Capítulo XL

«Ámbar, condesa de Radclyffe —se dijo, mientras se arreglaba delante del espejo, frunciendo la nariz con despecho; hizo crujir los dedos y dio media vuelta—. ¡Valiente cosa! ¡Finalmente resulta que no significa nada!» Hacía justamente una semana que se había casado, pero de momento su vida no se diferenciaba en nada de la que llevó cuando era sencillamente mistress Dangerfield y, por cierto, era mucho menos colorida que cuando la conocían por mistress St. Clare, del Teatro de Su Majestad. El tiempo era demasiado frío y húmedo como para arriesgarse a salir. Las defunciones ocasionadas por la peste durante la semana pasada habían llegado a cien, y ni el rey ni su Corte aparecían en Whitehall. Estaba, pues, obligada a quedarse en casa, circunscrita a deambular por sus habitaciones, pues el resto continuaba sin limpiar y tenía un sombrío y poco grato aspecto. Las horas pasaban lentamente, cargadas de fastidio y aburrimiento. ¡De modo que había invertido en aquello sus sesenta y seis mil libras! Evidentemente, había hecho un disparate, un mal negocio… Y todo, por un hombre a quien ella despreciaba.

Porque aun siendo su esposo, el conde de Radclyffe era un enigma.

Lo veía muy poco; él tenía múltiples intereses que no deseaba compartir con ella, ni ella con él. Pasaba varias horas del día en su laboratorio, que comunicaba con el dormitorio de ambos, y continuamente le llegaban aparatos de extraño e impresionante aspecto. Cuando no estaba allí, se encontraba en la biblioteca o en las habitaciones de la planta baja, siempre leyendo, escribiendo, haciendo cálculos, forjando planes para reconstruir la casa. Aunque esto se hacía, fuera de toda duda, a expensas de Ámbar, nunca la consultaba él sobre sus gustos o preferencias sobre el mobiliario u otras cosas por el estilo, ni le rendía cuentas acerca de sus proyectos.

Se veían, generalmente, dos veces al día: en el almuerzo y por la noche. La conversación, a la hora del almuerzo, era árida, cortés, y versaba sobre temas insubstanciales. Se la mantenía en beneficio de la servidumbre. Por la noche no hablaban casi nada. El conde no podía, en el sentido estricto de la palabra, hacerle el amor. Pero había algo más que eso: la asqueaba completa y terminantemente, incluso cuando se despertaban en él violentas mareas de deseo y algún salvaje anhelo que remontaba del pasado y que él jamás le explicó. Sin embargo, la deseaba ardientemente, quería tomar completa posesión física de ella… deseo en el cual se debatía noche tras noche, que nunca lograba realizar y que lo arrojaba a un caos de lascivia e impotencia.

Desde la primera mañana se declararon tácitamente enemigos, pero transcurrieron algunos días antes de que la mutua antipatía provocara un conflicto abierto. Fue por una cuestión de dinero.

Una mañana le presentó una nota, dirigida a Shadrac Newbold y redactada en los siguientes términos: «Os suplico entregue a Edmund Mortimer, conde de Radclyffe, el portador, la suma de dieciocho mil libras.» Le pidió sencillamente que se dignara firmarla; el dinero estaba todavía a su nombre, no obstante la cláusula del contrato matrimonial que estipulaba que él se hacía cargo de toda su fortuna, manejándola a discreción, con excepción de diez mil libras.

Estaban de pie delante de una mesita-escritorio. Al alargarle la nota, tomó una pluma y la mojó en el tintero. Ámbar la leyó y luego, ahogando una exclamación de sorpresa, lo contempló inquisitivamente.

—¡Dieciocho mil libras! —exclamó llena de ira—. ¡A este paso, mi fortuna no durará mucho!

—Os pido mis disculpas, señora, pero considero que estoy muy bien enterado de la cualidad disipable del dinero, y no tengo, al igual que vos, el menor propósito de hacer que se desvanezca. Como ya hemos convenido, estas dieciocho mil libras servirán para pagar mis deudas, acumuladas durante veinticinco años.

Hablaba con el tono de quien efectúa la explicación razonada de un difícil problema a una niña no muy despierta. Ámbar lo envolvió en una sombría mirada. Durante largos minutos vaciló en firmar la nota, haciendo trabajar su cerebro para encontrar una aceptable forma de salir del paso. Pero se convenció de que no había otro recurso; la tomó para firmarla y lo hizo con tal arrebato, que la pluma, al rasgar el papel, hacía saltar la tinta. Luego la tiró y, sin dignarse mirarlo, se volvió y se acercó a la ventana, donde se quedó apoyada, contemplando el callejón. Dos pescaderas se maldecían allí mutuamente y por último procedieron a golpearse con los lenguados que tenían en las manos.

Al cabo de unos instantes, oyó que la puerta se cerraba detrás de él. Se volvió y enfurecida, levantó un vaso chino de porcelana y lo estrelló con todas sus fuerzas contra la pared de enfrente.

—¡Ojalá lo parta un rayo! —gritó—. ¡Cochino y viejo sátiro!

Nan corrió al lugar donde se había pulverizado el vaso, con la vaga esperanza de recoger los fragmentos.

—¡Oh, Dios mío! Ama… ¡Señoría! —se corrigió—. ¿Qué habéis hecho? ¡Se volverá loco cuando lo sepa! ¡Era un tesoro para él y lo apreciaba muchísimo!

—¡Ah, sí! ¡Pues yo también apreciaba mucho mis dieciocho mil libras! ¡Él sucio lacayo! ¡Hubiera querido darle en la cabeza! ¡Oh, Señor! ¡Qué cosa calamitosa es tener un marido! —Impacientemente echó una mirada en derredor, buscando algo con que distraerse y olvidar su disgusto—. ¿Dónde está Tansy?

—Su Señoría me ordenó que no le permitiera entrar cuando vos estuvierais en paños menores.

—¡Ajá! Conque dijo eso, ¿eh? ¡Pues ya lo veremos! —cruzó la habitación a grandes zancadas y, abriendo la puerta, gritó—: ¡Tansy! ¡Tansy! ¿Dónde estás?

Durante unos momentos no se oyó respuesta alguna. Luego, detrás de un macizo y tallado armario apareció primero el turbante y luego el pequeño y negro rostro del muchachito. Sus grandes ojos parecían no haberse despejado todavía. Abrió la boca en un incivil bostezo.

—Sí, amita —pronunció lentamente.

—¿Qué diablos estabas haciendo ahí metido?

—Durmiendo, amita.

—¿Y por qué ahí, precisamente? ¿No tienes tu cama en la habitación contigua?

—No me dejan entrar, amita.

—¿Quién dijo eso?

—Su Señoría me lo explicó así, mistress Ámbar.

—¡Pues Su Señoría no sabe de qué está hablando! ¡Vamos, entra! Y recuerda que a partir de hoy tienes que hacer lo que yo te diga… ¡no lo que él ordene!

—Está bien, amita.

Bien avanzada la tarde, regresó el conde. Entró en el dormitorio con su acostumbrada flema y encontró a Ámbar sentada en el suelo, con las piernas cruzadas a la oriental. La acompañaban Tansy y Nan Britton. Había una pila de monedas delante de ellos, y las dos mujeres reían de las travesuras del negrito. Ámbar vio que el conde entraba, pero se hizo la desentendida, hasta que aquél se paró justamente a su lado. Tansy miró asustado en derredor, como buscando el agujero donde correría a esconderse, con los ojos en blanco girando en las cuencas. Nan se quedó donde estaba, sin ánimos para llevar a cabo ningún movimiento. Ámbar no pudo menos de levantar la cabeza y mirarlo, aunque no dejó de agitar los dados en su mano. Aquel hombre la enfurecía con su sola presencia, aunque también la atemorizaba un poco. Pero había dicho a Nan que ya vería el modo de hacerle entrar en el meollo de una vez para siempre que ella no era mujer a quien se gobernase así como así.

—Bien, milord, espero que vuestros acreedores estén ahora tranquilos.

—A decir verdad, madame —dijo el conde sin recoger la alusión—, me sorprendéis bastante.

—¡Ah, sí! —agitó los dados y los hizo correr sobre la alfombra, mirando los números uno por uno, con estudiada calma.

—Decidme: ¿sois una ingenua o una depravada?

Ámbar le echó una breve mirada. Optó por lanzar un profundo suspiro en señal de fastidio, dejó a un lado los dados y se levantó, tomando al mismo tiempo de la mano a Tansy para que se levantara con ella. De pronto sintió una palmada en el dorso de la mano. Tansy lanzó un chillido, asiéndola de las faldas para protegerse.

—¡Quitad vuestras manos de esa criatura, señora! —la voz de Radclyffe era todavía fría y casi tranquila, pero sus ojos brillaban con fiereza—. ¡Vamos, vete de aquí! —gritó luego a Tansy, quien salió disparado sin aguardar a que se lo dijeran dos veces.

Radclyffe prestó ahora atención a Nan, que se aproximó medrosa a su ama.

—Os tengo dicho, Britton, que no permitáis entrar a ese pequeño salvaje en esta habitación cuando Su Señoría no esté completamente vestida. ¿Acaso…?

—¡No es culpa suya! —interrumpió Ámbar con acritud—. Lo traje yo misma.

—¿Por qué hicisteis eso?

—¿Y por qué no podría hacerlo? Está conmigo hace dos años y medio… ¡entra en mi habitación cuando le parece!

—Tal vez lo hiciera. Pero, de hoy en adelante, no lo hará más. Ahora sois mi esposa, madame, y si carecéis del sentido de la decencia, no tendré más remedio que transmitíroslo por mí mismo.

En el colmo de la exasperación, determinada a lastimarlo con la única arma que tenía a mano, le dijo entre dientes y silabeando las palabras con marcada ironía:

—¡Vamos, milord! ¡No esperaréis que os engañe con un niño!

Los ojos de Su Señoría se inflamaron y las venas de su frente se hincharon en forma amenazadora. Ámbar experimentó algunos segundos real terror. En su semblante leyó un odio insensato. Pero, para su inmenso alivio, vio que lograba dominarse. Radclyffe quitó una imaginaria mota de polvo de su inmaculado corbatín de encaje.

Madame, no logro imaginarme, por más que hago, qué clase de hombre fue vuestro primer marido. Os aseguro que una italiana que hablara a su marido del modo que lo habéis hecho vos, tendría un serio motivo para arrepentirse de su impertinencia.

—Pero yo no soy italiana ni tampoco estamos en Italia… ¡Esto es Inglaterra!

—Donde, según vos creéis, los maridos no tienen derechos —se volvió para retirarse—. Mañana se irá de aquí ese mono negro.

Ámbar se dio cuenta súbitamente de su situación y lamentó su insolencia. Ahora comprendía claramente que con el conde no cabía la posibilidad de las bravatas, como con Black Mallard o Luke Channel… ni cabían los halagos y los mimos como con Rex Morgan o Samuel Dangerfield. Él no la amaba ni la temía. Y, aunque estaba de moda despreciar a los maridos, estaba también enterada de que una esposa, de acuerdo con los códigos ingleses, era de exclusiva propiedad del marido, del mismo modo que un mueble o una cosa. Podía hacer de ella cuanto se le antojara, hasta asesinarla… particularmente siendo rico y noble.

Cambió, pues, el tono.

—¿No le haréis ningún daño?

—Simplemente quiero deshacerme de él, señora. Me niego a tenerlo en mi casa más tiempo.

—Pero no le haréis ningún daño, ¿verdad? ¡Vamos! Es un pobre e inofensivo niño, tan desvalido como un juguete. ¡No está aquí por su culpa! ¡Oh, por favor, enviadlo a casa de los Almsbury! El conde se hará cargo de Tansy. ¡Por favor, Señoría!

Odiaba tener que suplicar, y lo odiaba más aún por obligarla a suplicarle. Pero quería a Tansy y no tenía más remedio que hacerlo. Le constaba que el negrito corría peligro.

En el rostro del conde se leía algo así como una secreta satisfacción. Sus palabras fueron una réplica al dardo que ella le había disparado antes.

—Parece casi imposible —dijo con tono mordiente— que una mujer demuestre tal predilección por un ridículo monito negro, a menos que…

Ámbar apretó los dientes, pero no hizo el menor movimiento, para no dar lugar a que se enterara del efecto que surtían sus palabras. Durante unos segundos permanecieron mirándose frente a frente. Trabajosamente repitió su pregunta anterior:

—Por favor, ¿querréis enviarlo a casa de los Almsbury?

Radclyffe sonrió ampliamente, satisfecho de haberla humillado de ese modo.

—Muy bien. Mañana lo enviaré.

El favor, aunque concedido, era una bofetada.

—Gracias, caballero —dijo Ámbar, bajando los párpados.

«¡Algún día —pensó—, algún día te cortaré el gaznate, condenado y viejo sátiro!»

El 18 de febrero, Carlos II regresó a Whitehall. El suelo estaba cubierto de nieve, las campanas repicaban alegremente, y por la noche, espléndidos fuegos de artificio surcaron el oscuro cielo de invierno, dándole la bienvenida. La reina, sin embargo, y todas las damas de su séquito se habían quedado en Hampton Court. La Castlemaine había dado a luz recientemente otro hijo, mientras que Su Majestad había tenido otra pérdida. Y el duque de York no dirigía la palabra a la duquesa porque creía —o aparentaba creerlo— que se entendía con el hermoso Henry Sidney.

Radclyffe fue a esperar la llegada del rey. Ámbar no podía salir mientras no llegaran las damas, hasta tanto pudiera ser presentada en un baile o en otra parecida y formal ocasión. Sin embargo, una vez que hubo presentado sus respetos, el conde no volvió más por palacio. No pertenecía a la clase de hombres en quienes el rey Carlos pudiera depositar su confianza, y su religión impedía que se le asignara un cargo. Para mayor abundamiento, había estado fuera de la Corte mucho tiempo. Una nueva generación había tomado las rienda de la administración y establecido la paz, una paz en la que él no tuvo ninguna participación. Las actuales normas de vida diferían fundamentalmente de aquellas a que estuvo acostumbrado; las calificaba de superfluas y frívolas, carentes de gracia o propósito. Juzgaba a la mayoría de los hombres como una caterva de pillos o tontos, o las dos cosas; de las mujeres opinaba que eran unas zorras o cabezas huecas. Entre ellas, incluía a su mujer.

Ámbar tenía la impresión de que el tiempo transcurría más lentamente que nunca. Pasaba las horas en compañía de Susanna, construyendo castillos de naipes, jugando con ella como otra niña y haciéndola dormir con canciones de cuna que recordaba de los tiempos de su niñez. Adoraba a su hija, pero no podía estar siempre a su lado. Ansiaba incorporarse de una vez al gran mundo —cuya cuota de admisión tuvo que pagar con tanta esplendidez—, lo que le permitiría cruzar con altivez y orgullo la puerta principal, y no deslizarse como una intrigante por un oscuro pasadizo trasero. Se sentía satisfecha de que Radclyffe no gustara de la alegre vida de la Corte, circunstancia que le permitía disponer de una gran parte de tiempo libre.

No deseaba sino verse lejos de él. Le parecía que irradiaba una maléfica influencia y, aun cuando en rigor no podía decirse que siempre estuviera a su lado, no lograba apartarlo de su mente… Era una perenne y fatídica sombra. Sola como estaba en la casa y con poquísimas distracciones, todo cuanto decía o hacía asumía excesiva importancia. Reflexionaba previamente sobre cada palabra, cada mirada, cada acto, royéndolos como un perro roe un duro hueso.

Una vez, sobresaturada de aburrimiento, se aventuró a entrar en el laboratorio.

Empujó la puerta suavemente, encontrando que estaba abierta, y entró con el mayor cuidado para no molestarlo. Grandes pilas de libros y manuscritos, recientemente traídos de Lime Park, se veían en el piso. Había también muchos cráneos, cientos de garrafas, tubos, retortas, lámparas de aceite, matraces y redomas de todo tamaño y grosor, empleados en la alquimia. Ámbar sabía que estaba ocupado en la «gran obra», un tedioso y complicado procedimiento que ocupaba ya siete años y cuyo objetivo era el descubrimiento de la Piedra Filosofal, investigación en la que estaban comprometidos los mejores hombres y los mejores cerebros de la época.

Al entrar, vio al conde sentado delante de una mesa, dándole la espalda y ocupado en la tarea de examinar unos polvos amarillos. Ámbar no dijo una palabra, pero avanzó hacia él, recorriendo con los ojos, curiosamente, todos los objetos allí acumulados. Fue tal la sorpresa que le causó su presencia, que dejó caer una botella que tenía en sus manos.

Ámbar dio un salto para evitar que el contenido le manchara el vestido.

—¡Oh! ¡Cuánto lo siento!

—¿Qué hacéis aquí?

Su resentimiento afloró.

—Pues… ¡vine a mirar! ¿Hay algo de malo en eso?

Radclyffe se dejó caer en el asiento, tratando al mismo tiempo de componer su faz.

—Señora, hay muchos lugares en los cuales no debe entrar una mujer… en cualquier circunstancia. Un laboratorio es uno de ellos. Por favor, no me interrumpáis otra vez. He pasado muchos años y he gastado mucho dinero en esta obra, para que sea destruida ahora y por los desatinos de una mujer.

Después de la alquimia, tenía gran predilección por la biblioteca, donde se recreaba muchas horas al día. La mayor parte de su vida se la había pasado buscando libros raros y antiguos manuscritos que conservaba en riguroso orden, anotados en un libro con especificación de procedencia, año, autor, asunto, etc. Pero su interés por los libros iba más allá de la mera satisfacción de tenerlos, de contemplar las bellas y artísticas pastas de fino cuero y los arabescos de oro. También los leía. Había tragedias griegas y allí estaban las Cartas de Cicerón y las Meditaciones de Marco Aurelio; Plutarco y Dante integraban la colección, y no faltaban tampoco comedias españolas y tratados de filósofos e investigadores franceses, todos en su idioma original.

El conde no había prohibido a Ámbar que entrase en la biblioteca, pero transcurrieron varias semanas después de la boda antes de que se decidiera. Había llegado a tal grado su aburrimiento que, para librarse de él, quería leer. Al entrar cierto día, no se dio cuenta de que el conde estaba allí, hasta que lo vio delante de la chimenea, con un libro abierto sobre una mesa y con la pluma en la mano. Se detuvo unos segundos, dudando, y por último decidió retirarse. Radclyffe clavó en ella los ojos y, para su sorpresa, se puso galantemente de pie, casi sonriente.

—Tened la bondad de pasar, madame. No veo por qué una mujer no pueda entrar en una biblioteca… aunque no aprecie mucho tal lugar. ¿O sois un espécimen de esa rareza de la naturaleza y de la humanidad que componen las mujeres cultas?

Su boca, al pronunciar tales palabras, se torció con ironía. Como casi la mayoría de los hombres —no importaba cuáles pudieran ser sus intereses intelectuales y los conocimientos adquiridos— consideraba la educación de la mujer como algo risible y absurdo. Ámbar se hizo la desentendida de la pulla; era muy difícil que se sintiera ofendida en ese terreno.

—Pensé que aquí podría encontrar algo con que entretenerme. ¿Tenéis algunas comedias escritas en inglés?

—Muchas. ¿Cuáles preferís: Ben Johnson, Marlowe, Beaumont y Fletcher, Shakespeare?

—Lo mismo me da cualquiera. Los he representado a todos.

Ámbar sabía que al conde le disgustaba la sola mención de su pasada actuación en el teatro, no obstante lo cual ella se complacía en resaltarlo toda vez que podía. Se había resistido a ser envuelta en sus redes y sólo deseaba fastidiarlo.

Pero esta vez la miró con evidente desagrado.

Madame, había esperado que vuestro propio sentido del decoro impediría que volvierais a hacer referencias sobre ese particular y desdichado episodio de vuestra vida. Os suplico, pues, que no lo mencionéis más en mi presencia.

—¿Por qué? Me parece que no tengo por qué avergonzarme de ello.

—Yo, sí.

—No os obligué a que os casarais conmigo.

Los separaban unos tres metros de distancia, y allí se quedaron mirándose como dos enemigos irreconciliables. Ámbar había alimentado la esperanza de que una vez que lograra romper su empaque haciéndolo salir de sus casillas, lo tendría completamente a su merced: «Si consigo golpearlo en alguna parte vital —se decía—, nunca más le volveré a temer». Pero no podía resolverse a hacerlo de una vez para siempre. Sabía perfectamente que el conde poseía un innato sentido de crueldad, un leve salvajismo, una perversidad altamente refinada, como lo eran todos sus vicios. No había encontrado en él ni un vestigio de conciencia o compasión, de manera que dudaba, impelida por el temor, y se odiaba a sí misma por su cobardía.

—No —admitió Radclyffe por último—, no me obligasteis a casarme con vos… porque teníais otros atractivos a los cuales era imposible resistirse.

—Sí —descerrajó Ámbar—. ¡Sesenta y seis mil libras!

—¡Cuánta perspicacia en una mujer! —dijo sonriendo melifluamente el conde.

Por espacio de varios segundos lo contempló, deseando aplastarle el puño sobre la cara. Tenía la impresión de que aquella cara de viejo y libidinoso mico se desmenuzaría como la de una momia bajo un fuerte golpe, y el cuadro que lo representó en su mente, completamente desintegrado, la horrorizó. Consiguió dominarse y con aparente tranquilidad se volvió hacia los libros.

—Bien, ¿dónde están esos libros?

—En ese estante, señora. Ahí tenéis los que queráis.

Tomó tres o cuatro de una fila, al azar, deseando tenerlo lejos de su vista.

—Gracias, caballero —dijo sin mirarlo, y se dirigió hacia la puerta. En el preciso instante en que llegaba a ella, oyó de nuevo su voz.

—Tengo algunos libros italianos por los cuales no dudo tendríais interés.

—No leo italiano —respondió, volviéndose a medias.

—Esos libros pueden apreciarse sin necesidad de leerlos. Hablan en el lenguaje universal de las figuras.

Comprendió perfectamente lo que quería decirle y se detuvo, atraída por su irresistible inclinación hacia todo lo sensacional o salaz. Con una sonrisa que traicionaba claramente su cínico contentamiento ante la curiosidad que la dominaba, se volvió, encaminóse a uno de los estantes, bajó un grueso volumen encuadernado en piel, lo colocó sobre la mesa y aguardó. Tuvo Ámbar unos segundos de vacilación, durante los cuales miró al conde con evidente aire de sospecha, como si le hubiera preparado una trampa. Sin embargo, levantó la barbilla, avanzó con paso decidido hacia la mesa y lo abrió. Pasó una docena de páginas impresas en un idioma ininteligible, pero ahogó un grito de sorpresa al encontrarse con la primera estampa. Era un magnífico dibujo hecho a mano, en colores, en el cual se veían un hombre y una mujer desnudos, en amoroso éxtasis.

Durante unos segundos Ámbar miró el dibujo, fascinada. Levantó de pronto la vista y sorprendió al conde mirándola como en aquella ocasión en que estaban en la biblioteca de los Almsbury. Pero otra vez la mirada volvió a desvanecerse con la misma rapidez, como si nunca hubiera existido. Ámbar alzó el volumen y se encaminó hacia la puerta.

—Ya sabía que os interesaría —oyó que decía el conde—, pero os suplico que lo tratéis con cuidado. Es un volumen antiquísimo y muy raro… un verdadero tesoro en su género.

Al salir, no respondió ni se dignó mirarlo. Se sentía ofuscada y aturdida y, al mismo tiempo, agradablemente excitada. De todos modos, parecía que el conde había logrado otro punto de ventaja sobre ella.