajo una de las alas. En cuanto Frances hizo su entrada, se despertó, dando comienzo a una danza que consistía en subir y bajar por su percha lanzando alegres chillidos. Mistress Barry, una mujer de mediana edad que acompañaba a Frances desde que nació, dormitaba también en un sillón, pero en cuanto oyó el alboroto hecho por el papagayo se levantó y corrió a ayudar a su ama a desvestirse.

Sola, y sin necesidad de fingir ni de impresionar a nadie, su aspecto era ciertamente de gran fatiga. Lentamente se quitó el vestido, desató los lazos de su corsé y con un suspiro de alivio se sentó en la cama, mientras la Barry le quitaba las joyas y las cintas que adornaban su cabello.

—¿Otro dolor de cabeza, querida? —la voz de mistress Barry era tierna y maternal.

—Un dolor terrible. —Frances estaba a punto de llorar.

La Barry tomó un trapo y, después de impregnarlo de vinagre, que siempre tenía a mano, se lo puso en la frente, presionando delicadamente las sienes. Mientras, Frances cerraba los ojos y apoyaba agradecida su cabeza en el pecho de su nodriza. Se quedaron así silenciosas, por espacio de algunos minutos.

De pronto, se oyó fuera una conmoción. Uno de los pajes dijo algo y una voz femenina respondió airadamente. La puerta del dormitorio se abrió de un empujón y apareció Bárbara Palmer. Por unos segundos se detuvo en el umbral a contemplar a Frances. Luego cerró con un portazo de tal violencia, que el golpe repercutió en el cerebro de Frances, haciéndola dar un salto.

—Tengo un cuervo que desplumar con vos, mistress Stewart —declaró la condesa.

El orgullo de Frances se levantó, listo para el combate. Desechando su debilidad se puso de pie, con la barbilla orgullosamente alta.

—A vuestras órdenes, madame. ¿Qué es lo que puedo hacer por vos, vamos a ver?

—¡Ya os diré lo que tenéis que hacer! —replicó Bárbara, y avanzó hasta detenerse a tres o cuatro pasos de ella. La Barry la miraba belicosamente por encima del hombro de Frances y el papagayo comenzó a graznar su odio, pero la Palmer no hizo caso de ninguno de los dos—. ¡Podéis cejar en vuestro intento de hacerme aparecer delante del público como una necia, señora! ¡Eso es lo que vos podéis hacer!

Frances la miraba con evidente desagrado y se preguntaba cómo podía haber sido tan estúpida para creer que aquella indomeñable arpía pudiera ser su mejor amiga. Se sentó de nuevo, haciendo una Seña a la Barry para que continuara deshaciendo su peinado.

—Ignoro qué podría hacer para haceros parecer tonta, madame…, ya sea en público o en cualquier otra parte. Si ocurre eso, vos y nadie más sois la responsable.

Bárbara se quedó de pie, con las manos en las caderas y los ojos entornados.

—Sois una gitana marrullera, mistress Stewart…, pero permitidme que os diga esto: puedo ser una enemiga peligrosa. No vaya a ser que os sorprendáis de tener al oso por la nariz. Si se me ocurre, puedo haceros salir de Whitehall así —y con un aire de enojo hizo crujir sus dedos.

Frances sonrió fríamente.

—¿Creéis que podríais conseguirlo, madame? Sería bueno que hicierais la prueba… Pero debo recordaros que yo también gozo de las preferencias de Su Majestad… aunque por cierto mis métodos son diferentes…

Bárbara cloqueó.

—¡Bah! ¡Vuestra remilgada virtud me pone enferma! ¡No seríais capaz de retener a un hombre, una vez que éste os hubiera tenido! Apostaría mi ojo derecho a que si el rey os…

La miró Frances con fastidio y, mientras la Palmer proseguía con su perorata, se abrió silenciosamente la puerta y entró Carlos II. Este hizo señas a Frances para que callara y se quedó apoyado en el marco, contemplando a Bárbara. Su moreno rostro expresaba profundo disgusto y enojo.

Ahora la Palmer gritaba.

—¡Hay un lugar donde nunca podréis ser mejor que yo, mistress Stewart! Cualesquiera sean mis faltas, nunca se ha retirado un hombre de mí…

—¡Madame!

La voz del monarca sonó como un trallazo. Bárbara se volvió, ahogando un grito de espanto. Las dos mujeres lo vieron avanzar por el cuarto, con muy distinta expresión estampada en su fisonomía.

—¡Sire! —balbució la Palmer, inclinándose hasta el suelo.

—¿No os parece que ya hay bastante de esa indecente conversación?

—¿Cuánto tiempo habéis estado ahí?

—El suficiente para oír demasiadas cosas desagradables. Francamente, señora, a veces demostráis poseer un gusto deplorable.

—¡Yo no sabía que vos estabais ahí! —protestó ella. Y, de pronto, sus ojos se entrecerraron y fueron del rey a Frances repetidas veces—. ¡Oh! —dijo silabeando las palabras—. Ahora empiezo a verlo claro. Habéis sido ambos muy ladinos al embaucarnos a todos…

—Desgraciadamente, madame, estáis equivocada. Sucedió que yo iba por el ball y vos pasasteis sin verme. Cuando yo me di cuenta de que veníais para acá, os seguí. ¡Caramba! Tenéis todo el aspecto de la persona que ha cometido una gran equivocación… —sonrió levemente, divertido con su embarazo, pero en el acto su semblante tornó a ponerse grave—. Me parece que habíamos convenido, señora, que vuestro comportamiento con mistress Stewart sería tan amistoso como cortés. Lo que acabo de oír no me parece ni lo uno ni lo otro.

—¿Cómo podéis esperar que me comporte cortésmente con una mujer que me infama? —quiso saber Bárbara con ira, poniéndose a la defensiva.

Carlos Estuardo se rió con una risa sarcástica.

—¡Que os infama! Pardiez, Bárbara, ¿cómo podéis imaginaros eso? Vamos, mistress Stewart está cansada y deseará recogerse. Si le ofrecéis vuestras excusas, nos iremos ahora mismo y la dejaremos sola.

—¡Mis excusas! —Bárbara lo contempló en el colmo de la indignación y miró a Frances de pies a cabeza con marcado desprecio—. ¡Que me condenen si lo hago!

Toda la buena disposición desapareció de la faz del monarca, remplazándola la irreductible fiereza que vivía latente en él.

—¿Rehusáis, madame?

—¡Sí! —lo enfrentó desafiantemente, y los dos se olvidaron de la presencia de Frances, quien estaba deseando para sus adentros que se fueran a reñir a otra parte—. ¡Ningún poder sobre la tierra puede obligarme a pedirle disculpas a esa boba y gazmoña mujercita!

—Escoged lo que más os agrade. Mas ¿puedo sugeriros que os retiréis de Hampton Court mientras consideráis el asunto? Unas semanas de pacífica reflexión pueden haceros cambiar de parecer.

—¿Es decir que me despedís de la Corte?

—Llamadlo como queráis.

Sin un segundo de vacilación, Bárbara se desató en lágrimas.

—¡De modo que era esto lo que me esperaba! ¡Después de años en los que me he dado a vos rendidamente! ¡Es una vergüenza que delante de todo el mundo un rey despida en forma ignominiosa a la madre de sus hijos!

Él rey arqueó una ceja con evidente incredulidad.

—¿Mis hijos? —repitió con voz pausada—. Bien. Algunos de ellos, tal vez. Pero no debe agregarse nada más. U os excusáis con mistress Stewart u… os vais a otra parte.

—Pero ¿adónde puedo ir? ¡La peste está en todas partes!

—Por lo que a eso respecta, también está aquí.

Hasta Frances salió de su apatía. Las dos mujeres exclamaron a un tiempo:

—¡Aquí!

—La mujer de un palafrenero murió hoy. Mañana nos vamos a Salisbury.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bárbara—. ¡Todos nosotros nos contagiaremos! ¡Moriremos todos!

—No lo creo. La mujer ha sido enterrada y encerrados todos los que con ella estaban. Hasta ahora, al menos, no se ha presentado ningún otro caso. Vamos, decidíos. ¿Venís con nosotros mañana?

Bárbara miró a Frances quien, sintiéndose observada, levantó la cabeza y a su vez la miró con orgullo. La condesa estrelló su abanico contra el suelo.

—¡No lo haré! ¡Me iré a Richmond, y mal rayo os parta a los dos!