Capítulo V

Avanzó unos pasos y luego se detuvo sorprendido, mirando a uno y otro lado, pero, antes que hubiera tenido tiempo de decir una palabra, Ámbar estalló en sollozos y se precipitó en el dormitorio. Dio un portazo y se tiró sobre la cama.

Los sollozos sacudían su cuerpo, sin que ella hiciera ningún esfuerzo para sofocarlos. Era el momento más desdichado de toda su existencia y no quería ser valiente ni reprimir sus sentimientos. A ella no le gustaba sufrir en silencio. Y, como él no entró inmediatamente corriendo, como esperaba, aumentó su nerviosidad, hasta que por último comenzó a arquearse histéricamente.

Al fin oyó abrirse la puerta del dormitorio y unos pasos muy conocidos que se acercaban a ella. Sus sollozos crecieron. «¡Oh! —pensaba convulsa—. ¡Quiero morir ahora mismo! ¡Así lo sentirá más!» Bruce encendió un par de candelabros. Ámbar le oyó quitarse la capa, arrojar el sombrero y desabrochar la hebilla del cinturón que sostenía la espada, siempre sin hablar. Finalmente ella levantó la cabeza. Tenía el rostro ajado e hinchados los ojos.

—¿Qué? —exclamó, con voz de desafío.

—Buenas noches.

—¿Es eso todo lo que tienes que decir?

—¿Y qué más quieres que diga?

—Podrías, al menos, decirme dónde has estado… ¡y con quién!

Imperturbable, Bruce desató su corbatín, y luego procedió a quitarse el jubón.

—¿Crees, por ventura, que ésos son asuntos tuyos?

Ella dio un grito como si la hubiera golpeado. Se había entregado a él de todo corazón, en cuerpo y alma, sin ninguna reserva, y ello le había inducido a esperar lo mismo de él. Y ahora se daba cuenta de que no había sido así. No había cambiado su vida aventurera ni sus hábitos ni costumbres. Apenas si lo había tocado superficialmente.

—¡Oh…! —Fue todo cuanto pudo decir.

Por un momento, él se quedó mirándola. Decidiéndose, se acercó y se sentó en el lecho a su lado.

—Lo siento mucho, Ámbar; no quise ser rudo contigo. Lamento mucho haberte dejado… echando a perder la noche que tanto habías esperado. Pero, realmente, fueron asuntos de importancia los que me obligaron a partir…

Ella lo miró con escepticismo, mientras las lágrimas caían copiosamente por sus mejillas.

—¡Asuntos importantes! ¿Qué clase de asuntos son los que tiene un hombre con una mujer?

Bruce sonrió; en sus ojos despuntaba la ternura y, al mismo tiempo, la burla sutil. Ámbar siempre había tenido el convencimiento, que le hacía sentirse incómoda y desdichada, de que él no la tomaba completamente en serio.

—Más de lo que te imaginas, querida, y te diré por qué: el rey, probablemente no podrá reparar los prejuicios sufridos por los que fueron leales a la monarquía… Por esa razón se ve obligado a escoger uno entre miles de suplicantes, tan buenos unos como otros. Yo no creo que Su Majestad pueda ser persuadido por una mujer —ni por nadie— a hacer una cosa que él ha decidido no hacer, pero cuando haya de escoger entre muchas otras solicitudes, es seguro que le agradaría hacerlo… En tal situación una mujer puede ser útil, ayudándole a decidirse. Y en mi caso, nadie mejor para inclinar al rey en mi favor que una dama llamada Bárbara Palmer, que bondadosamente se dispone a hacer uso de su influencia por mi causa…

¡Bárbara Palmer!

¡De modo que era ella la mujer que había visto!

Experimentó un repentino y terrible sentimiento de derrota, porque, ciertamente, una mujer que podía cautivar a un rey debía de poseer una sobrenatural seducción. Su confianza se abatió, abrumada por la supersticiosa creencia de que un rey y cuanto lo rodeaba era algo más que humano, era algo casi divino. Ocultó la cabeza entre sus manos.

—¡Oh, Ámbar, querida mía…! ¡Por favor! No es tan grave como tú crees. Sucedió que ella pasaba por el mesón donde estábamos y al ver mi coche detenido ante la puerta, envió a uno de sus lacayos a averiguar si yo estaba allí. Negarme hubiera sido necio. Ella me ayudó a conseguir lo que yo más quería.

—¿Qué? ¿Tus tierras?

—No. Mis tierras fueron vendidas. No podré recuperarlas a menos que pague al actual propietario lo que le costaron, y creo que por el momento no puedo. Ella me ayudó a persuadir al rey y a su hermano con varios miles de libras. Ayer me entregaron mi patente de corso.

—¿Qué es eso?

—Es una cédula del rey que autoriza al portador a tomar a su cargo los navíos de otras naciones. En mi caso, puedo incautarme de los barcos españoles que navegan por aguas de América.

El temor y los celos desaparecieron.

—No querrás decir que te harás a la mar…

—Sí, Ámbar, debo irme. He comprado ya dos barcos con mi propio dinero, y con el que me darán el rey y el duque de York compraré tres más. Tan pronto como estén abastecidos y completas sus tripulaciones, partiré.

—¡Oh, Bruce, no puedes irte! ¡No puedes!

Un destello de impaciencia cruzó por el semblante de Carlton.

—Ya te dije aquel día en Heathstone que no estaríamos juntos mucho tiempo. Sin embargo, han pasado ya dos meses, y tal vez un poco más, y aún estoy aquí. Pero tan pronto como sea necesario partir, lo haré.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué no consigues un… un…? ¡Oh! He olvidado como lo llama Almsbury… ¿una situación donde puedas resarcirte de todas las pérdidas sufridas por haber ayudado al rey?

Bruce Carlton se echó a reír. Luego su rostro se puso serio.

—Es que yo no quiero una de esas cosas que tú no puedes nombrar. Necesito dinero, es cierto, pero lo conseguiré con mi propio esfuerzo. Arrastrándome sobre mi vientre el resto de mis días no es el modo como quiero conseguirlo.

—Entonces ¡llévame contigo! ¡Oh, por favor, Bruce! No quiero separarme de ti…, déjame ir contigo, ¡por favor!

—No puedo, Ámbar. La vida a bordo es ya harto difícil para un hombre… Los alimentos se pudren, hace un frío terrible y es incómodo por muchas razones. Cuando uno se cansa de ella ni siquiera sabe cómo mandarla al diablo. Si tú crees que no causarías ninguna molestia… —Guiñó los ojos significativamente—. Pero no, querida…, ni siquiera vale la pena hablar de ello.

—¿Qué será entonces de mí? ¿Qué haré cuando te vayas? ¡Oh, Bruce, moriré sin ti!

Lo miró implorante, tomándolo por los brazos; sentíase desamparada como un niño.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando querías venir a Londres conmigo? ¿O ya lo has olvidado? Escúchame, Ámbar. Sólo puedo hacer una cosa por ti y es ayudarte a que regreses a Marygreen ahora mismo. Te daré todo el dinero que pueda. Ya discurriremos algún cuento para que expliques a tu tío tu prolongada ausencia… Sé que esto no será fácil para ti; pero, también en una aldea, una buena suma siempre es respetable. Después de algún tiempo de murmuración, todo pasará y podrás casarte… Espera un minuto, déjame terminar. Sé que merezco reproches por haberte traído aquí y no voy a pretender que mis motivos fueran nobles. Entonces no pensaba en ti ni en lo que habría de sucederte y, a decir verdad, me importaba un comino. Pero ahora sí que me importa; no quiero verte sufrir ni que te sientas ofendida, si de algún modo puedo evitarlo. Eres joven, eres inocente y eres hermosa, y todo eso, unido a tu sed de vivir, puede fácilmente perderte. Yo no bromeaba cuando te dije que Londres se comía a las muchachas bonitas… La ciudad está invadida de bribones y aventureros de toda laya. Puede arruinarte en un minuto. Créeme que yo sé lo que me digo al pedirte que regreses a tu casa.

—¡Yo no soy una inocente, Milord! ¡Te aseguro que puedo velar por mis intereses tan bien como cualquiera otra! ¡No creas tampoco que no sé lo que ahora está ocurriendo! ¡Te has cansado, y ahora que la querida del rey ha puesto en ti los ojos, quieres deshacerte de mí contándome esas patrañas y aconsejándome que regrese a mi casa por mi bien! ¡Yo te digo que no sabes de qué estás hablando! Mi tío Matthew no me permitirá que regrese, lleve dinero o no… y el alguacil me pondrá en el cepo. Cada uno de los hombres de la parroquia se reirá en mi cara y… —No pudo seguir, quebrada por el llanto—. ¡No quiero! ¡No quiero volver a casa!

Él tendió sus brazos y la estrechó con afecto.

—Ámbar, querida mía, no llores. Te lo juro, me importa un bledo Bárbara Palmer. Y te decía la verdad cuando te pedía que regresaras por tu propio bien. Y lo repito. Pero no se debe a que me haya cansado de ti. Eres hermosa… eres más deseable que todas las mujeres que he conocido. Y, por Cristo, ningún hombre se sentiría cansado de ti…

Escuchando sus palabras y bajo la presión de sus caricias, sus sollozos se apaciguaron un tanto; un calor agradable la invadió y empezó a ronronear como un gatito.

—¿No estás cansado de mí, Bruce? ¿Puedo quedarme contigo?

—Si tú lo quieres… Pero todavía sigo creyendo…

—¡Oh, no lo digas! ¡No me importa! No importa lo que me suceda… ¡Me quedaré contigo!

Bruce la besó ligeramente y luego terminó de desnudarse. Ella se sentó sobre sus rodillas mientras lo contemplaba, los ojos rutilantes de admiración. El cuerpo de Bruce era magnífico: pecho y hombros espléndidos, tersas y estrechas caderas, y bien formadas y musculosas piernas. Su piel estaba ligeramente bronceada, debido a la larga exposición al aire libre. Cada uno de sus movimientos tenía la gracia y la seguridad de los de un felino, al parecer sin prisa y, sin embargo, suaves y rápidos.

Bruce fue hasta la cómoda para apagar los candelabros. Ámbar no pudo contenerse por más tiempo.

—¡Bruce! ¿Le has hecho el amor a ella?

Él no respondió. Le arrojó una mirada entre fastidiada y enojada como queriendo decirle que consideraba la pregunta superflua. Luego dejó la cámara a oscuras.

Desde un principio, Ámbar había experimentado temor y esperanza de verse embarazada. Esperanza, porque su amor por él deseaba ardientemente ser satisfecho en todas formas; temor, porque sabía que él no se casaría con ella, y eso implicaría tener un hijo bastardo, lo que a los ojos de la comunidad sería un delito. Dos años antes, en Marygreen, la hija de uno de los aldeanos había aparecido encinta, aunque se negaba a dar el nombre del padre; obligada por el consenso público había tenido que dejar el pueblo. Ámbar recordaba bien esa circunstancia, porque había sido tema de murmuración entre las escandalizadas muchachas de la población durante semanas enteras, y ella misma se había mostrado tan implacable como cualquiera de las otras.

Y a ella podía sucederle lo mismo.

Estaba bastante enterada de los síntomas característicos del embarazo, porque a menudo había tocado el tema con algunas de sus amigas casadas; por otra parte, había presenciado la llegada al mundo de los últimos cuatro hijos de Sara, a una edad en que ya tenía bastante conocimiento de tales cosas. A fines de julio, cuando hacía ya más de dos meses que estaban en Londres, no tenía todavía razones para pensar que pudiera tener un niño. Y de ese modo, dominada por la impaciencia y la incertidumbre, fue a consultar con un astrólogo.

Por aquellos días no era cosa muy difícil encontrar uno en la ciudad, pues abundaban como moscas sobre un panal de miel. Salió, pues, en el coche de Bruce a averiguar su suerte. Examinó por la ventanilla la fachada de las casas, mientras el coche seguía su camino hasta que, delante de una, vio un letrero en el cual estaban pintados una luna, seis estrellas y una mano, lo que le dio a entender que allí vivía uno de ellos. Ordenó al cochero que detuviera el carruaje y al lacayo que fuera a golpear la puerta. El astrólogo, un tal Mr. Chout, que había estado atisbando desde una de las ventanas y que había visto llegar el carruaje, salió a abrir en persona, invitándola cortésmente a pasar.

Aquel hombre no parecía tener, de ningún modo, la apariencia de un místico. Tenía un rostro abotagado, en el que destacaba una nariz rojiza y de anchos poros; despedía también un rancio olor. Pero la saludó tan grave y obsequiosamente —como si se hubiera tratado de una duquesa de la sangre— que se sintió lisonjeada y su confianza en él aumentó.

El lacayo la siguió al interior y esperó en el vestíbulo, mientras el astrólogo y ella se retiraron a una salita privada. La habitación era sucia y no olía mejor que su dueño. Ámbar miró con cierto recelo la butaca antes de tomar asiento en ella. Mr. Chout se sentó en un taburete en el lado opuesto, y comenzó a hablar acerca del regreso del rey y de su inconmovible adhesión a los Estuardo. Mientras hablaba, se frotaba las sucias manos y sus ojos miraban con tal intensidad que parecían querer atravesar su capa. Finalmente, como un doctor que ha entretenido a su paciente largo rato, hablándole de cosas indiferentes, le preguntó qué deseaba saber.

—Quiero saber qué es lo que me sucederá.

—Muy bien, Madame. Justamente habéis acudido al único hombre que podría decíroslo. Pero antes habréis de decirme algunas cosas.

Ámbar temió que fuera a hacerle preguntas embarazosas y demasiado íntimas. Pero todo lo que él quiso saber fue la fecha, hora y lugar de su nacimiento, Cuando ella se lo dijo, consultó varias cartas, se concentró en una bola de cristal que tenía sobre la mesa y, con igual interés, estudió las dos palmas de sus manos, que retuvo entre las suyas, untuosas y sucias; después de esta introducción, movió la cabeza pausadamente. Entretanto, ella lo había contemplado con viva curiosidad, acariciando de rato en rato y sin darse cuenta a un gato de pelambre gris que, ronroneando suavemente, se frotaba contra sus faldas.

—Madame —dijo finalmente—, vuestro futuro posee un interés singular. Habéis nacido bajo el signo de Venus, en un exacto aspecto separado de Marte en la quinta casa.

Ámbar, demasiado impresionada al principio, no atinó a preguntar lo que quería decir. Luego, como estuviera a punto de hacerlo, el astrólogo continuó, aun cuando había sacado sus conclusiones mucho antes de consultar sus cartas:

—Desde aquí estáis destinada, Madame, a pasiones ardientes e irresistibles atracciones por el sexo opuesto. Esto puede causaros serios disgustos. Veo también que os inclináis demasiado hacia los placeres… y debido a ello sufriréis innumerables dificultades.

Ámbar exhaló un suspiro.

—¿Veis algo bueno, por fortuna?

—Claro está que sí, Madame, claro que sí. Estaba llegando a eso. Os veo en posesión de una gran fortuna…, una fortuna muy grande. —Por sus ropas y la apariencia del coche, había supuesto que ya había entrado en posesión de una parte de ese dinero.

—¿De veras? —exclamó Ámbar, encantada—. ¿Y qué más podéis ver?

—Veo celos y discordias. Pero también —agregó rápidamente, al ver que Ámbar fruncía las cejas como si fuera a protestar— veo que los sextiles de Venus a Neptuno y Urano os confieren un extraordinario magnetismo… Ningún hombre os podrá resistir.

—¡Ohhh…! —suspiró Ámbar—. ¡Géminis! ¿Qué más? Decidme, ¿tendré hijos?

—Permitidme vuestra mano otra vez, Madame. Sí, claro, una mesa bien delineada… la línea de los ricos bien extendida. Las ruedas de la fortuna bien grandes. Estas otras esparcidas significan descendencia. Tendréis, dejadme ver bien, varios hijos. Siete. Es decir, más o menos.

—¿Y cuándo tendré el primero? ¿Será pronto?

—Es posible… —Sus ojos inspeccionaron su cuerpo de ella, pero en vano. No revelaba nada—. Por supuesto, Madame, que en un tiempo razonable. Vos me comprendéis.

—¿Y cuándo me casaré…? ¿Pronto también?

Su voz y sus ojos estaban llenos de esperanza, casi implorantes.

—¡Humm…! Veamos. Decidme, ¿qué soñasteis anoche? No he encontrado nada mejor que el sueño para decir a una mujer cuándo se casará.

Ámbar frunció el entrecejo, tratando de recordar. Recordó tan sólo haber soñado con especias, con las que a menudo Sara preparaba confituras, particularmente después de las ferias anuales, cuando se compraban a granel. Esta insignificancia bastó a los propósitos de Mr. Chout.

—Eso es muy importante, Madame. Muy importante. Soñar con especias siempre predice matrimonio.

—¿Me casaré con el hombre que amo?

—Caramba, Madame, eso es ciertamente una cosa que no puedo afirmar. —Pero al ver la mala impresión que eso causaba a Ámbar, se apresuró a enmendar su declaración—. Por supuesto, Madame, os casaréis con él algún día, tal vez no mañana ni pasado, pero algún día. Estas líneas significan marido. Vos tendréis, ¿a ver?, media docena, más o menos.

—¡Media docena! ¡Pero yo no quiero media docena! ¡Sólo quiero uno!

Apartó con cierta aspereza la mano; el hombre le parecía repulsivo y vicioso. Además, la había estado reteniendo demasiado estrechamente. Pero él no había terminado todavía.

—Debo deciros algo más… si me permitís que sea franco. Algún día tendréis, Madame, unos cien amantes. —Sus ojos se agrandaron con obsceno cálculo, cebándose con maligno placer en el rubor que tiñó de rosa el rostro de Ámbar—. Quiero decir, más o menos.

Ella rió nerviosamente. Aquel hombre era inquietante. Deseó estar fuera de allí. Le resultaba difícil respirar, y aunque el adivino se había retirado a cierta distancia, su proximidad la oprimía.

—¡Cien amantes! —exclamó, tratando de dar a sus palabras la entonación londinense—. ¡Seis esposos! ¡Uno es bastante para mí! ¿Eso es todo, Mr. Chout? —Diciendo esto, se levantó.

—¿No es suficiente, Madame? No todas las veces hago tales descubrimientos, permitidme decíroslo. Los honorarios son diez chelines.

Ámbar sacó del manguito una docena de monedas y las arrojó sobre la mesa. El gesto del hombre le dio a entender que se consideraba pagado Con largueza. Pero a ella no le importaba. Bruce siempre le dejaba un puñado de monedas para sus gastos. Cuando ya no quedaban más, aparecían otras en su lugar. Diez chelines no tenían para ella ninguna importancia.

«¡Voy a tener un hijo, casarme con Bruce y ser rica!», pensaba transportada, mientras regresaba a su casa.

Por la noche le preguntó a Bruce qué era el planeta Venus, aunque no le dijo nada de su visita al astrólogo. Tampoco tenía intenciones de hacerlo, a menos que ocurriera algo definitivo. Tal vez no pasara de meras suposiciones.

—Es una estrella llamada Venus, nombre tomado de la diosa romana del amor. Se cree que controla el destino de los que han nacido bajo su signo. Tales personas son consideradas hermosas, atrayentes y generalmente dominadas por la emoción…, es decir, si uno cree en tales disparates.

Carlton la miraba entretenido y sonriente, porque el semblante de Ámbar demostraba asombro ante su herética declaración.

—¿No crees tú en ello?

—No, querida, no creo.

—Bueno… —Puso las manos en la cintura y, con un movimiento de cabeza, hizo a un lado uno de sus rebeldes rizos—. Algún día lo creerás, te lo aseguro. Espera y lo verás.

Pero no ocurrió nada que justificara las predicciones de Mr. Chout. Su vida continuó como hasta entonces.

La mayor parte del tiempo Bruce estaba fuera de la casa, ya en el «Groom Porter’s Lodge», donde los nobles iban a jugar a las cartas y a los dados, o vigilando los preparativos de carga y abastecimiento de sus barcos. Ella solía enterarse de que Bruce iba a los bailes y cenas que daban en la Corte o en las casas de sus amigos. Y aunque se deleitaba considerando cuán maravilloso habría sido poder ir con él, Carlton no se lo había propuesto nunca ni ella se había atrevido a mencionarlo. Todavía tenía conciencia del gran abismo que separaba sus respectivas posiciones sociales. No obstante, cuando estaba recostada en el lecho, aguardándolo, se sentía solitaria y triste, y también celosa. Experimentaba mórbidos celos de Bárbara Palmer y de las mujeres como ella.

Almsbury iba a menudo a visitarla y, si Bruce no estaba allí, la llevaba a alguna parte.

Un día la llevó a ver unos toros al otro lado del río, en Southwark. Ámbar quedó embobada en la contemplación de veinte o treinta de ellos, detenidos en el Puente de Londres, que topeteaban locamente, haciendo sonar sus astas. Otra vez asistieron a un torneo de esgrima, y uno de los antagonistas perdió una oreja, que fue a caer sobre el regazo de una espectadora.

Fueron también a cenar a varias elegantes tabernas, y dos o tres veces la llevó al teatro. Ella no prestó más atención a la comedia que la que prestaba el resto del auditorio. Estaba más interesada, aun cuando no lo aparentaba, en los estragos que ocasionaba en el patio de platea. Algunos de los jóvenes se acercaron a Almsbury en tal forma, que éste no tuvo más remedio que presentar a su acompañante; dos o tres de ellos aventuraron injuriosas proposiciones bajo sus mismas narices. Almsbury afrontaba la situación con dignidad, haciendo saber a los impertinentes que ella no era una meretriz sino una señora, y, por añadidura, virtuosa. Mientras, Ámbar, avergonzada de su acento pueblerino, esperaba la tomaran por una dama realista que había vivido retirada con sus padres durante el protectorado y que venía a la Corte por primera vez.

Pero su más grande impresión la recibió en su visita a Whitehall Palace.

Whitehall estaba hacia el Oeste, cerca del recodo que formaba el Támesis. Era una gran masa de edificios construidos al viejo estilo Tudor, apanalado, con pasadizos y docenas de departamentos separados, como un complejo laberinto o una inmensa conejera. Allí vivían la familia real y todos los servidores de la Corte o haraganes que habían conseguido obtener vivienda con cargos oficiales de toda especie.

Por la parte que daba al río, estaba tan cerca de éste que las cocinas se inundaban a menudo; por los terrenos de atrás cruzaba la sucia y estrecha callejuela conocida como King Street, flanqueada de un lado por la parte del palacio conocida como Cockpit, y por el otro por la muralla del Jardín Privado.

Whitehall abría sus puertas a todos los visitantes. Cualquiera que hubiese sido presentado en la Corte o que acompañase a algún noble, podía entrar; sin embargo, extraños llegaban a filtrarse a través de las descuidadas puertas. El día de su visita, cuando Ámbar y el conde Almsbury llegaron a la Galería de Piedra, encontraron una compacta masa de gente. Era casi imposible pasar.

Aquella galería, la principal, era la más frecuentada por la Corte, y medía ciento veinte metros de largo por cinco de ancho; de las magníficas pinturas que había coleccionado Carlos I y que su hijo trataba de reunir de nuevo: cuadros de Rafael, Ticiano y Guido Reni. Colgaduras de terciopelo carmesí cubrían las puertas de entrada a los reales departamentos, y los alabarderos de palacio estaban apostados delante de ellas. La multitud estaba compuesta, en su mayor parte, por damas que lucían elegantes vestidos de raso, pisaverdes que vagaban afectadamente mustios, hombres de negocios con sus carpetas bajo el brazo y un eterno aire de tener gravísimos problemas que resolver, soldados uniformados, hacendados que vivían en la campiña y que habían venido a la capital acompañados por sus esposas. Ámbar podía reconocer fácilmente a estos últimos, porque usaban trajes pasados de moda: botas —que ningún caballero usaba sino cuando montaba a caballo—, sombreros de alta copa como los que usaron los puritanos, aunque la nueva moda imponía otros de copa baja, y calzones bordados y fruncidos en la rodilla, aun cuando ahora se estaban usando sueltos. Hasta llegaba a verse una que otra gorguera. La joven sentía desprecio por tan descuidado provincialismo y estaba contenta de que sus nuevos vestidos no traicionaran su origen.

Ahora se sentía menos dueña de sí misma, sin embargo.

—¡Géminis! —murmuró, dirigiéndose a Almsbury—. ¡Cuán hermosas son todas estas mujeres!

—Entre ellas no hay una sola —replicó el conde— tan bonita como vos.

En agradecimiento, le otorgó una amable sonrisa a tiempo que le daba el brazo. Ámbar y el conde de Almsbury se habían hecho grandes amigos, y aun cuando éste no volvió a formular proposiciones como aquélla, le había hecho presente que cuando necesitara dinero o una ayuda, él se sentiría contento de serle útil. Ámbar creía que el conde se había prendado de ella.

En ese momento sucedió algo inesperado. Una corriente eléctrica recorrió la galería. Algo ocurría; todas las cabezas convergieron sobre un punto y se oyó un murmullo:

—¡Ahí viene la Palmer!

Ámbar volvió también la cabeza como los demás. Y vio avanzar hacia ellos, mientras la gente se retiraba a uno y otro lado abriéndole paso, a una bellísima mujer de pálido cutis aterciopelado y de preciosa cabellera cobriza, seguida por una doncella, dos pajes y un negro. Altiva y arrogante, la mujer avanzaba con la cabeza alta, sin ver a nadie, aunque, sin duda, no dejaba de advertir la sensación que estaba causando. Los ojos de Ámbar comenzaron a arder de rabia y de celos. Su corazón latía al compás de una tremenda agitación. Experimentaba el enfermizo temor de que la tal Madame Palmer viera a Almsbury —Ámbar sabía que mantenían amistad— y se detuviera a hablarle. Pero no ocurrió nada de eso. Pasó sin siquiera dignarse mirarlos.

—¡Oh, cómo odio a esa mujer! —Estas palabras fueron una explosión de todo su ser.

—Querida —dijo Almsbury—, algún día sabréis que es imposible odiar a cada mujer a quien un caballero pueda hacer el amor. Lleva las mismas entrañas, y eso es todo lo bueno que tiene.

Pero Ámbar no podía ni quería aceptar la simplísima filosofía de Su Señoría.

—¡A mí no me importa lo que tenga! —insistió obstinadamente—. ¡La odio y la odio, nada más! Y espero que pronto enferme de uno de esos males que no pueden nombrar las señoras sin tener que sonrojarse…

—Probablemente lo adquirirá pronto, no os quepa duda.

Después de intenciones tan inequívocas para Madame Palmer, fueron al Hall de Banquetes, a ver al rey comer en público. Generalmente lo hacía así los miércoles, los viernes y los domingos. Los corredores estaban repletos de gentes que querían verlo, pero el monarca no salió, y, finalmente, tuvieron que retirarse, desengañadas. Ámbar había sentido gran impresión la primera vez que vio al rey, cuando éste hizo su entrada en la capital; después de Bruce, lo consideraba el hombre más hermoso de Inglaterra.

En los primeros días de agosto tuvo el convencimiento de que estaba embarazada, en parte porque había verificado algunos síntomas y en parte porque ésa era su idea fija. Durante las últimas dos semanas había esperado en vano las molestias mensuales. Sus senos empezaban a desarrollarse y los sentía doloridos, como si los pincharan con miles de alfileres. Quería decírselo a Bruce, pero no se atrevía, porque adivinaba que la novedad no le agradaría mucho.

Él se levantaba temprano todas las mañanas —no importaba a qué hora hubiese regresado la noche anterior—, y Ámbar solía ponerse su salto de cama y conversar con él hasta que partía; luego se volvía a meter en cama. Ese día estaba sentada en el borde del lecho, balanceando sus desnudos pies y peinando sus cabellos, que le caían en cascadas sobre los hombros. Bruce estaba cerca de ella con los calzones y los zapatos puesto, afeitándose delante del espejo.

Ámbar lo contempló en silencio; Bruce, por su parte, no decía nada. Cada vez que ella quería abrir la boca, sentía que su corazón daba un vuelco y le faltaba el valor. Casi sin pensarlo, lo dijo todo de un golpe:

—Bruce…, ¿qué ocurriría si yo tuviera un hijo?

Carlton experimentó tal sobresalto, que involuntariamente se hizo un corte en la barbilla. Una gota de sangre brotó de la pequeña herida y se corrió, dejando una roja huella. Se volvió.

—¿Qué dices? ¿Estás…?

—Pero… ¿no te has dado cuenta de nada?

Se sentía extrañamente desanimada.

—¿Darme cuenta de qué? ¡Oh…, ni siquiera había pensado en ello! —Frunció el entrecejo y, aun cuando no era por ella, Ámbar se sintió abrumada por la soledad; luego él se volvió, tomó una pequeña botella y echó una gota de astringente en la herida—. ¡Que me condenen si lo esperaba! —masculló.

—¡Oh, Bruce! —Saltó de la cama y corrió hacia él—. ¡Por favor, no me regañes!

Él había comenzado a afeitarse de nuevo.

—¿Regañarte? Si soy yo quien tiene la culpa… Pretendí tener cuidado…, pero algunas veces lo olvidaba.

Ámbar lo miró asombrada, sin comprender. ¿De qué estaba hablando? Ella había oído decir en Marygreen que era posible evitar el embarazo escupiendo tres veces en la boca de una rana, o bebiendo la orina de un cordero, pero Sara le había advertido a menudo que tales métodos no daban ningún resultado.

—¿Qué era lo que olvidabas algunas veces?

—Nada conseguiremos recordándolo ahora. —Se limpió la cara con una toalla, que luego arrojó con displicencia sobre la cómoda, y fue en busca del resto de sus ropas—. ¡Por Cristo, ésta es una fechoría del diablo…! ¡Oh, Ámbar, lo siento!

Ella se quedó quieta unos instantes, pero por último preguntó, con ansiedad:

—Dime, ¿te gustan los niños?

Hizo la pregunta tan candorosamente, mirándolo de tan triste manera, que él no pudo menos de tomarla en sus brazos, haciendo que apoyara la cabeza sobre su pecho y acariciando tiernamente su cabellera.

—Sí, querida mía, claro que me gustan los niños.

Posó sus labios en los fragantes cabellos, pero sus ojos demostraban contrariedad.

—¿Qué haremos ahora? —inquirió Ámbar, tras de algunos minutos de silenciosa espera.

Él la estrechó más aún contra su cuerpo, haciéndola sentirse protegida… El problema que la preocupara durante los últimos días se había solucionado. Porque, aun cuando le había dicho que no se casaría con ella, tomándolo como cierto en un principio, ahora estaba convencida de que sí lo haría. ¿Qué podía impedir que él tomara esa decisión? Se amaban, eran felices y durante las últimas semanas casi había olvidado que él era un Lord y ella la sobrina de una aldeana. Lo que alguna vez le parecía absurdo, ahora adquiría visos lógicos y de una natural sencillez.

Suavemente, Bruce se apartó, dejándola con los brazos lacios mientras él hablaba; sus verdes ojos, inflexibles, la miraban con firmeza y resolución. No cabía duda de que cada una de sus palabras había sido bien meditada.

—No puedo casarme contigo, Ámbar. Ya te lo dije una vez, y nunca he afirmado una cosa para luego hacer otra. Siento mucho que esto haya sucedido…, pero tú sabías que ello podía ocurrir. Y recuérdalo siempre. Venir a Londres fue idea tuya, no mía. Pero eso no quiere decir que he de dejarte a la deriva… Haré todo lo que pueda por ti… todo lo que sea posible, mientras no dificulte mis propios planes. Te dejaré todo el dinero necesario para que puedas tener al niño y cuidarlo. Si resuelves regresar a Marygreen, lo mejor que puedes hacer es ver aquí, en Londres, a uno de esas comadronas que se hacen cargo de las mujeres grávidas y lo resuelven todo en un santiamén y por unas cuantas monedas… Algunos de esos sitios son muy bien atendidas. Además, no te preguntarán mucho acerca de tu esposo. Cuando te sientas bien de nuevo, puedes hacer lo que más te convenga. Con unos cuantos cientos de libras en efectivo, una mujer tan bonita como tú puede casarse fácilmente con un hacendado. Eso, en última instancia, porque también puedes casarte con un caballero… si eres lo suficientemente astuta para hacerlo…

Ámbar lo contemplaba sin querer dar crédito a sus oídos. Pero luego el estupor dio paso a la ira; todo el orgullo y la dicha que había experimentado ante la perspectiva de tener un hijo, fueron borrados ahora por el dolor. La había ultrajado hasta lo hondo. El sonido de su voz, que otras veces le pareciera canción celeste, la ponía ahora fuera de sí… Razonando tan fríamente como él lo hacía, enamorarse de un hombre y tener un hijo era un asunto que debía resolverse con dinero y lógica. ¡Como el aprovisionamiento de un barco! Casi lo odiaba.

—¡Oh! —exclamó—. De modo que me darás suficiente dinero para pescar un caballero… ¡Si soy lo suficientemente astuta para ello! ¡Pues bien, no quiero pescar ningún caballero! ¡Y no quiero tampoco tu dinero! Y, además, ¡no quiero tener un hijo tuyo! ¡Lamento incluso haber puesto los ojos en ti! ¡Espero que ahora te vayas y no vuelvas jamás! ¡Te odio…! ¡Oh…! —Se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar, quebrada.

Bruce la observó unos instantes. Por último, se puso el sombrero, dispuesto a salir de la habitación. Ámbar lo vio partir. Pero apenas había llegado él a la puerta del dormitorio, corrió desolada detrás.

—¿Adónde vas?

—Voy al muelle.

—¿Volverás esta noche? ¡Por favor, regresa! ¡Por favor, no me dejes sola!

—Sí…, haré lo posible por volver temprano. Ámbar… —su voz era otra vez cálida, acariciadora, tierna—, yo sé que esto es duro para ti y siento verdaderamente lo que ha sucedido. Pero todo habrá terminado más pronto de lo que crees, y no te sentirás peor de lo que ahora estás. Por cierto, no es una tragedia muy grande el que una mujer tenga un hijo…

—¡No lo es para un hombre! Tú puedes irte y olvidarlo todo… ¡Pero yo no puedo irme! ¡Yo no puedo olvidarlo! ¡Nunca podré olvidarlo…! ¡Nada será lo mismo para mí otra vez! ¡Oh, malditos hombres!

En los días que siguieron, ella llegó a la evidencia de que, efectivamente, se encontraba encinta.

Menos de una semana después que lo dijera a Bruce, empezó a experimentar náuseas al levantarse por la mañana. Se mostraba malhumorada y desdichada, llorando a la más ligera provocación, o sin ella. Bruce llegaba bien avanzada la noche, lo que era motivo de disgusto; se daba cuenta de que su mal humor lo contagiaba, pero no podía dominarse. Sabía también que nada de lo que ella había dicho o pudiera decir haría cambiar su decisión. Y cuando Carlton se ausentaba algunas veces por varios días, se daba cuenta de que debía terminar con sus berrinches o lo perdería antes de que partiera. No podía soportar este pensamiento, porque todavía lo amaba. Se vio obligada a hacer tremendos esfuerzos para parecer una vez más encantadora cuando estaban juntos.

Al encontrarse sola de nuevo, experimentaba un tedio inmenso; las horas sin él le parecían interminables y vagaba tristemente por las habitaciones, compadeciéndose de sí misma. El Londres al cual había ido ella esperanzada hacía sólo cuatro meses, le parecía ahora un sitio lúgubre y lleno de miserias. No tenía la menor idea acerca de lo que haría cuando él se hubiese ido, ni quería tampoco discutirlo con su amante. Desechaba todos los pensamientos que asaltaban su mente, aunque le costara gran trabajo. Cuando llegara el día de la partida, pensaba ella, llegaría también el fin del mundo, y no le importaba cuanto aconteciera después.

Cierto día tórrido, cuando el sol estaba en el cénit, a fines de agosto, Ámbar jugaba en el patio de la posada con algunos perrillos nacidos más o menos un mes antes. Se había arrodillado a la sombra de un frondoso ciruelo. Mientras sostenía a dos de los cachorros en sus brazos, reía inconteniblemente. La orgullosa madre, alerta, permanecía echada en el suelo, levantando y moviendo la cabeza de un lado a otro. Entonces ella vio a Bruce apoyado en el barandal del corredor, devorándola con los ojos.

La había dejado varias horas antes y no esperaba verlo hasta la noche. Su primera reacción fue de alegría al pensar que había vuelto a casa cuando menos lo esperaba; le hizo una seña con la mano y con presteza se puso en pie, metiendo a los cachorros en la caja. Mas instantáneamente la recorrió un temor vago que fue creciendo e inundándola toda. Al llegar al arranque de la escalera levantó los ojos y encontró su rostro indescifrable. Fue como un trueno en un día de sol. Ahora estaba cierta de la inminencia de su partida. Sería ya.

—¿Qué ocurre, Bruce? —preguntó cautelosamente, como si no deseara la respuesta.

—El viento ha cambiado. Partiremos dentro de una hora.

—¡Partir! ¡Dentro de una hora! Pero anoche me dijiste que no zarparías hasta dentro de algunos días.

—No pensaba que esto pudiera ocurrir. Todo quedó dispuesto más pronto de lo que yo esperaba. Partiremos, eso es todo.

Quedóse allí, sin saber qué hacer, sintiéndose ya abandonada y sola. Él entró en el dormitorio. Después de algunos segundos, que le parecieron eternos, lo siguió. Sobre la cómoda se veía un pequeño baúl de cuero, que siempre lo había acompañado en sus viajes, lleno hasta más de la mitad con sus ropas y otros enseres. El ropero en que solía guardarlos estaba abierto y vacío. Se acercó a la cómoda y sacó de ella algunas camisas que fue acomodando en el baúl; mientras lo hacía, comenzó a hablar.

—No dispongo de mucho tiempo, querida, de modo que escucha lo que voy a decirte. Te dejo el coche y los caballos. El cochero cobra seis libras al año y la ropa; los lacayos tres, pero no les pagues hasta el mes de mayo próximo o, de lo contrario, desaparecerán. He pagado todas las cuentas, y los recibos están en este cajón. Entre ellos están los nombres y el domicilio de dos mujeres que se harán cargo de ti… Pregúntales cuándo puedes trasladarte. No serán más de treinta o cuarenta libras por todo.

Y mientras Ámbar se quedaba allí, anonadada al oír su tono seco e impersonal, Bruce cerró tranquilamente la tapa del baúl, la aseguró y fue a llamar a alguien que esperaba fuera. Volvió a poco seguido por un hombre corpulento y de aspecto salvaje, con un parche en uno de los ojos, que cargó el baúl y salió de nuevo. Durante todo ese tiempo Ámbar no le había quitado la vista de encima, tratando desesperadamente de pensar o decir algo que pudiera detenerlo. Mas estaba paralizada y las palabras no venían en su ayuda.

Del bolsillo de su jubón sacó Bruce una pesada bolsa de cuero, cerrada por un cordón de seda, y que al ser colocada sobre la mesa produjo un ruido sonoro y metálico de monedas.

—Aquí tienes quinientas libras. Bastarán para que tú y el niño estéis seguros varios años, si fuera necesario, pero te aconsejo que las entregues en custodia a un joyero. Yo tenía intenciones de hacerlo por ti, pero ya no me queda tiempo. Shadrac Newbold es un hombre digno de confianza. Te pagará el seis por ciento de interés cuando quieras recoger el dinero con veinte días de preaviso, o tres y medio si lo quieres en el acto. Vive en Cheapside; su nombre y su dirección están escritos en este papel. Pero no confíes en nadie más… y, sobre todo, no confíes en ninguna de las criadas que tomes a tu servicio; no confíes tampoco en ningún extraño, por mucho que te guste. Ahora… —levantó su capa y se la puso— debo marcharme.

Había hablado rápidamente, sin darle tiempo a interrumpirle. Era obvio que quería partir antes que la joven estallara en llanto. Pero no había alcanzado a dar tres pasos cuando ella, despertando de su pesadilla, corrió y se interpuso entre él y la puerta.

—¡Bruce! ¿Es que ni siquiera vas a darme un beso?

Carlton dudó, pero sólo un instante. La abrazó con una especie de dolorosa brusquedad que hacía entrever su íntima lucha. Ámbar se colgó de él, con las manos fuertemente crispadas en sus brazos, como si estuviera decidida a no dejarlo sino obligada por una fuerza superior. Ávidamente prendió su boca a la suya, el desencajado semblante inundado por las lágrimas.

—¡Oh, Bruce! ¡No te vayas! ¡Por favor, no te vayas…! ¡No me dejes…! ¡Por favor…! ¡Por favor! ¡No me dejes!

Pero Bruce la retuvo firmemente y la apartó con resolución.

—Ámbar, querida… —Su voz tenía una entonación implorante—. Regresaré algún día… te buscaré y estaremos juntos de nuevo…

Ella lanzó una queja de animal herido. Enloquecida, quiso luchar con Bruce, tratando de impedir que alcanzara el cerrojo. Todo sucedió en un instante. La tomó él por las muñecas mientras su boca buscaba, ávida, la de ella, y antes de que Ámbar pudiera darse cuenta de lo que había sucedido, Carlton había cruzado el umbral y cerrado la puerta con estrépito tras sí.

Aniquilada, se quedó mirándola con desvarío. Luego pareció salir de su letargo y corrió, tratando desesperadamente de descorrer el cerrojo.

—¡Bruce…!

Mas no pudo lograr su propósito. Se detuvo como si algo se hubiera roto, allá dentro, y, por último, se desplomó sobre el piso con la cara entre las manos, deshecha por la pena.