Capítulo XI

Para llegar a la cantina, que estaba situada un piso y medio más abajo de la sección de las damas concursadas, Ámbar tuvo que seguir al hombre por una estrecha escalera que apenas se veía, no obstante ir él provisto de una linterna sorda. Apenas habían avanzado unos cuantos metros cuando el hombre se detuvo, bloqueando el paso. Ámbar quedó parada tres peldaños más arriba, colérica y medrosa al ver aquel rostro avieso. Su avanzado estado de gravidez la ponía en guardia contra el peligro que la amenazaba.

—¡Seguid andando! —exclamó—. ¿Por qué os detenéis?

El hombre no respondió; estiró la mano y la tomó por la falda, atrayéndola hacia sí. Ámbar lanzó un grito y el hombre soltó la linterna. Al darse cuenta de que tenía el paso libre, ella comenzó a bajar la escalera a toda prisa, apoyándose contra el muro. Los grillos de los tobillos y de las muñecas dificultaban su andar. Sin saber cómo, perdió pie y cayó rodando, protegiéndose instintivamente la cintura y profiriendo voces de terror.

Black Jack Mallard, que la aguardaba, oyó sus gritos. Prestamente subió la escalera, deteniéndola en su caída antes que hubiera sufrido un serio daño. En aquella sombría lobreguez ella no podía ver su rostro, pero con gran alivio sintió cerca la fuerza de sus potentes brazos y la recia musculatura de su cuerpo, contra el cual se acurrucó. Al mismo tiempo oía su voz tonante lanzando maldiciones contra el hombre a quien había enviado a buscarla, cuyos pasos se percibían acelerados, en su intento de llegar al segundo piso antes de que lo prendieran.

—¿Qué es lo que hizo ese canalla? ¿Estáis lastimada? —inquirió ansiosamente.

Vencida por el miedo, Ámbar se apretó más a él.

—No —balbució—, creo que estoy…

Desde arriba el rufián gritó algo ininteligible; con un rugido, Black Jack la puso en el suelo y subió unos escalones a grandes saltos.

—So hediondo hijo de perra, voy a…

Viéndose desamparada de nuevo, Ámbar empezó a gritar con desvarío.

—¡Por favor, no me dejéis…! ¡No me dejéis! —Experimentaba un loco pánico ante los desconocidos peligros que podían acecharla en la oscuridad.

Al oír sus gritos, el temible bandolero volvió.

—Aquí estoy, querida. No temáis. ¡Juro que en cuanto vea otra vez a ese perro le cortaré el gaznate!

—¡Ojalá cumplierais vuestra promesa! —murmuró ella, poniendo las manos sobre su abultado vientre.

El susto la había dejado débil y toda encogida; en tales condiciones sólo le restaba permitir que la tomara en sus brazos y la llevara hasta el término de la escalera, donde la ayudó a ponerse de pie. Ahora se sentía mejor. La cantina estaba cerca y hasta ellos llegaba el eco de las conversaciones y las risas. Los envolvía una suerte de brumoso crepúsculo. Ámbar se dio cuenta de que el hombre la devoraba con los ojos. Se decidió también a mirarlo. Black Jack recorría sus senos y sus desnudos hombros con deleite, en una muda contemplación admirativa más elocuente que un manoseo vulgar. Esto la hizo sentirse otra vez bonita; olvidó su cabello, lacio y grasiento; los piojos que recorrían su cuerpo, la suciedad que la oprimía y la orla de sus uñas. Las comisuras de sus labios se distendieron en una lánguida sonrisa y sus ojos parpadearon coquetonamente.

Black Jack Mallard era el hombre más corpulento que había visto en su vida. Medía alrededor de seis pies y cinco pulgadas de estatura; sus hombros eran macizos y los músculos de sus pantorrillas, salientes y poderosos. Su negro e hirsuto cabello brillaba gracias al aceite perfumado con que lo untaba, y caía sobre los hombros en ligeras ondas. Podía distinguir también el destello de los aros de oro que llevaba en las orejas; ésta era una moda seguida con afectación por los petimetres, pero en aquel gigante las joyas parecían acentuar solamente su casi aterradora masculinidad. Su frente era baja y ancha la nariz de base amplia, y mientras él labio superior era delgado el inferior le caía en una atrayente curva.

Sus ropas habían sido confeccionadas con finísimas telas y cortadas según la última moda. El jubón y las bragas eran de terciopelo azul. Llevaba una camisa blanca de lino y un corbatín de la misma tela. Lazos de raso granate colgaban de la cintura, las mangas y los hombros. Lucía en la cabeza una hermosa pluma y completaba el conjunto un magnífico par de botas de montar. En el salón del rey, sólo las botas hubieran desentonado. Era evidente que tales ropas habían costado un dineral y, ciertamente, no carecían de valiosos adornos, pero estaban un tanto ajadas y sucias, las llevaba con un aire que daba a entender su desprecio por tales finezas.

Le hizo una mueca mostrando sus blancos dientes, que parecieron brillar en la penumbra. Acto seguido se quitó el sombrero y se inclinó profundamente. Sus movimientos eran suaves y firmes como los de un felino.

—Yo soy Black Jack Mallard, Madame, del patio de los preferidos.

El «patio de los preferidos» era una de las mejores secciones de la prisión, donde se alojaba a los ricos.

Ámbar devolvió la cortesía, satisfecha de estar una vez más en presencia de un hombre que era, no solamente sensible a sus encantos, sino también digno de ellos.

—Y yo, Sir, soy Mrs. Channell, de la sección de las damas concursadas.

Los dos soltaron la carcajada. De pronto se agachó y como al azar le dio un beso, el tradicional saludo entre un hombre y una mujer después de la presentación. Esta, desde luego, sólo en la prisión.

—Vamos, entremos —dijo él— y tendremos allí una «pítima».

—¿Una qué?

—Una «pítima», querida, es decir, algo que nos hará estar alegres. Veo que no conoces nuestra jerga alsaciana.

La tomó de un brazo y ella notó, por primera vez, que no tenía grillos y que llevaba una espada al cinto.

La cantina estaba apenas iluminada con unos pocos candelabros de pared, y el humo de tabaco era allí tan espeso como la niebla sobre el Támesis. Uno de los extremos era ocupado por el bar. Los taburetes y las sillas estaban diseminados por doquier; apenas dejaban espacio para transitar por entre ellos y las mesas. El techo era tan bajo que Jack hubo de encorvarse mientras se dirigían a una de las mesas de los rincones. Cambió saludos a diestra y siniestra con los presentes; Ámbar pudo darse cuenta de que era objeto de una minuciosa observación por parte de aquellos hombres y mujeres. Pensaban, seguramente, que no estaba mal la nueva moza de Jack el Negro. Hasta pudo percibir el sordo murmullo de los despreciativos comentarios de las mujeres.

Mas era evidente que él gozaba de cierto ascendiente entre ellos. Veíaseles apartarse obsequiosamente a su paso; algunas reclusas le lanzaron prometedoras sonrisas y muchos de los hombres lo cumplimentaron por su acertada elección última. Su actitud para con ellos era benevolente y de bien dispuesta camaradería. Palmoteo a algunos individuos en las espaldas y juntó las cabezas de dos mujeres al pasar cerca de ellas. Se comportaba de modo que parecía hallarse en la cantina de cualquiera de las más afamadas hosterías de Londres.

Ámbar se sentó de espaldas contra la pared. Jack, después de preguntarle qué quería beber, ordenó vino del Rhin para ella y brandy para él. Cuando los demás, hombres y mujeres, la hubieron contemplado a su gusto, volvieron a sus propios asuntos. Descorcháronse las botellas, vaciáronse los picheles, se barajaron las cartas y se hicieron rodar los dados. Las mujerzuelas pasaban de una a otra mesa, ofreciendo sus servicios. La habitación se llenó de ruidos, voces y risotadas. De rato en rato se oía alguna canción obscena o el llanto de algún chiquillo astroso. Ámbar cambió una sonrisa con Moll Turner, que también estaba allí, pero apartó la vista con disgusto al ver a la mujer rolliza sentada a su frente, con un mazo de naipes en una mano y sosteniendo entre sus brazos a una criatura que se había dormido tomando el pecho.

«¡Dios mío! —pensó horrorizada—. Dos meses más y yo…» Entretanto, Jack no le quitaba los ojos de encima, sonriente y complacido.

—Caramba, no hay duda de que eres una moza garrida —dijo suavemente—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Cinco semanas. Estoy por deudas… cuatrocientas libras.

Se mostró menos impresionado que las concursadas que vivían con ella.

—Cuatrocientas libras. ¡Sangre de Dios! Yo puedo obtener eso con facilidad en unas pocas noches de trabajo. ¿Qué sucedió?

—Mi marido me robó todo el dinero que tenía y luego huyó dejándome con todas las deudas…

—Y el petardista huyó… ¡Hum! —Arrojó una significativa mirada a su voluminosa cintura—. Y bien… —Se interrumpió para servir uno blanco para ella y brandy para él. Luego sacó una moneda que arrojó al mozo, llevándose la mano al borde del sombrero—. ¡Para ti! —De nuevo se volvió hacia ella—. Puede ser que él venga pronto y te saque del atolladero.

Vació de un trago su copa, tal como lo habría hecho un caballero, se sirvió otra y la siguió mirando dubitativamente.

Ámbar vació también su copa, porque tenía sed, pero una arruga se formó en su entrecejo.

—No regresará nunca. Y espero que jamás se le ocurra hacerlo… ¡El mal agradecido alcahuete!

Black Jack soltó una carcajada.

—Lo dices con tal cólera que realmente parece que hubieses estado casada…

Ella lo miró con los ojos llameantes.

—¡Caramba! ¿Y por qué no habría de creérseme? ¡Es curioso: todos piensan que estoy narrando un cuento!

El bandolero sirvió de nuevo, sin dejar de sonreír comprensivamente.

—Querida, porque es probable que una muchacha como tú nunca haya tenido un marido.

Ella sonrió y su voz se convirtió en murmullo.

—Tal como estoy ahora parece en verdad que más bien ahuyentara a los hombres antes que a un marido.

—Mis ojos ven otra cosa, querida. Ven más allá de seis capas de suciedad, y admiran una belleza rasgada y descuidada.

Por unos momentos se quedaron mirándose de hito en hito. Fue él quien rompió el expresivo silencio:

—Tengo una habitación con ventana al tercer piso. ¿Querrías aspirar un poco de aire fresco y mirar el cielo? —Sonrió a medias al hacer esta invitación, pero se puso en pie y le alargó la mano para que se levantara.

Mientras cruzaban la habitación, estalló un griterío y un coro de carcajadas; los más descarados les gritaron torpezas, al mismo tiempo que les daban consejos de toda clase. Black Jack se concretó a levantar la mano en señal de despedida, sin dignarse mirarlos.

La habitación de Black estaba amueblada como las que se ofrecían en las posadas de última clase, con muebles desvencijados y distribuidos de cualquier manera. Aun así, era lujosa comparada con el resto de la prisión. Las paredes estaban decoradas con dibujos impúdicos, inscripciones soeces y sentencias rimbombantes; se veían también muchos nombres y fechas. Black Jack le explicó que la habitación le había costado trescientas libras. Todos los carceleros de Newgate salían ricos de allí.

El bandolero salía con frecuencia; tenía muchos visitantes que atender y numerosas obligaciones sociales que cumplir. Cada vez que regresaba, los dos festejaban y se reían de la hermosa dama —velada, por supuesto— que le insinuara ser por lo menos una condesa y que le ofreciera solazarse en su compañía algunas horas. Una vez hurtó a una de esas damas una pulsera y se la regaló a ella. Los salteadores constituían la élite, la aristocracia de los bajos fondos, y gozaban de general popularidad. Sus nombres eran bien conocidos y sus hazañas, comentadas libremente en las tabernas y en las calles. Los visitaban muchas personas cuando estaban en prisión y, si remataban su brillante carrera en Tyburn Hill, su ejecución era presenciada por una amable y simpática multitud.

Ámbar pasaba la mayor parte del tiempo sentada delante de la ventana, llenando sus pulmones de aire fresco, como si nunca tuviera lo suficiente. Permanecía horas enteras de pie, apoyada en el antepecho, contemplando una parte de la ciudad. Abajo, en el patio, podía ver a los presos que gozaban de concesiones gracias a su dinero; a los que paseaban o charlaban en grupos; a los que jugaban a los naipes o a los dados. Aun cuando estaba bien avanzado el mes de enero, el tiempo era todavía agradable. Los mutilados miembros de algunos fanáticos ejecutados a principios de mes, cubiertos de alquitrán para evitar la putrefacción, todavía colgaban allí. Millares de moscas e insectos de toda especie zumbaban alrededor.

Cuatro días después de haberse encontrado Ámbar con Black Jack, éste hizo otra de sus milagrosas escapadas, y ella fue con él. Cada uno de los cerrojos, puertas o portón, previamente engrasados con las monedas de oro puestas en circulación, se abrían apenas el bandolero los tocaba. En la calle esperaba un carruaje de alquiler con las cortinillas corridas; rápidamente entraron en él y, poco después, el vehículo se alejaba dando tumbos por Old Bailey Street.

Jack Mallard, cómodamente repantingado, lanzó una de sus estruendosas carcajadas.

De la oscuridad brotó una voz de mujer, aguda y malhumorada.

—¡Qué tipo eres, Jack! ¡Otra apestosa que sacas! ¡Cada vez que entras en esta malhadada prisión, pasa lo mismo!

Debía de ser Colombina Bess, a quién apodaba sus asentaderas. En efecto, Jack la nombró al presentarlas.

—Colombina, ésta es Mrs. Channell.

Las dos mujeres cambiaron frías fórmulas de saludo, después de lo cual cayó sobre ellos un pesado silencio. Transcurrido un rato, el carruaje se detuvo. Al bajar, Ámbar se enteró de que estaban en la orilla del río. Subieron presurosos a una mediana embarcación que esperaba allí. En seguida ésta inició su marcha río arriba. La noche era oscura. Pero Ámbar se daba cuenta de que la mujer no despegaba los ojos de ella, mirándola con creciente y celosa hostilidad.

«Debo tener mucho cuidado —pensaba—, tanto si se hace mi amiga como si no.»

No esperaba estar mucho tiempo con Black Jack. Trataría de cualquier modo que él le diera cuatrocientas libras. Parecía tener mucho dinero y hacía muy poco caso de él; estaba casi segura de obtenerlo en menos de quince días. Y entonces lo dejaría, aunque no tuviera siquiera una idea de lo que haría después. Había perdido la dirección de las mujeres que Lord Carlton le había indicado, a las que debía recurrir llegado el momento.

Desembarcaron al pie de Water Lane, y Colombina ascendió por la escalinata de piedra que conducía hasta el nivel de la calle. Ámbar, llevando en una mano la jaula y recogiendo su falda con la otra, avanzaba con mil precauciones, hasta que Jack, que se había demorado para pagar al lanchero, la tomó en sus robustos brazos y subió tan de prisa como si hubiera sido de día y no hubiera tenido ninguna carga que llevar. Pasaron por los jardines pertenecientes al monasterio de los Carmelitas, que otrora se levantara allí, y finalmente entraron en una calle angosta.

Allí todo era ruido y algazara. Grandes letreros indicaban que casi todas las casas eran albergues y tabernas. A través de los cristales de las ventanas, se podían ver hombres y mujeres que bebían o jugaban. En uno de esos antros, una mujer desnuda bailaba sobre una mesa, rodeada de un enjambre de borrachos de facciones groseras. En otro, dos mujeres con los torsos desnudos luchaban, rodeadas igualmente por una caterva de vagos y holgazanes que aplaudían y arrojaban monedas. El sonido de los violines se entremezclaba con los gritos, las carcajadas y el llanto de unos arrapiezos desvalidos que aguardaban a sus padres en la puerta de una taberna. Se encontraban en el callejón Ram, en Whitefriars, un sector de la ciudad que gozaba del privilegio de ser el santuario de los criminales y los deudores. Sus moradores preferían llamarlo, irónicamente, «Alsacia».

Se detuvieron delante de una casa. Colombina abrió la puerta con una llave, y Jack y Ámbar entraron. Una vez dentro, el bandolero la dejó en libertad. Las dos mujeres, instantáneamente, se enfrentaron para mirarse la una a la otra.

Colombina, según pudo ver Ámbar, era una mujer joven, más o menos de su edad, y casi de su misma estatura y peso. Su cabello, abundante y ligeramente rizado, de color castaño oscuro, le caía en suaves bucles sobre los hombros; sus ojos eran azules, y su rostro mordaz tenía pómulos pronunciados y una nariz que remangaba con insolencia. Sus formas llegaban hasta la obesidad: las caderas y el busto eran demasiado pronunciados. Ámbar pensó que se trataba de una mala sangre cualquiera.

Por su parte, se sintió molesta y a la vez enojada, al verse objeto de tan detenido examen. Porque, aun cuando había usado el peine de Jack y se había limpiado un poco la cara, todavía estaba lastimosamente sucia; incluso podía sentir que un piojo comenzaba a asaetearla sin consideración. Pero habría preferido morir antes que agacharse y rascarse delante de ellos. Luego de examinarla a gusto, Colombina enarcó las cejas y sonrió desganadamente, como dando a entender que no la consideraba una rival de cuidado.

«¡Mal rayo te parta! —pensaba Ámbar, iracunda—. ¡Aguarda a que me dé un baño, so desfachatada! ¡Entonces veremos quién levanta la nariz aquí!»

Su manera de hablar tenía el color de todo cuanto la rodeara y así, reflejaba algo de Lord Carlton y Almsbury, de Luke Channell y su tía, de Moll Turner y Newgate. Ahora, de Black y Jack y «Alsacia».

Si Jack Mallard se dio cuenta del tácito desafío de las dos mujeres, no lo aparentó.

—Tengo sed —dijo—. ¿Dónde está Pall?

Colombina llamó y poco después hizo su aparición una muchacha, que empujó la puerta entreabierta que comunicaba a una habitación y se quedó soñolienta en el umbral. Ostensiblemente, se trataba de la moza de cocina, pues iba descalza y mal arreglada; el cabello le caía en mechones de paja amarillenta por la espalda, aunque los había anudado con desaliño en la nuca. A la vista de Jack, su rostro se arreboló y sonrió a tiempo que hacía una venia.

—Me alegro de veros, Sir.

—Gracias, Pall. Yo también estoy contento de haber regresado. ¿Puedes traernos algo de beber? Para mí trae cherry-brandy. ¿Qué deseas tomar, querida? —Al decir esto, miraba a Ámbar.

Colombina frunció el entrecejo al oírlo, pero descargó todo su enfado sobre la infeliz muchacha.

—¿Qué has estado haciendo todo el tiempo, so perra sucia? ¡Ni siquiera has lavado la vajilla! —Señaló una mesa donde todavía se veían platos sucios, huesos y algunas botellas y vasos—. ¡Por Cristo! ¡O te portas como es debido, o te voy a dar una soberana paliza, ya lo verás! ¿Has oído?

Pall retrocedió, asustada; era indudable que había probado el peso de sus manos, pero Jack cortó la andanada.

—Deja tranquila a la muchacha, Colombina; acaso haya estado ocupada en la cocina.

—¡Ocupada durmiendo, te lo puedo asegurar!

—Trae vino del Rhin para la señora Channell. Colombina se servirá…

—¡Brandy! —espetó a secas la aludida, arrojando una furibunda mirada a su rival.

Ámbar le dio la espalda y tomó asiento. Se sentía agotada y sufría lo indecible al pensar que nunca había estado tan desprovista de garbo y atractivo. Sólo deseaba poder retirarse a descansar y darse un buen baño al día siguiente, con abundante jabón espumoso y perfumado. ¡Oh, cómo deseaba estar verdaderamente limpia!

Black Jack y Colombina comenzaron a hablar, pero lo hacían en esa incomprensible jerigonza del mundo del delito, de la cual Ámbar apenas conocía algunas palabras. Oía claramente sus voces, pero no sabía lo que decían. Se dio, pues, a mirar cuanto la rodeaba. Se encontraban en un espacioso cuarto lleno de mesas, sillas y taburetes sembrados como quiera. Unas cuantas alacenas y repisas se apoyaban contra los muros. Se veían también algunos retratos con gruesos marcos, y muchos otros formando pilas contra la chimenea. Algunas de estas piezas eran valiosas; otras, en cambio, viejas y maltrechas, carecían de valor alguno.

Pali entró trayendo los vasos y las botellas. Los tres bebieron, brindando por el éxito de aquella noche. Ámbar dijo luego a Jack que se sentía cansada, por lo cual ordenó él a Pall que la acompañara hasta el dormitorio que le habían asignado. Cuando salía, la besó sin aparentar mucho interés. Colombina arrugó de nuevo la frente. Pero Ámbar deseó ardientemente pasar tranquila la noche. Estaba demasiado fatigada.

Por la mañana, Ámbar, sentada en una gran bañera llena de agua caliente y espumosa, buscaba los insectos, ahora inmovilizados por el agua, para aplastarlos entre sus uñas. El cabello, recién lavado, lo había arrollado sobre la cabeza y envuelto en una toalla. A un lado, sentado en un gran sillón forrado de blanco, Black Jack jugaba indolentemente con un cuchillo, haciendo marcas en el piso. Ámbar sacó una mano y señaló el mobiliario de la habitación.

—¿Cómo es que tienes tantas cosas? —preguntó.

El dormitorio estaba atiborrado de muebles de toda clase, tanto como la habitación de abajo, aunque éstos eran más suntuosos. El lecho, por ejemplo, era excepcional, con doseles de terciopelo violeta y cubrecama de raso amarillo. Muchas sillas estaban tapizadas de morado o carmesí, guarnecidas con borlas de oro. Había por lo menos dos docenas de retratos, grandes espejos, tres roperos y tres biombos.

Mamá Gorro Rojo es prestamista. La casa está con todas las cosas que toma en prenda… Y lo primero que traen siempre, es el retrato del abuelo.

Hizo una mueca y levantó una de las cejas para mostrar los viejos caballeros de jubones negros y gorgueras blancas que, en gran número, colgaban de las paredes.

Ámbar rió alegremente. Había renacido su buen humor y una vez más se sentía llena de energía, optimismo y confianza. Sabía que no debía de estar sentada en una bañera con agua caliente; Sara había dicho que, hacerlo, significaba siempre tener el hijo antes de tiempo. Pero se encontraba tan a sus anchas, que decidió quedarse por lo menos una media hora más.

—¿Quién vive aquí? Es decir, ¿quién más, aparte de Mamá Gorro Rojo, Colombina y Pall?

El corredor por el cual Pall la había guiado por la noche era muy largo y la casa parecía grande.

Mamá Gorro Rojo alquila los cuatro pisos de la casa. En el tercero vive uno que falsifica monedas y en el cuarto está instalada una escuela de esgrima.

No era la primera vez que Ámbar oía mencionar a la dueña de la casa. Mamá Gorro Rojo había enviado el dinero para sobornar al carcelero mayor. Mamá Gorro Rojo había sido nombrada alcaldesa de la parroquia de «Alsacia» y la noche anterior había juzgado un caso en la taberna de «San Jorge y el Dragón». Mamá Gorro Rojo quería verla tan pronto como estuviese vestida.

Por último, Ámbar decidió salir del baño; ella misma se secó y se envolvió en una bata de Jack. Los dos rieron al ver que arrastraba por el suelo como una cola y que las mangas colgaban hasta las rodillas. Haciéndole un guiño, Jack se acercó a un armario y sacó una caja grande, que puso en sus manos. Ámbar la tomó, mirándolo interrogadoramente. Black Jack se quedó allí parado, con los brazos cruzados y balanceándose sobre los talones, esperando que la abriera.

Emocionada ante la perspectiva de un presente, Ámbar puso la caja sobre el armario y procedió a desatar las cintas y a quitar los papeles, que hacían un ruido prometedor. Con un grito de alegría, sacó un lindísimo vestido de tafetán verde con aplicaciones en espiral de terciopelo negro. Más abajo había una caja, también de terciopelo negro, una camisa, dos enaguas, medias de seda verde y zapatos a tono.

—¡Oh, Jack querido…! ¡Esto es hermoso! —levantó la cabeza para besarlo, mientras él se inclinaba turbado, como un adolescente tímido. Siempre tenía el temor de lastimarla—. Pero ¿cómo has conseguido obtenerlo tan pronto? Madame Darnier nunca podía tener listo un vestido en menos de una semana.

—Salí temprano esta mañana. Conozco cierta casa en Houdsditch donde se venden estos artículos.

—¡Oh, Jack querido…! ¡Y justamente el color que más me gusta! —se quitó la robe de chambre y empezó a vestirse con prisa, parloteando sobre todo cuanto se le ocurría—. ¿No te dije? Me recuerda las hojas de un manzano que crecía cerca de mi ventana. ¿Cómo te diste cuenta de que el verde era mi color favorito?

Pero un momento después comprendió desilusionada, al mirarse en el espejo, que el vestido no podría ceñirse a su cuerpo. Lanzó un grito de desesperación. Le parecía que siempre iba a estar así.

—¡Oh! —exclamó exasperada, golpeando el piso con el pie—. ¡Qué fea estoy! ¡No me gusta tener hijos!

Pero Black Jack le aseguró con tono acariciador que era la cosa más bonita que había visto en su vida, y salieron en busca de Mamá Gorro Rojo. La encontraron sentada delante de una mesa, de espaldas hacia ellos. Se alumbraba con una bujía mientras hacía anotaciones sobre un gran libro abierto sobre la mesa. Al oír hablar a Jack se levantó con presteza y fue a su encuentro. Besó a Ámbar afablemente en la mejilla y sonrió a Jack, dando su aprobación por su buen gusto; Black Jack se quedó allí, balanceándose orgullosamente sobre sus talones y mirando, ya a una, ya a otra.

—Te has procurado una hermosa damita, Jack —fue su comentario. Luego se volvió hacia Ámbar y le arrojó una escudriñadora mirada a la cintura—. ¿Para cuándo esperáis?

—Me parece que dos meses más.

Ámbar, por su parte, la contemplaba con asombro, desconcertada al no encontrar la disoluta y vieja arpía que imaginara. En efecto, su aspecto no desmerecía en nada del de tía Sara, por ejemplo. Tendría unos cincuenta y cinco años, pero su piel era tersa y límpida, y sus ojos brillaban inteligentemente. Más pequeña que ella, su cuerpo era recio y macizo; todos sus movimientos denunciaban un reservado caudal de energías. La ropa que llevaba era sencilla y simple, de lana y algodón. El cuello, los puños y el delantal eran de linón blanco; no llevaba ni una sola joya o adorno parecido. Un gorro de hermoso y brillante color rojo cubría su cabeza. Jack Black había dicho a Ámbar que, en diez años que la conocía, nunca la había visto sin él.

—Entonces tendré dispuesta una comadrona para cuando llegue el momento —dijo Mamá Gorro Rojo— y nos preocuparemos también de buscar una nodriza que se haga cargo del niño.

—¿Que se haga cargo del niño? —exclamó Ámbar, alarmada y poniéndose inmediatamente a la defensiva.

—No os alarméis, querida —respondió persuasivamente la del gorro; el acento con que hablaba le recordaba los de Lord Carlton y sus amigos—. ¿Quién desea tener un hijo en Whitefriars? Los que nacen y se quedan, mueren en menos de un año. Buscaremos una aldeana en quien podamos confiar plenamente, la que podría hacerse cargo del crío. Entonces, cuando vos lo quisierais, podrías ir a visitarlo.

¡Oh, os aseguro que ésa es la mejor solución…! Muchas mujeres lo hacen —dijo finalmente, viendo que Ámbar no se mostraba convencida del todo. Luego se acercó a su mesa—. Ahora, por favor, dadme vuestro nombre.

Black Jack se apresuró a responder por ella.

—Anotadla como Mrs. Channell, simplemente. Yo pagaré por ella.

Ámbar no había dicho aún a Jack su nombre completo, y él parecía no preocuparse por ello. Le dijo que el suyo era supuesto y que toda persona de sentido común ocultaba su identidad al penetrar en «Alsacia».

—Muy bien. Aquí nadie se interesa de averiguar el pasado de nadie. Jack me ha dicho que vos debéis cuatrocientas libras y que deseáis pagarlas para estar en libertad de salir del Friars. Por mi parte, no os censuro por ello… Sois demasiado bonita para quedaros mucho tiempo, y os aseguro que haré cuanto esté en mis manos para que ganéis esa suma por vuestros propios medios y en el menor lapso posible. —Ámbar estuvo a punto de preguntarle de qué modo; pero Mamá Gorro Rojo prosiguió, un tanto abruptamente—: Mientras tanto, tenéis que hacer por vuestra parte todo lo posible para desterrar ese acento vuestro. Aquí, en Londres, a una muchacha del campo generalmente se la toma por una necia y ello constituye una gran desventaja. Creo que Michael Godfrey sería un buen tutor para ella, ¿no te parece, Jack? Y ahora, querida, poneos cómoda. Podéis pedir torio cuanto queráis o necesitéis. Disculpad que os deje; estamos a primero de mes y he de visitar a mis inquilinos…

Cerró su libro mayor y lo metió en un cajón de la mesa, asegurándolo con una llave que sacó del bolsillo de su delantal. Luego tomó una capa, que se puso al brazo, y se encaminó hacia la puerta. Al llegar allí giró sobre sus talones, echó a Ámbar otra analítica ojeada, sacudió la cabeza reflexivamente y observó:

—Ha sido una lástima que hayáis dejado pasar tanto tiempo… Cuatro meses atrás podríais haber pasado por una doncella.

Salió. Black Jack estalló en ruidosas carcajadas, pero Ámbar se volvió a él con la cara arrebatada y los ojos brillantes.

—¿Qué diablos quiere hacer esa mujer conmigo? Si se cree que voy a ganarme el dinero con…

—¡Oh, querida, no te violentes! No es eso lo que ella quiere… Y, por si acaso, yo cuidaré de que no sea así. Pero quien una vez ha sido celestina, lo sigue siendo… ¡Ja, ja, ja…! Y Mamá Gorro Rojo es tan hábil para esas cosas que estoy seguro de que hubiera sido capaz de casar al Papa con la reina Elizabeth… ¡Ja, ja, ja…!

Ámbar no supo jamás cuál podría ser el verdadero nombre de Mamá Gorro Rojo. Pero estaba claro que Black Jack no solamente la apreciaba, sino que experimentaba hacia ella una admiración sin límites por los éxitos que obtenía y por su destreza y habilidad para vivir y prosperar, sin importarle un ardite lo que pudiera acontecer a los demás. Ámbar no comprendía cómo podía vivir tan frugalmente cuando no tenía necesidad de ello, o por qué seguía una vida de continencia después de haber tenido una juventud borrascosa. Por estas razones, sentía con respecto a ella un franco aunque tácito desprecio, y dedujo que, después de todo, no era tan inteligente como parecía.

Maguer esa reflexión, estimaba que su situación era envidiable y se animaba a sí misma para poder llegar a ser un día como ella. La primera vez que abordó a Black Jack por el pago de la deuda de las cuatrocientas libras, el bandolero se negó lisa y terminantemente a dárselas, lo que provocó un disgusto entre ellos.

—¡Me parece que lo que tú quieres es tenerme para siempre en este condenado lugar!

—Y, ciertamente, es así. ¿Por qué crees que te he sacado de la prisión? Eres una desagradecida…

—¿Y qué hay si lo soy? ¿Quién podría desear quedarse aquí, en este sucio agujero, toda su vida? ¡Whitefriars! ¡Lo odio! ¡Y saldré de aquí, te lo aseguro! ¡Ya lo verás! ¡Si no quieres darme ese dinero, se lo pediré a Mamá Gorro Rojo! ¡Ella no necesita el suyo y me lo prestará! ¡Ya lo verás!

El gigantesco Black Jack, en un abrir y cerrar de ojos, podría haber roto sus frágiles huesos como si fueran mondadientes. En vez de enojarse, echó atrás la cabeza y rió estrepitosamente.

—¡Anda y pídeselo, si quieres! ¡Pero, créeme: antes que te dé las cuatrocientas libras tendrás que arrancarle los dientes!