Capítulo XV

Los tres bandoleros, Black Jack, Jimmy Bocazas y Jonh el Pielazul, fueron colgados de una misma horca de tres brazos, diez días después de ser capturados. Cuando la justicia se ponía en movimiento, lo hacía bastante aprisa; así, no les dejaron tiempo para sobornar a los guardias. Colombina Bess fue enviada a una casa de corrección. Pall, que invocó estado de gravidez, fue enviada a Newgate a esperar el alumbramiento, con la perspectiva de ser embarcada luego para Virginia.

El día de la ejecución, Ámbar se hallaba sola en la habitación de Michael Godfrey, en Vine Court. El joven estudiante había ido a presenciarla y, cuando regresó, le dijo que los tres habían sido descolgados y conducidos luego a una taberna, donde podían ser vistos por los dolientes y los curiosos. Los tres cadáveres habían sido tratados con respecto. No se les había cubierto de oprobio como a menudo ocurría, arrastrándolos hasta dejarlos en un estado que hacía imposible la identificación. Black Jack se había conducido como siempre, y las últimas palabras pronunciadas por él habían sido: «Caballeros, no hay nada mejor que una vida alegre… y corta.» Pero, aun así, Ámbar no podía creerlo.

¿Cómo podía estar muerto Black Jack Mallard, cuando ella recordaba tan vívidamente todas las cosas que había hecho y dicho durante los meses que viviera a su lado? ¿Cómo podía estar muerto si era tan grande, tan poderoso, tan obstinadamente indestructible? Recordaba sus seis pies y cinco pulgadas de estatura, su soberbia estampa de varón musculoso y fuerte, su pecho cubierto por una espesa mata de pelos negros y rizados. Recordaba su risa franca y tonante, su enorme capacidad de bebedor —le había contado que su sobrenombre de Black-Jack[1] tenía su origen en cierta hazaña que realizó una vez al beberse tres litros de vino de borgoña en una escudilla de metal sin retirarla de los labios—. Recordaba muchísimas cosas por el estilo.

Y estaba muerto.

Recordaba cómo algunos de los hombres que debían ser ajusticiados lloraban en la capilla de la prisión. Y ahora, aun cuando creía haberlo olvidado, se le hacía presente la expresión de aquellas caras. Se preguntaba qué aspecto habría tenido Black Jack… y cómo se habría visto ella de haber tenido que acompañarlo en su viaje a la eternidad. Soportó mil agonías de sólo imaginar esto. Hiciera lo que hiciese —cenando alegremente, peinándose, asomada a la ventana y riendo con las bromas de los niños que jugaban en el patio— siempre estaría presente ese atormentador pensamiento que la sacudía como un golpe físico: «¡Yo no debería estar aquí! ¡Yo debería estar muerta!» Durante la noche solía despertarse aterrorizada, gritando y abrazándose fuertemente a Michael. Ya en otro tiempo se había sentido impresionada por la muerte de dos de sus primos, pero ésta era la primera vez que tenía una impresión directa. Se hizo muy piadosa y repetía muchas veces al día las oraciones que había aprendido.

«Si no fuera por la gracia de Dios, ahora estaría en el infierno», solía pensar. Sabía que no se había portado tan bien como para merecer el cielo. Poco antes de salir de Marygreen, tío Matthew le había dicho que era dudoso que ella fuera al Cielo. Creía en la existencia de esos dos lugares con supersticiosa intensidad, así como creía que una liebre era una bruja disfrazada. No obstante, la perspectiva de la condenación eterna no bastaba para disuadirla de hacer lo que deseaba.

Durante más de un mes no se atrevió a salir de las habitaciones de Michael. Éste le compró un traje de hombre de segunda mano apropiado para un jovenzuelo y, con esas ropas y remedando el modo de caminar y hablar de algunos jóvenes que ella había conocido, logró cambiar completamente su aspecto físico. Godfrey la felicitó calurosamente, diciéndole que era tan artista como el mismo Edward Kynaston. Pasaba por ser Tom, un sobrino de Michael recién llegado de provincias, pero ninguno de los amigos que visitaba su casa dejó de percatarse de qué se trataba, aunque festejaban alegremente la ocurrencia. Todos obedecían la consigna de llamarla por el nombre de Tom.

Michael la puso sobre aviso de que no pasaría mucho tiempo antes de que su presencia fuese descubierta y que, cuando ello ocurriera, estarían obligados a dejar la casa. Analizaba esta perspectiva sin ninguna molestia, porque raras veces estudiaba y no tenía mayor interés en aprender leyes. Sucedía lo mismo con casi todos los jóvenes provincianos que acudían a estudiar a la capital. Más que nunca, la vida ofrecía a los jóvenes muchos atractivos, de modo que era una pena malgastarla leyendo libros y estudiando.

Ámbar le dio cuenta de su verdadero nombre y de la causa de su desgracia, aunque deliberadamente omitió mezclar en el asunto a Lord Carlton; explicó que el niño era de su marido. El apellido Channell, dado que había sido empleado en Whitefriars, no tenía ya ningún valor para ello. Michael le hizo prometer, además, que guardaría el secreto de su matrimonio. Por su parte, ella consideraba que esa equivocación había terminado, resistiéndose a considerar al miserable de Luke como su esposo.

Más o menos una quincena después de la muerte de Black Jack, Michael fue al callejón Ram a visitar a Mamá Gorro Rojo; deseaba convencerse de que la señora Channell había partido de Londres y que jamás regresaría. También fue por curiosidad, para ver cuál era su reacción ante los acontecimientos recientes. Ámbar le suplicó que recogiera los aros imitación de oro que había dejado, diciéndole que le habían sido regalados por una tía poco antes de su partida y que deseaba conservarlos como recuerdo. Cumpliendo su promesa se los llevó, así como algunas noticias.

—Está satisfecha de que te hayas ido. Le dije que había recibido una carta tuya, donde me decías que estabas con tu familia y que no volverías jamás a Londres.

Ámbar rió, jubilosa, mordiendo una manzana.

—¿Lo creyó?

—Al menos, así parecía. Me dijo que nunca debiste haber salido de tu pueblo, y que Londres no era una ciudad para una muchacha como tú.

—Te aseguro que sentirá haberme perdido. Le proporcioné bastantes ganancias.

—Querida, Mamá Gorro Rojo no lo habría sentido ni aunque ella en persona hubiera perdido la cabeza. Ya tiene otra joven en sus manos y la está adiestrando para que ocupe tu lugar…, una linda moza encontrada quién sabe dónde, que está embarazada sin ser casada e infinitamente agradecida a la anciana señora que tan bondadosamente ha ofrecido sacarla de sus dificultades.

Arrojando a la chimenea el resto de su manzana, Ámbar dejó oír un gruñido.

—Esa vieja celestina ayudaría al mismo demonio si supiera que con ello iba a ganar algunos peniques.

La mayor parte del tiempo, cuando se quedaba sola, lo empleaba aprendiendo a leer y escribir. Emprendió esta tarea con el mismo entusiasmo con que había emprendido la de aprender a cantar, bailar y tocar la vihuela. Cientos de veces escribió su nombre y el de Bruce, cruzándolos con corazones, pero siempre quemaba los papeles antes de que volviera Michael. Habría sido necio hacer saber al hombre que la mantenía que amaba a otro y tampoco quería discutir con nadie acerca de Bruce. Su propia firma la hizo de tal modo que sólo las dos letras iniciales eran inteligibles. Al mostrarla a Michael, éste rió y le dijo que la firma, por lo ilegible, fácilmente podría ser confundida con la de una condesa.

Una tarde de octubre estaba echada de bruces sobre la cama, leyendo un libro con grabados picarescos que él le había dado para que practicara la lectura, una edición inglesa de los sonetos del Aretino. Oyó la llave girar en la cerradura y abrirse la puerta de la otra habitación. Llamó, sin cambiar de postura.

—¿Michael? ¡Ven aquí! ¡No puedo entender esto!

Él, solemne y grave, le respondió:

—Ven, sobrino, que tenemos visita.

Creyendo que bromeaba, saltó de la cama y corrió hacia el cuarto vecino, reprimiendo un grito al llegar al umbral.

Con Michael se encontraba un viejo de rostro enjuto, nariz afilada, formidable arruga en el entrecejo y ojos que parecían haber sido conservados en vinagre. Ámbar dio unos cuantos pasos atrás, al mismo tiempo que se llevaba una mano para cubrir el escote demasiado profundo de su camisa; pero ya era demasiado tarde. El anciano jamás creería que pudiese ser un muchacho.

—Y decíais que vivíais acompañado de vuestro sobrino, ¡bribón! —comenzó éste a amonestar, ceñudo y mirando torvamente al joven—. ¿Cuál es?

—Ése es, Mr. Gripenstraw —respondió cachazudamente Michael, sin el menor propósito de burlarse del viejo.

Mr. Gripenstraw miró detenidamente a Ámbar por encima de sus anteojos verdes, abriendo una boca enorme. Ámbar dejó caer la mano y habló a Michael, condolida.

—Lo siento, Michael. Creí que estabas solo.

Él le hizo un gesto para que se retirara al dormitorio, cosa que ella ya había pensado hacer. Dio, pues, media vuelta y, una vez que hubo cerrado la puerta, se quedó allí para escuchar las amonestaciones del viejo. «¡Oh, Dios de los Cielos! —pensaba, frotándose las manos—. ¿Qué irá a sucederme ahora? ¿Qué pasará si dice que soy yo quien…» De nuevo se oyó el vozarrón de Mr. Gripenstraw.

—Bien, Mr. Godfrey…, ¿qué excusa tenéis ahora?

—Ninguna, señor.

—¿Cuánto tiempo ha permanecido esa mujer en vuestras habitaciones?

—Un mes, señor.

—¡Un mes! ¡Gran Dios! ¿De modo que durante un mes no habéis respetado la antigua y honorable institución inglesa de la Ley? ¡Debido a la consideración que guardo a vuestro padre he dejado pasar muchas de vuestras bellaquerías, pero esto ya va más allá de lo admisible! Si no fuera por el aprecio que tengo por Sir Michael, os enviaría a la Marina, para que allí aprendierais mejor la conducta que debe observar un joven. De todos modos, quedáis expulsado por bribón. No os pongáis más delante de mí. ¡Y sacad de aquí e inmediatamente a esa criatura del demonio!

—Sí, señor. Gracias, señor.

El viejo abrió la puerta.

—Permitidme deciros esto, so pícaro: lo único que un joven obtiene con este género de vida son duelos, palizas y bastardos. ¡Buenos días! —Cerró con estrépito.

Ámbar dejó pasar unos minutos antes de salir.

—¡Oh, Michael, te han expulsado! ¡Y todo por mi culpa!

Empezó a lloriquear, pero él la ciñó con los brazos.

—¡Vamos, vamos querida! ¡Qué diablos! Después de todo, me alegro de tener que salir de este lugar despreciable. Ven, ponte tu jubón y el sombrero. Vamos a buscar un alojamiento donde se pueda vivir como la gente.

Michael tomó dos habitaciones en una posada conocida como «El arco y las uvas», sita en St. Clament’s Lane, que iba a perderse en Fleet Street. Estaba enclavada fuera de las puertas de la City, en el nuevo y más elegante barrio Oeste. Cerca de allí se encontraban Drury Lane, el «Covent Garden» y, sólo a algunos minutos de marcha, el «Gibbon’s Tennis Court», en Vere Street, que había sido llamado el «Teatro Real».

Michael le compró al principio ropas usadas, pues las necesitaba con urgencia; más tarde se puso otras mandadas hacer expresamente para ella. Súbitamente, se vio precipitada en un vórtice de alegría y placer. Mientras estuvieron en el «Temple», había trabado relación con varias personas, pero ahora encontró muchos amigos más. Entre ellos había jóvenes de buena familia, futuros barones y Lores, oficiales de la Guardia Real o del duque, y actores de alguno de los cuatro teatros de la capital. Y se hizo también amiga de las mujeres que éstos mantenían, bonitas muchachas que vendían cintas y guantes en el «Cambio Real», meretrices profesionales y actrices, todos ellos despreocupados y buenos amigos. Ninguna de ellas tenía más años que la misma Ámbar. Eran flores que volvieron a la vida con la Restauración.

Iban a los teatros y se sentaban en el patio de platea, ellas velaban su rostro, chupaban naranjas chinas y cambiaban piropos con todos los que lo deseaban. Iban también a las casas de juego de Haymarket, y una vez Ámbar se sintió arrebatada al oír que el rey iría. Pero el rey no fue y eso le causó un no pequeño desencanto; nunca había olvidado la expresión de su rostro y su sonrisa aquel día de su coronación. Otras veces fueron a New Spring Gardens, en Lambeth, y a Mulberry, centro elegante de la temporada. Cenaron en las populares tabernas situadas cerca de Charing Cross —donde acudían todos los jóvenes con flamantes uniformes— entre las cuales estaban el «Lokets», la «Taberna del Oso», de Bridgefoot, o la famosa «Dagger Tavern», en el Hig Holborn, un lugar de mucha animación, donde amén del tumulto y el ruido característico, había una pastelería exquisita. Algunas noches recorrían la ciudad en coche, apostando quién rompía más cristales de ventanas con monedas de cobre.

Y cuando no salían de casa, sus habitaciones se llenaban de jóvenes de ambos sexos que se presentaban a todas horas del día o de la noche, pedían que se les enviaran alimentos y bebidas, jugaban a las cartas y se emborrachaban. Ninguno tenía un pensamiento o una seria ocupación, salvo los de evitar a los acreedores El placer era su sola deidad. La vieja y estúpida moralidad se había ido, como se había ido la moda de los sombreros de alta copa, ahora ridiculizada y desdeñada. La indiferencia, el egoísmo, el egotismo, el cinismo y el oportunismo eran sinónimos de buen tono. La mansedumbre, la honestidad y la devoción…, ¡bah!, cosas dignas de todo desprecio.

Los caballeros de rancia prosapia, aquellos nobles de la pundonorosa Corte de Carlos I, responsabilizaban al rey actual por la ideología y conducta de la nueva generación Y aun cuando era cierto que el joven rey Carlos no deseaba ocultar ni ocultaba su propósito de arrasar con todo cuanto significara puritanismo en la más estricta acepción de la palabra, no era menos cierto que el libertinaje había existido ya durante los años del Protectorado, aunque entonces la gente hacía de las suyas ocultándose bajo un manto de hipocresía. Las guerras civiles, no Su Majestad, habían sembrado las semillas que germinarían violentamente a partir de su regreso.

Pero Ámbar no estaba ni remotamente enterada de la fuerza de las tendencias y corrientes.

Ella amaba la vida, eso era todo. Le gustaban el ruido y la confusión, el desorden y el continuo bullicio, la despreocupada alegría del «diablo que arree con todo». Sabía que aquella vida era completamente distinta de la que se llevaba en la campiña y se alegraba de que fuera así; a ella le gustaba hacer lo que le agradaba y no lo que era horrible o amonestante. Nunca se le ocurrió pensar que tal vez no fuera ésa la vida que llevaron los caballeros en todo tiempo y lugar.

Nadie se interesaba por el matrimonio, institución tan desacreditada, que sólo se consideraba como el postrer recurso del hombre que quería escapar de las deudas. Las normas vedaban a los esposos el amor extramatrimonial —apenas si permitían que lo practicaran entre ellos mismos—, de modo que el matrimonio feliz era considerado con desprecio, no con envidia. Éste era el punto de vista de Ámbar; Luke Channell la había convencido de que el matrimonio era el más miserable estado a que una mujer podía llegar. Así, opinaba tan volublemente como cualquier libertino acerca del absurdo de convertirse en esposa o esposo. En su corazón hacía una secreta reserva con Bruce Carlton…, pero estaba empezando a creer que no volvería a verlo.

Sólo una vez su confiada astucia recibió un golpe, y ello fue cuando a mediados de octubre descubrió que estaba de nuevo encinta. Nunca había esmerado que pudiera volver a ocurrirle. Por algunos días se mostró sombríamente preocupada y desabrida. Todos sus placeres se arruinarían si tenía que volver a pasar por la tediosa fatiga de tener un hijo, y determinó que esta vez no sería así. Ella había querido tener un hijo de Bruce Carlton, pero no deseaba ningún otro.

Habló a este respecto con una joven que se había hecho amiga suya, una vendedora del «Cambio» llamada Mally, de quien se decía que había recibido una gruesa suma de dinero nada menos que del duque de Buckingham. Mally le dio las señas de una comadrona que vivía en el callejón de Hanging Sword, diciéndole que tenía una numerosa clientela entre las jóvenes de su clase y modo de vida. Sin decir una palabra a Michael se fue a verla. Ésta la hizo sentarse más de una hora sobre una olla en la que hervía un cocido de hierbas, le suministró una buena dosis de purgante y le ordenó hacer un viaje de ida y vuelta hasta Paddington en un coche de alquiler. Para gran alivio de Ámbar, alguno de los remedios produjo su efecto. Mally le dijo que cada veinte días seguía ella cierta prescripción médica: una prolongada inmersión en agua caliente y luego un viaje en uno de esos endiablados coches de alquiler.

—Los caballeros de nuestros días —le dijo Mally—, según tú misma podrás comprobarlo, no tienen paciencia con una mujer que los molesta de ese modo. Tal como están las cosas, Dios sabe que una tiene que cuidar sus formas para poder seguir viviendo.

Irguió sus pronunciados senos y cruzó las piernas con un gracioso movimiento, mostrando sus finas medias de seda y sonriendo con presunción.

Al principio, Ámbar experimentaba temor al solo pensamiento de salir de la casa —cuando lo hacía iba bien cubierta—. Los corchetes se habían convertido en su pesadilla. El recuerdo de Newgate le pesaba como una carga. Pero aún más tenebrosa era la convicción de que, si la detenían, sería inmediatamente colgada y, en el mejor de los casos, deportada a Virginia. Mas ella se había hecho empedernida como un londinense y lo mismo le daba un castigo que otro.

Fue entonces cuando supo algo que involucraba una solución y, al mismo tiempo, le ofrecía el atractivo de una nueva aventura. Una vez había manifestado su sorpresa de que los actores y actrices de teatro vistieran siempre atildadamente, luciendo trajes elegantes en los lugares públicos. Otra noche habló involuntariamente de ello con Michael, quizás al no encontrar otro tema de conversación.

—¡Cáscaras! Todos ellos tienen la apariencia de señores de rango. ¿Cuánto dinero ganan?

—Cincuenta o sesenta libras al año.

—¡Caramba! Charles Hart lucía esta noche una espada que debe de haber costado mucho más.

—Tal vez sea así. Todos están hasta la coronilla de deudas.

Ámbar, que estaba desvistiéndose para meterse en el lecho, se encaramó sobre las rodillas de Michael para que éste le deshiciera los lazos del ajustado corsé.

—Entonces no los envidio —dijo, desabrochando el brazalete que llevaba en la muñeca derecha—. ¡Pobres diablos! No se mostrarán tan pulidos en la cárcel de Newgate.

Michael estaba muy ocupado en la tarea de desatarle el corsé. Por último pudo lograrlo y la despidió con una ligera palmada en las nalgas.

—Ellos no van a parar nunca a Newgate. Un actor no puede ser arrestado, a menos que el rey firme una orden expresa.

Ámbar giró sobre sí, súbitamente interesada.

—¡No pueden ser arrestados! ¿Por qué?

—Pues… son servidores de Su Majestad y, por consiguiente, gozan de la protección real.

—¡Hola! Conque ¿es así, eh?

Aquello merecía reflexionarse.

No era la primera vez que ella dirigía sus codiciosos ojos hacia la escena. Sentada al lado de Michael en su asiento de platea, había visto cómo todos los galanes estaban pendientes de las actrices y cómo una vez terminada la función corrían a los camarines para lisonjearlas e invitarlas a cenar. Sabía también que muchas actrices vivían a expensas de algunos nobles, quienes las alhajaban con magnificencia, además de pagarles lujosos departamentos, carruajes y lacayos de servicio. Parecían ser —todas ellas eran tratadas con una especie de suave menosprecio, hasta por los mismos hombres que las cortejaban— las criaturas más afortunadas de la creación. Ámbar se llenaba de envidia de sólo ver la atención que les dispensaban y los aplausos con que las premiaban. Consideraba que ella hubiera podido hacerlo mejor en ciertos casos.

Las había ido estudiando minuciosamente una a una, observando cada uno de los detalles de su anatomía y también de su arte. Llegó así al convencimiento de que valía mucho más que cualquiera de ellas. Su voz era buena, había perdido su acento aldeano y su cuerpo era de líneas esculturales. Todos los que la conocían convenían en ello. ¿Qué otras cualidades necesitaba una actriz? Muy pocas de ellas podían exhibir tantas.

Pocos días después se le presentó la oportunidad.

Con Michael y otras cuatro parejas cenaba una noche en un saloncito privado del «Folly», una boyante casa de diversiones levantada en el sitio del viejo «Savoy Palace». Ocupaban entre todos una mesa. Les sirvieron quesadilla, vino y ostras crudas. Estaban mirando danzar a una mujer desnuda.

Ámbar estaba sentada sobre las rodillas de Michael; éste tenía una mano puesta sobré su hombro y la otra, descuidadamente, sobre su pecho. Pero toda su atención estaba concentrada sobre la bailarina. Ámbar, ofendida por ese interés, se levantó y fue a tomar asiento al lado de un hombre sentado de espaldas que comía tranquilamente. Se trataba de Edward Kynaston, el fabulosamente hermoso joven actor del «Teatro del Rey», aquel que había tenido a su cargo los papeles femeninos hasta que se empezó a contratar actrices.

Era Kynaston muy joven —no llegaba a los diecinueve años— y su cutis tan blanco y aterciopelado como el de una niña; tenía rizados y rubios cabellos, hermosos ojos claros y un cuerpo más bien delgado, pero bien proporcionado. No había nada en él que desmedrara la perfección de su trabajo, a no ser el sonido de su voz. Debido a su larga ejercitación de los registros agudos, tenía ahora un subido tono desagradable.

—Edward, ¿continuáis buscando gente para la escena?

—¿Cómo…? ¿Acaso habéis pensado actuar?

—¿Pues creéis vos que no puedo hacerlo? Me parece que soy suficientemente bonita… —Sonrió al decir esto, dejando caer sus párpados.

Kynaston la contempló pensativamente.

—Ciertamente que lo sois. Sois más bonita que cualquiera de las que tiene Davenent.

Davenent administraba el teatro del duque de York; solamente había autorización para dos compañías, pese a lo cual actuaban otras, y era notoria la rivalidad entre los comediantes de Su Majestad y los de Su Alteza Real.

—Supongo que querréis mostraros en el escenario y buscaros un protector de calidad.

—Podría ser que hubiera pensado hacerlo así —aceptó ella—. Se dice que ése es el mejor modo de progresar.

Su voz tenía un tono sutilmente insinuante. Kynaston, como todo el mundo sabía, contaba entre los caballeros con numerosos admiradores. Solía recibir de ellos regalos de precio, la mayoría de los cuales los convertía en dinero, que luego depositaba en la caja de caudales de un conocido joyero. Se murmuraba que uno de sus amigos era el riquísimo duque de Buckingham, que había comenzado a dilapidar la mayor fortuna de Inglaterra, saqueándola literalmente, como si fuera un tonel sin fondo.

Kynaston no se resintió; por el contrario, trató de no darse por aludido, con una especie de recato y pudor muy femeninos. Con ellos procuraba rechazar cuanto se decía de él en el foro y se esforzaba por mostrar una apariencia de virtud y dignidad.

—Tal vez sea así, Madame. ¿Me permitiríais presentaros a Mr. Tom Killigrew?

Thomas Killigrew era un favorito y administrador del tesoro del rey.

—Oh, si vos quisierais… ¿Cuándo podría ser eso? —estaba excitada y ligeramente temerosa.

—Los ensayos concluirán mañana a las once. Venid entonces, si gustáis.

Ámbar se adornó con esmero para la entrevista. Era una fría y sombría mañana de principios de noviembre; no se filtraba el más tenue rayo de sol a través del humo y la bruma. Sin importársele, se puso su vestido nuevo y su capa mejor. Toda la mañana había tenido el estómago contraído y húmedas las palmas de las manos. A despecho de su enorme deseo, se mostraba míseramente nerviosa. A última hora experimentó tal pánico pensando en que todo le iría mal, que hubo de hacer acopio de fuerzas para salir de la casa.

Cuando llegó al teatro y echó atrás su velo, el hombre que salió a recibirla emitió un silbido de admiración. Ámbar rió, aliviada, mostrando despreocupación.

—He venido a ver a Edward Kynaston. Me está esperando. ¿Puedo pasar?

—Perdéis el tiempo, señora —dijo el hombre—. A Kynaston le importan un comino las mujeres, aunque se trate de la más hermosa. Pero seguid, si queréis.

En el preciso instante en que ella hizo su entrada estaban limpiando el escenario. Killigrew se hallaba en la platea hablando con Kynaston, Charles Hart y una de las actrices, de pie ante ellos y tocada todavía con su atuendo teatral. Adentro reinaba una oscuridad impresionante; únicamente la araña que colgaba sobre el escenario estaba encendida, y un aire frío esparcía por el ambiente un fuerte olor a sebo. Por los pasillos se veían esparcidas cáscaras de naranja y los grandes bancos tapizados de verde mostraban las huellas de los obreros que habían andado encima. El lugar, vacío de gente y de ruido, extrañamente lúgubre, casi triste, se imponía como si poseyera fuerza viva. Pero Ámbar no lo notó.

Por un momento dudó en seguir avanzando. Pero se repuso prontamente y bajó por la escalerilla, yendo hacia ellos. Al ruido provocado por sus tacones, todos se volvieron. Kynaston levantó una mano en señal de saludo, mas no se adelantó a recibirla. Todos permanecieron en su sitio, pues, mirándola acercarse: Kynaston, Killigrew, Charles Kart y la actriz, Beck Marshall. Ámbar había conocido meses antes a Hart, un hermoso y joven actor que trabajó en el teatro durante años enteros, desafiando hasta la prisión en la tenebrosa época del Commonwealth. A Beck Marshall la había conocido del mismo modo; ahora la veía aproximarse adoptando un aire de superioridad, con las manos en las caderas y sin perder detalle de su traje, peinado y rostro. Tras un examen implacable, se volvió y se fue. Quedaron los tres hombres.

Kynaston la presentó a Killigrew, un aristócrata de mediana edad, de brillantes ojos azules, cabello cano peinado a la antigua y angosta barba puntiaguda. No parecía ser el padre de Harry Killigrew, un borrachín, atolondrado y atrevido libertino, cuyas hazañas causaban sorpresa incluso entre los cortesanos. Ámbar había visto una vez a Harry molestando a las señoras en St. James Park; él no se había fijado en ella porque iba velada.

Ámbar hizo una reverencia a Killigrew; éste dijo:

—Kynaston me explicó que desearíais ingresar en el teatro.

Sonrió ella con su sonrisa más seductora. (La había practicado varias veces delante del espejo antes de salir de casa.) Pero las comisuras de sus labios temblaron y sintió que se sofocaba.

—Sí —respondió quedamente—; quiero hacerlo. ¿Podríais tal vez darme un papel?

Killigrew soltó la carcajada.

—Vamos; quitaos la capa y caminad por el escenario para que podamos veros.

Ámbar desató el cordón que sujetaba su capa. Luego que se la hubo quitado, Charles Hart le ofreció su mano para ayudarla a subir. Mostró unos pechos turgentes y una breve cintura, firmemente ceñida con el corsé. Después se movió por el escenario, girando varias veces y levantando sus faldas por encima de las rodillas para que apreciaran las líneas de sus piernas. Hart y Killigrew cambiaron significativas miradas.

Por último, luego de haberla valorado como individuos que van a comprar un caballo, preguntó el administrador.

—¿Qué más sabéis hacer, Mrs. St. Claire, además de mostrar vuestro palmito?

Charles Hart, sacudiendo la ceniza de su pipa, lanzó un cínico resoplido.

—¿Qué más puede hacer? ¿Qué más saben hacer ellas?

—¡Vaya, Hart, no querréis insinuar que ni siquiera debe tratar de ensayar! ¡Qué diablos! Algo tiene que saber hacer. Decidme, ¿qué más podéis hacer?

—Puedo cantar y bailar.

—¡Muy bien! Eso es parte del trabajo de una actriz.

—¡Dios sabe! —murmuró Hart. Tenía quilates de actor y, aun cuando el teatro de esos días no hacía otra cosa que empeñarse en mostrar senos y piernas femeninos, él confiaba en sus grandes destinos—. Tengo mis dudas de que Hamlet se represente un día con la «danza de los sepultureros».

Killigrew le hizo una seña y Ámbar inició su danza. Se trataba de una zarabanda española que aprendiera hacía más de un año y que bailó varias veces, antes para Black Jack y sus amigos en Whitefriars, últimamente para Michael y los demás conocidos. Retorciéndose, esquivándose y agitándose como una mujer histérica, tal como lo exigía la danza, paseó por todo el tablado, poseída por el ansia de agradar, de triunfar. Después que se hubo apagado el eco de los aplausos, cantó una balada obscena muy popular, parodia de la vieja fábula griega de Ariadna y Teseo. Su voz tenía un dejo voluptuoso que habría transformado la más inocente canción en otra provocativa e incitante. Terminó haciendo una profunda venia; los aplausos se sucedieron de nuevo.

—Sois tan espectacular como una demostración de fuegos artificiales sobre el Támesis. Muy bien. ¿Podríais aprenderos un papel?

—Sí —respondió Ámbar como una bala, aun cuando nunca había hecho la prueba.

—Muy bien, pero no os preocupéis por eso, ahora. El próximo miércoles tendremos una representación de La tragedia de una doncella. Venid a ensayar mañana a las siete, que os tendré reservada una parte.

Delirando de alegría, Ámbar corrió a contarlo a Michael. No osaba esperar que se le diera un papel de heroína, pero se sintió seriamente defraudada cuando supo al día siguiente que le habían dado un papel de mujer de servicio, sin tener una sola palabra que decir. También se sintió desengañada cuando se le dijo el salario que ganaría: cuarenta y cinco libras al año. Ahora se daba cuenta de que las quinientas libras de Lord Carlton hubieran representado una suma considerable de haber sido capaz de guardarlas.

Pero tanto Kynaston como Charles Hart le infundieron ánimos diciéndole que si lograba atraer la atención del auditorio, como estaban seguros de que lo haría, seguramente se le asignarían en lo sucesivo papeles más importantes. Una actriz no necesitaba tan largo período de aprendizaje como un actor. Había gran demanda de mujeres bonitas para la escena y, si gustaban a los hombres y el auditorio las apreciaba, ya cantaran como cotorras y actuaran como títeres, daba lo mismo.

Rápida y hábilmente estableció una alegre camaradería con los actores y se prepara para hacer lo mismo con las actrices, pero éstas se mostraron reacias a aceptarla como una de las suyas. A pesar de que no se había cumplido el primer aniversario de su ingreso en el teatro, habían formado ya una cerrada camarilla y se mostraban celosas de cualquiera que tratara de engrosarla. No le hacían caso cuando les hablaba, murmuraban a sus espaldas y ocultaron su vestimenta el día del ensayo, con la secreta esperanza de hastiarla y hacerle imposible la vida hasta que no le quedara más recurso que irse. Pero Ámbar no había creído nunca que las mujeres pudieran ser factores determinantes de su felicidad y triunfos, de modo que hizo caso omiso de ellas.

La escena la fascinaba. Amaba todo cuanto se relacionaba con el teatro. En el curso de las horas de ensayo, escuchaba y observaba intensamente, grabando en su mente lo que hacían los otros. Su día más glorioso fue aquel en que prestó el juramento de práctica ante Lord Chamberlain como servidora de Su Majestad. Los ocultos misterios de la escena, en los cuales se iniciaba, le fueron revelados. Vio pinturas negras, rojas y blancas, falsas narices, barbas postizas, pelucas, el maravilloso funcionamiento de la maquinaria escénica, los aparatos que tanto mostraban la salida de la luna o del sol en un día nebuloso, como simulaban el trino de un pajarillo o la caída del granizo. El vestuario consistía en infinidad de trajes, algunos de los cuales eran vistosos y elegantes —obsequio de los cortesanos— y otros meras imitaciones de lana y alepín. Todo esto entró en su corazón y se consubstanció con su ser, del mismo modo que ocurriera antes con Londres.

Finalmente, llegó el gran día. Tras haber pasado una noche intranquila, llena de aprensiones y dudas, Ámbar se levantó, se vistió y salió bien, temprano en dirección al teatro. En el camino vio un cartel y se paró a leerlo: «En el “Teatro Real”, hoy miércoles nueve de diciembre, se presentará la comedia intitulada La tragedia de una doncella; empezará exactamente a las tres después de mediodía. Por el cuerpo de comediantes al servicio de Su Majestad. Vivat Rex.» En el mástil colocado en el techo del teatro flameaba una gran bandera, anunciando que ese día habría representación.

«¡Oh, Dios mío! —pensaba ella— ¿qué es lo que siempre me ha hecho creer que algún día ingresaría en el teatro?» Todavía era temprano y encontró el teatro completamente vacío. Sólo había dos tramoyistas y una mujer. Ésta, Mrs. Croggs, hacía las veces de cuidadora, barredora, etc.; era una vieja colérica, sucia y perpetuamente alcoholizada. Killigrew pagaba veinte chelines semanales a la hija para que sirviera a los actores. Con su buena disposición y los frecuentes regalos en dinero que le hacía, Ámbar había conseguido comprar su amistad: la Croggs era tan ardiente partidaria suya, como las otras violentas antagonistas.

Ya estaba ella pintada y arreglada y acechaba al auditorio por el telón cuando llegaron los demás. La platea se veía casi colmada por pisaverdes, meretrices y vendedoras de naranjas. Todos formaban una barahúnda indescriptible, riendo y llamando a sus conocidos diseminados por el teatro. Las galerías, repletas de hombres, mujeres y catecúmenos, trataban de imitar el maullido de los gatos. Finalmente, los palcos comenzaron a llenarse con una concurrencia evidentemente distinguida. Damas y caballeros lucían hermosos y elegantes atavíos, valiosísimas joyas y adornos. Tan lánguidas y soñolientas criaturas estaban cansadas de la comedia aun antes que hubiera empezado. El escenario mismo y hasta el resto del teatro parecieron cobrar vida como por encanto, al influjo del hechizo y la pompa del auditorio.

Ámbar seguía mirando, con la garganta reseca y el corazón palpitante, pese a no hallarse todavía frente a aquel monstruo de mil cabezas. De pronto, Charles Hart apareció detrás de ella, deslizó un brazo por su cintura y la besó en la mejilla. Dio ella un respingo.

—¡Oh! —exclamó, riendo y tragando saliva.

—¡Vamos, querida! —dijo él imperiosamente—. ¿Es así como vais a coger a la ciudad por las orejas? Vamos, serenaos.

—¡Oh, no sé lo que me pasa! Michael está en la platea con un grupo de amigos dispuestos a aplaudirme. ¡Pero tengo miedo! ——Disparates. ¿De qué tenéis miedo? ¿De esos petimetres ignorantes y de esas damiselas de abolengo? ¡Bah! No dejéis que se os impongan ni mucho menos que os infundan miedo… —Hizo una pausa. En ese preciso instante los músicos iniciaron la ejecución de una alegre tonada campesina—. ¡Escuchad! ¡Ha llegado Su Majestad! —Y apartó las cortinas para ver cómodamente lo que ocurría.

Hubo un movimiento de bancos y un sordo murmullo. El público se puso de pie, las caras vueltas hacia el palco del rey. Era el primer balcón sobre el escenario y estaba espléndidamente adornado con colgaduras y tapices de terciopelo escarlata, en los cuales lucían las armas de los Estuardo. Al aparecer el monarca, la música llenó estruendosamente el teatro, mientras los hombres se quitaban los sombreros y saludaban, en una fiesta de plumas y colores. El alto y atezado Carlos Estuardo sonreía cordial agitando la mano en todas las direcciones; su figura dominaba netamente el grupo que lo rodeaba. Nadie dejó de reparar en la soberbia Bárbara Palmer, de pie a su lado, resplandeciente de joyas y un tanto enfurruñada. Todos parecían divinos y terroríficos; contemplándolos desde su puesto detrás del telón, Ámbar se dejó vencer bajo el peso abrumador y la agobiante sensación de su insignificancia.

—¡Oh! —exclamó abatida—. ¡Parecen dioses!

—Hasta las diosas, querida, hacen uso de los vasos de noche —replicó Charles Hart. Y diciendo esto, se alejó en dirección a la guardarropía para tomar su capa; el prólogo estaba a su cargo. Ámbar lo miró alejarse y de súbito estalló en carcajadas, completamente tranquilizada.

Sus ojos se volvieron a buscar a la Palmer, un poco inclinada en su asiento para poder conversar con un hombre que estaba detrás. Mientras la devoraba con los ojos, el semblante de Ámbar dejaba transparentar el profundo odio que le inspiraba. Sus dedos de largas uñas se crisparon involuntariamente y se forjó la ilusión de que las clavaba en la cara de esa cortesana, rasgando su belleza y destrozando su sonrisa de suficiencia. Sus celos tenían la misma intensidad dolorosa de la noche en que viera bajar a Bruce de su coche y luego inclinarse para besarla y acariciar sus rojos cabellos, mientras ella sacaba el cuerpo fuera de la ventanilla y reía.

Pronto se vio rodeada por las demás actrices. Se agolparon a su alrededor, atropellando, empujando y codeándola para hacerla a un lado —hasta que no pinchó a una de ellas en los riñones no se aplacaron— y levantando el telón para mirar a gusto a sus admiradores de platea. Todas ellas se mostraban gozosas y despreocupadas, como si estuvieran en el ensayo. Ámbar hubiera deseado poder salir de allí, correr a su casa y refugiarse en la intimidad de sus habitaciones. Nunca, ¡oh, nunca más!, se esforzaría por entrar en el teatro y enfrentarse con ese elegante, difícil y crítico público cuyos ojos y lengua la recorrerían como rastros.

Terminó el prólogo, se levantó el telón y Charles Hart y Michael Mohun comenzaron su diálogo. El teatro atendía quieta y silenciosamente, con una pasmosa tranquilidad. De vez en cuando se escuchaba un susurro y una que otra risa imprudente o comentario en voz baja. Ámbar, que conocía casi todos los versos de memoria, descubrió ahora que no podía seguir el diálogo. Las damas de servicio, de las cuales formaba parte, habían hecho ya su entrada cuando Kynaston le dio una pequeña sacudida para que se recobrara.

—¡Vamos, salid!

Por unos segundos se resistió, incapaz de dar un paso. Luego, con el corazón palpitante —podía oír claramente sus latidos— entró en seguimiento de las otras con la cabeza alta. Durante los ensayos, sus compañeras se habían ingeniado de modo que siempre la tenían relegada a la segunda fila, pese a las instrucciones en contrario de Killigrew. Ahora, debido a su entrada un tanto retrasada, quedó al frente, más cerca del auditorio que cualquiera de las otras.

Con toda claridad, oyó la voz de un hombre que decía desde la platea, cerca de allí:

—¿Quién es esa gloriosa criatura?

Otro respondió:

—Debe de ser la nueva comediante. ¡Por Cristo, no hay duda de que es hermosa!

Y desde la galería, los aprendices lanzaron un bajo y apreciativo «¡hum!» Ámbar sintió que las mejillas se le encendían y que el sudor comenzaba a humedecerle sus axilas. Por último se forzó a echar una mirada a hurtadillas. Vio muchos rostros aprobadores que la miraban desde abajo haciéndole gestos y, de pronto, adquirió el convencimiento de que eran hombres como los demás. Cuando las damas de servicio hicieron su salida, ella sonrió a ese público con la más hechicera de sus sonrisas y se pudo oír otro «¡hum!» de aprobación. Después de eso se quedó enojada entre bastidores porque su trabajo había terminado. Al finalizar la comedia estaba definitivamente e incurablemente ganada por el teatro.

Beck Marshall le habló mientras se dirigían al vestuario.

—Escuchad, señora No-sé-qué —dijo, haciéndose la que había olvidado su nombre—. No necesitáis contonearos de arriba abajo, como un gallo en el gallinero. Esos caballeros harán moverse a cualquiera nueva que…

Ámbar sonrió despectivamente, con una sonrisa de superioridad y muy satisfecha consigo misma.

—No os preocupéis por mí, señora Yo-sé-qué. Yo velaré por mis propios asuntos, os lo garantizo.

Michael y tres de sus amigos aparecieron allí a poco. La rodearon y asediaron, impidiendo que se le acercaran otros jóvenes que la contemplaban ansiosamente y preguntaban por ella.

«¡Oh! —pensaba desilusionada—, no puede ser que me quede toda la vida al lado de Michael.»