Capítulo LXII

Ámbar yacía en una chaise longue con el rostro serenamente apaciguado y satisfecho. Tenía el cabello suelto, en revuelta y brillante masa sobre sus hombros. Bruce estaba sentado en el suelo delante de ella, con las manos puestas en las rodillas, el cuerpo doblado hacia delante. No llevaba ni la peluca, ni la casaca, ni su espada, y su entreabierta camisa dejaba ver parte de un robusto y atezado torso.

Durante largo rato permanecieron silenciosos.

Ámbar, entrecerrados los ojos, estiró una mano y la posó en el brazo de él, acariciadora y tibia. Bruce levantó la cabeza y la contempló. Su rostro estaba todavía sudoroso y arrebolado. Sonrió gentilmente e, inclinándose, besó el dorso de la mano que lo acariciaba.

—Querido mío… —la inflexión que dio a su voz era dulce y tierna. Lentamente levantó sus párpados y lo miró. Los dos sonrieron, con una sonrisa nacida del recuerdo de las recientes caricias, de las muchas otras que quedaron perdidas en el curso del tiempo—. Por fin has vuelto… ¡Te he echado tanto de menos! ¿También me has echado de menos… siquiera un poquito?

—Claro que sí —respondió él. Pero su respuesta fue automática, como si la pregunta fuera necia e innecesaria.

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? ¿Piensas quedarte?

Se habría mostrado reconocida con Corinna si ésta hubiera insistido en que se quedaran a vivir en Inglaterra.

—Estaremos aquí un par de meses, creo. Luego iremos a Francia, a comprar algunos muebles y a visitar a mi hermana. Después de eso regresaremos a Virginia.

«Estaremos… iremos…» A Ámbar no le gustaba nada la entonación que imprimía a sus palabras. Volvíale a la mente toda la vida de él, sus planes y todo cuanto buscara… lo que ahora compartía con una mujer que no era ella. Y se sentía lastimada en su orgullo porque fueran a visitar a su hermana. Cierta vez Almsbury le había hablado de Mary Carlton, diciéndole que era muy hermosa, orgullosa y altiva… y que jamás se llevaría bien con ella.

—¿Te gusta estar casado? —le preguntó de pronto y con aire desafiante—. ¡Debes de encontrarlo muy soso y sórdido después de la alegre vida que has llevado!

Bruce Carlton sonrió de nuevo, pero Ámbar se dio cuenta de que sus palabras lo alejaban cada vez más. Se sentía terriblemente atemorizada, sin saber qué hacer. Como siempre, impotente para luchar con él y consigo misma.

—Pues no lo encuentro soso de ningún modo. En Virginia tenemos mejor opinión del matrimonio que aquí.

Ámbar le echó una furibunda mirada y con repentino impulso se sentó arreglándose la camisa.

—Vaya, vaya… ¡Es notable la forma como habéis progresado, lord Carlton! ¡Afirmo que no sois el mismo hombre que partiera de aquí hace dos años!

Bruce sonrió burlonamente.

—¿Te parece que no?

Lo siguió mirando torvamente; de pronto cayó de rodillas al lado de él.

—¡Oh!, querido… querido mío… ¡Te amo tanto! ¡No puedo acostumbrarme a la idea de que estés casado con otra mujer!… La odio, la desprecio, la…

—Ámbar… no hables así de ella —trató de tomarlo a broma—. Después de todo, tú te has casado cuatro veces y yo jamás he odiado a ninguno de tus maridos…

—¿Y por qué tenías que odiarlos? ¡Yo no amaba a ninguno de ellos!

—Ni al rey tampoco, supongo.

Ella bajó los párpados, momentáneamente confundida. Pero pronto se enfrentó de nuevo con él.

—No lo amo de este modo… De cualquier manera, se trata del rey. ¡Pero tú sabes tan bien como yo, Bruce, que dejaría al rey, la Corte y cuanto tengo en el mundo por seguirte, aun cuando fuera al último y más desolado rincón del mundo!

—¿Cómo es eso? —inquirió en tono de mofa él—. ¿Dejarías todo esto?

Y cuando Bruce le decía eso, Ámbar se daba cuenta que él no consideraba su posición, el lujo y la pompa con que vivía, como una cosa verdadera y permanente. Fue su desilusión más dolorosa. Porque ella había esperado impresionarlo con su título, su poder, su riqueza, sus fastuosas habitaciones. Y en lugar de ello resultaba que le hacía experimentar un sentimiento de inferioridad: todas las cosas por cuya posesión no había vacilado en sacrificarse y comprometerse carecían de importancia. Peor que eso: eran pura hojarasca.

—Sí —respondió quedamente—. Es claro que lo dejaría —tenía un inexplicable sentimiento de humildad y casi de vergüenza.

—Querida, nunca he soñado pedirte tal sacrificio. Has trabajado duramente para obtenerlo, de modo que legítimamente te pertenece y mereces conservarlo. Y lo que es más, estás exactamente donde debes estar. Tú y el Whitehall se complementan, como se complementan el brandy y una vieja alcahueta.

—¿Qué quieres decir con ello? —exclamó ella.

Bruce se encogió de hombros, miró el reloj y se puso de pie.

—Se está haciendo tarde. Tengo que irme.

Ámbar se levantó también de un salto.

—¡No querrás irte tan pronto! ¡No has estado aquí ni dos horas!

—Creí que estabas invitada a cenar.

—No iré. Enviaré un mensaje diciendo que no me encuentro bien ¡Oh, quédate conmigo, querido, cenaremos juntos! Tendremos…

—Lo siento, Ámbar. Quisiera quedarme, pero no puedo. Se hace tarde.

Sus ojos resplandecieron de celos.

—¿Tarde para qué?

—Me espera mi esposa.

—¡Tu esposa! —una fea expresión cruzó por su semblante—. ¡Lo que me parece a mí es que temes quedarte porque puede llegar a saberlo ella!… ¡Vaya, lord Carlton, me sorprende mucho saberos convertido en un Tom Otter! —Tom Otter era el prototipo del marido casero y fiel.

Bruce poniéndose la casaca, sin mirarla, le respondió sarcásticamente:

—Temo que el vivir en América me haya vuelto anticuado —se ajustó la hebilla del cinturón de la espada, se puso la peluca y por último tomó su sombrero. Le hizo una breve inclinación de cabeza—. Buenas noches, señora.

Cuando ya se dirigía a la puerta, corrió Ámbar detrás.

—¡Oh, Bruce! ¡No quise decirte eso, te lo juro! ¡Por favor, no te enojes conmigo! ¿Cuándo volverás a verme? Quiero ver a mi hijo. Supongo que no me habrá olvidado.

—Es claro que te recuerda. Me preguntó hoy cuándo podría venir a visitarte.

Los ojos de Ámbar centellearon maliciosamente.

—¿Y qué dice Corinna?

—Corinna ignora que vive su madre.

—Un bonito arreglo y una mejor solución —dijo ella, con amargura.

—Lo habíamos convenido así, Ámbar, recuérdalo. Y además, si los ves juntos no vayas a su encuentro. Hice ya comprender a Bruce que no debe mencionarte nunca delante de ella.

—¡Buen Dios! ¡Nunca he oído cosa más ridícula! ¡La mayoría de las esposas no son tan mimadas ni consideradas!… ¡Yo concedo todas las indulgencias posibles a la querida de mi esposo!

Sonrió con cierta tristeza y con cinismo.

—Mas, recuerda, querida, que Corinna no tuvo las ventajas de tu educación. En efecto, hasta que se casó, vivió completamente retirada.

—¡Vosotros, los hombres! ¡Bah!… ¿Por qué ocurre siempre que los más grandes calaveras se casan con simples y bobaliconas criaturas que no saben nada de sus bellaquerías?

—¿Cuándo traigo a Bruce?

—Pues… cuando quieras. Mañana.

—¿A las dos?

—Sí, sí… Pero, Bruce…

Lord Carlton se desentendió y haciéndole un saludo se retiró, mientras Ámbar lo contemplaba entre disgustada y herida, sin saber si debía destrozar algo o llorar. Hizo ambas cosas.

Al día siguiente llegaron puntualmente a las dos. El niño, que tenía ocho años y medio, era tan alto como un muchacho de más edad, había crecido mucho desde que ella lo despidiera. Cada vez se parecía más a su padre. No tenía ninguna semejanza con ella. Era asombrosamente hermoso, de rasgos decididamente masculinos, de un raro encanto personal y de buenas maneras; todo esto lo hacía irresistible. A Ámbar le parecía imposible que el niño pudiera pertenecerle, ser el resultado de un inefable momento de goce y éxtasis vivido muchos años atrás.

Su vivaz semblante demostraba las ansias que tenía de verla, pero como un perfecto caballero, se detuvo en la puerta, se quitó el sombrero, y le hizo una profunda y solemne cortesía. Ámbar corrió hacia él, lanzando exclamaciones de alegría, se dejó caer de rodillas y lo abrazó, besándolo apasionadamente mientras pugnaba por no estallar en llanto. Abandonándose a tales demostraciones de afecto, el niño correspondió a sus besos, pero volviendo la cabeza a otro lado para que su padre no viera que también lloraba.

—¡Oh, querido mío! —exclamaba Ámbar—. ¡Qué apuesto muchacho! ¡Y cuánto has crecido!… ¡Eres todo un caballero hermoso y fuerte!

—Te he echado mucho de menos, muchísimo, madre. Inglaterra parece estar muy lejos cuando uno se encuentra en América —ahora le sonreía, al tiempo que ponía una mano sobre el hombro de ella—. Estás bonita como nunca, madre.

Ámbar contuvo los sollozos, forzando una sonrisa.

—Gracias, querido. Espero estar siempre bonita para ti.

—¿Por qué no vienes a América con nosotros? Vivimos ahora en una gran casa, allá en Virginia. Hay habitaciones para todos, y todavía sobran muchísimas. ¿Vendrás, madre? Estoy seguro de que te gustaría más que Londres… Todo es mucho más hermoso, te lo aseguro.

Ámbar miró a Bruce brevemente y luego besó otra vez al niño.

—Me alegra que quieras vivir conmigo, querido, pero temo no poder. Aquí es donde debo vivir yo.

El pequeño Bruce se volvió hacia su padre con aire de apelación, como un hombre que tiene que hacer proposiciones prácticas a otro.

—¿Por qué entonces no vivimos todos aquí, sir?

Bruce Carlton se agachó y poniéndose en cuclillas tomó al niño por la cintura y lo miró en los ojos.

—No podemos vivir aquí, Bruce, porque no puedo dejar las plantaciones. América es mi hogar. Pero tú puedes quedarte aquí, si así lo prefieres.

Una expresión de desagrado cruzó la faz del niño.

—¡Oh!, pero yo no quiero dejaros, caballero. Y yo quiero también a América —se volvió hacia su madre—. ¿Irás a visitarnos algún día, madre?

—Tal vez —respondió ella pausadamente, sin mirar a Bruce, y poniéndose de pie—. ¿Querrías ver a tu hermana?

Los tres se dirigieron a la habitación de los niños, donde Susanna daba sus lecciones de baile con un exasperado maestro francés; cuando ellos llegaron se encontraron con que la niña gritaba malhumorada, golpeando el suelo con el pie. Al principio no reconoció a su hermano, porque tan sólo tenía dos años y medio cuando él se había ido, pero en seguida estuvieron cambiando impresiones, hablando con gran seriedad y excitación. Ámbar despidió a los criados y los cuatro se agruparon.

Bruce, a pesar de estar ya bastante crecido, no pudo resistir a la tentación de jactarse delante de su hermana. Ahora vivía en un gran país, había cruzado dos veces el océano, ido a caballo por las plantaciones de su padre, estaba aprendiendo a remar y poco antes de salir había matado un gato salvaje. Susanna no era una niña que se dejara abrumar por esas hazañas sin más ni más.

—¡Bah! —dijo despreciativamente—. ¡Eso me importa poco! ¡Yo tengo dos padres!

Bruce se anonadó algunos instantes.

—Eso no es nada para mí, señorita. ¡Yo poseo dos madres!

—¡Mientes, so bellaco! —exclamó Susanna. El aire desafiante con que lo dijo pudo provocar fácilmente una riña, pero intervinieron a tiempo Ámbar y Bruce, con la sugerencia de que todos intervinieran en un juego.

A partir de entonces, Ámbar vio frecuentemente a lord Carlton, quien la visitaba a veces sin llevar al niño. No permanecía más de una o dos horas, pero no se mostraba reservado y ella quedó convencida de que el matrimonio no lo había cambiado tanto como creyera al principio.

Un día se mostró con la suficiente desfachatez para decirle:

—¿Qué ocurriría si Corinna supiera lo de nuestras relaciones?

—Espero que no lo sepa nunca.

—Las murmuraciones se esparcen como la peste, aquí en Whitehall.

—Entonces espero que no las crea.

—¿Que no las crea? ¡Señor! ¿Sabes que es muy ingenua?

—No está acostumbrada a la moral de Londres. Pensará que no son sino murmuraciones maliciosas o envidiosas.

—Pero ¿qué ocurrirá si les da crédito? ¿Qué le dirás si te interroga?

—No quiero mentirle… —la miró frunciendo la frente—. Mírame, so moza descarada. Si sé que te has valido de una de tus artimañas, yo…

—¿Qué?

Sus ojos relampaguearon y sus labios se entreabrieron en una voluptuosa sonrisa. Hizo presión en él y consiguió tumbarlo de espaldas, arrojándose encima. Sus bocas se encontraron ávidas. En pocos segundos se olvidaron hasta de que Corinna existía.

Mientras transcurría el tiempo, la confianza de Ámbar se acrecentaba. A pesar de que él le había dicho que amaba a Corinna, estaba cierta de que también la quería a ella. Habían vivido mucho tiempo unidos, juntos habían compartido muchas cosas que llenaban sus vidas… recuerdos que permanecían siempre en el corazón de ambos, estaba segura de ello. Empezó a tener la certeza de que la esposa sólo era un estorbo, una conveniencia social. Disminuyó el inmenso temor que al principio le hiciera experimentar la belleza de Corinna.

Como ella esperaba, sus relaciones con Bruce no quedaron por más tiempo secretas. Buckingham, en primer lugar, Arlington y hasta el mismo rey estaban enterados de ellas. Con todo, eran caballeros que no estaban en realidad interesados en ello ni daban importancia a los asuntos amorosos de una mujer. Pero no ocurría lo mismo con las damas.

No hacía un mes que los esposos Carlton estaban en Londres cuando la condesa de Southesk y Jane Middleton estuvieron un día a visitar a Ámbar, tropezándose con Bruce, que salía de allí en ese preciso instante. Saludó él políticamente, y aun cuando con una lánguida mirada la señora Middleton trató de hacerse notoria y lady Southesk quiso entablar conversación, lord Carlton dio excusas.

—¡No faltaba más, milord! —dijo lady Southesk con tono meloso—. Podéis iros cuando gustéis. ¡Oh, Señor! ¡Afirmo que no está segura la reputación de un hombre si se lo ve salir de las habitaciones de Su Gracia antes de mediodía!

—Señoras, soy un servidor de vosotras —y haciendo una inclinación, se retiró.

La Middleton lo siguió con ojos que denunciaban su interés.

—¡Vaya si es hermoso! ¡Os aseguro que es la persona que más admiro en el mundo!

—¡Os lo dije! ¡Os lo dije! —exclamó la Southesk alegremente—. ¡Es su amante! Venid, entremos…

Encontraron a Ámbar sumergida en una gran bañera de mármol puesta sobre una alfombrilla. El agua estaba mezclada con leche para hacerla menos transparente, y una bata de baño estaba puesta por el través, en la mitad inferior de la bañera, de modo que ocultaba el cuerpo de la cintura para abajo. La habitación se encontraba llena de comerciantes, los que hablaban al unísono con voces chillonas. De pie detrás de la bañera estaba la última adquisición al servicio de la casa: un alto y rubio eunuco, joven y hermoso. Era uno de los muchos marineros capturados por los piratas árabes, y castrados para ser vendidos en Europa, donde los adquirían como una novedad las más bellas y ricas damas.

—No —decía Ámbar— ¡no lo quiero! ¡Es horrible! ¡Dios mío, mirad ese color! ¡No podría llevarlo jamás!…

—Pero, señora —protestaba el mercero—, os aseguro que es lo más nuevo… Está de moda en París, donde se la denomina «constipación». Os digo, señora, que también aquí será un éxito.

—No me importa. Parecería una cebellina hinchada con eso —y luego, cuando las dos mujeres llegaron hasta ella por detrás, lanzó una pequeña exclamación de sorpresa—. ¡Vaya, señoras! ¡Qué susto me habéis dado!

—¡Ah, sí! Pues vinimos haciendo ruido y alboroto, Su Gracia. Vuestros pensamientos deben haber estado en otra parte.

Ámbar sonrió reflexivamente mientras hacía estallar una o dos pompas de jabón.

—¡Oh!… Tal vez tengáis razón. Podéis iros vosotros… —dijo a los comerciantes—. No quiero comprar nada más por hoy. Herman… —miró por encima del hombro al eunuco—, alcanzadme una toalla.

La señora Middleton miró al rubio eunuco con gran admiración, y sus ojos recorrieron apreciativamente su imponente físico; comentó luego, como si no se tratara de un ser humano sino de un mero objeto inanimado:

—¿Dónde obtuvisteis ese muchacho tan hermoso? Mi eunuco es un hombre mal encarado… casi repulsivo.

Ámbar se puso de pie comenzando a secarse, consciente de aquellos ojos escrutadores y críticos que la observaban. Dejaba que la admiraran juzgando que muy pocos defectos le encontrarían, pues a despecho de haber tenido tres hijos, su cuerpo tenía la elasticidad y la morbidez de los dieciséis años… su cintura era estrecha y tersa la piel que cubría su vientre; sus senos, firmes. Siempre se mostró cuidadosa de su físico y la suerte la había ayudado a conservarlo joven y saludable.

—Lo conseguí en… no recuerdo cómo se llamaba esa casa… ah, sí… en las «Indias Orientales». Me costó extremadamente caro, pero creo que es digno del precio que pagué, ¿qué os parece?

Lady Southesk lo miró con desprecio.

—¡Vaya!… ¡Yo no tendría ninguno de ésos cerca de mí! ¡Criaturas insípidas! Incapaces de cumplir con la más significativa función del hombre.

Ámbar soltó la carcajada.

—Sin embargo, he oído decir que algunos de ellos no son inútiles. ¿Qué diríais si tal cosa ocurriera con Herman?

Lady Southesk la miró furiosa al oírle esto, considerándolo una falta de moral aunque ciertamente su reputación no era muy firme. La Middleton se apresuró a cambiar el tema.

—A propósito, señora, ¿a quién creéis que encontramos saliendo de aquí?

Ámbar sonrió maliciosamente, viendo venir el golpe. Se sentía satisfecha de que las cosas salieran así, pues no dudaba que las tales damas lo divulgarían aprisa.

—Sería a lord Carlton, supongo. Os ruego que toméis asiento, señoras, sin ceremonia.

Ámbar experimentaba un agradable entretenimiento con la etiqueta, que decretaba que una persona de rango inferior no debía sentarse delante de una duquesa, a menos de que ésta le diera permiso, y eso en silla común y sin brazos. Se regocijaba cada vez que una dama que antaño la despreciara tenía que levantarse cuando ella entraba en una habitación cambiándose a un asiento menos confortable.

Arrojando la toalla a Herman, se deslizó en la salida de baño que sostenía una de sus doncellas, metió los pies en un par de chinelas, y tomando su cabello por partes se lo sacudió con fuerza. La emoción que la embargaba cada vez que se veía con Bruce se prolongaba aún en ella, haciéndola experimentar una maravillosa sensación de vigorosa y saludable vitalidad. Le parecía que la vida nunca había sido tan placentera y deliciosa.

—He oído comentar la endiablada reputación de lord Carlton —dijo lady Southesk, y Ámbar la miró siempre sonriente, enarcando una ceja—. Temo que vuestra reputación se vea perjudicada si lo ven salir de vuestras habitaciones demasiado a menudo…

Y continuó hablando sin aguardar la respuesta de Ámbar.

—¡Señor! Y sin embargo es algo verdaderamente impresionante. ¡Os juro que es el más apuesto y hermoso varón que conozco! Pero cada vez que lo veo lo encuentro absorto en su mujer… ¿Cómo diablos conseguisteis tratarlo tan íntimamente?

—¡Oh!, ¿no lo sabéis? —intervino lady Southesk—. ¡Vaya, Su Gracia lo conoce de hace muchísimos años! —Se volvió hacia Ámbar y le sonrió con afectación—. ¿No es cierto, señora?

Ámbar lanzó alegres carcajadas.

—¡Oh, señoras… protesto… reconozco que estáis mejor informadas que yo de esas cosas!

Se quedaron algunos minutos más, hablando y comentando sobre todos sus amigos y conocidos. Las dos damas visitantes habían encontrado lo que fueron a buscar y se retiraron pronto a difundir las nuevas por Whitehall y el Covent Garden. Bruce, sin embargo, nunca habló de ello, y siempre que Ámbar se encontraba con Corinna, ésta se mostraba tan amable y amistosa como siempre. Era evidente, o al menos lo parecía, que no tenía la menor sospecha de las relaciones entre la duquesa y su esposo.

Transcurridas unas ocho semanas desde la llegada de lord y lady Carlton, Ámbar fue por último a hacer a ésta una visita, escogiendo cuidadosamente el momento preciso en que Bruce saliera de caza en compañía del rey. Encontró a Corinna sentada en la sala del departamento que ocupaba en Almsbury House, y sonrió con verdadero placer cuando vio quién era su visitante. Las dos mujeres se saludaron con amabilidad, pero sin besarse, pues aún no había contraído lady Carlton las costumbres de Londres, y Ámbar no quiso hacerlo, aun cuando habitualmente besaba y era besada por muchas mujeres a quienes apreciaba todavía muchos menos.

—¡Cuán bondadosa ha sido Vuestra Gracia al venir a visitarme!

Ámbar empezó a quitarse los guantes, y a pesar de todo su resentimiento celoso, posó en Corinna sus ojos.

—¡De ningún modo! —protestó con dejadez—. Podía haber venido antes. Pero, ¡Señor!, siempre hay algo que hacer en este condenado Londres… ¡Una debe ir aquí, allí… hacer esto o aquello! ¡Qué cosa tan bárbara! —Se dejó caer en una silla—. Debéis de haber encontrado una gran diferencia con América. —Su tono implicaba que América debía de ser un lugar apacible donde no había otra cosa que hacer que cuidar de los niños y bordar.

Mientras hablaba observaba a Corinna con gran atención, tomando nota de todos los detalles de su peinado y sus ropas; de cómo caminaba, levantaba la cabeza y se sentaba. Lady Carlton llevaba un vestido de raso de color gris perla, con perfumadas rosas puestas en el corpiño, y un hermoso collar de zafiros; no lucía otras joyas, excepto su anillo de bodas.

—Es diferente —convino Corinna—, pero aun cuando os parezca extraño, encuentro que hay mucho menos que hacer, al menos para mí, en Londres que en América.

—¡Oh!, aquí tenemos mil diversiones… lo único que se necesita, es conocerlas. ¿Os gusta Londres? Os parecerá una gran ciudad. —Trataba de hablar con naturalidad, pero no lo lograba. No podía ocultar sus sarcasmos, una insinuación de superioridad que estaba muy distante de poseer.

—¡Oh, sí, me gusta mucho! Lo único que siento es no haberla conocido antes del incendio. Salí de aquí antes de cumplir los cinco años, y no puedo recordar nada de lo que había entonces. En América consideramos a Inglaterra como la madre patria, y siempre he deseado regresar y dar un paseo.

Se mostraba tan serena, tan quieta y tan feliz, que Ámbar sintió impulsos de destrozar aquel mundo apaciblemente proyectado y en el cual vivía esa odiada mujer. Pero no se atrevió a hacerlo, contentándose con murmurar:

—Mas, decidme, ¿no es acaso terriblemente soso vivir en una plantación?… Supongo que nunca veréis alma viviente… con excepción de los negros y los indios salvajes.

Corinna no pudo menos de soltar la carcajada.

—Tal vez fuera sórdido y soso para una persona que ha vivido en una ciudad, pero no para mí. Es una tierra hermosa. Y las plantaciones están vinculadas por ríos, de modo que es fácil viajar y recorrerlas. Nos gusta ofrecer fiestas… y algunas se prolongan días y hasta semanas. Los hombres están siempre ocupados en sus trabajos, pero buscan el modo de disponer del tiempo suficiente para cazar, pescar, jugar y bailar… Pero perdonadme que os importune con estas cosas insignificantes.

—No, no, de ningún modo. Por el contrario, siempre me he preguntado la clase de vida que se lleva en América. Tal vez vaya algún día y os haga una visita. —No se imaginaba qué era lo que la había impulsado a decir esto.

Tal ofrecimiento fue tomado por Corinna con verdadero interés y ansiedad.

—¡Oh, señora, si pudierais venir! ¡Mi esposo y yo nos sentiríamos dichosos de teneros con nosotros! ¡No os imagináis cuánta sensación causaríais! ¡Toda una hermosa duquesa en América! Seríais festejada en todas las residencias de Virginia… naturalmente os tendríamos con nosotros la mayor parte del tiempo. —Su sonrisa era tan espontánea, tan inocente, que Ámbar sintió cólera y amargo rencor.

«¡Señor! —se dijo—. ¡Debe de haber vivido una vida retirada!» En voz alta preguntó:

—¿Cuándo pensáis ir a Francia? —Había preguntado esto mismo muchas veces a Bruce, sin recibir una respuesta concreta, y puesto que se encontraba en Londres hacía más o menos dos meses, temía que dispusieran a partir dentro de muy poco.

—Pues… no creo que lo hagamos hasta dentro de un tiempo. —Corinna dudó un momento, como si no juzgara conveniente decirlo; luego, con cierto aire de orgullo y de honrosa confidencia, agregó—: Os diré la verdad… voy a tener un niño, y mi esposo cree que no sería prudente viajar mientras no haya dado a luz.

Ámbar no dijo nada; por unos segundos se sintió descompuesta con la impresión; su mente y sus músculos parecían haberse paralizado.

—¡Oh! —murmuró por último—, es una contrariedad.

Con creciente cólera se dijo que se estaba comportando como una necia. ¿Qué importaba que la otra estuviera encinta? Debía alegrarse de ello. Porque así se quedaría Bruce en Londres mucho más tiempo del que pensara… sí, mucho más tiempo porque aún no mostraba Corinna signos del embarazo. Se puso de pie, diciendo que debía retirarse, y Corinna agitó una campanilla para llamar a un criado.

—Os agradezco vuestra gentil visita, señora —dijo lady Carlton mientras la acompañaba a la puerta—. Espero que lleguemos a ser buenas amigas.

Se detuvieron en el umbral y Ámbar la miró de frente.

—Yo también lo espero, señora. —Luego, inesperadamente, dijo algo más—. Vi a vuestro hijo ayer, en el palacio.

Una ligera expresión de sorpresa cruzó por el semblante de lady Carlton.

—¡Oh!… ¡queréis decir el pequeño Bruce! No es mi hijo, milady.

Es el hijo de la primera mujer de mi esposo. Pero lo quiero como si fuera mío.

Ámbar no replicó nada; sus ojos se mostraron duros y fríos, denunciando los fieros celos que la agitaban interiormente. «¿Qué quiere decir? —se preguntaba llena de resentimiento y cólera—. ¡Que lo ama como si fuera propio! ¿Qué derecho tiene a quererlo? ¿Qué derecho tuvo siquiera de conocerlo? Es hijo mío…»Corinna seguía hablando.

—No conocí a la primera lady Carlton (no sé siquiera quién fue), pero juzgo que sería una mujer maravillosa para tener tal hijo.

Ámbar se esforzó por reír un poco, pero en su risa no había alegría ni buen humor.

—Sois generosa, señora. Creí que odiaríais a la primera mujer…

Lady Carlton sonrió ligeramente.

—¿Odiarla? ¿Por qué iba a odiarla? Después de todo… ahora él me pertenece. Y además, me dejó su hijo.

Ámbar se volvió con presteza para ocultar su rostro.

—Debo retirarme, ya, señora… Buenos días… —Se dirigió por la galería, pero apenas había descendido unos cuantos peldaños de la escalera principal, oyó de nuevo la voz de Corinna.

—¡Señora!… ¡Habéis dejado vuestro abanico!

Siguió bajando sin darse por aludida, fingiendo no haber oído, para no verse obligada a mirarla de frente. Corinna corrió detrás de ella, haciendo resonar sus tacones de oro.

—¡Señora! —repitió—. Habéis dejado vuestro abanico…

Ámbar se volvió y tomó el objeto que la otra le alcanzaba. Lady Carlton estaba parada dos escalones más arriba, sonriendo amistosamente.

—Os suplico que no vayáis a creeros, señora, que soy una necia… Durante algún tiempo tuve la impresión de que yo os disgustaba…

—¡Oh!…, os juro que yo…

—Ahora estoy segura de que no es así. Buenos días, señora… y por favor, venid a visitarme otra vez.