Capítulo XLV

El cadáver de Philip fue inhumado aquella misma noche, en cuanto el crepúsculo radiante de la campiña cedió lugar a las sombras, bajo un cielo estrellado y corruscante. El capellán de la familia, que había bautizado al hijo del conde, le administró los últimos sacramentos y dirigió los servicios litúrgicos en la pequeña capilla del castillo, donde Jenny Ámbar y los criados de Radclyffe se habían arrodillado en silencio.

En todo fallecimiento repentino se sospechaba siempre de la acción del veneno. Debido a esa creencia se temió que el cuerpo se descompusiera rápidamente, lo que obligó a prescindir de las formalidades. Obedeciendo a las reiteradas súplicas de Philip de guardar el secreto de su muerte, se había dicho que él mismo, accidentalmente, se hirió al limpiar una de sus armas.

Ámbar estaba hambrienta, le dolía el estómago pero obstinadamente se negó a comer o beber algo. Temía que Radclyffe hubiera instruido a alguno de sus sirvientes para que la matara si el envenenamiento no surtía efecto. Porque no cabía la menor duda de que había intentado matar a los dos: dio a un perro algunas tajadas de pollo y aquél murió rápidamente, en medio de terribles convulsiones.

Ni Ámbar ni Jenny querían quedarse solas de noche. Jenny padecía espasmódicos dolores que le hicieron temer un prematuro alumbramiento. Las dos ocuparon el departamento de los invitados, usado rara vez, pues ambas se resistían a volver a sus propias habitaciones. Ámbar estaba resuelta a no hacerlo mientras viviese. A eso de las diez cesaron los dolores de Jenny y pudo meterse en cama, más tranquilizada, pero Ámbar siguió en pie, inquieta, aterrorizada por las sombras, alarmada ante cualquier sonido. Tenía la sensación de que espantosas cosas invisibles la cercaban por doquier estrechándola hasta asfixiarla. Una de esas veces llegó a gritar, invadida por terror. Mantuvo encendidos todos los candelabros y bujías y se negó a quitarse la ropa y acostarse.

Por último, no pudiendo soportar verla así, Jenny se levantó y la abrazó.

—Ámbar, querida, debéis hacer lo posible por dormir.

Ámbar sacudió la cabeza con energía.

—No puedo. Os digo que no puedo —se pasó la mano por los cabellos, temblando. ¿Qué ocurriría si él regresara? Me matará. Si me encuentra viva… ¡Oh! ¿Qué fue eso?

—Nada, Ámbar. Algún animal fuera, en el patio. El conde no regresará. No se atreverá a hacerlo. No querrá volver jamás. Aquí estás segura.

—¡No pienso quedarme! ¡Me iré mañana mismo, en cuanto llegue el día!…

—¿Iros? Pero ¿dónde pensáis iros? ¡Oh, por favor, Ámbar, no os vayáis dejándome sola!

—¡Vuestra madre llegará pronto! ¡No puedo quedarme aquí, Jenny! ¡Me volveré loca! ¡Tengo que irme… no tratéis, pues, de detenerme!

No podía ni debía decir a Jenny dónde pensaba ir, pero lo sabía muy bien. Porque, ahora que había llegado la oportunidad, todos los planes y proyectos elaborados durante los últimos meses encajaban perfectamente. Había esperado que Philip la ayudase, pero ahora que estaba muerto lo haría mejor sin él. Todo parecía tan simple que se preguntaba por qué había tenido que soportar todos esos meses de degradación, sin darse cuenta de que el tiempo transcurrido y las circunstancias vividas la habían conducido, precisamente, a ese grado de suprema angustia.

Con John Waterman, el corpulento lacayo, y otros dos fieles criados partiría a Londres. Tal vez lograra tender al conde una emboscada; de lo contrario, tendría que esperar una oportunidad para encontrarlo solo en Londres, alguna propicia noche oscura. Esto ocurría con bastante frecuencia, y eso ella lo sabía perfectamente: encontrar un noble caballero malamente golpeado o incluso muerto, era algo común… porque cada hombre en aquel tiempo tenía un enemigo, y la venganza era sumaria y efectiva. Una nariz cortada, un brutal puntapié, un estilete clavado en un corazón eran medios populares de venganza por agravios inferidos, reales o imaginarios. Ámbar quería ahora que el conde de Radclyffe muriera de sus heridas… Estaban en juego su vida o la de ella. No habría otra alternativa.

Como era más expedito y seguro viajar con traje de hombre, se aprestó a partir al día siguiente, llevando uno de los del conde —que por fortuna no resultaba demasiado holgado—, su capa y su sombrero. El corpulento John y cuatro robustos criados debían acompañarla, aunque ninguno, con excepción de John, estaba al tanto de sus intenciones. Jenny le rogó y suplicó una y mil veces para que cambiara de idea. Ámbar fue inflexible y entonces la joven la ayudó a vestirse y prepararse. Simultáneamente la conjuró a que cuidara celosamente de sí misma.

—Sólo hay una cosa que no comprendo —le dijo Jenny, mientras le ayudaba a calzarse las botas de viaje de Su Señoría—. No me explico por qué prescindió de mí… Si quería mataros a vos y a Philip… ¿por qué tenía yo que quedar con vida?

Ámbar le echó una mirada llena de prevención, pero sintió que la sangre se le agolpaba en la cara e inclinó la cabeza. ¡Inocente y pobrecita Jenny! No lo sabía y, ciertamente, era mejor que no lo supiera nunca. Por primera vez desde que empezaron sus relaciones con Philip Mortimer, Ámbar experimentaba vergüenza. Pero ello no duró mucho tiempo. Pronto estuvo montada en su caballo favorito, despidiéndose de Nan y prometiendo a Jenny que tendría cuidado.

El verano había sido mucho más caluroso que el anterior; durante semanas enteras no había llovido y los caminos estaban resquebrajados y polvorientos. Ámbar, debido a sus correrías a caballo, casi cotidianas durante los últimos cinco meses, estuvo en condiciones de competir con los hombres en velocidad y resistencia. Hicieron un alto en la primera aldea; se sentía condenadamente hambrienta. Luego prosiguieron la marcha a toda prisa. A las cinco de la tarde, habían cubierto ya cuarenta y cinco millas.

Cansados y cubiertos de tierra y sudor, tanto como sus cabalgaduras, los seis se detuvieron en una pequeña posada. Ámbar hizo su entrada fanfarroneando como los hombres, pretendiendo pasar por uno de ellos. Estaba contenta de esta aventura, más porque tenía el convencimiento de que, a no haber sido por un afortunado azar, ahora yacería muerta en Lime Park y no sentada en la sala principal de la bonita posada, acariciando un viejo perro y aspirando con fruición los suculentos tufillos procedentes de las marmitas. Experimentaba una intensa lasitud y le dolían los músculos; no estaba acostumbrada a cabalgar a horcajadas. La cerveza helada servida en picheles de estaño, le había sabido a ambrosía.

Por la noche durmió profundamente y más tiempo del proyectado, pero a las seis todos estaban listos para partir. A mediodía llegaron a Oxford, donde se apearon para almorzar. La mesonera puso dos panzudas vasijas de vino sobre la mesa y, mientras bebían, trajo platos y cubiertos. Cuando sirvieron el cuarto de capón asado, de acuerdo con la costumbre, invitaron a la posadera a que se sirviera con ellos.

—Supongo que los caballeros irán a Londres a ver el incendio —dijo la mujer, a modo de introducción.

Todos volvieron la cabeza hacia ella, llevando la mano a la boca en un ademán de estupefacción.

—¡Incendio!

—¿No habéis oído hablar de ello? ¡Oh! Hay un gran incendio en Londres, según se dice. —Era evidente que la mujer se sentía llena de importancia al dar la noticia; el calor y las cosechas quemadas habían sido tema de conversación durante algún tiempo—. Aquí estuvo no hace mucho un caballero procedente de allí. Dice que la cosa empeora por momentos. Parece que se va a incendiar toda la ciudad —terminó, ufana y con aire premonitorio.

—¿Decís que hay un gran incendio en Londres? —repitió Ámbar, incrédula—. ¿No son algunas casas, solamente?

—¡Oh, señor! No; es un gran incendio. Ese caballero me dijo que cubría todo el largo del río cuando él salió de allí… y eso fue ayer por la tarde.

—¡Dios mío! —murmuró Ámbar. Vio visiones de todo su dinero, sus ropas y todas sus pertenencias que se quemaban. ¡Londres en llamas!—. ¿Cuándo empezó? ¿Cómo empezó?

—Empezó el domingo por la mañana —informó la mujer—. Mucho tiempo antes de que saliera el sol. Se cree que es obra de los papistas.

—¡Dios sea loado! ¡Y ahora estamos a lunes por la tarde! ¡Ha estado ardiendo casi por espacio de dos días! —Ámbar se volvió hacia John—. ¿Cuánto dista Londres de aquí? ¡Tenemos que estar allí lo más pronto posible!

—Tal vez setenta millas o más, sir. No podremos viajar de noche. Mejor es proseguir viaje hasta que oscurezca y luego continuar mañana.

En contados minutos terminaron de comer y salieron en busca de sus caballos. La posadera los siguió, mostrándoles el cielo.

—¡Mirad el sol, cuán rojo se ha puesto!

Levantaron la cabeza, cubriéndose los ojos con las manos. Había muchas otras personas en la calle, también avizorando. El sol tenía un apagado destello y un color ominoso.

—¡Vamos! —ordenó Ámbar, y todos partieron al galope en medio de una nube de polvo.

Ámbar quiso seguir viajando toda la noche; tenía el temor de que cuando llegaran allí su dinero hubiera desaparecido. Y no sólo eso: el conde se perdería también a favor de la confusión. Pero hubiera sido imposible llegar a la ciudad, porque el viaje de noche era mucho más peligroso que de día. Llegaron a una nueva posada y sopesó las dificultades y los peligros. Decidió cenar e ir a acostarse aunque se echó casi vestida en la cama. Mucho antes de amanecer fue a buscarla el posadero y después de tomar un ligero refrigerio, a las cinco estaban de nuevo en camino.

En cada nueva aldea pedían noticias del incendio y en todas partes les decían lo mismo: el fuego hacía pasto de toda la ciudad, quemando puentes, iglesias, casas, sin dejar nada. Y cuanto más se acercaban a Londres, más era la gente que se veía en los caminos, toda en la misma dirección. Granjeros y obreros de toda clase dejaban sus herramientas y salían de sus tierras en dirección a la capital, llevando carros y hasta cochecillos de mano. Los vehículos de transporte eran imprescindibles en tales casos y un hombre podía fácilmente ganarse cuarenta o cincuenta libras alquilándolos, suma que cualquier granjero se afanaba por obtener en un año de esforzado trabajo.

Después de haber avanzado unas quince millas, más o menos, fue posible ver ya el humo del incendio, como un gran paño mortuorio elevándose al cielo a alguna distancia, y pronto las cenizas llovieron sobre sus cabezas. Siguieron galopando sin descanso y tan velozmente como era posible, no deteniéndose ni siquiera para comer. El tiempo se hizo ventoso, y cuanto más se acercaban a Londres, más fuertemente soplaba el viento, batiendo sus capas alrededor de sus cuerpos. Ámbar perdió su sombrero. Tenían los ojos enrojecidos por el viento y las partículas de ceniza. Cuando la tarde empezó a declinar, las llamas del incendio se hicieron visibles. Levantábanse en grandes fajas, arrojando un amenazante resplandor sobre la tierra.

Era ya casi de noche cuando llegaron a la City, porque en las últimas diez millas los caminos estaban congestionados de tal modo que era imposible moverse un paso, ni yendo a pie. Mucho antes habían percibido ya, claramente, el sordo chisporroteo del fuego, como si miles de coches con ruedas de hierro batieran el pavimento de guijarros. Se oía un continuo fragor, como de truenos; eran los edificios que se desplomaban continuamente. En las iglesias que todavía quedaban en pie, tanto dentro como fuera de la City, las campanas tocaban a rebato sin cesar, día y noche, desde que comenzó el fuego, dos días y medio antes. En cuanto se acentuó la oscuridad, el cielo se puso rojo como el cráter de un gigantesco horno.

Precisamente dentro de las murallas estaban los grandes espacios abiertos de los Moor Fields, atiborrados ya de hombres, mujeres y niños, que iban llegando cada vez en mayor número forzando a los primeros a replegarse. Algunos habían armado ya sus tiendas de campaña con mantas y con toallas. Unas mujeres amamantaban a sus pequeñuelos; otras trataban de preparar comida con las menguadas provisiones que habían conseguido salvar en las breves treguas concedidas por el incendio de sus casas. Algunos estaban sentados mustiamente, sin querer dar crédito a sus ojos. Otros permanecían de pie, con gesto fiero y con los rostros brillantes dispuestos a luchar. Las lenguas de fuego no dejaban ver otra cosa que negras siluetas y edificios ardiendo.

En un principio, nadie creyó que el fuego fuera más destructor que cualquiera de los incendios que se producían anualmente en Londres. Había empezado a las dos de la mañana del domingo en el estrecho y corto Pudding Lane, próximo a un malecón, y durante horas enteras se había alimentado con el alquitrán, el cáñamo y el carbón depositados allí, cerca del río. El Lord Mayor de la ciudad había estado en las primeras horas de la mañana y dicho con manifiesto desprecio que una mujer podía apagarlo; por miedo al clamor popular no quiso echar abajo las casas circundantes. Pero el fuego creció y avanzó, terrible y despiadado, destruyendo todo cuanto encontraba a su paso. Cuando el Puente de Londres cayó presa de las llamas, la City estaba condenada a muerte… Al derrumbarse, los edificios bloquearon la única salida. Grandes maderos carbonizados a medias cayeron al agua y destrozaron las ruedas hidráulicas extractoras, con lo que se destruyó también uno de los medios más eficientes para combatir el siniestro. A partir de entonces, muy poco se pudo hacer con baldes de agua que pasaban de mano en mano, con bombas de escasa eficacia, ganchos para hacer caer los edificios incendiados y jeringas de mano.

Sin experimentar la más ligera alarma, la gente se había ido a la iglesia, como era costumbre, el domingo bien temprano, aunque muchos corrieron desatinados por las calles al oír los gritos de un hombre montado a caballo que decía:

—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los franceses han desembarcado!

Por complacencia, algunos se retiraron, mientras el fuego avanzaba rugiente sobre la City, sostenido firmemente por un violento viento del este. Y en tanto avanzaba, iba empujando a la gente adelante. Muchas personas se resistían a tomar medidas radicales y escapar llevando sus enseres hasta que las llamas no hacían presa de sus casas; entonces se apoderaban sólo de lo más imprescindible y huían, llevándose los objetos de menos valor y dejando los más importantes. Desvalidos, confundidos y medrosos, se replegaban lentamente por los callejones, angostos y ya obstruidos por la gente y sus cargas, circunstancia que dificultaba aún más el movimiento. Primero se detuvieron en Cannon Street, que cruzaba por encima de la colina que daba al río, pero el fuego siguió avanzando y todos se vieron obligados a continuar su retirada.

El rey no fue informado hasta las once de la mañana. Él y el duque de York salieron inmediatamente y, de acuerdo con sus órdenes, los hombres comenzaron a derribar algunas casas. Era ya demasiado tarde para salvar la City con tales medidas, pero era todo lo que podía hacerse. Los dos hermanos trabajaron duramente y sin detenerse para descansar o comer. Ayudaron a los hombres en las bombas, pasaron los baldes de agua, fueron de un lado a otro, dando un digno ejemplo de lo que podía hacerse con la simpatía, e infundiendo valor a los hombres. Algo más que eso: fueron su coraje, energía y resolución los que impidieron que cundiera el pánico y se iniciara el desenfreno.

Aun así, las calles se tornaron inseguras para cualquier extranjero que, por su aspecto, pareciera francés u holandés. En Fenchurch Street, un herrero derribó a un francés de un golpe con una barra de hierro, destrozándole luego la cara. Una mujer de la que se sospechaba que llevaba balas fundidas en su delantal, fue atacada, malamente apaleada y golpeada antes de que se descubriera que únicamente llevaba pollos. Otro francés que llevaba una red con pelotas de tenis bajo el brazo, fue igualmente magullado hasta quedar sin sentido. A nadie le preocupaba que fueran inocentes… La ira que iba haciendo presa del pueblo exigía una satisfacción para la presente calamidad, encontrándola prestamente en las tres cosas más odiadas por los ingleses: los holandeses, los franceses y los católicos. Uno o todos debían de ser responsables… y no debía producirse la contingencia de que el culpable escapara con el inocente. El rey Carlos dispuso que los extranjeros buscaran socorro en palacio y el embajador de España también les abrió sus puertas.

El Támesis se veía atascado por embarcaciones heteroclíticas, que iban de un lado a otro, transportando gente y equipajes hacia Southward Tizones encendidos caían de todas partes, perdiéndose sonoramente en el río o comunicando el fuego a las ropas de los ocupantes de los botes. Ocasión hubo en que una embarcación llena de gente volcó y desapareció de la superficie con una familia entera… Navegar se había hecho como avanzar bajo el hielo y buscar un espacio abierto.

Ámbar y los cinco hombres hubieron de abandonar sus caballos y continuar a pie.

Habían cabalgado por espacio de treinta horas y ella se sentía molida y envarada; le parecía que nunca volvería a doblar las rodillas ni a tocar los músculos de sus piernas. La cabeza le zumbaba a causa de la fatiga. No deseaba sino dejarse caer en cualquier lugar y quedarse allí, pero se forzó a seguir sin descanso: «No te detengas, no te detengas —se decía a sí misma—. Tienes que llegar. Otro paso más.» Tenía temor de perderlo, de que él se hubiera ido o la casa se hubiera quemado y, aunque atenazada por el cansancio, seguía adelante.

Detuvo a algunas personas que pasaban, gritándoles si el incendio se había propagado a Cheapside. La mayoría se desentendía de la pregunta y seguía su camino, pero finalmente obtuvo una respuesta:

—Esta mañana temprano.

—¿Todo?

El hombre siguió su camino sin responder, ya porque no hubiese entendido la pregunta, o porque no lo supiera. Ámbar siguió interrogando a uno tras otro. Alguien le respondió.

—¿Se ha incendiado todo Cheapside?

—Todo, joven. Hasta los cimientos.

Esta respuesta le hizo experimentar una conmoción, pero no tan grande como seguramente la habría sentido en otras circunstancias. La nerviosa energía que impulsaba a las muchedumbres había hecho también presa de ella. El incendio era tan gigantesco, la destrucción tan formidable, que había alcanzado categoría de cosa irreal. Shadrac Newbold habría perecido en la monstruosa pira y, con él, probablemente todo el dinero que tenía en el mundo…, pero entonces no pudo darse cuenta de lo que ello significaba y podía significar en el futuro. Eso vendría más tarde.

Fuera de las puertas, en Chiswell Street y Barbican y Long Lane, la gente esperaba obstinadamente. Esperaba, como aquellos que vivieron en Watling Street, Corn Hill y Cheapside esperaron que el fuego se detuviera antes de alcanzarlos. Pero las llamas habían irrumpido por encima de las murallas, impulsadas por el fuerte viento, y no parecía que fueran a detenerse. Algunas personas salían y entraban, sin saber qué hacer, qué decisión tomar. Mas no faltaban los que, haciendo alarde de serenidad, procedían a sacar de sus moradas las cosas de más valor, tirando los muebles desde las ventanas de los pisos superiores, cargando en toda clase de vehículos vajillas de plata y otros objetos de precio.

Ámbar se asió fuertemente del corpulento John Waterman, mientras caminaban a lo largo de Goswell Street. Iban en dirección contraria a la de la multitud, que algunas veces los obligaba a retroceder, pese a sus esfuerzos.

Veíanse madres balanceando grandes cargas sobre sus cabezas, sosteniendo en un brazo a un chiquitín prendido del seno, en tanto que con la otra tiraban de otros harapientos chiquillos, valerosamente empeñadas en impedir que se perdieran o fueran aplastados por las muchedumbres. Rústicos porteadores, arrogantes y sudorosos, gritaban y maldecían sin freno, empujando con los codos a cuantos se interponían… Al menos por una vez, ellos eran quienes daban órdenes. Acá y acullá había animales domésticos atemorizados o enfurecidos. Una chamuscada y aterrorizada cabra trataba de abrirse paso entre la corriente humana. Algunas vacas marchaban pacientemente tiradas de sus cabestros, llevando en los lomos a rapaces montados a horcajadas. Había infinidad de perros y gatos, papagayos en sus jaulas, monos gesticulantes y rabiosos encaramados en los hombros de sus amos, tirando al pasar de una peluca de hombre o de un collar de mujer. Distinguíanse también individuos que llevaban en la cabeza una almohada y encima un baúl o algún otro objeto igualmente pesado, haciendo cabriolas para impedir que se cayeran, cabriolas epilogadas no pocas veces por el estrépito de una caída. Otros llevaban a la espalda, atado en una sábana o manta, todo cuanto de mayor valor poseían en el mundo. Abundaban las mujeres encinta, tratando de proteger sus voluminosas cinturas. Muchos niños de ambos sexos lloraban a lágrima viva, mientras otros todavía seguían jugando despreocupadamente. Los enfermos eran llevados en andas o en las espaldas de sus hijos, maridos o criados. Una mujer iba en un carro tirado por un jamelgo de paso tardío; la mujer se retorcía con los dolores del parto y su rostro se retorcía con el sufrimiento. A su lado se veía arrodillada una comadrona, manipulando bajo las mantas que cubrían a la parturienta, mientras ésta, en su desesperación, se las quitaba de encima.

Las fisonomías de tales gentes eran bestiales y patéticas. Varios niños jugaban, metiéndose por entre las piernas de los hombres, y riendo con inconsciencia cuando alguno caía y estaba a punto de ser pisoteado. Las personas mayores iban con la preocupación reflejada en el semblante. Casi todos habían perdido algo: los ahorros de toda una vida, el trabajo de generaciones enteras. Todo cuanto el fuego tocaba, se perdía para siempre.

Protegida por los fuertes brazos de John, Ámbar siguió avanzando. Era demasiado pequeña para ver por encima de las cabezas de la multitud, y una y otra vez preguntaba al lacayo si Aldersgate Street estaba incendiada. John respondió que no veía nada concreto aún, de modo que no podían saber si las llamas habían llegado a aquel lugar.

«¡Oh! ¡Si pudiera llegar! ¡Si pudiera llegar a tiempo y encontrarlo!»

Las cenizas se introducían en los ojos y, al frotarlos, éstos se inflamaban. Tosían y se ahogaban a causa del humo, y el calor sofocante llenaba los pulmones de un aire que producía dolor punzante en el pecho. Sólo mediante un tremendo esfuerzo de voluntad consiguió Ámbar no estallar en llanto de rabia e impotencia. Varias veces habría caído, de no haber sido por el fornido John, que la sostenía. En alguna parte debieron de perderse los otros hombres que con ellos venían; tal vez se hubieran reunido con los saqueadores. En tales trances, los ladrones entraban en las casas incluso antes de que sus moradores las hubieran abandonado.

Por fin llegaron a Radclyffe House.

Las llamas habían avanzado hasta St. Martin le Grand, casi hasta la esquina de las calles Bull y Mouth. Divisábanse varios carros cargados, además de muchos sirvientes que iban y venían —y es posible que ladrones también— transportando vasos de porcelana, cuadros, estatuas y muebles. Ámbar se abrió paso. Nadie trató de impedírselo, pues apenas si su presencia fue notada. Nadie la habría reconocido con aquellas ropas desgarradas y el rostro lleno de tizne.

El hall era un pandemónium. La escalera principal estaba repleta de hombres: uno llevaba un pequeño canapé italiano; aquél, colgaduras con bordados de oro; este otro iba con un cuadro de Botticelli sobre la cabeza; un cuarto, balanceando sillas españolas tapizadas en terciopelo. Ámbar se acercó a uno de los lacayos, que transportaba una pieza perteneciente a un armario italiano tallado.

—¿Dónde está vuestro amo? —El criado fingió no haberla oído y habría seguido caminando si Ámbar no lo hubiera asido bruscamente por un brazo, dispuesta a golpearlo, si era necesario—. ¡Os pregunto dónde está vuestro amo! ¡Responded, so tunante, y pronto!

El hombre le echó una mirada de asombro, sin reconocerla, como si la hubiera visto por primera vez. Probablemente Radclyffe los había instruido. Hizo un movimiento de cabeza, señalando hacia arriba.

—Bajará en seguida. Creo que está en su dormitorio.

Ámbar no vaciló un segundo y subió la escalera, empujando a los sirvientes que bajaban, con John Waterman pegado a sus talones. Sentía que sus piernas se debilitaban; su corazón comenzó a latir con fuerza; tragó saliva, pero su garganta estaba reseca. Sin embargo, su agotamiento se había volatilizado como por arte de encantamiento.

Siguieron por la galería hasta las habitaciones de Su Señoría. Dos hombres salían de allí en ese preciso instante, llevando cada uno una pila de libros y, mientras se alejaban, Ámbar hizo una seña a John para que hiciera girar el picaporte.

—No entres hasta que yo te llame —le indicó en voz baja, y luego avanzó rápidamente por la salita, en dirección al dormitorio.

La alcoba estaba casi vacía, excepto el lecho, demasiado grande y pesado para ser trasladado… Prosiguió y entró con sigilo en el laboratorio. Su corazón parecía haber crecido hasta llenar el hueco del pecho y ahogarla. Allí estaba él, yendo apresuradamente de cajón en cajón, llenando sus bolsillos de papeles. Por primera vez sus ropas no eran impecables —debía de haber viajado a caballo, pues sólo así podía haber llegado tan pronto— pero aún así estaba extrañamente elegante. Tenía las espaldas vueltas hacia ella.

—¡Milord! —La voz de Ámbar resonó como un toque de atención.

Volvióse a medias, pero no la reconoció y volvió a su trabajo.

—¿Qué es lo que quieres? Estoy muy ocupado, muchacho. Llévate algunas cosas a los carros; bajaré en seguida.

—¡Milord! —repitió ella—. Miradme de nuevo y veréis que no soy un muchacho.

El conde dejó de hurgar en los cajones y luego, lenta y cautelosamente, se volvió. Había un solo candelabro encendido en la habitación, puesto sobre una mesa a su lado, pero las llamas iluminaban brillantemente. De fuera llegaba el incesante estampido de las explosiones, que hacían vibrar los vidrios de las ventanas. El piso retemblaba con el ruido producido al derrumbarse los edificios.

—¿Sois vos? —preguntó por último el conde, con voz apenas perceptible.

—Sí, yo soy. Y viva…, no un fantasma, milord. Philip murió, pero yo no.

La incredulidad que se había reflejado primero en su rostro, dio lugar a una especie de horror, y de pronto se desvanecieron los temores de Ámbar. Se sintió poderosa, colmada de una repulsión que tuvo la virtud de despertar cuanto de cruel y despiadado había en ella.

Con insolente decisión avanzó hacia él, caminando lentamente y azotando sus botas con su fusta. El conde la miró sin pestañear, derechamente a los ojos, firmes los músculos de su boca.

—Mi hijo ha muerto —repitió lentamente, percibiendo por primera vez lo que había hecho—. Está muerto… y vos no… —Parecía enfermo, abatido y viejísimo, desaparecida toda su confianza en sí mismo. El asesinato de su hijo coronaba el fracaso de su vida.

—De modo que finalmente os enterasteis de nuestras relaciones… —siguió ella, parada delante, con una mano en la cadera y la otra reteniendo fuertemente el puño del látigo.

El conde sonrió. Fue una sonrisa desmayada y reflexiva, fría, despreciativa y extrañamente sensual. Mordía las palabras cuando respondió.

—Sí. Hace muchas semanas. Os sorprendí juntos, allí, en la casita de verano, treinta veces en total. Vi claramente lo que hicisteis y dijisteis, y experimenté un gran placer al imaginarme la forma en que moriríais… el día menos pensado…

—¡Infame! —masculló Ámbar, con un matiz de odio desmesurado en la voz, mientras el látigo ondulaba como una serpiente—. Pero yo no morí… y tampoco voy a morir.

Sus ojos rutilaron como los de una fiera. De pronto levantó el látigo y, con toda la fuerza de que fue capaz, lo descargó sobre la cara del conde. Este dio un salto hacia atrás, levantando involuntariamente una mano. El latigazo le dejó un rojo verdugón que iba desde la sien izquierda hasta la nariz. Poseída de ira reconcentrada, con los dientes rechinando de furia asesina, siguió golpeando una y otra vez, enardecida y ciega. De pronto el conde alzó el candelabro que estaba a su lado y lo lanzó contra ella, descargando todas las fuerzas de su cuerpo. Ámbar se hizo rápidamente a un lado y profirió un grito.

El candelabro la golpeó en el hombro y cayó al suelo, apagándose. Ámbar vio su enjuto rostro muy cerca, iluminada la escena con diurna claridad por la luz del edificio de enfrente, y no pudo impedir que Radclyffe asiera el látigo. Comenzaron a debatirse y, cuando ya perdía pie, dominada por él, consiguió golpearle en el empeine en el preciso instante en que John, atraído por sus gritos, le descargaba de lleno su garrote sobre el cráneo. Radclyffe comenzó a trastabillar. Ámbar consiguió arrancarle el látigo y lo descargó contra su cabeza una vez, muchas veces, infinitas veces, sin tener conciencia exacta de lo que hacía.

—¡Mátalo! —gritó a John—. ¡Mátalo! —repetía como una orate—. ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Con una de sus manazas, John le quitó la peluca, mientras con la otra le descargaba un violento golpe en la base del cráneo. El conde Radclyffe se desplomó grotescamente en el piso, la monda calva cubierta de sangre. Se formó un charco rápidamente. Ámbar no sintió piedad ni arrepentimiento, sino una exacerbación de ira y aborrecimiento satisfechos.

Las colgaduras de la habitación ardían ya, y en un instante se imaginó que la casa era alimento de las llamas y que estaban en peligro. Pero luego se dio cuenta que el candelabro había caído cerca de la ventana sin apagarse del todo, haciendo arder las colgaduras. Las lenguas de fuego habían llegado al cielo raso y lamían las molduras de madera.

—¡John!

El lacayo se volvió, miró las llamas y los dos se dirigieron a toda prisa hacia la salida. En la puerta se detuvieron brevemente y antes de que John la cerrara con llave. La última visión del conde de Radclyffe fue la de un trágico y sangriento viejo yacente sobre el piso, rodeado de llamas. John se metió la llave en el bolsillo y corrieron por la galería hacia el fondo de la casa. No había avanzado Ámbar diez yardas cuando de pronto cayó hacia delante, completamente inconsciente. El gigante se detuvo, la levantó en sus vigorosos brazos y siguió corriendo. Bajó por la angosta escalera del servicio haciendo sonar las botas de Ámbar contra la pared. A medio camino se topó con dos hombres que se acercaban en sentido contrario. No llevaban nada y tenían extraño aspecto. Debían de ser ladrones.

—¡Fuego! —les gritó John en cuanto los vio—. ¡La casa está ardiendo!

Los dos hombres no se lo hicieron repetir y bajaron de nuevo la escalera. En la estrecha cavidad poblada por el eco, los tres producían un ruido extraño. Uno de los hombres, el que iba delante, tropezó y estuvo a punto de rodar por la escalera, pero logró hacer pie y luego, seguido de su compañero, salió por el patio, como una flecha, perdiéndose en pocos segundos. El corpulento John salió también, casi pisándoles los talones, pero los cacos ya habían desaparecido. Levantó la cabeza. En las habitaciones del conde el fuego era tan alto y voraz, que alcanzaba a alumbrar perfectamente el patio.