Capítulo XVIII

Merced a la posición que Rex Morgan ocupaba en la Corte, Ámbar pudo presenciar desde el terrado de uno de los palacios situados a la vera del Támesis la entrada en Londres de Sus Majestades.

Tan lejos como era posible ver desde allí en ambas direcciones, las orillas estaban literalmente ocupadas por una abigarrada multitud. En las aguas era tal la cantidad de embarcaciones, que un hombre hubiera podido caminar sin dificultad desde Westminster Hall hasta la escalinata de Charing Cross. Los estandartes flameaban a impulsos de la fuerte brisa, guirnaldas de flores flotaban en el agua y bandadas de músicos ejecutaban alegres aires marciales. Al hacer su aparición la primera embarcación de la comitiva, el estampido del cañón atronó el espacio, mientras los gritos de la multitud resonaban de una a otra orilla y en la ciudad comenzaban a repicar las campanas musicalmente.

Ámbar, con el cabello suelto castigándole el rostro, estaba acodada en una de las esquinas, muy próxima al borde, tratando, aunque difícilmente, de verlo todo. Con ella se encontraban tres galancetes que acababan de llegar de Hampton Court y le referían la incidencia del desvanecimiento de la reina al serle presentada la Castlemaine y lo colérico que se había mostrado el rey, quien creía que lo había hecho a propósito para ponerle en aprietos.

—Y desde entonces —decía uno de ellos— esa dama asiste a los bailes y a todas las diversiones y se dice que Su Majestad ha reanudado sus relaciones con ella.

—¿Puede recriminársele por eso? —inquirió otro—. Ella es una criatura extremadamente delicada… en tanto que esa paliducha…

—¡Caramba! —interrumpió el tercero—. ¡Que me parta un rayo si aquél no es el conde en persona!

Todos se inclinaron sobre la azotea, pero Roger Palmer no se dio por enterado. Tornaron a prestar atención al espectáculo. Las grandes embarcaciones de la ciudad se estaban moviendo justamente debajo. Algunos momentos más tarde la misma Bárbara subió por la escalera, seguida por su hermosa doncella, mistress Wilson, y una niñera que llevaba a su pequeño hijo. Hizo una descuidada reverencia a su esposo, quien se inclinó fríamente, y casi de inmediato se vio rodeada por los tres galantes jóvenes que momentos antes acompañaban a Ámbar. La habían dejado sin una palabra de disculpa.

Cejijunta y resentida, furiosa a la sola vista de la mujer a quien despreciaba, Ámbar hizo un mohín y dio la espalda. «Por lo menos yo no estaré como un rústico patán en una función de títeres», pensó encolerizada. Pero nadie más parecía experimentar tal sentimiento.

Se sorprendió poco después al oír el sonido de una voz masculina extrañamente familiar. Una mano se posó en su hombro, mientras ella se volvía a tiempo de ver que el conde Almsbury se inclinaba sonriente delante suyo.

—¡Caramba! ¡Que me condenen si no se trata de mistress St. Clare! —dijo el conde, besando su mano.

Se sintió tan encantada por la cordialidad de su sonrisa y la admiración que leyó en sus ojos, que al instante le perdonó por haberla olvidado cuando se encontraba en Newgate.

—¡Hola, Almsbury!

A punto estuvo de interrogar dónde estaba Bruce, si lo había visto, si estaba allí. Pero su orgullo se impuso y ahogó las preguntas.

El conde dio unos pasos atrás y la midió de pies a cabeza.

—¡Estás radiante como nunca, querida! No me cabe duda de que las cosas marchan bien ahora, ¿eh?

Ámbar olvidó a Luke Channell, Newgate y Whitefriars. Le brindó una dulce sonrisa y respondió, displicente:

—¡Oh! Bastante bien. Ahora soy actriz… en el teatro Real.

—¡No digáis! He oído decir que ahora trabajan mujeres en el escenario… pero vos sois la primera que veo. He estado fuera de la capital durante dos años.

—¡Oh! Entonces, ¿no recibisteis mi carta?

—No… ¿Me habéis escrito acaso?

Ella esbozó un indiferente ademán, como si concediera muy poca importancia al asunto.

—¡Oh! Ha transcurrido mucho tiempo desde entonces. En diciembre hará ya año y medio.

—Yo dejé la ciudad poco después de… ¡bueno!, a fines de agosto. Traté de encontraros, pero el hostelero del «Real Sarraceno» me dijo que habíais empaquetado vuestras cosas y partido con rumbo desconocido. Al día siguiente partí yo a Herefordshire… Su Majestad me devolvió mis tierras.

En ese momento se originó una algarabía que los ensordeció; la barcaza real había llegado al muelle y el rey y la reina estaban desembarcando. La reina madre iba a su encuentro.

—¡Dios mío! —gritó Ámbar—. ¿Qué diablos es eso que lleva la reina?

A distancia, las estribadas faldas de la reina la mostraban casi tan gruesa como alta, y se balanceaba extrañamente cuando se movía.

—¡Es un verdugado! —bramó Almsbury—. Se usan en Portugal.

Después se inició la desbandada de la muchedumbre. Almsbury la tomó del brazo, preguntándole si quería que la acompañara hasta su morada. Al salir encontraron a Bárbara, que lucía un sombrero de ala ancha y semejante al de los hombres, a sólo unos cuantos pasos de distancia. Sonrió e hizo un ademán amistoso a Almsbury; sus ojos dejaron traslucir una inequívoca expresión de hostilidad hacia Ámbar. Esta alzó la barbilla, dejó caer sus luengas pestañas y avanzó airosamente sin dignarse mirarla.

El carruaje esperaba en King Street, estacionado con otros muchos y próximos a las puertas del palacio; al verlo, Almsbury emitió un silbido.

—¡Caramba! ¡Yo no sabía que la de actor era una profesión bien remunerada!

Ámbar tomó la capa que le alcanzó Jeremiah y se la puso sobre los hombros; había cerrado ya la noche y comenzaba a hacer frío. Levantando sus faldas para subir, sonrió con sorna por encima del hombro.

—Quizá no lo sea la de actriz… Pero hay otra profesión que lo es.

Subió al coche riendo, mientras el conde se sentaba pesadamente a su lado.

—De modo que la ingenua aldeana ha escuchado al diablo, después de todo…

—¿Qué más podía hacer después de…? —se detuvo, poniéndose colorada, y luego agregó—: Sólo existe un medio para que una mujer triunfe en el mundo, y yo lo he encontrado.

—Es cierto; sólo hay un camino para que una mujer tenga éxito en la vida… o vaya al fracaso. ¿Quién es vuestro protector?

—El capitán Morgan, de la guardia montada de Su Majestad. ¿Lo conocéis?

—No; creo que estoy un poco pasado de moda, tanto en protectores como en vestidos. No hay nada que aparte a un hombre de la moda como una mujer y un hogar en el campo.

—¡Oh, de modo que os casasteis! —y Ámbar le hizo una mueca pintoresca, casi como si él hubiera admitido una indiscreción.

—Sí; ahora soy un hombre casado. Hará dos años el cinco del mes próximo. Y tengo dos hijos… uno de más de un año y el otro de dos meses. Y vos ¿no estabais…? —sus ojos recorrieron su cuerpo inquisitivamente, pero se interrumpió y no quiso seguir.

—Yo también tengo un hijo —exclamó de pronto Ámbar, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Oh, Almsbury, deberíais verlo! ¡Se parece tanto a Bruce! Decidme, conde: ¿dónde está Bruce? ¿Ha regresado a Londres? ¿Lo habéis visto?

Ya no se preocupaba por parecer locuaz y libre. Se había sentido casi feliz al lado de Rex y hasta llegó a pensar que había dejado de amar a Bruce Carlton, pero la sola vista de Almsbury la había conmovido otra vez profundamente.

—He oído decir que se encuentra en Jamaica, y que sale en sus galeones en busca de barcos españoles. Pero… ¡Dios! No iréis a decirme que todavía…

—Y ¿qué si lo estoy? —musitó Ámbar, con un temblor en la voz; rápidamente volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla.

El tono de Almsbury era reconfortante. Se acercó a ella y pasó el brazo alrededor de su cintura.

—¡Vamos, querida! Lo siento mucho.

Ámbar apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Cuándo creéis que volverá? Hace dos años que se ha ido…

—No lo sé. Pero supongo que el día menos pensado entrará en puerto.

—Entonces se quedará ¿verdad? Ya no querrá irse más ¿no es así?

—Temo que quiera hacerlo, querida. Conozco a Carlton desde hace más de veinte años y la mayor parte del tiempo se lo ha pasado llegando o partiendo. Nunca se detiene mucho tiempo en un solo lugar. Debe de ser su sangre escocesa, digo yo, la que lo impulsa a partir en busca de aventuras.

—Pero ahora será diferente… ahora que el rey ha regresado. Si tiene dinero, puede vivir en la Corte sin necesidad de tener que arrastrarse sobre el vientre… Dijo muchas veces que eso no le gustaba.

—Es algo más que eso. No le gusta la Corte.

—¡No le gusta! ¡Caramba, eso es absurdo! ¡En un lugar donde muchos quisieran estar… si pudieran!

—Y, sin embargo, a él no le gusta. A nadie le gusta… pero muy pocos tienen riñones para dejarla.

Ámbar frunció deliciosamente los labios y se dispuso a bajar. El coche se había detenido delante de la casa donde vivía.

—¡Todo eso me suena como un condenado disparate! —murmuró, enfadada.

Su doncella, Gatty, no estaba allí; le había dado permiso para que presenciara la ceremonia y visitara luego a su padre. Prudencia, la primera de sus doncellas, había sido despedida por haberla encontrado, cierta vez que regresó inesperadamente, vistiendo su mejor y más nuevo vestido. Y había tenido otras dos más antes de Gatty: una fue despedida por sisadora y la otra por perezosa. Ámbar envió a Jeremiah a buscarles algo de comer en un fondín cercano donde se servían platos franceses preparados por cocineros ingleses. Todas sus comidas las hacía traer de fondas y tabernas.

Ámbar mostró al conde sus habitaciones con orgullo, haciendo hincapié sobre cada uno de los detalles, para que no se le escapara ninguno. Rex era generoso y le había dado casi todo lo que le pidió. Pasaba allí buena parte de su tiempo, cuando no estaba de servicio, jugando en la portería de las caballerizas o en alguna taberna.

Entre sus más recientes adquisiciones se contaba una cómoda de Holanda, fabricada con madera brasileña, de hermoso color bronceado con vetas negras y exornada con primorosas tallas. Había también un biombo chino y una rinconera cargada de objetos diminutos: un venado de cristal, un árbol de coral, una curiosidad china trabajada en filigrana de plata. Sobre la chimenea colgaba un retrato de Ámbar.

—¿Puedo saber lo que pensáis de mí? —preguntó ella señalando hacia el retrato, mientras dejaba su manguito y el abanico.

Almsbury hundió las manos en los bolsillos y se estiró hacia atrás, ladeando la cabeza como un entendido, para examinar mejor la pintura.

—Bien, querida; estoy contento de veros por primera vez desnuda. De otro modo me sentiría disgustado al pensar que os habíais puesto un tanto rolliza. ¿Y qué pasa con la boca? Esa no es la vuestra.

Ella soltó una risa argentina y le hizo una seña para que entrara en el dormitorio. Comenzó a soltar su cabello.

—Permaneciendo en la campiña no habéis cambiado mucho, Almsbury. Continuáis siendo todavía el gran cortesano de siempre. Pero si vierais la miniatura que Samuel Cooper me hizo, no diríais otro tanto. Se supone que soy una Afrodita —he olvidado el nombre que le dio— o una Venus saliendo del mar. Estoy en esta pose… —graciosamente adoptó una postura singular—… y no llevo ninguna ropa.

El conde, sentado a horcajadas sobre una silla, asintió con un significativo «¡hum!»

—Entonces debe de ser muy bonita ¿Dónde está?

—¡Oh!, la tiene Rex. Se la di el día de su cumpleaños y la lleva consigo desde entonces… sobre su corazón —perversamente hizo un nuevo mohín, y empezó a desatar los lazos delanteros de su vestido—. Rex me quiere mucho. ¡Oh! Hasta quiere casarse conmigo ahora.

—¿Y habéis accedido?

—No. —Sacudió la cabeza vigorosamente, como dando a entender que ni siquiera valía la pena tratar del asunto—. No quiero casarme.

Levantando su salto de cama, se escondió detrás del biombo para ponérselo. Su cabeza y parte de sus hombros, impecables, aparecían por encima. Mientras se quitaba los adornos uno por uno, dejándolos a un lado, entabló un diálogo intrascendente con el conde.

Finalmente, llegó el mozo de la fonda y pasaron al comedor. Rex había enviado a decir que se quedaría de servicio en palacio hasta muy tarde; de otro modo ella no se habría atrevido nunca a cenar con un hombre, llevando tan sólo un tenue saut de lit. Había descubierto hacía ya tiempo que Rex no se burlaba cuando le decía que si la protegía era porque deseaba monopolizar su tiempo y su persona. Mantenía alejados a los mequetrefes, impidiendo que se aproximaran demasiado o se atrevieran a visitarla, si bien todas las actrices tenían su Corte como cualquier dama de palacio y entretenían a los caballeros mientras se vestían. En consecuencia, durante los últimos tiempos todos los petimetres habían abandonado completamente a mistress St. Clare. Rex tenía una formidable reputación de espadachín y la mayoría de los currutacos de salón preferían un boticario para sus enfermedades, que un cirujano para una herida.

Durante toda la comida, Ámbar y el conde conversaron con la animación de dos viejos amigos que no se han visto desde largo tiempo y que tienen muchas cosas que contarse. Ella le habló de sus éxitos, pero no de sus fracasos; de sus triunfos, pero no de sus derrotas. El conde no supo nada de Luke Channell ni de Newgate ni de la madre Gorro Colorado ni de Whitefriars. Le hizo creer que todavía le restaba una buena cantidad de la suma que le dejara Carlton, depositada en la caja de su joyero, y el conde se dijo para sus adentros que la joven había evidenciado mayor viveza que la mayoría de las jóvenes aldeanas que habían de componérselas solas en Londres.

Dos horas más tarde estaban sentados en un canapé tapizado de terciopelo verde, con las copas vacías en las manos y contemplando en silencio el rescoldo del hogar. Almsbury la tomó en sus brazos y la besó. Por unos instantes dudó ella, con el cuerpo tenso, pensando en Rex y en la virulencia de que hubiera dado muestras si hubiera sabido que otro hombre la había besado. Luego —debido a que Almsbury le gustaba y, además, a que por su intermedio podía llegar hasta Bruce Carlton— se quedó quieta en sus brazos sin protestar. Por último él le hizo una insinuación que la llenó de aturdimiento.

Se levantó, se despejó la frente y cruzó bien su salto de cama.

—¡Oh, Dios mío, Almsbury! ¡No puedo! ¡Nunca debería haber permitido que vos pudierais pensar que yo podía! —Se sintió un poco mareada a causa del vino. Reclinó la cabeza sobre la repisa de la chimenea.

—¡Caramba, Ámbar! ¡Pensaba que ya sois bastante crecidita! —Estaba exasperado.

—¡Oh!, no es eso, Almsbury. No es porque yo todavía esté… —iba a decir: «esperando a Bruce», pero se contuvo—. Es por Rex. Vos no lo conocéis. Es celoso como un italiano. Os mataría y me retiraría su protección.

—No lo haría, puesto que no tendría necesidad de enterarse.

Ámbar sonrió con escepticismo. El cabello suelto que le caía sobre el rostro impedía que lo mirara bien de frente.

—¿Por ventura ha habido jamás un hombre que haya tenido algo que ver con una mujer y no lo haya contado a sus amigos en menos de una hora? Los galanteadores dicen que la mitad de la felicidad que proporciona una aventura consiste en contar los detalles a los amigos.

—Pero yo no soy un galanteador, y eso lo sabéis bien. Yo soy un hombre que os ama. Bueno, quizá no deba decir eso precisamente, puesto que no sé si os amo o no. Pero lo cierto es que me gustáis desde la primera vez que os vi. Sabéis que todo lo que os dije aquella noche es cierto, de modo que no me rechacéis más. ¿Cuánto queréis? Os daré doscientas libras, que podéis hacer guardar también por vuestro joyero hasta el día que las necesitéis.

El dinero era un argumento convincente. Pero Ámbar pensaba que Bruce Carlton podría llegar a saberlo algún día y tal vez se sintiera lastimado. Y eso también era convincente.

Era muy cierto que Rex Morgan quería casarse con Ámbar. Durante los siete meses transcurridos habíanse sentido felices y contentos, llevando una vida de alegre camaradería y apacible unión doméstica.

Experimentaban un instintivo placer en hacer las mismas cosas, y se exaltaban y se sentían dichosos al solo pensamiento de estar juntos.

El verano anterior, por ejemplo, lo habían estado la mayor parte del tiempo. El rey estaba fuera de la ciudad y Rex no tenía obligaciones que cumplir. Además, los teatros estaban clausurados debido a las vacaciones, que duraban varias semanas, si bien Ámbar se había visto obligada a ir dos veces a Hampton Court a dar representaciones con el resto de la compañía. Con Prudencia, Gatty o cualquiera de las doncellas que tenía a su servicio, hacían llenar un cesto con provisiones y salían por la Goswell Street. Aprovechaban así los atardeceres calurosos del mes de junio para ir a cenar en la bonita y pequeña aldea de Islington. Muchas veces encontraban un quieto remanso en el río. En un santiamén se despojaban de las ropas, y se metían en el agua, fresca y límpida, riendo y chapoteando. Después, mientras Ámbar enjugaba su cabello, Rex se acomodaba con su caña de pescar, dispuesto a llevar unos cuantos pescados a su casa.

Solían también pasear por el río en una embarcación alquilada. Ámbar se descalzaba y, como una chiquilla, metía los pies en el agua. Soltaba la risa al oír los vituperios y maldiciones que Rex endilgaba a los marineros y otros hombres del río, viejos rufianes de lengua cáustica que se entretenían escarneciendo groseramente a todos cuantos se aventuraban por el río, ya fuesen cuáqueros o parlamentarios. En Chelsea solían echarse en el verde césped, contemplando las nubes que pasaban por encima de sus cabezas; Ámbar corría luego a juntar flores y llenaba su falda de velloritas, jacintos y cornejos. Luego abría el cesto, ponía un blanco mantel sobre la mullida hierba y vaciaba el contenido de la cesta: la lengua de vaca que el renombrado cocinero francés de Chatelin había preparado especialmente para ella, la ensalada de veinte verduras diferentes aderezada por él mismo, frutas de la estación y una botella de excelente y añejo borgoña.

Reñían y se disgustaban cuando —con razón o sin ella— Rex se sentía celoso, aunque ella, antes de encontrar al conde de Almsbury, no le había sido infiel ni con el pensamiento. Iba a Kingsland, a ver a su hijo, una vez por semana. Por algún tiempo consiguió ocultar esas visitas pero un día, para su sorpresa, Rex la acusó de haber salido con otro hombre. Durante la violenta disputa que siguió, ella le confesó dónde había estado… y le dijo también que era casada.

Durante dos o tres días él se mostró huraño. Pero, cualesquiera fueran las mentiras en que la pillaba, no por ellas la amaba menos. Después de esa declaración le pidió que se casara con él. Ámbar había rehusado antes, afirmando que sólo quería divertirse, pero ahora le objetó seriamente que eso era imposible. La bigamia se castigaba con pena de muerte.

—Él no regresará nunca —dijo Rex—. Pero si lo hace… Bien, yo me encargaré de eso. Yo cuidaré de que seas viuda, pero no bígama.

Pero Ámbar no quería pensar en ello siquiera. Experimentaba un ilimitado horror hacia el matrimonio. Le parecía una trampa en la cual la mujer, una vez cogida, batallaba sin fuerzas y sin esperanzas. Casarse implicaba conceder a un hombre ventaja sobre su cuerpo, su mente y su bolsa, y ningún jurado sobre la tierra se habría interesado por sus ulteriores desventuras. Pero ni el horror al matrimonio en sí ni el temor de ser perseguida convicta de bigamia eran las verdaderas razones de su negativa. Dudaba, porque su corazón alimentaba un tanto de ambición que no la permitía descansar.

«Si me caso con Rex —reflexionaba— ¿cuál será mi vida? Me obligará a que me retire de la escena y empezarán a sucederse los hijos. (Rex estaba resentido de que hubiera tenido un hijo —él creía que de su primer marido— antes de haberlo conocido, y ahora expresaba el sentimental deseo de que le diera otro a él.) Y entonces —seguía reflexionando— se pondrá más y más celoso; si por cualquier causa me retraso en alguna diligencia o sonrío a cualquier caballero en el Mall, se despedazará a sí mismo. Probablemente tampoco será tan generoso como lo es ahora, y si gasto treinta libras en un nuevo vestido se enojará y calculará que la capa del año anterior podía servirme de nuevo. Lo primero que haría sería ponerme gorda y convertirme en una esposa modelo… Y antes de los veinte años mi vida habría terminado. No; decididamente, me gusta más continuar así. Gozo de todas las ventajas de una mujer casada, porque me ama y no querrá darme de lado. Y no estoy amenazada de ninguna desventaja porque soy libre, manejo mis propios asuntos como me place e incluso puedo dejarlo cuando se me ocurra.»

Había llegado a enterarse de que el rey Carlos II observó más de una vez que la consideraba la más hermosa de las mujeres que trabajaban en el teatro y que, particularmente después de la última representación en Hampton Court, había comentado que envidiaba al hombre que la protegía.

Una quincena más o menos después que Almsbury regresara a la ciudad, Ámbar tomó una nueva doncella. Despidió a Gatty porque ésta la sorprendió conversando con Su Señoría mientras tomaba un baño, con la prevención de que Almsbury gozaba de gran influencia en la Corte y podía hacer que le cortaran la lengua si contaba algo de lo que había visto. Explicó a Rex que había despedido a la doméstica porque estaba encinta; Jerry se encargó de ir a poner un aviso en la catedral de San Pablo —que servía también para estos menesteres— diciendo que se necesitaba una doncella.

Pero aquella misma mañana, mientras se dirigía a su ensayo y pasaba cerca de Maypole, su coche se vio detenido por una interrupción de tránsito; mientras Tempest lanzaba una descarga de improperios contra el conductor y los ocupantes del vehículo que había bloqueado el camino, la puerta del coche se abrió de golpe y una muchacha saltó adentro. Tenía el cabello desgreñado y los ojos fosforescentes.

—¡Por favor, señora! —exclamó al verla—. ¡Decidle que soy vuestra sirvienta! —Su bonito rostro suplicaba clemencia, su voz era apasionada—. ¡Jesús! ¡Aquí viene! ¡Por favor, señora! —Arrojó a Ámbar una última e implorante mirada y luego se acurrucó en un rincón del coche, cubriendo con la caperuza de su capa sus rizos cobrizos.

Ámbar la miró sorprendida. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, la portezuela se abrió de nuevo violentamente y apareció un alguacil uniformado llevando en la mano la vara de su oficio, e introdujo la cabeza en el interior. Al verlo, Ámbar hizo un involuntario movimiento hacia atrás. Pero, recordando que ningún alguacil podía ya nada sobre ella, se recobró.

El corchete le hizo un saludo obsequioso, confundiéndola con una dama de campanillas.

—Siento molestaros, señora, pero esa mujerzuela acaba de hurtar una hogaza de pan. ¡Te arresto en nombre del rey! —gritó, inclinándose por encima de las rodillas de Ámbar en dirección a la muchacha; ésta se acurrucó aún más en el otro rincón del coche, casi con las faldas encima de la cabeza. A pesar de encontrarse sentada en el otro extremo, Ámbar sintió su temblor.

De pronto, todas las penurias experimentadas en Newgate se agolparon en su memoria y se rebeló; de un manotón apartó a la moza, a quien el corchete ya había echado mano.

—¿Qué es lo que ocurre aquí? ¡Esta muchacha es mi sirvienta! ¡Quitad vuestras manos de ella!

El justicia la miró sorprendido.

—Está bien, señora, está bien… No puedo dudar de la palabra de una dama, pero acabo de verla hurtar una hogaza de pan de aquel puesto. ¡Yo mismo!

Y se inclinó más todavía, llegando a asir a la muchacha por un tobillo y arrastrándola hacia sí. Ya se había apiñado un grupo de curiosos alrededor del coche. Ámbar dio al corchete un golpe en el pecho y un violento empujón que lo hizo salir trastabillando. Un coro de carcajadas festejó la hazaña. El alguacil se recuperó al punto y se acercó de nuevo, pero Ámbar fue más veloz y cerró la puerta de golpe.

—¡Corre, Tempest, corre! —gritó, y el coche partió como una exhalación, dejando atónito al hombre, que quedó parado en medio de una charca de aguas servidas.

Por unos instantes las dos mujeres quedaron silenciosas: la muchacha, mirando con gratitud a Ámbar; ésta, respirando fatigosamente debido a la nerviosidad que la había poseído a la sola vista del alguacil.

—¡Oh, señora! —exclamó por fin la muchacha—. ¿Cómo podré agradeceros lo que por mí habéis hecho? ¡A no ser por vos, con toda seguridad me habría llevado a Newgate! ¡Oh, Señor, no lo vi hasta que echó su mano sobre mí, y entonces corrí… corrí como nunca, pero el gordo iba detrás de mí pisándome los talones! ¡Gracias, gracias infinitas, señora! Ha sido extremadamente bondadoso que una gran dama como vos se preocupara de lo que sucede a pobrecitas como yo. Podría haberos importado un bledo que yo fuera a Newgate, pero en vez de eso…

Continuó de este jaez largo rato, con una musical y bien timbrada voz. Mientras, jugaban vivamente las expresiones en su bonito rostro. No debía de tener más de diecisiete años; era fresca y delicada, con grandes y claros ojos azules, cejas naturalmente arqueadas y pestañas sedosas; pecas de color de oro se esparcían sobre la nariz, ligeramente respingada. Ámbar le sonrió amablemente, pues la muchacha le había sido simpática desde el primer momento.

—¡Estos condenados e impertinentes alguaciles! ¡El día está perdido para ellos si no han conseguido enjaular a media docena de honrados ciudadanos!

La muchacha bajó los ojos con aire culpable.

—Bien… a decir verdad, es cierto que robé esa hogaza de pan. La tengo aquí —palpó su capa, debajo de la cual la llevaba oculta—. ¡Pero no podía soportarlo más, lo juro, no podía soportarlo! ¡Estaba tan hambrienta!…

—Entonces, cómete el pan.

Sin un instante de vacilación, la muchacha sacó la hogaza, la partió por uno de sus extremos y mordió un gran pedazo, que comenzó a tragar vorazmente. Ámbar la contempló con inmenso asombro.

—¿Cuánto tiempo hace que no has comido?

La muchacha tragó lo que estaba masticando, mordió otro pedazo y contestó con la boca llena:

—Dos días, señora.

—¡Oh, Dios mío! Mira, toma esto y cómprate comida.

De su pequeño bolso de terciopelo sacó varios chelines, que puso sobre la falda de la muchacha. Ya habían llegado ante la puerta del teatro y un lacayo se acercó a abrir el carruaje. Ámbar recogió su falda y se dispuso a bajar. La joven se inclinó hacia delante, mirando a través de la ventanilla con gran interés.

—¡Oh, señora! ¿Acaso vais a trabajar en el teatro?

—Soy actriz.

—¡Actriz! —Pareció alegrarse y conmoverse, al saber que su benefactora ejercía una profesión tan excitante como desacreditada. Pero inmediatamente se rehízo y, de un brinco, salió por su propio lado, corriendo luego a presentarle sus respetos—. Gracias una vez más, señora; habéis sido infinitamente bondadosa conmigo y estaría muy contenta de serviros en algo útil. No olvidaré jamás este servicio, podéis estar segura. Mi nombre es Nan Britton… criada, ahora sin ocupación.

Ámbar se detuvo, mirándola con interés.

—¿Eras criada? Y dime ¿por qué has dejado tu última ocupación?

La muchacha bajó una vez más los ojos.

—Fui despedida, señora —su voz se convirtió casi en un susurro—. Mi ama decía que estaba pervirtiendo a sus hijos —alzó la mirada y agregó, con gran seriedad—: ¡Pero no era cierto, señora! ¡Prometo y juro que no era cierto! ¡Las cosas ocurrían al revés!

Ámbar soltó la carcajada.

—Bien, mi hijo no está todavía lo bastante crecido como para ser corrompido. Estaba buscando una sirvienta, y si quieres esperar en el coche después que hayas comido, conversaremos más tarde.

Tomó a su servicio a Nan Britton por cuatro libras al año, ropa, vivienda y comida. En menos de cuatro días se hicieron buenas amigas. Ámbar consideraba que Nan era la primera doncella que realmente podía ser conceptuada como tal, y ésta cumplía su trabajo con prontitud y esmero, limpiando, sacando brillo a un vaso de noche con la misma alegría con que peinaba a su ama, hacía mandados o acompañaba a Rex y Ámbar a Springs Gardens.

Era enérgica, vivaz y bien dispuesta; al irse acostumbrando al lugar, esas cualidades se hicieron más evidentes. Ámbar y la muchacha encontraban mucho de qué hablar, cambiando mutuas confidencias. Nan llegó a saber todo cuanto atañía a su ama (excepto que había estado en Newgate y Whitefriars) y, del mismo modo, Ámbar conoció las aventuras de su doncella en una casa de familia donde había cuatro hermosos muchachos. Su despido se había producido cuando uno de ellos, convencido de que amaba a Nan, anunció a sus espantados padres su intención de casarse con ella.

Cuando Rex no estaba en la casa, Nan compartía el lecho con su ama. Si no era así, dormía en una carriola. Como era costumbre, el amo gozaba de las mismas prerrogativas de Ámbar; Nan le ayudaba a desnudarse y no sentía turbación si se encontraba en el dormitorio cuando él se paseaba como Adán. Pronto fue de opinión que el capitán Morgan era el caballero más garrido que conociera jamás. Se puso de su lado y apremió a Ámbar para que se casara con él.

—¡Cuánto os quiere el capitán Morgan, señora! —solía decir por las mañanas, mientras le cepillaba el cabello—. ¡Y es el caballero más galante y hermoso que he conocido! ¡Me parece que hasta para la dama más encopetada haría un excelente esposo!

Pero Ámbar, que en un principio lo había tomado a risa, reprochándole que se estaba enamorando de su amo, fue interesándose cada vez menos por su consejo.

—El capitán Morgan es un hombre garboso, creo —dijo un día—. Pero, después de todo, no es sino un oficial de la guardia del rey.

—¡Caramba! —exclamó Nan, ofendida ante tal deslealtad—. ¿Y se puede saber a quién pretende la señora? ¿Quizás al mismo rey?

Ámbar sonrió piadosamente al oír el sarcasmo, y enarcó las cejas.

Se estaba preparando en esos instantes para ir al teatro y terminaba de calzarse los guantes.

—He estado pensando en ello —dijo, arrastrando las palabras. Y como Nan se quedara con la boca abierta, repitió—: Sí, he estado pensando en ello.

Y donosamente avanzó hacia la puerta, dejando a Nan pasmada y con los ojos desmesuradamente abiertos. Ya ponía la mano sobre el pestillo cuando se volvió y dijo:

—¡No se te vaya a ocurrir decir una palabra de esto al capitán Morgan, o te arrepentirás!

Después de todo, podía ser sólo un rumor lo que en Buckingham confesara el rey Carlos —el cual lo había contado a Berkeley, el cual lo había repetido a Kynaston, quien, a su vez, se lo dijera a ella—: que pensaba invitarla una noche a visitar sus aposentos.