Capítulo XXXV

Por fin llegó el día, con un sol esplendoroso describiendo su curva en un cielo sin nubes, lo cual presagiaba una jornada de calor. Ámbar, al mirar por la ventana, invocó ardientemente a las nubes y a la niebla. El brillante y ardiente sol era una burla cruel para los miles de enfermos y agonizantes que había en la ciudad.

Al amanecer se borraron la cólera y el dolor del rostro de Bruce, que quedaron impresos desde el momento mismo en que se supo atacado por la enfermedad; en su lugar aparecieron una lasitud y apatía que no auguraban nada bueno. Parecía no tener conciencia de sus actos ni de cuanto le rodeaba u ocurría. Le puso un vaso de agua en los labios y tragó mecánicamente; sus ojos estaban apagados y no veía nada. Ésta quietud, contra lo que pudiera pensar, la calmó, dándole valor y ánimos; osaba esperar que tal vez estuviera mejor.

Con el mismo vestido del día anterior, dio comienzo a la limpieza de la suciedad acumulada la noche precedente. Sus movimientos eran pausados; le dolían los músculos y no obedecían del todo a su voluntad. Los ojos le ardían terriblemente. Llevó al patio los recipientes de aguas servidas, menos el que usó la vieja, pero tuvo que esperar. Había dentro del retrete un hombre que parecía no tener prisa.

A las seis fue a despertar a la Spong, sacudiéndola por el hombro sin contemplaciones. La vieja frunció los labios y la miró con el rabillo del ojo.

—¿Qué ocurre ahora? ¿Qué ha sucedido?

—¡Levantaos! ¡Ya es de día! ¡O me ayudáis como es debido, o guardaré bajo llave las provisiones y podréis morir de hambre, si gustáis!

La Spong le echó una mirada de reproche, sintiéndose lastimada en sus fibras más sensibles.

—¡Por Dios, ama! ¿Cómo iba a saber que ya era de día?

Apartó las mantas y salió de la cama completamente vestida, con la sola excepción de los zapatos. Se abotonó el vestido y lo alisó ligeramente, tras de lo cual trató de acomodarse la peluca donde la había tenido antes. Se estiró hacia atrás, gruñó y bostezó ruidosamente, se frotó la barriga y metió uno de los dedos en la boca para sacar un residuo de carne que se le había quedado enganchado, limpiándoselo luego en el vestido.

Yendo en dirección a la cocina y de paso por el dormitorio, Ámbar la detuvo.

—¡Venid! ¿Qué os parece? Ahora está quieto… ¿No os parece que está mejor?

La Spong se acercó más y lo miró detenidamente. Luego movió la cabeza con reticencia.

—¿Mejor? ¡Bah, me parece que está mucho peor! Se ponen así media hora antes de morir.

—¡Callad! ¡Estáis creyendo ahora que todos van a morir! Pero él no ¿me oís? El no. Vamos ¡salid de aquí!

—Por Dios, ama… Vos me interrogasteis y yo os di una respuesta… —protestó la Spong mientras se retiraba.

Una hora más tarde, cuando hubo terminado de limpiar el dormitorio y dado el resto de la sopa al enfermo, Ámbar dijo a la Spong que iría a la carnicería a buscar un poco de carne de ternera y que tardaría unos veinte minutos. Había visto una cerca de Lincoln’s Inn Field. Desarrugó su vestido todo lo más que pudo y se envolvió el cuello en una chalina. Hacía demasiado calor para llevar capa, pero sacó un capuchón de seda negra de una de las cómodas y se lo puso.

—El guardia no la dejará salir, madame —vaticinó la Spong.

—¡Ah, sí! Ya lo veremos; dejad esas cosas por mi cuenta. Ahora escuchad bien lo que voy a deciros: vigilad a Su Señoría, y vigiladlo bien, sin descuidaros un segundo en lo que sea… ¡Creedme, os romperé las narices si ocurre algo!

Sus ambarinos ojos relampaguearon y sus labios se cerraron en un gesto de amenaza.

La Spong contuvo un grito, atemorizada como un conejo.

—¡Por Dios, ama, podéis confiar en mí! ¡Lo cuidaré como un perro!

Ámbar fue a la cocina y salió por la puerta de servicio, siguiendo luego en el angosto callejón paralelo a los fondos de la casa. No había avanzado veinte metros cuando oyó un grito. Se volvió, a tiempo de ver que el guardia venía hacia ella.

—Escapándoos, ¿eh? —parecía contento—. ¿O es que no sabéis que la casa está en cuarentena?

—Lo sé perfectamente y no pienso escaparme. Voy en busca de alimentos. ¿Por un chelín me permitiréis ir?

—¿Un chelín? ¿Me creéis capaz de eso? —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Por tres chelines podríamos arreglarlo.

Ámbar sacó las monedas de su manguito y se las dio. El guardia no quiso acercarse mucho, a pesar de llevar una pipa en la boca. Era creencia divulgada que el humo del tabaco era un preventivo contra la peste. Siguió ella su camino y poco después salía del callejón y entraba en la calle principal. Había menos gente que el día anterior, y la poca que se veía no se detenía a charlar o comentar, sino que caminaba de prisa, con un pomo de sales baja las narices. Un carruaje seguido de varios carromatos cargados de enseres pasó ruidosamente y la gente se volvió a contemplarlos con la envidia reflejada en el rostro. Sólo aquellos que tenían medios podían salir de la ciudad; los demás debían quedarse corriendo al albur, puesta su fe en amuletos y hierbas. A lo largo del trayecto se veían innumerables viviendas cerradas o señaladas con la macabra cruz escarlata.

En la carnicería, Ámbar compró un buen trozo de ternera, tomando la carne de los ganchos de que colgaba y metiendo las monedas en una jarra con vinagre. La envolvió en una servilleta que había llevado al efecto y la metió en el cesto. De regreso, compró bujías, tres botellas de brandy y algo de café. Este era un artículo de lujo y muy escaso. Ámbar confiaba en que no tomándolo muy a menudo podría tener para todo el día.

Encontró a Bruce tal como lo había dejado y, aunque la Spong protestó que ni siquiera se había apartado un segundo de su lado, Ámbar sospechó que había andado huroneando por cajones y armarios, en la esperanza de encontrar dinero o joyas. Pero todo estaba oculto detrás de uno de los paneles, donde ni la Spong ni ningún otro podría encontrarlos, a menos de buscar mucho.

La vieja la había seguido a la cocina para ver las cosas compradas, pero Ámbar la envió de nuevo con Bruce. Guardó aparte las botellas de brandy, porque sabía que de otro modo desaparecerían, pero antes se sirvió una buena copa. Luego se ató el cabello, se remangó e inició su faena. En una gran olla puso la carne de ternera cortada en rebanadas y un trozo del jamón del día anterior; cortó los huesos con una pesada hacha y agregó las verduras que hacían falta: repollos, cebollas, zanahorias, puerros, guisantes y un poco de sal y pimienta. La sopa debía cocerse durante varias horas, hasta ponerse espesa. Preparó un cordial con vino blanco generoso, huevos y azúcar para el enfermo. Las cáscaras de los huevos las rompía en pedacitos, fiel a la vieja superstición campesina de que si no se hacía así, una bruja escribiría su nombre en ellos. Bastantes disgustos tenía ya para desear que aumentaran.

Mientras vaciaba el cordial en la boca de Bruce, notó que la película de la lengua comenzaba a desprenderse, dejando en su lugar parches rojos. También vio la profunda huella que habían dejado sus dientes. Su pulso se había debilitado, su respiración era estertorosa y a intervalos tosía. Parecía haber entrado en estado comatoso. No dormía, pero estaba completamente inconsciente, de manera que era casi imposible incorporarlo para hacerle beber. Incluso cuando le tocó el tumor, convertido en una masa tumefacta, Bruce no se dio cuenta. Parecía inadmisible que todavía pudiera vivir.

Rechazó ese pensamiento con energía y desesperación. Estaba tan cansada que pensar le producía un dolor físico.

Regresó a la cocina a terminar la limpieza. Luego barrió las otras habitaciones, repasó los muebles, puso las toallas en agua jabonosa caliente con vinagre y trajo agua del patio. Finalmente, viendo que no podría dar un paso más, se fue al dormitorio y, tal como estaba, se tiró en la carriola. Sus párpados se cerraron como resentidos por haber estado abiertos tanto tiempo y círculos multicolores comenzaron a danzar vertiginosamente ante sus cerrados ojos.

Era ya casi mediodía cuando se echó a descansar y, aun con las cortinas bajas, se filtraban algunos rayos de sol dentro de la habitación. Se despertó varias horas más tarde, sudorosa, con un terrible dolor de cabeza y la sensación de que la casa se derrumbaba. Era la Spong, que la sacudía sin miramientos.

—¡Levantaos, ama! ¡El doctor está abajo, llamando!

—Por el amor de Dios —borbotó Ámbar—. ¿Es que no podéis hacer nada sin preguntar?

La Spong se ofendió.

—Vos me prohibisteis que dejara a Su Señoría por ningún motivo… ¡no importaba lo que sucediera!

Ámbar se levantó. Paladeaba amargo en la boca, como si le hubieran dado una droga, y le parecía que había estado acostada durante días enteros. Pero eran las cinco y, aun cuando la habitación estaba a oscuras, hacía un gran calor debido al fuego de la chimenea. Apartó las colgaduras y fue a ver a Bruce; no había novedades.

El doctor Barton entró en el dormitorio sin soltar su pipa, tan cansado que él mismo tenía el aspecto de estar enfermo. Una vez más contempló a Bruce a distancia. Ámbar se daba cuenta, con la consiguiente desesperación, de que había visto a tantos enfermos y moribundos que ya no podía distinguirlos.

—¿Qué os parece? —le preguntó—. ¿Vivirá?

Pero no había en su semblante ni esperanza ni confianza.

—Quizá, pero, para ser sincero, lo dudo. ¿Ha reventado el bubón?

—No. Se ha ablandado y parece que es muy profundo. Ni siquiera se da cuenta cuando se lo toco. ¿No podríamos hacer algo? ¿Por ventura no habrá ningún modo de salvarlo?

—Confiad en Dios, madame. No podemos hacer nada más. Si el tumor se abre, cuidadlo, pero teniendo precaución de no tocar ni la sangre ni el pus. Vendré mañana y si todavía no se ha abierto, tendré que cortarlo. Esto es todo lo que puedo deciros. Buenas tardes.

Se inclinó ligeramente e inició su retirada. Ámbar salió junto con él.

—Decidme, por favor, ¿no hay medio de que me envíen otra enfermera? —preguntó—. Esta vieja es una inútil. No hace otra cosa que comer y beber, agotando mis provisiones. Me manejaría mejor sola.

—Lo siento, madame, pero las autoridades parroquiales están demasiado ocupadas ahora para considerar los problemas individuales. Las enfermeras son incompetentes y casi todas ellas, viejas… Si pudieran ganarse la vida de cualquier otro modo, tened la certeza de que no harían esto. Las autoridades las envían como enfermeras para no verse en la necesidad de tener que darles techo y comida. Sin embargo, madame, debéis recordar que corréis peligro de contagiaros y… si eso sucede, será mejor estar acompañada que sola.

Con esto la dejó. Ámbar alzó los hombros, y decidió que ya que no podía deshacerse de la Spong, vería el modo de que le fuera útil. Se dirigió a la cocina. La sopa estaba lista, espesa, substanciosa, como ella la había deseado. Se sirvió una escudilla llena. Eso la hizo sentirse mejor. Desapareció el dolor de cabeza y se sintió casi optimista. Una vez más se aseguró que lo salvaría, por la fuerza o por la razón.

«¡Lo amo tanto! ¡No puede morir! ¡No debe morir! Dios no permitirá que esto suceda.»

Cuando estuvo lista para irse a la cama, habló a la Spong.

—Si lográis manteneros despierta hasta las tres y luego venís a despertarme, os daré una botella de coñac.

Si la vieja velaba de noche y la dejaba descansar, ya podía dejar que bebiera todo el día.

La propuesta satisfizo a la Spong, que se volvió a jurar que no pegaría un ojo. En una de ésas, Ámbar se despertó sobresaltada y se sentó en la carriola mirándola acusadoramente —el fuego de la chimenea seguía ardiendo e iluminando el cuarto—, pero la encontró sentada al lado de la cama, con las manos en la barriga como un Buda, velando. Al ver que Ámbar se incorporaba, hizo una mueca.

—Os chasqueasteis esta vez, ¿eh?

Ámbar se dejó caer de nuevo e instantáneamente se durmió. Se despertó al oír un gemido que la hizo ponerse de pie acometida de un repentino susto y con el corazón latiéndole locamente. Bruce, arrodillado sobre la cama, había cogido a la vieja Spong por la garganta y trataba de estrangularla, sin que ella consiguiera soltarse de la inexorable presión de sus dedos, tan desvalida como un lenguado. Con la faz descompuesta, los dientes rechinándole como si fuera un ser primario, los hombros tensos, Bruce parecía haber concentrado toda su fuerza en los brazos y en los dedos que estaban dando fin a la vida de la vieja.

Veloz como el rayo, Ámbar subió a la cama por detrás de Bruce y trató de hacer que la soltara. Echando maldiciones se volvió él, soltó a la enfermera y antes que Ámbar lograda evitarlo, la tomó a su vez por la garganta… Ámbar sintió que la sangre se le agolpaba en el cerebro y que se asfixiaba; las sienes comenzaron a dolerle como si fueran a reventar, los oídos comenzaron a zumbarle y ya no vio nada. Desesperadamente, y a punto de sucumbir, estiró las manos buscando los ojos de él y logró apretarlos con los pulgares. La presión de aquella tenaza de acero se fue debilitando progresivamente y de súbito Bruce se tumbó en la cama como herido de muerte, rugiendo sordamente.

Ámbar resbaló hasta caer en el suelo, completamente atontada. Transcurrieron algunos segundos antes que entendiera lo que trataba de decirle la vieja enfermera.

—¡… ha reventado, ama! ¡Ha reventado… y eso es lo que le puso como loco!

Hizo un sobrehumano esfuerzo para ponerse de pie y vio que, efectivamente, la hinchada masa del bubón había reventado, quedando abierto como el cráter de un volcán. Se veía un profundo agujero por el que habría sido posible meter un dedo, y de él manaba un río de sangre negruzca que fue formando un charco sobre la cama. Le siguió un humor acuoso y sanguinolento y, por último, un pus de color amarillo que se fue extendiendo sobre la piel y sobre la cama como una infausta amenaza.

Ámbar sólo atinó a enviar a la Spong a la cocina en busca de agua caliente. Con ella dio comienzo al lavado de la herida, limpiando todo con escrupuloso cuidado. Los trapos ensangrentados fueron amontonándose en un rincón. La enfermera seguía sacando pilas de sábanas limpias que rasgaba sin compasión. Pero de nada hubiera valido vendarle la herida. Todos los trapos se hubieran empapado en un abrir y cerrar de ojos. Ámbar no había visto jamás a un hombre desangrarse de ese modo. Sus esperanzas huyeron.

—¡Perderá toda su sangre! —exclamó desesperada, arrojando otro trapo empapado sobre la pila. El rostro de Bruce ya no estaba congestionado como al principio, ahora se veía exangüe, cubierto de ligero sudor.

—Es un hombre fuerte, ama… No le hará nada perder un poco de sangre. Ya podéis dar gracias a Dios de que haya reventado. Ahora hay alguna probabilidad de que sane.

La sangre dejó de fluir en abundancia; ahora brotaba lentamente. Vendó la herida y se lavó las manos con agua caliente. La Spong se le acercó con una sonrisa grotesca.

—Ya son las tres y media, ama. ¿Puedo irme a dormir?

—Sí, podéis marcharos. Y gracias.

—Es casi ya de mañana, ama. ¿No creéis que podría llevarme la botellita?

Ámbar se dirigió a la cocina y le dio la botella de brandy. La vieja cerró la puerta; luego la oyó canturrear alegremente y en voz baja. Por último quedó todo en silencio, turbado tan sólo por los ronquidos de la enfermera. Así transcurrieron las horas. Ámbar no dejó ni un instante de cambiar las vendas y de llenar las botellas con agua caliente. Para su gran alivio, al amanecer vio que volvían los colores al rostro del enfermo, que su respiración se hacía más regular y que su epidermis estaba seca.

A las ocho de la mañana había llegado al convencimiento de que viviría. La Spong concordaba con ella, aun cuando le confesaba con franqueza que había estado segura de que moriría. Pero, o bien la peste aniquilaba rápidamente, o no ocurría nada. Razonablemente podía esperarse que se salvaran aquellos que vivían hasta el tercer día, y los que resistían una semana podían estar seguros de sanar. El período de la convalecencia era largo y tedioso y se caracterizaba por una depresión física y mental, una postración casi completa, durante la cual cualquier esfuerzo repentino o indebido podía ocasionar rápidamente un accidente mortal.

Desde la noche en que se reventó el tumor, Bruce estaba acostado de espaldas, completamente inmóvil. La desazón, el delirio y la violencia habían desaparecido. Sus fuerzas aminoraron hasta tal punto que ni siquiera podía moverse. Tragaba obedientemente cualquier alimento o bebida que ella le ponía en los labios, pero el menor esfuerzo parecía agotarlo. La mayor parte del tiempo —ella lo sabía—, la pasaba durmiendo, aunque sus ojos estaban siempre cerrados. Era imposible decir cuándo estaba despierto y cuándo dormido, y ni siquiera tenía conciencia de su estado.

Ámbar trabajaba de modo incansable. Desde que se había abierto el tumor, dormía plácidamente. Esta circunstancia le permitía efectuar sus quehaceres con mayor entusiasmo y energía, sintiendo incluso placer. Todo cuanto Sara le enseñó —cocinar, cuidar de un enfermo y de una casa, con todos los pequeños problemas inherentes a estas tareas— lo practicaba a satisfacción. Experimentaba asimismo cierta dosis de orgullo, porque le constaba que hacía las cosas mejor que cualquiera de sus tres sirvientes o de lo que pudieran haberlo hecho juntas.

Lo único que no se atrevía a hacer era bañar a Bruce pero, en cambio, lo tenía impecablemente limpio y, ayudada por la Spong, cambiaba con frecuencia las sábanas. El resto de la casa estaba tan inmaculado como si aguardara la visita de una tía solterona. Fregoteó el piso de la cocina; lavó las toallas, sábanas y servilletas y hasta sus propias camisas, dejándolas planchadas y listas para ser empleadas de nuevo. Después de cada comida fregaba las cacerolas y la vajilla, restregándolas con jabón y sosa y poniéndolas a secar al rescoldo, tal como la señora Sara, para conservarlas limpias y brillantes. Sus manos habían empezado a ponerse ásperas y mostraban varios pequeños cortes y resquebrajaduras. Pero no le importaba, como no le importaba que su cabello se estuviera poniendo aceitoso y el hecho de no haber usado coloretes ni polvos por espacio de semana y media. «Cuando él comience a tener conciencia de mi presencia a su lado, me procuraré tiempo para arreglarme de nuevo.» Mientras tanto, las únicas personas que la veían eran la vieja enfermera y los vendedores a cuyas tiendas acudía en busca de provisiones.

No tenía noticias de Nan y, aunque se sentía preocupada por ella y la criatura, trataba de persuadirse a sí misma de que todos estaban bien. Al menos, por lo que sabía ella, la peste no se había presentado todavía en el campo. Y era claro que la carta no había llegado a su poder. Conocía lo suficiente a Nan y confiaba en su lealtad y habilidad para manejarse en caso de contratiempos, de manera que tenía la certeza de que estaban bien.

Su salud continuaba tan buena como siempre. Ámbar lo atribuía al influjo de su fetiche, a la moneda de la reina Elizabeth que siempre mordía y a la práctica diaria de tomar un poco de su cabello, cortarlo en pedacitos y bebérselos con agua. Esta última era una sugerencia de la vieja Spong, que las dos observaban religiosamente, pues la enfermera había salido airosa de ocho casas atacadas por la peste. Eventualmente, la vieja musitaba una oración para afianzar su seguridad.

El doctor Barton no había vuelto desde la segunda visita y las dos estaban convencidas de que habría muerto o huido, pues los galenos pusieron los pies en polvorosa cuando más arreciaba la peste. Pero, como quiera que Bruce mejoraba a ojos vista, no se preocuparon de buscar otro.

Cada mañana, después de servirle el desayuno —consistente en un cordial la mayoría de las veces— cambiaba la venda de la herida, le lavaba las manos y la cara, le cepillaba los dientes todo lo que podía y se sentaba a su lado a peinarle. Este era su mejor momento durante todo el día, pues como estaba siempre tan ocupada, disponía de contados instantes para disfrutar de su compañía. Algunas veces Bruce la miraba, pero sus ojos eran inexpresivos; ni siquiera podía decir ella si se daba cuenta de quién lo atendía. Pero siempre que él la miraba, Ámbar sonreía, esperando recibir otra sonrisa de respuesta.

Y un día llegó por fin ésta.

Habían transcurrido diez desde que cayó enfermo y estaba sentada al borde de la cama, al lado de él, peinando y tratando de alisar sus enmarañados cabellos, sobre los cuales parecía no haberse posado jamás un peine. Había asentado una de sus manos sobre su cabeza, sonriendo mientras lo hacía, profunda y verdaderamente feliz. De pronto se dio cuenta de que él la miraba y la veía, que sabía quién era y lo que estaba haciendo. Un estremecimiento de alegría le recorrió el cuerpo y, cuando él tratara de sonreír, le acarició la mejilla.

—¡Dios te bendiga, querida! —murmuró él quedamente, con voz ronca, y al decir esto, volvió la cara a los dedos que la acariciaban.

—¡Oh, Bruce…!

Fue lo único que atinó a decir, porque su garganta se había puesto rígida hasta el punto de causarle dolor. Sus ojos se llenaron de lágrimas, una de las cuales, rebelde, cayó en la mejilla de él. Se enjugó antes de que brotaran a raudales. En seguida el enfermo cerró de nuevo los ojos y volvió la cabeza débilmente, exhalando un suspiro.

A partir de entonces, tranquilizóse al saber que estaba de nuevo en posesión de sus facultades. Poco a poco comenzó a hablar, si bien transcurrieron algunos días antes de que pudiera hilvanar unas pocas palabras. Y, por su parte, ella no lo obligaba; sabía que un gran esfuerzo podía ser perjudicial para su restablecimiento. A menudo, cuando estaba despierto, la seguía con los ojos mientras ella lo higienizaba o se ocupaba en sus quehaceres; leía en ellos gratitud, y eso le desgarraba el corazón. Hubiera querido decirle que ella no había hecho mucho, que todo cuanto hiciera se debía al profundo amor que le profesaba, que nunca se había sentido tan feliz como los días pasados, cuando hubo de poner toda su energía, toda su fuerza moral y física, todos sus pensamientos y preocupaciones al servicio de su salud. Cualquier cosa que hubiera ocurrido antes entre ellos y fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro, en esas pocas semanas había sido completamente suyo.

Londres cambiaba a ojos vistas.

Los vendedores fueron desapareciendo gradualmente de las calles, y con ellos desaparecieron sus pregones, viejos como la ciudad misma y que no habían dejado de oírse a través de muchas centurias. Casi todas las tiendas se habían cerrado y ya no se veían los aprendices parados ante las puertas, requebrando a las mujeres y molestando a los hombres… Los dueños de las que aún permanecían abiertas temían a sus clientes, y los clientes temían a los dueños de las tiendas. Los amigos se evitaban y ni siquiera se saludaban. Muchos se resistían a comprar provisiones y preferían morir de hambre.

Los teatros se habían clausurado en mayo y poco después seguían el ejemplo las tabernas y mesones. Los que no lo hicieron tenían orden de cerrar a las nueve de la noche y de arrojar a los mendigos. Ya no se concertaban encuentros de boxeo y de lucha; no hubo riñas de gallos, juegos de juglares ni otros entretenimientos por el estilo. Hasta se suspendieron las ejecuciones, motivo de apiñamiento de multitudes. Se prohibieron los funerales, pese a que a toda hora del día y de la noche desfilaban los cortejos mortuorios por las calles.

A despecho del horror por la enfermedad, las iglesias se veían colmadas de gente. Muchos de los ministros ortodoxos habían huido, pero quedaban los no conformistas, que arengaban y confundían a los miserables mortales por sus pecados. Nunca habían estado tan solicitadas y ocupadas las meretrices profesionales. Había comenzado a circular un rumor entre el pueblo, el cual afirmaba que una enfermedad venérea era el mejor preventivo contra la peste, y las casas de lenocinio de Vinegar Yard, Saffron Hill y Nightingale Lane estaban abiertas las veinticuatro horas del día. Las prostitutas y sus clientes morían abrazados muchas veces, y sus cuerpos eran sacados por puertas excusadas. Tal era el fatalismo de esas gentes, que muchos, sabiéndose enfermos, preferían abandonar la vida en brazos del placer, es decir, en brazos de alguna hetera. Otros corrían a consultar con astrólogos y adivinos. Nadie se mostraba tan reanimado y valiente como ellos ante la predicción de una excelente salud, y los charlatanes se beneficiaban con el incremento de los buenos negocios.

Los enterradores recorrían las calles. Era un deber indeclinable averiguar si ocurrían muertes y dar parte a las autoridades parroquiales. Un grupo de viejas, analfabetas y bribonas como las enfermeras, iba de casa en casa. Estaban forzadas a hacer vida aparte mientras durara la enfermedad y a llevar un bastón blanco doquiera fuesen, para que los ciudadanos pudieran conocerlas y cerraran la boca a su paso.

La ciudad iba perdiendo paulatinamente el ritmo de los tiempos normales. En el Támesis todavía continuaba el movimiento de barcos de menor tonelaje —no podían salir o entrar— y los ruidosos e imprudentes boteros habían hecho todo, menos desaparecer. Cuarenta mil perros y doscientos mil gatos habían sido degollados, porque se creía que eran portadores de la enfermedad. En la parte más alejada de la ciudad era posible oír el rugido de las aguas del Támesis al pasar por entre los malecones del puente de Londres, ruido que no se había advertido antes. Y mientras tanto, las campanillas fúnebres continuaban llamando a muerto.

Pronto se hizo imposible enterrar a los muertos en tumbas separadas. Por consiguiente, las autoridades dispusieron que se cavaran fosas comunes de quince varas de largo por ocho de ancho en las afueras. Todas las noches se llevaban allí los cadáveres, algunos decentemente colocados en ataúdes, la mayoría envueltos en mortajas, simplemente en sábanas, o bien desnudos, tal como morían. En la fosa encontraban un común anónimo. Durante el día, cuervos y cornejas sentaban allí sus reales. Apenas se acercaba alguien, huían en bandadas graznando en forma espeluznante, pero no se alejaban mucho, esperando retornar cuando el intruso se fuera. Los miasmas inficionaron la atmósfera, la cual se hizo irrespirable. Ni el más fuerte ventarrón conseguía disipar la fetidez ambiente.

Nunca se había presentado un verano más caluroso. El cielo resplandecía como una bóveda de metal, azul y sin una nube; todos pensaban que la niebla habría sido una bendición. Las aves de rapiña batían sus alas sobre la ciudad y se posaban impunemente en los tejados de las casas. Las veletas de los campanarios apenas si se movían. En las bellas praderas y campos que rodeaban a Londres como un cinturón, el césped se mostraba amarillento y seco. Ámbar trasplantó algunas rosas, blancas y rojas con ligero olor a limón, y las puso a la sombra de la ventana, pero ni así prosperaron.

La joven se protegía de la peste resistiéndose a pensar en ella. Eso era todo lo que se podía hacer, obligados como estaban todos a quedarse en la ciudad infestada.

A menudo, cuando iba de compras —ahora debía adquirirlo todo en los puestos de aprovisionamiento, pues los vendedores callejeros habían desaparecido— oía, a través de las puertas clausuradas, alaridos y blasfemias que helaban la sangre. Rostros angustiados aparecían en las ventanas, y las manos se tendían en una imploración:

—¡Rogad por nosotros!

Se había hecho cada vez más común el espectáculo de los muertos y agonizantes tendidos en las calles, porque ya la peste actuaba rápidamente. Una vez vio un hombre que se golpeaba la cabeza contra una pared, aullando como una bestia, presa del delirio. Se detuvo horrorizada al ver aquella cabeza sangrante, pero luego apresuró su paso, llevándose el pañuelo a la nariz y dando un rodeo. Otra vio una mujer tumbada ante la puerta de una casa, con una criatura todavía prendida de sus pechos, mostrando las pequeñas manchas azules de la peste sobre la blanca piel. En otra oportunidad vio una mujer que caminaba lentamente por la calle, llorando a lágrima viva y llevando en sus brazos un pequeño ataúd.

Un día, ocupada en el dormitorio, oyó que un hombre hablaba a grandes voces en la calle, algo que ella al principio no pudo entender. Al ir aproximándose, sus palabras se fueron haciendo más inteligibles.

—¡Despertad! —vociferaba el hombre—. ¡Pecadores, despertad! ¡La peste está en vuestras puertas! ¡La tumba os reclama! ¡Despertad y arrepentíos!

Ámbar se acercó a la ventana y apartó la cortina para ver. Un viejo semidesnudo, de pelambre hirsuta y luenga barba, amenazaba con el puño cerrado las casas por donde pasaba, sin dejar de gritar.

—¡El diablo se lo lleve! —murmuró Ámbar con disgusto—. ¡Viejo e imbécil fanático! ¡Suficientes disgustos tiene ya la gente para que venga ahora con sus imprecaciones!

Una noche, a fines de julio, oyó otro y más terrible grito. Primero se oyeron el rodar de un desvencijado carromato y el retintín de una campanilla, y luego una voz tonante y profunda que decía:

—¡Sacad vuestros muertos! ¡Sacad vuestros muertos!

Ámbar miró rápidamente a la Spong —Bruce dormía— y corrió hacia la ventana, seguida de la vieja. Por delante avanzaba lentamente un viejo carro; el conductor iba sentado en el pescante, y otro a pie, agitaba sin cesar la campanilla, gritando de tanto en tanto. A la luz de la antorcha llevada por un tercero se podía ver que el carromato estaba lleno de cadáveres desnudos, apilados con descuido, unos encima de otros, como caían. Se veían brazos y piernas en todas las posturas imaginables; un cadáver de mujer colgaba sobre uno de los costados, y su largo cabello casi barría el pavimento.

—¡Virgen santísima! —suspiró Ámbar. Se volvió temblorosa, presa de súbita indisposición, sintiendo un frío mortal y, sin embargo, trasudando.

—¡Oh, Jesús mío! —balbució la vieja, haciendo castañetear sus tres dientes—. ¡Ser apiñados así, a troche y moche, los hombres y las mujeres sin distinción! ¡Oh, eso es más de lo que la carne puede soportar!

—¡Dejad de chochear! —repuso Ámbar, impaciente—. Eso no os concierne.

—Sí, ama, sí —admitió la vieja sombríamente—. Hoy no nos importa nada, pero ¿quién podrá decir lo mismo mañana? Tal vez las dos estemos…

—¿Queréis callaros? —gritó Ámbar, enfurecida. La vieja dio un salto, dominada por el miedo. Entonces Ámbar agregó más tranquila, algo avergonzada de su genio vivo—. Estáis tan compungida como una vieja pecadora en una casa de corrección. ¿Por qué no vais a la cocina y tomáis una botella de brandy?

La Spong no la dejó terminar y corrió alegremente hacia la cocina, pero Ámbar no pudo apartar de su mente el fantasmal carromato. Los hombres y las mujeres enfermos que viera, los moribundos y muertos de las calles, el constante y lúgubre tañido de las campanas, el pestilente olor de las fosas comunes, la inusitada y letal calma de la ciudad, las noticias (proporcionadas por los guardias) de que los apestados morían semanalmente por millares… el efecto acumulativo de todos estos factores, comenzaba a imponerse sobre ella. Había conseguido superar el temor y la desesperación durante el período de la gravedad de Bruce; entonces no tenía tiempo para pensar. Pero ahora una enfermiza preocupación, un supersticioso temor comenzaban a minar su entereza y a obrar sobre su mente.

«¿Cómo puede ser que yo sobreviva si todos están pereciendo miserablemente? ¿Qué he hecho yo para merecer la vida si todos deben morir?» Sabía perfectamente que no había hecho méritos y que era tanto o más pecadora que cualquiera.

El temor era contagioso como la peste, y se esparcía como se esparcía la mortandad. El sano esperaba caer enfermo, pues las esperanzas de salvación eran contadas. La muerte asentaba su planta en todas partes: podía respirársela en el aire, podía introducírsela con cualquier alimento, podía apoderarse de uno al pasar por la calle, al rozar a alguien aparentemente sano y llevársela a la propia casa, donde no tardarían en sucumbir los seres queridos. La muerte era democrática. No hacía distinciones entre ricos y pobres, hermosos y feos, jóvenes y viejos.

Una mañana, a mediados de agosto, Bruce le dijo que se le había ocurrido que podrían irse de Londres en la quincena siguiente. Ámbar estaba haciendo la cama y, aunque respondió con el tono más natural que pudo, lo cierto es que se sintió conmovida. Había estado pensando lo mismo desde hacía algún tiempo.

—A nadie se le permite dejar ahora la ciudad, tenga o no tenga el certificado médico.

—De cualquier modo, nos iremos. He estado reflexionando sobre esto y creo que conozco un medio de salir.

—¡Oh! Nada me gustaría más. La ciudad… ¡Dios mío, está convertida en una pesadilla! —cambió rápidamente de tema y le sonrió—. ¿Cómo quieres que te afeite? Soy un excelente barbero…

Bruce se pasó la mano por la cara, palpando su barba de cinco semanas.

—Sí, me gustaría afeitarme. Me siento como un pescadero.

Ámbar se fue a la cocina en busca de una bacía de agua caliente. Allí encontró a la Spong muy triste, con una escudilla de sopa medio vacía sobre la falda.

—Bien —le dijo retozonamente—. ¡No me diréis que al fin os habéis llenado y que ya no podéis comer! —echó un poco de agua en la bacía y probó la temperatura con la punta del dedo.

La Spong lanzó un lastimero gemido.

—¡Oh, ama! Dios se apiade de mí. Estoy como sobre ascuas, pues no me siento bien.

Ámbar se quedó tiesa y la miró con aprensión. «Si esta vieja alcahueta enferma ahora, la pongo de patitas en la calle, y el diablo y el sacristán de la parroquia carguen con ella.»

Pero estaba demasiado ocupada con Bruce para prestarle atención, de modo que fue al dormitorio, colocando los útiles sobre una mesa. Luego procedió a anudar una toalla alrededor de su cuello y se sentó a su lado. Los dos estaban contentos y se divertían como niños con la operación. Ámbar sentía que un amable calorcillo le recorría el cuerpo y, al acercarse, vio que los verdes ojos estaban serios y clavados con fijeza en ella. Su corazón dio un vuelco y se sonrojó.

—Debes de sentirte mucho mejor, ¿eh? —dijo quedamente.

—Bastante bien —confesó él—, pero todavía quisiera estarlo más.

Cuando la cara quedó completamente rasurada, excepto el bigote, fue fácil ver cuán enfermo había estado y cuán enfermo estaba todavía. La piel de su rostro había palidecido y estaba un poco floja; sus mejillas se habían hundido y se veían varias arrugas alrededor de los ojos y la boca. Había perdido peso, pero a Ámbar le parecía hermoso como siempre.

Limpió los objetos empleados, echó el agua por la ventana y reunió toallas, tijeras y navaja.

—Dentro de algunos días creo que podrás tomar un baño —le dijo.

—¡No sabes cuánto lo deseo! ¡Debo de apestar como un mendicante!

Se quedó quieto, y poco después dormía plácidamente; estaba tan débil, que el menor esfuerzo lo extenuaba. Ámbar levantó una capucha de seda, cerró con llave para que la Spong no entrara durante su ausencia, y marchó a la cocina. La vieja enfermera iba de un lado a otro sin objeto, con una mirada bobalicona. Su vista le evocó el espectáculo de esas ratas de puntiagudos hocicos que salían alguna vez de sus agujeros y se paraban a mirarla estúpidamente, mientras ella las ahuyentaba con la escoba, bichos enfermos que mostraban parches rojizos en los lugares donde se había desprendido parte de su pelaje azul oscuro.

—¿Os sentís peor? —Ámbar se anudaba el capuchón ante el espejo, por medio del cual observaba a la enfermera. La vieja le respondió con un quejido.

—No mucho, ama. Pero ¿no os parece que hace un poco de frío?

—No, por el contrario, hace bastante calor. Pero acercaos al fuego de la cocina, si gustáis.

Experimentaba un inmenso fastidio pensando que si la vieja caía enferma, tendría que tirar todas las provisiones que tenía en la casa y fumigar las habitaciones. Y como no ocurriera en el caso de Bruce, se enojaba consigo misma por exponerse de tal modo. «Cuando vuelva, si está peor —se decía—, le diré que se vaya.»

Cuando regresó, la Spong la esperaba en la puerta. Retorcía una punta de la falda entre sus manos, con un casi cómico gesto de impotencia y decaimiento.

—¡Dios mío, amita! —gimoteó inmediatamente—. Me siento mucho peor.

Ámbar la miró con los ojos entornados. La cara de la Spong estaba congestionada y tenía los ojos sanguinolentos. Al hablar se podía ver que su lengua estaba un tanto hinchada, cubierta por un sarro amarillento y con los bordes enrojecidos.

«No hay duda; es la peste», se dijo, y se volvió para evitar que su aliento le diera en la cara. Puso la canasta sobre la mesa y procedió a sacar las provisiones, guardándolas en el armario para evitar que la Spong las tocara.

—Si queréis marcharos —dijo con el tono más natural que pudo imprimir a sus palabras—, os daré cinco libras.

—¿Marcharme, ama? ¿Y dónde podría ir? No tengo dónde ir. ¿Y cómo puedo salir? Soy la enfermera —se apoyó pesadamente en la pared—. ¡Oh, Dios mío! Nunca me he sentido así.

Ámbar le increpó furiosa.

—¡Claro que nunca os habéis sentido así! Y bien sabéis vos por qué… ¡Estáis apestada! ¡Oh! No hay motivo para hacerse la tonta, ¿no es cierto? Eso no os hará sanar. Escuchadme, mistress Spong; si os vais al hospital, os daré diez libras. Allí os cuidarán. Si no queréis marcharos, os advierto que no levantaré una mano. Iré a traer el dinero… esperadme aquí.

Iba a salir de la habitación, cuando la Spong la detuvo.

—No hagáis eso, señora. No quiero ir a un hospital. Morir no me preocupa, si no puedo evitarlo. Es lo mismo que un cadáver vaya al hospital o a la fosa común. Pero dejadme deciros que sois una mujer sin corazón al querer arrojar de vuestra casa a una pobre mujer enferma que se ha contagiado por haberos ayudado a salvar la vida de Su Señoría. No procedéis como una cristiana, señora… —sacudió la cabeza, abatida.

Ámbar le echó una mirada llena de disgusto. Estaba decidida a echarla esa misma noche, aun cuando tuviera que obligarla a punta de cuchillo. Eran las dos de la tarde, y hora de preparar un ligero refrigerio para Bruce. La Spong se fue a la sala, por primera vez indiferente a la comida, y Ámbar dispuso la bandeja.

Al pasar hacia el dormitorio vio a la vieja tendida en un sofá delante de los ventanales, hablando entre dientes y temblando convulsivamente. Alargó los brazos al verla.

—¡Oh, ama!… Por piedad, estoy enferma. Por favor, ama…

Ámbar siguió su camino sin dignarse mirarla, conteniendo la respiración y con las mandíbulas tensas. Tomó la llave del bolsillo de su delantal y se dispuso a abrir la puerta del dormitorio. La vieja quiso levantarse, y, repentinamente, poseída del pánico, Ámbar dio vuelta a la llave, abrió, y, una vez dentro, la cerró de un portazo y la aseguró de nuevo en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Oyó que la Spong se desplomaba otra vez sobre el sofá, balbuciendo incongruencias.

Ámbar lanzó un suspiro de alivio, todavía temblando. Había oído terribles historias de apestados vagando por las calles, tomando de los brazos y besando a otras personas. Entonces se percató de que Bruce, de costado en la cama, la miraba con extrañeza.

—¿Qué ocurre?

—¡Oh, nada! —le sonrió y se acercó a él, llevándole la bandeja. No quería que se enterara de que la Spong estaba enferma. Temía que eso lo inquietara, y todavía no estaba lo suficientemente fuerte como para soportar emociones—. La Spong se embriagó de nuevo y creí que vendría a molestarte —sirvió los platos y de pronto, rió nerviosamente—. ¡Escúchala! ¡Está borracha como la marrana de David!

Bruce no dijo nada, pero Ámbar adivinó que se había dado cuenta. Lo acompañó a comer, pero ninguno de ellos habló mucho ni manifestó alegría. Ámbar se alegró de que se durmiera. No se atrevió a salir y se quedó allí, ocupada en cambiarle la venda y en limpiar la habitación… Sus oídos estaban constantemente alerta a cualquier ruido que procediera de la sala, a cada instante se acercaba de puntillas a la puerta para escuchar.

Podía oír que se movía incesantemente, aullando y llamándola. Por último, al caer la tarde, oyó un pesado golpe y presumió que se había desmoronado. Por las maldiciones y denuestos que lanzaba, podía inferirse que trataba de levantarse, sin conseguirlo. Ámbar experimentó un profundo abatimiento y no apartaba la vista de Bruce, pero éste dormía sonoramente.

«¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo hacerla salir? —pensaba—. ¡Oh! ¡Que el diablo cargue con ella, mugrienta y entrometida vieja!»

Se quedó contemplando la magnífica agonía de un sol que irisaba la fronda de unos árboles cercanos con luces tornasoladas. En ese momento sintió un singular ruido que en un principio no pudo determinar. Aguzó el oído preguntándose qué sería y de dónde vendría. Finalmente, comprendió que llegaba de la habitación contigua. Era una especie de sonido gorgoteante e intermitente. Mientras escuchaba, se detuvo, pero cuando empezaba a tranquilizarse diciéndose que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, arreció de nuevo. El ruido la llenó de pavor; era un ruido terrorífico, diabólico, algo que la impulsó contra su voluntad a cruzar el dormitorio, acercarse a la puerta y abrir ésta suavemente, no más de una pulgada, para ver lo que sucedía.

Mistress Spong yacía estirada en el piso, con los brazos y las piernas abiertos. De la nariz y de la boca le salía una espesa y sanguinolenta baba, provocando, al respirar, ese sonido burbujeante, al que confería mayor fuerza el sordo ronquido que brotaba de su garganta. Ámbar se quedó donde estaba, envarada y con los miembros ateridos. Luego cerró la puerta, más ruidosamente de lo prudente, y se quedó apoyada de espaldas sobre ella. El ruido atrajo, sin duda, la atención de la Spong, porque se oyó un sonido ahogado, como si la vieja tratara de llamarla… Conteniendo un grito de terror y tapándose los oídos, corrió hacia la habitación interior y cerró la puerta detrás de ella.

Transcurrieron algunos minutos antes de que se atreviera a regresar al dormitorio. Bruce estaba despierto.

—Me preguntaba dónde estarías. ¿Qué es de la Spong? ¿Está peor?

La habitación estaba a oscuras y, como todavía no había encendido ninguna bujía, no era posible que le viera el rostro. Se quedó unos segundos escuchando pero, como no oyó ningún ruido, se dijo que la vieja enfermera habría muerto.

—La Spong se fue —dijo, tratando de imprimir a su voz la mayor naturalidad posible—. La envié fuera… se fue al hospital. —Levantó un candelabro—. Iré a la cocina a encender esta bujía.

En la semioscuridad de la sala, distinguió el bulto del cuerpo de la vieja. Siguió su camino sin detenerse y conteniendo la respiración, encendió la bujía y regresó del mismo modo, con paso apretado. La Spong estaba muerta.

Ámbar se recogió las faldas con involuntaria repulsión, y entró en el dormitorio a encender las demás bujías. Su rostro estaba lívido y tenía unas ganas enormes de vomitar. Pero siguió haciendo sus tareas, sobreponiéndose mental y físicamente por temor a que Bruce lo adivinara. Sin embargo, percibía su mirada fija en ella y no se atrevía a enfrentar sus ojos por temor a delatarse. Encontrábase al borde de la histeria, pero hizo un sobrehumano acopio de voluntad para mantener su serenidad. Sabía que cuando viniera el carro fúnebre, tendría que sacar el cadáver de la vieja hasta la puerta de la calle.

Una tenue y azulada claridad se columbraba todavía en el horizonte cuando oyó el primer grito, muy a distancia:

—¡Sacad a vuestros muertos!

El cuerpo de Ámbar se conmovió hasta la última fibra, pero luego se endureció y se puso en tensión como el de un animal en acecho. Alzó el candelabro que le había servido para encender los otros.

—Iré a ver si está lista tu sopa —dijo, y antes que él pudiera replicarle, salió.

Sin mirar al cadáver, puso la bujía sobre una mesa y fue a abrir las puertas. Cuando estuvo de regreso, se acercó. La llamada se oyó de nuevo, esta vez más cercana. Hizo una pausa y con repentina y firme decisión, se remangó la falda y se quitó las enaguas, en las que se envolvió las manos. Se inclinó, tomó a la Spong por los gruesos tobillos y lentamente comenzó a arrastrarla hacia la puerta. La peluca de la vieja se salió y sus carnes resbalaron con un chasquido sobre el suelo.

Al llegar al rellano de la escalera, se sentía descompuesta y completamente transpirada. Le zumbaban los oídos. Con un pie tanteó el primer escalón, luego el segundo y así fue bajando. La escalera estaba en tinieblas, pero podía oír con claridad el sonido que provocaba el cráneo de la muerta al chocar con cada peldaño. Por último, llegó al final y golpeó la puerta de la calle. El guardia la abrió.

—La enfermera ha muerto —anunció débilmente. A la luz del crepúsculo el guardia percibió su rostro, blanco como un sudario.

Se oyeron de cerca el chirriar de las ruedas al girar sobre el empedrado y el resonar de las herraduras de los caballos. Luego, un inesperado pregón:

—¡Pescados! ¡Pescados! ¡Seis por un penique!

Le pareció extraño que hubiera alguien que vendiera pescados en ese tiempo y a esa hora. En el mismo momento el carro se detuvo ante su puerta. Se acercó primero un paje, llevando su humeante antorcha, seguido por el carromato, al lado del cual iba el hombre de la campanilla, gritando:

—¡Sacad vuestros muertos! ¡Sacad vuestros muertos!

En el asiento vio a otro hombre, el cual sostenía por los pies el cadáver desnudo de una criatura de no más de tres años de edad.

Era el que gritaba:

—¡Pescados! ¡Seis por un penique!

Mientras Ámbar lo contemplaba con horror y sin querer dar crédito a lo que veían sus ojos, el hombre arrojó el cadáver del niño en el montón y bajó de un salto. El macabro campanillero se acercó a levantar a la Spong.

—Vamos —dijo, haciendo una mueca a Ámbar— ¿qué tenéis ahí?

Los dos se inclinaron a levantar el cadáver de la vieja. De pronto, el que hacía de auriga levantó la parte delantera del vestido de la Spong, exponiendo el grueso y fláccido cuerpo. Desde el cuello hasta los muslos estaba punteado con pequeñas manchas azules… los estigmas de la peste. El que había levantado las faldas, expresó su desagrado ruidosamente a tiempo que arrojaba un salivazo al cadáver.

—¡Bah! —masculló—. ¡Qué porquería!

Ninguno de los otros pareció sorprenderse de la conducta de su compañero. Apenas si le prestaban atención, evidentemente acostumbrados a su truculento «ingenio». Entre todos levantaron a la Spong y, después de balancearla, la arrojaron al montón de cadáveres. El hombre de la antorcha siguió delante; el que agitaba la campanilla volvió a sus gritos y el conductor retornó a su puesto. Desde el pescante hizo girar la cabeza, dirigiéndose a Ámbar.

—Mañana por la noche vendré a buscaros. Y no tengo duda de que vos haréis un cadáver mejor que el de esa hedionda y vieja prostituta.

Ámbar entró dando un portazo y subió lentamente la escalera, tan débil y enferma que apenas podía sostenerse del pasamanos.

Entró en la cocina, se lavó las manos y empezó a preparar la cena de Bruce. Pensaba que tan pronto como le fuera posible, haría hervir agua y limpiaría el suelo de la sala. Por primera vez se mostró disgustada de tener tanto que hacer, tantas cosas en las que debía ocuparse. Deseaba ardientemente dormirse y despertar lejos de allí. Ahora, la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros le parecía insoportable.

La dantesca figura del conductor del carromato trágico no se borraba de sus ojos. Era una obsesión. No podía deshacerse de ella, no importaba los esfuerzos que hiciera y los pensamientos en que tratara de sumergirse. Tenía la impresión de no estar en la cocina, preparando la cena, sino en la puerta de la calle, mirándolo. Pero no era la falda de la Spong la que levantaba, sino la suya, y era a ella a quien arrojaban en el montón de cadáveres.

«¡Jesús Santísimo! —pensaba—. ¡Creo que voy a volverme loca! ¡Otro día como éste, e iré a parar al manicomio!» Mientras seguía haciendo su trabajo, mezclando el cordial y preparando la bandeja, sus movimientos eran pesados. Finalmente, dejó caer un huevo. Frunció el entrecejo ante su torpeza. Tomó un estropajo y se inclinó a limpiar el piso. Al agacharse, sintió un dolor punzante en la frente y se vio acometida de vértigo. Se enderezó de nuevo, lentamente, y para su asombro, vaciló. Hubiera caído de no agarrarse a la mesa.

Por unos momentos se quedó allí, con la vista clavada en el suelo y respirando fatigosamente. Luego se encaminó a la sala. «No —pensaba, rechazando la idea que se le acababa de ocurrir—. No puede ser. ¡Claro que no…!»Levantó la bujía, la colocó sobre la mesita de escribir y se sentó. Dio vuelta a las palmas de sus manos y las puso sobre la mesa. No, allí no había nada. Pero al mirarse en el pequeño espejo que colgaba de la pared, le pareció ver en su rostro manchas sospechosas. Veía profundas ojeras, debido principalmente, a la sombra proyectada por sus largas pestañas. Se miró la lengua: estaba cubierta por una película amarillenta, y en la punta en los bordes tenía un color rosado brillante que no se había visto nunca. Cerró los ojos y le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor.

«¡Sagrada Virgen Santísima! ¡Mañana por la noche vendrá por mí!»