Capítulo LXVII

Minette regresaba a Inglaterra. Sería la primera vez que vería a sus hermanos desde aquellos gloriosos días de la Restauración, cuando, siendo una alegre jovencita de dieciséis años, visitara su país natal en compañía de su madre. Aquel momento había sido el comienzo de una nueva vida para todos… una vida que prometía reparar sombríos años de desesperanza. Diez años habían pasado desde entonces. Ahora sólo quedaban tres de los nueve hijos: Carlos, James y Henriette Anne. La reina madre había muerto hacía ocho meses.

Durante dos años había planeado el regreso, teniendo que postergar la visita a su hermano varias veces debido a los maliciosos celos de su esposo. Por último, el rey Carlos había pretextado motivos de tal trascendencia e importancia, que Monsieur se vio obligado a acceder. Inglaterra y Francia estaban a punto de concertar una alianza secreta, y cuando Carlos pidió que su hermana le hiciera una visita, antes de firmarla, Luis XIV había convencido a su hermano de que los intereses de Estado eran lo primero. Pero hizo al mismo tiempo que rehusara concederle permiso a ella para ir más allá de Dover.

Esta era una pequeña población, siempre envuelta en la niebla, con una calle malamente empedrada y que tendría una milla más o menos de largo, a cuyos lados se levantaban destartaladas casas y posadas. El grande y viejo castillo que resguardaba la costa desde tiempos inmemoriales era una inexpugnable barrera para la invasión en tiempos pretéritos, pero desde la invención del cañón había entrado en desuso y actualmente estaba convertida en prisión. La Corte inglesa llegó a la población —los hombres primero, porque Carlos Estuardo esperaba que Monsieur fuera persuadido y le permitiese ir hasta Londres en lujosos coches con caballos vistosamente adornados. Al amanecer se avistó la flota francesa, que avanzaba por el Canal.

El rey Carlos, que permaneciera en vela la mayor parte de la noche, se mostró impaciente, e inmediatamente dispuso que un bote los llevara, a él, al duque de York, al príncipe Ruperto y al joven Monmouth, a darle encuentro. El rey iba en el centro de la embarcación, parado gallardamente y apremiando a los remeros para que fueran más aprisa, hasta que pareció que éstos tenían adormecidos los brazos por la tensión. La flota francesa enfiló hacia la pequeña embarcación, balanceándose sobre las olas, con sus grandes velas hinchadas a todo viento, iluminadas por el sol naciente. Nubes de un blanco inmaculado parecían bogar en el horizonte entre dos mares intensamente azules.

James se acercó a su hermano, poniendo una mano sobre su hombro, mientras Carlos Estuardo rodeaba la cintura del joven duque de Monmouth, haciendo gestos y con los ojos negros brillantes de alegría y excitación. Los barcos estaban tan cerca, que era posible ver algunas figuras moviéndose sobre cubierta.

—¡Sólo de pensar en ello me alborozo, James! —exclamó el rey—. ¡Después de diez años volveremos a verla! ¿Cómo estará?

En ese momento fue posible distinguir, en la cubierta de proa, la figura de Madame; su blanco vestido se agitaba con la brisa, con el abanico se protegía los ojos del destello del agua, cuya superficie bañaba el rey de los astros. Cuando levantó una mano, agitándola, los dos hermanos lanzaron gritos de alegría.

—¡Minette!

—¡Es Minette!

Rápidamente las embarcaciones se encontraron. Carlos, de un salto, se sujetó de una escala de cuerda, por la que empezó a subir con destreza, como si toda su vida hubiera transcurrido en el mar. Minette corrió a su encuentro, y cuando él pisó la cubierta se abrazaron.

Muy emocionado, Carlos Estuardo estrechó afectuosamente a su hermana, besando delicadamente su frente; en sus negros y brillantes ojos se habían agolpado las lágrimas, mientras Minette sollozaba quedamente. Sin darse cuenta le habló él en francés, porque ése era el idioma de su hermana, y sus palabras fueron cariñosas.

Minette —murmuró—: ma cherie petite Minette…

Con súbito impulso, Madame echó atrás la cabeza y estalló en alegres carcajadas, limpiándose al mismo tiempo las lágrimas con sus enguantadas manos.

—¡Oh, querido mío! ¡Me siento tan dichosa, que lloro! ¡Temía tanto no volver a verte jamás! Carlos Estuardo la miró en silencio, la adoración reflejada en sus ojos, pero también con secreta ansiedad, porque adivinaba cuánto había cambiado en diez años. Antes era una niña, alegre, contenta de vivir, sin temor del mundo…; ahora era una mujer completa, llena de majestuosa grandeza, mundana, con esa especie de encanto superficial y vacuo adquirido a expensas del corazón. Físicamente desmejorada detrás de esa risa alegre, había en su semblante una gravedad que lo inquietó, porque sabía a qué se debía: ella era infeliz y estaba enferma.

Los otros ya habían llegado a cubierta, y el rey permitió que abrazara a James, a Ruperto y a Monmouth. Por último, Minette quedó con Carlos y James, abrazados los tres, iluminado y radiante su bonito y un tanto ajado rostro.

—Por fin nos encontramos nuevamente juntos… los tres —los dos hermanos llevaban por su madre el purpúreo luto real. Madame llevaba el que le correspondía: un vestido sencillo de raso blanco y un sutil velo negro que le cubría el cabello.

Ninguno se atrevió a decir lo que pensaba: Allí estaban los tres… de momento. ¿Cuánto tiempo estarían juntos?

Detrás de la familia real se agrupó una multitud de hombres y mujeres; a pesar de que la corte de Madame era muy reducida, se componía por lo menos de doscientas cincuenta personas, cada una de ellas seleccionada con cuidado; las mujeres, por su belleza y su gracia; los hombres, por su galantería y su nombre.

Entre ellos, una hermosa y joven dama que no apartaba los ojos del rey Carlos, una joven cuyo rostro de niña comenzaba a alterarse en el gran mundo. Se llama Louise de Kerouaille; su familia, aunque antigua y honorable, no era rica. Aquel viaje era la cosa más maravillosa que le había sucedido, la primera oportunidad para colocarse definitivamente en el gran mundo. Había interés y especulación en su mirada, cuando contemplaba al monarca inglés, cuando admiraba su porte, su hermoso físico, la anchura de sus hombros y su talla. Contuvo un grito cuando Minette y sus dos hermanos se volvieron de pronto, y los ojos del rey se fijaron en los de ella un instante.

Bajo la protección del abanico, murmuró a la dama que estaba a su lado:

—Ninón…, ¿creéis que sea verdad cuanto se dice de él?

Ninón, tal vez un poco celosa, echó a Louise una desdeñosa mirada.

—¡No seáis tan ingenua!

El rey volvió a mirarla, esta vez sonriendo ligeramente.

Nunca estaba demasiado ocupado para dejar de prestar atención a una mujer bonita, pero ahora Carlos Estuardo sólo sentía interés por su hermana.

—¿Cuánto tiempo te quedarás? —fue la primera pregunta que hizo una vez que terminaron los saludos.

Minette le sonrió con tristeza.

—Nada más que tres días —dijo quedamente.

Los negros ojos del rey Carlos destellaron.

—¿Monsieur dijo eso?

—Sí —su voz tenía una inflexión de humildad, como si ella fuera responsable y se sintiera avergonzada de su esposo—. Pero él…

—No debes defenderle. Mas creo —agregó— que será posible hacerle rectificar.

Monsieur rectificó, en efecto.

Un mensajero estuvo de regreso al siguiente día con la noticia de que podía quedarse diez días más, pero sin alejarse de Dover. Minette y el rey Carlos se mostraron jubilosos. ¡Diez días! Era toda una eternidad. Sentía rencor y odio contra el presumido y afectado francés que se atrevía a decir a su hermana que no podía ir a Londres ni aun para su cumpleaños, pero Louis le había enviado una nota pidiéndole respetara los deseos de Philip a ese respecto, porque Monsieur conocía el tratado y podía, en su cólera, hablar de él más de lo prudente.

La reina Catalina, con las damas de la Corte, llegó de Londres y durante ese breve intervalo tuvo el rey Carlos que ingeniárselas para hacer, de aquella tétrica y pequeña población costera, un lugar de entretenimiento y diversión para la persona que más amaba. El castillo de Dover era oscuro, frío y húmedo, con un austero y escaso moblaje feudal; revivió cuando le pusieron colgaduras de oro en los muros, y estandartes escarlatas, azules y verdes en las ventanas. El castillo resultó insuficiente para albergar a todos los cortesanos de ambos sexos, de las dos Cortes, de manera que muchos tuvieron que alojarse en las posadas y en las casas de campo vecinas.

Éstos inconvenientes no molestaban a nadie, y a toda hora se oían ruidosas y alegres carcajadas que demostraban el buen humor de los cortesanos. Grandes y lujosos carruajes avanzaban dando tumbos por la angosta y pedregosa callejuela. Damas vestidas magníficamente y caballeros luciendo sus brillantes pelucas y sus casacas bordadas, eran vistos en los patios, en los salones de tabernas y posadas. Todo era un continuo correr de juegos y banquetes, bailes en la noche y espléndidas colaciones en público y en privado. Y mientras se bailaba o se jugaba, el flirteo era general. Se murmuraba que Madame había ido a Inglaterra porque tenía el secreto propósito de hacer que los ingleses se desprendieran de sus anticuados estilos, adoptando los franceses —temporalmente descartados a causa de la guerra—, y eso imprimía el tono de todas las diversiones.

Sin embargo, los complots y la intriga hacían también de las suyas. No se podía prescindir en absoluto de ellos, ni siquiera por el momento, pues habría sido ir contra la fuerza de la gravedad… Tales embrollos políticos conseguían sostener unida la Corte.

En pocos días estuvo listo el tratado; había sido preparado durante más de dos años y muy poca cosa quedaba por hacer, salvo el firmarlo. Arlington y otros tres firmaron por Inglaterra; De Croissy, por Francia.

Para Carlos II significaba una culminación de éxito, después de diez años de pacientes planes y proyectos. El dinero francés le serviría para independizarse —al menos en parte— de su Parlamento; la flota francesa y sus hombres le ayudarían a derrotar al enemigo más peligroso de su país: Holanda. Y a cambio de todo eso, él daba sólo una promesa… la promesa de que algún día, si le convenía, se declararía en favor del catolicismo. Carlos Estuardo se divertía del apremio con que el enviado francés se apresuraba a completar los arreglos, cuán deseoso se mostraba de otorgarle la protección de Francia, por una guerra que él no había tenido el propósito de emprender.

—Si todo cuanto he hecho —dijo el rey Carlos a Arlington, cuando estuvo terminado el asunto de la firma— termina cuando yo muera… al menos quedará esto para Inglaterra —y mostró el tratado—. Este tratado es la promesa de que algún día será la más grande nación de la tierra. Dejémosle a mi primo el Continente, si así lo desea El mundo es grande, y cuando hayamos derrotado a los holandeses, todos los mares pertenecerán a Inglaterra.

Arlington, sentado al frente, se llevaba una cansada y débil mano a la cabeza para aliviar los dolores que lo agobiaban. Suspiró al decir:

—Es de esperar que algún día se muestre agradecida, Sire.

Carlos II hizo un gesto, se encogió de hombros y se inclinó dándole una afectuosa palmadita.

—¿Agradecida, Harry? ¿Y desde cuándo una mujer o una nación se han mostrado reconocidas por los favores que se le han hecho?… Vaya, es hora de que nos retiremos; mi hermana debe de estar ya en cama. Siempre acostumbraba visitarla antes de retirarme a dormir. Habéis trabajado intensamente estos últimos días, Harry. Será mejor que toméis una poción soporífera y tengáis buena noche de descanso —y salió de la habitación.

Encontró a Minette esperándolo sentada en medio del gran lecho que se le había dispuesto. La última de sus doncellas se aprestaba a retirarse. Un pequeño perro de aguas, Mimí, con grandes manchas negras y blancas, dormía sobre su regazo. El rey tomó una silla y se sentó al lado de la cama; se miraron en silencio, sonriendo. Tomó una mano de Minette y la acarició entre las suyas. _—Bien —dijo—. Ya está hecho.

—Por fin. Apenas si puedo creerlo. He trabajado mucho por esto, querido…, porque sabía que era eso lo que deseabas. Louis me acusaba a menudo, diciéndome que anteponía tus intereses a los suyos —se rió un poco—. Bien sabes cuán delicado es su orgullo.

—Creo que es algo más que orgullo, Minette, ¿no te parece? —la sonrisa de su hermano la confundió un tanto, porque se rumoreaba que el rey Louis había estado locamente enamorado de ella desde hacía algunos años y no se había recobrado completamente de ese amor.

Minette no quería hablar de ello.

—No lo sé… Oye, Carlos…, hay una cosa que debes prometerme.

—Cualquier cosa, querida.

—Prométeme que no te convertirás al catolicismo tan pronto.

Carlos Estuardo la miró sorprendido, pero esta expresión desapareció en seguida. Su rostro lo traicionaba muy raras veces.

—¿Por qué dices eso?

—Porque el rey Louis está muy preocupado. Teme que te declares y que eso aleje a los príncipes alemanes protestantes… Los necesitará cuando luchemos contra los holandeses. Y teme también que el pueblo inglés no lo tolere. Juzga que el mejor momento será cuando estemos en medio de una victoriosa guerra.

Una imperceptible sonrisa afloró a los labios de Carlos II.

De modo que Luis XIV juzgaba que el pueblo inglés no toleraría un rey católico… y temía que una revolución en Inglaterra pudiera contagiar a Francia. Consideraba a su primo francés con una especie de bondad y desdén, mostrándose alegre cada vez que podía engañarlo. No había tenido el propósito de convertir al catolicismo a su pueblo —era obvio que no lo toleraría, y él por su parte estaba bastante cómodo en el trono, de modo que prefería que las cosas quedaran como estaban. Tenía la intención de morir en su lecho de Whitehall.

Sin embargo, respondió a Minette con toda gravedad: ni siquiera ella compartía todos sus secretos.

—No me declararé sin antes consultar sus intereses. Puedes decirle esto.

Henriette Anne sonrió, acariciándole la mano afectuosamente.

—Me alegro que lo digas… aunque sé cuánto significa para ti esta renunciación.

Avergonzado, bajó los ojos.

«Sé cuánto significa para ti —se repitió—. Sé cuánto significa para ti…» Deseó que siempre creyera en él. Prefería que ella ignorara que no tenía creencias ni fe en cosa alguna. La miró de nuevo. Pleno de ansiedad y amor fraternal estudió su semblante, grave y sin sonreír.

—Estás muy delgada, Minette.

Pareció sorprenderse.

—¿Lo estoy? Vaya… quizá sea así —se miró a sí misma y con su movimiento hizo que Mimí lanzara un gruñido de resentimiento—. Nunca he sido regordeta, ya lo sabes. Siempre me has llamado por eso Minette.

—¿Te sientes bien?

—Sí, por supuesto —hablaba apresuradamente, como una persona que odia la mentira y se ve obligada a decir una—. ¡Oh!… tal vez un dolor de cabeza de vez en cuando. Puede ser que me sienta fatigada por esta vida de agitación. Pero eso siempre pasa.

—¿Eres feliz? —su rostro se ensombreció un tanto al hacer la pregunta.

La miró como si hubiera conseguido atraparla.

Mon Dieu! ¡Qué pregunta! ¿Qué dirías si alguien te preguntara: «Eres feliz»? Supongo que lo soy como la mayoría de la gente. Nadie es verdaderamente dichoso, ¿verdad? Incluso si uno llega a tener la mitad de lo que ha ansiado en la vida… —se encogió de hombros al tiempo que hacía un gesto y un ademán—. Creo que esto es suficiente, ¿no te parece?

—¿Y has tenido la mitad de lo que deseabas de la vida?

Miró ella por encima de él, hacia un lugar distante de la habitación, mientras sus dedos, nerviosos e inquietos, acariciaban el lomo de Mimí.

—Sí, creo que lo tengo. Te tengo a ti… y tengo a Francia: os quiero a ambos… —lo miró con una sonrisa temblorosa—. Y creo que ambos me queréis.

—Yo te quiero, Minette. Te quiero más que a nadie en el mundo. Nunca he creído que los hombres o las mujeres fueran dignos de la amistad y del amor. Pero tú eres diferente, Minette. Significas para mí todo lo de este mundo…

Los ojos de ella brillaron maliciosamente.

—¿Todo lo de este mundo? Vamos… no puedes decir realmente eso, cuando tienes…

Respondió él con cierta aspereza.

—No me estoy burlando. Significas para mí todo en esta tierra… Las otras mujeres… —se encogió de hombros—. Bien sabes lo que son.

Minette movió la cabeza gentilmente.

—Algunas veces, querido hermano mío, siento compasión por tus amantes.

—No tienes por qué. Me aman tanto como las amo yo. Tienen todo lo que quieren, y la mayoría, más de lo que merecen. Dime, Minette, ¿cómo te trata Philip desde el destierro de Chevalier? Cada inglés que visita Francia me trae tales cuentos sobre su conducta, que me hace hervir la sangre. Lamento de veras el día que te casaste con ese pequeño mono —sus ojos tenían un extraño fulgor de odio y resentimiento, mientras los músculos de su mentón se distendían nerviosamente.

Minette le respondió con voz pasada, con una maternal compasión reflejada en el semblante.

—¡Pobre Philip! No debes juzgarlo tan duramente. Realmente quería a Chevalier. Cuando Luis XIV lo desterró, creí que se volvería loco… aunque juzgaba él que yo era responsable de ese destierro. A decir verdad, me habría alegrado de que volviese… eso hubiera hecho más llevadera mi vida. Y Philip sufre terribles celos por mí. Siente agonías si ve que alguien cumplimenta el nuevo vestido que llevo. Se mostró angustiado cuando supo que iba a hacer este viaje… no lo creerás, pero dormía conmigo todas las noches, esperando que me quedara embarazada y así pudiera posponer el viaje —se rió un poco al decir esto, una risa sin alegría—. Es así cómo se desespera. Es extraño —continuó pensativamente—, antes de casarnos creía estar enamorado de mí. Ahora dice que acostarse con una mujer le provoca náuseas. ¡Oh, lo siento, querido! —se apresuró a agregar, al ver cuán pálido se había puesto él, tan pálido que el bronceado tono de su tez se veía gris—. No quise decirte todas estas cosas. En verdad, no importan mucho. ¡La vida depara otras tan deliciosas…!

El rostro de Carlos Estuardo se alteró con un doloroso espasmo; inclinó la cabeza, cubriéndose los ojos con las manos. Minette, alarmada, se inclinó para acariciarlo.

—Carlos —dijo con voz queda—, Carlos, por favor. ¡Perdóname por hablarte como una necia! —dejó a un lado a Mimí y saltó de la cama con presteza, poniéndose de rodillas delante de él, al mismo tiempo que lo asía por los hombros—. Querido…, mírame, por favor… —lo tomó por las muñecas y aun cuando se resistió él, finalmente consiguió apartarle las manos del rostro—. ¡Hermano mío! —exclamó, aterrorizada—. ¡Qué cambiado estás! ¿Qué te pasa?

Carlos Estuardo suspiró profundamente:

—Lo siento, Minette, perdóname. ¡Pero te juro que lo mataré con mis propias manos! No tiene que tratarte de ese modo, Minette. ¡Louis debe hacer que su hermano enmiende su proceder, o destrozaré ese tratado en mil pedazos!

De los muros de piedra del pequeño salón colgaban cortinas de terciopelo escarlata bordado en oro, con el emblema de la casa de los Estuardo. Varios candelabros de plata habían sido encendidos, pues a pesar de ser las dos de la tarde, la habitación estaba sumida en la oscuridad porque no tenía ventanas, con excepción de dos pequeños tragaluces cerca del techo. Un pesado olor a perfumes y sudor atacaba el olfato. Se hablaba en voz baja, respetuosamente, las murmuraciones apenas se oían; los abanicos se movían agitados con indolencia, mientras media docena de violinistas dejaban escuchar una música tierna y suave.

Carlos Estuardo y Minette estaban sentados; la mayoría permanecía de pie; algunos de los hombres habían tomado almohadones sentándose sobre ellos. Monmouth había conseguido hacerse con uno y corriendo fue a sentarse a los pies de su tía, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirándola con arrobación. Todo el mundo quería a Minette, todos caían víctimas voluntarias de su encanto y su dulzura; su ardiente deseo de ser querida por todos, una cualidad que tenía en común con su hermano mayor, hacía que la gente la amara sin saber exactamente por qué.

—Quiero dejaros algo —le decía Henriette Anne a su hermano—•, para que siempre me recordéis.

—Querida… —hizo una mueca—. ¡Como si quisiera olvidaros!

—Dejadme haceros este obsequio. Tengo que daros algo… quizás una pequeña joya… algo que podáis usarlo algunas veces y os haga acordaros de mí… —se volvió y se dirigió a Louise de Kerouaille, parada a la sazón cerca de ella. Louise nunca se apartaba cuando el rey inglés se encontraba en la misma habitación con Minette—. Querida, ¿queréis traerme por favor mi joyero?… Está en el cajón del centro… Louise hizo una leve cortesía, todos sus movimientos eran llenos de gracia y belleza. Tenía ese refinamiento y esa elegancia que Carlos Estuardo admiraba en las mujeres, y que raras veces encontrara juntas en las más impresionantes damas de su Corte. Ella era parisiense hasta la última fibra de su cuerpo, hasta el último hilo de su vestido. No cabía duda de que coqueteaba con él, sin mostrarse descarada, sin recato o imprudente… era una mujer que debía ser conquistada antes de poseída. El rey Carlos, verdaderamente interesado, lo estaba más aún por el hecho de ser el perseguidor y no el perseguido.

Cuando ella se paró delante de Minette alargándole el pequeño estuche, dijo él:

—Aquí está la joya que quiero… Dejad que se quede en Inglaterra, Minette.

Louise se ruborizó, bajando los ojos. Varias de las damas inglesas aguzaron los oídos. La duquesa de Ravenspur y la condesa de Castlemaine cambiaron miradas de indignación… porque todas las amantes inglesas se habían aliado contra Louise desde el instante en que la vieron. Divertidas y ocultas sonrisas mostraron los hombres. Minette movió la cabeza.

—Soy responsable ante sus padres, Carlos. Ellos me la confiaron y debo hacer que vuelva. —Y luego, para suavizar la negativa, agregó—: Vamos… tomad lo que gustéis de esto… cualquier cosa que os haga acordaros a menudo de mí.

Carlos sonrió con parsimonia, ni ofendido ni embarazado, e hizo una selección de las joyas que había en la caja. Durante un momento pareció haber olvidado el incidente. Pero no era así. «Algún día —se dijo—, algún día será mía esa mujer…»En aquel instante entró la reina seguida de sus damas, entre las cuales se veía la duquesa de Richmond, que la acompañaba desde hacía algún tiempo. Desde que Frances cayera víctima de la viruela, ella y la reina se habían hecho muy amigas; ahora pendía de Su Majestad la reina con una especie de confiada y patética dependencia, con lo cual los caballeros y damas de la Corte encontraban motivo para un burlón entretenimiento.

Minette partió al día siguiente.

Carlos, en compañía de York, Ruperto y Monmouth, fue a bordo del barco francés y navegó en él una gran parte del Canal. Desde el primer momento que vio a su hermana había estado temiendo el instante de la partida; ahora no se sentía con fuerzas para dejarla ir. Tenía el presentimiento de que nunca más volvería a verla. Se veía cansada; se veía desilusionada; se veía enferma.

Tres veces le dijo adiós, pero cada vez volvía y la abrazaba de nuevo.

—¡Oh, Dios mío, Minette! —murmuró la última vez—. ¡No puedo dejarte ir!

Minette, por su parte, había hecho grandes esfuerzos para no llorar, pero ardientes y abundantes lágrimas surcaban sus mejillas.

—Recuerda lo que me prometiste y recuerda que te amo y que te amaré siempre, más que a nadie en la tierra. Si no vuelvo a verte…

—¡No digas eso! —inadvertidamente le dio un pequeño empujón—. ¡Claro que me verás de nuevo! Vendrás el año próximo… ¡Prométeme…, prométeme, Minette!

Minette echó atrás su cabeza y sonrió; el rostro súbitamente apaciguado y tranquilo. Como una niña obediente, repitió:

—Regresaré el año próximo… te lo prometo…