Capítulo XXX

La boda de Jemima fue todo un acontecimiento social.

Las familias Dangerfield y Cuttle contaban con amigos y parientes en cada una de las casas más importantes de la City. Los regalos para los novios habían estado llegando a la casa durante las últimas semanas y casi llenaban una habitación. La novia caminó sobre un tapiz de oro hacia el altar improvisado en el salón del ala sur, mientras sus primas y tías sollozaban y tres grandes órganos hacían temblar las paredes. Llevaba su cobrizo cabello suelto sobre los hombros —símbolo de doncellez—, tocado con una guirnalda de rosas y de hojas de mirto y olivo. Su semblante estaba impasible y tenía los ojos secos, lo cual era un mal presagio, pues la leyenda establecía que las novias felices debían llorar. La joven actuaba con aire distraído, sin darse cuenta de lo que hacía o decía, y cuando terminó la ceremonia recibió los besos de su feliz y ansioso novio y de todos sus parientes con el pensamiento puesto en otra parte, absolutamente indiferente a todo lo que ocurría alrededor.

Los recién casados abrieron el baile y, al concluir la primera danza se retiraron, como era la costumbre, a la cámara privada de los novios. Jemima dejó correr sus lágrimas cuando sus doncellas comenzaron a desvestirla, lo cual tranquilizó a todos como un buen augurio. Los dos jóvenes esposos tomaron asiento en el gran lecho y Jemima, con los ojos desmesuradamente abiertos como los de un medroso animalillo caído en una trampa, hizo circular ceremoniosamente de mano en mano el tradicional bote de leche cuajada.

No hubo risas indecentes, gestos equívocos o canciones obscenas, como era costumbre en otras bodas; todo se hizo en una atmósfera de quietud y corrección. Luego salieron todos, dejando a los dos novios solos… y Ámbar lanzó un suspiro de alivio. «¡Vamos! —pensó—. ¡Por fin está hecho! Ahora estoy segura.» Pero, una vez que se convenció de ello, el aburrimiento la hizo su presa, la envolvió como una densa niebla cubre el río. Se había comprado muchos vestidos y diversidad de joyas para satisfacer sus pretensiones de elegancia, particularmente desde que no le importaba un ardite lo que pudieran pensar los otros. No contando ya con el acicate que para ella entrañaba toda oposición, aquello ya no constituía un placer, como al principio. En consecuencia, comenzó a fastidiarse a causa de su embarazo, a causa del dolor que sentía y de los negros círculos que aparecían debajo de sus ojos. Lloraba muchas veces por día al ver reflejada en el espejo su voluminosa silueta. Para matar el tiempo y divertirse un poco —a la sazón era invierno— pasaba el día encaprichándose en comer manjares fuera de estación. Y, como todo el mundo sabía que si no se satisfacía el antojo de una mujer embarazada, el niño moriría, toda la casa, desde míster Dangerfield al último galopín, estaba en vilo y se movía diligentemente en cuanto ella abría la boca, haciendo lo imposible para llevarle las cosas que se le ocurrían. Pero, tan pronto como se le había satisfecho un capricho, ya se le antojaba otro.

Dormía diez u once horas diarias. Ya no se levantaba con míster Dangerfield a las seis; remoloneaba en el lecho hasta las diez, y todavía permanecía allí una media hora pensando en el día aburrido que tenía por delante. Concluía su tocado al mediodía, hora de almorzar. Si su esposo se quedaba en casa, ella hacía lo mismo; si no, salía a visitar a algunos de los centenares de parientes y amigos que tenían los Dangerfield, hablando durante horas enteras de hijos y de sirvientes, de sirvientes y de hijos.

—¿Y para cuándo esperáis, mistress Dangerfield? —solían preguntarle cada vez que la veían, y eso una y otra vez. Luego se enfrascaba en la relación de lo que había sucedido a la prima Janet al dar a luz, quien había soportado cincuenta y cuatro horas de dolores, o de la tía Ruth, que había tenido trillizos dos veces consecutivas. Y mientras hablaban de eso, se servían incansablemente tortas y bizcochos de mil variedades, con crema o sin crema, y confituras hechas a base de dulces de frutas, mostrándose tan contentas y satisfechas de ir engordando poco a poco y de vivir esa vida absurda, que Ámbar las catalogaba entre las criaturas más bobas y necias de la creación.

Las semanas transcurrieron casi velozmente.

«¡Cielos! —pensaba Ámbar con fastidio—. Lo tendré el veintiuno de marzo. Seguramente ya estaré vieja cuando llegue a mis manos ese condenado dinero.»

La Navidad fue una fiesta bien venida. La casa se llenó de niños, esta vez como nunca. Deborah, una de las hijas que vivía en la campiña, llegó a pasar las fiestas, trayendo a su esposo y sus seis hijos. Alice y Ann, aunque vivían en Londres, de acuerdo con las costumbres de Dangerfield House, se llevaron a la casa toda la familia. William regresó de su viaje por el extranjero y George arribó de Oxford con permiso. Sólo Jemima prefirió quedarse en la casa de su esposo, aunque visitaba a su familia todos los días, siempre acompañada de Joseph. Este se mostraba henchido de orgullo por haberse casado con una mujer bonita, pero más por el hecho de ser futuro papá, cosa que decía a cuantos se tomaban la molestia de preguntarle. Jemima parecía, si no enamorada de su esposo, por lo menos tolerante con su adoración, lo que no había sucedido antes. El embarazo le había proporcionado una especie de sereno contentamiento. Su rebelión contra las costumbres y la moral de los de su clase había terminado, y empezaba a aceptar el ingreso y a tomar su lugar en ese género de existencia.

Los característicos arbolitos de Navidad ornaban casi todas las habitaciones, atiborrados de juguetes y golosinas que esparcían por el ambiente un grato tono familiar. Un enorme recipiente de plata lleno hasta los bordes de ponche de vino y especias, y adornado con cintas y guirnaldas de flores, se veía en la entrada del hall. Y también había comidas preparadas según la tradición inmemorial: mermelada de ciruelas, tortas y budines, cerdos al horno, cabezas de jabalíes con setas, pavos y patos rellenos. Cada comida era una fiesta, y con lo sobrante se obsequiaba a los pobres que se agrupaban detrás de las verjas con canastas en los brazos, ya que la generosidad de los Dangerfield era proverbial.

Por Pascuas, el juego por dinero estaba permitido hasta en las casas más estrictas; en Dangerfield House se jugó a las cartas de la mañana a la noche y los dados resonaron incansablemente en los cubiletes. Los niños practicaron sus juegos infantiles y corrieron alegremente de una habitación a otra, desde el altillo hasta los sótanos. Durante más de dos semanas los invitados llenaron la casa.

Ámbar regaló a su esposo su miniatura (estaba completamente vestida) colocada en un marco de perlas, rubíes y diamantes. Hizo obsequios igualmente costosos a cada uno de los miembros de la familia, y su generosidad con los sirvientes los convenció de que se trataba de la mujer más buena del mundo. Recibió casi tantos obsequios como hizo, no porque la familia la apreciase más que antes, sino para mantener las apariencias delante del padre y los extraños. Ámbar sabía esto, pero le importaba un bledo, porque ahora que iba a tener su hijo nadie podría desplazarla. Míster Dangerfield le regaló un magnífico coche, tapizado interiormente con finísimo terciopelo color escarlata, guarnecido con guirnaldas de hilos dorados y numerosas borlas; lo completaban seis hermosos caballos negros, de tiro. No le estaba permitido, sin embargo, ir en él, sino únicamente en una silla de mano. Míster Dangerfield no quería arriesgar la salud de ella ni la de su hijo.

El día de Reyes marcó el fin de las celebraciones. Esa noche míster Dangerfield padeció otro ataque, el primero desde aquel que había tenido en julio.

El doctor Foster, a quien se llamó inmediatamente, preguntó a Ámbar en privado si míster Dangerfield había obedecido sus órdenes, y ella tuvo que reconocer mal de su grado que no. Pero se defendió de la participación que tenía en el asunto diciendo que había insistido en alejar a su marido, pero que él se había negado a escucharla. Había dicho que era ridículo que un hombre de sesenta años no pudiera hacer el amor, jurando que se encontraba más fuerte que en los últimos tiempos.

—Y yo no sabía qué hacer, doctor Foster —terminó, echando toda la responsabilidad sobre la espalda del marido.

—Eso quiere decir, madame —dijo el médico gravemente—, que dudo de que míster Dangerfield termine el año.

Ámbar se llevó las manos a la cara y abandonó la habitación. Si ella quería enriquecerse, él debía morir. El pensamiento de que ella era su asesina, aunque indirectamente, la conmovió. Experimentaba un verdadero afecto por el hermoso y generoso anciano a quien había inducido al matrimonio mediante el fraude.

En la habitación contigua encontró a Lettice y a Sam. Aquélla lloraba con desconsuelo en los brazos de su hermano.

—¡Oh, Sam! ¡Si no hubiera ocurrido precisamente esta noche! ¡Noche de Reyes!… Eso quiere decir que no terminará este año. —La noche de Reyes era la noche de las profecías.

Sam la palmeó bondadosamente los hombros y le dijo en voz queda:

—No debes pensar en eso, Lettice. Es una tonta superstición. ¿No recuerdas que el año pasado tía Helen se puso enferma el día de Reyes? Ahora está sana y en todo el año no le ha ocurrido nada.

En ese momento se dio cuenta de la presencia de Ámbar y se calló, pero Lettice no la vio.

—¡Oh, pero es muy diferente lo que ocurre con nuestro padre! ¡Esa mujer! ¡Lo está matando delante de nuestros propios ojos!

Viendo que Ámbar se acercaba, Sam trató de hacerla callar. Lettice se volvió al oír sus pasos y por unos momentos se la quedó mirando, indecisa entre pedirle disculpas o acusarla abiertamente. De pronto exclamó:

—¡Sí, vos sois la persona a quien me refiero! ¡Todo eso ocurre por culpa vuestra! ¡Desde que vos habéis venido a esta casa, está peor!

—Cállate, Lettice —murmuró Sam.

—¡No quiero callarme! ¡Es mi padre y lo quiero, y no debemos dejar que esta mujer diabólica lo mate, haciéndole creer que es un joven de veinte años!

Sus ojos se clavaron en Ámbar con aversión. El anuncio que sobre el estado de su esposa había hecho su padre, la conmovió terriblemente. Era la prueba final de la infidelidad del autor de sus días con su difunta madre.

—¿Qué clase de mujer sois? ¿No tenéis corazón o una pizca de sentimiento? ¡Apresurar la muerte de un anciano para heredar su fortuna!

—¡Lettice! —suplicó Sam.

El sentido de su propia culpabilidad entorpeció la lengua de Ámbar. No tenía entrañas para reñir con su hijastra mientras míster Dangerfield estaba postrado a sólo unos pasos de distancia, tal vez muriéndose. Replicó, pues, con desacostumbrada bondad:

—Eso no es cierto, Lettice. Hay una gran diferencia de años entre nosotros, lo sé; pero he tratado de hacerlo feliz y creo que lo he conseguido. Él estaba enfermo antes de que yo viniera a esta casa, y eso vos lo sabéis bien.

Lettice, evitando mirarla a los ojos, hizo un ademán. Nada podía hacer que apreciara a la mujer, de quien desconfiaba por cien razones. A pesar de ello, se esforzó por demostrarle un poco de respeto en consideración a su padre.

—Disculpadme. He hablado demasiado. Estoy medio enloquecida por lo que ha ocurrido a mi padre.

Ámbar se dirigió al dormitorio y, al pasar cerca de Lettice, le apretó ligeramente la mano en señal de comprensión.

—Yo también, Lettice —dijo.

Esta la miró extraordinariamente asombrada. No podía evitarlo: el más insignificante gesto de aquella mujer le parecía siempre falso.

Mister Dangerfield rehusó hacer su viaje anual a los pozos de Tunbridge, debido al avanzado estado de gravidez de su mujer. Era incuestionable que no habría podido acompañarlo y no quería separarse de ella. Se resarció descansando la mayor parte del tiempo. Hizo vida de recluso en sus aposentos particulares y los hijos mayores asumieron la dirección de los negocios. Ámbar le leía, tocaba la guitarra y cantaba. Desplegando una enternecedora devoción, trataba de acallar las voces de su conciencia.

Era costumbre que los financieros y comerciantes hicieran el balance de sus cuentas a fin de año. Debido a su estado de salud, míster Dangerfield lo postergó para principios de febrero. Al llegar ese mes trabajó durante varios días. Tenía su fortuna depositada en casa de algunos joyeros, en mercaderías de la Compañía de las Indias Orientales —uno de cuyos directores era—, en escrituras, en hipotecas, en acciones de empresas particulares, en las flotas corsarias y otros negocios similares, en cargas depositadas en Cádiz, Lisboa y Venecia, en joyas, en oro en barras y en efectivo.

—¿Por qué no dejas que Sam y Robert hagan eso? —le preguntó un día Ámbar, en tanto que jugaba en el suelo con Tansy y el gato.

Samuel Dangerfield, sentado ante su escritorio, se había envuelto en un ropón de las Indias Orientales que le había regalado Bruce. La habitación estaba iluminada profusamente por muchos candelabros de pared y una araña central; era casi mediodía, pero estaba tan oscuro como si fuera casi de noche.

—Quiero estar seguro de que mis asuntos están en orden… Si algo me sucediera…

—No debes hablar de ese modo, Samuel —Ámbar se puso de pie, dejando amostazado al negrito, y se fue a parar al lado de su esposo—. Te encuentras en buen estado de salud y… —Se inclinó sobre él, lo besó gentilmente y lo abrazó por la espalda—. ¡Cielos! ¿Qué es todo eso? Números y más números… ¡Oh, en cuanto veo números la cabeza me da vueltas! —En efecto, apenas sabía leerlos.

—Estoy arreglándolo todo, de modo que más tarde no te veas en dificultades. Si nuestro hijo es varón, tendrá diez mil libras para emprender cualquier negocio por su cuenta cuando sea mayor; me parece que eso es preferible a que se asocie con sus hermanos mayores. Y si es una niña, recibirá cinco mil para su dote de matrimonio. ¿En qué forma quieres tu parte? ¿En efectivo o en propiedades?

—¡Oh, Samuel, yo no sé! ¡No pensemos en eso ahora!

Mister Dangerfield sonrió bondadosamente.

—No es prudente, querida. Un hombre adinerado debe tener siempre expresada su última voluntad, cualesquiera que sean sus años. Dime… ¿cómo lo prefieres?

—Bien…, creo que en ese caso sería mejor en efectivo. Así evitaré que me timen los caballeros de industria.

—No tengo tanto dinero en efectivo a mano, pero creo que en pocas semanas podremos arreglarlo. Te lo depositaré en casa de Shadrac Newbold.

Se extinguió apaciblemente una noche de principios de abril, casi en seguida de haberse retirado a sus habitaciones para descansar de un día agobiador.

Samuel Dangerfield dormía su último sueño en el lecho matrimonial.

Se repartieron dos mil limosnas de tres blancas cada una entre los pobres para hacer rogativas por el difunto, además de cerveza y bizcochos. Su joven viuda —muy afligida ahora que estaba cercana la hora de la liberación— recibía las visitas de condolencia en su propia cámara. Estaba pálida y llevaba un sobrio traje de estricto luto, con un velo que le caía de la cabeza a los pies. Cada silla, cada mueble y cada espejo habían sido cubiertos con negras fundas, y sólo se veían encendidos algunos candelabros de pared… La Muerte había penetrado en la casa.

Se sirvieron comidas frías, bizcochos y vino y, por último, tuvo lugar la procesión fúnebre. La noche era oscura, fría y ventosa, y las antorchas del acompañamiento parecían fantasmagóricos estandartes de fuego. El cortejo avanzaba lentamente, con paso solemne. Un hombre agitaba una campanilla cuando la cabeza del cortejo hacía su entrada en una nueva calle. Le seguía el coche mortuorio, arrastrado por seis caballos negros con penachos de plumas. Varios hombres vestidos de negro y montados en caballos del mismo color iban a los lados, montando guardia a un séquito de casi treinta coches, ocupados por los parientes más cercanos del difunto. Por último todos aquellos que de algún modo habían estado vinculados en vida con míster Dangerfield: servidores, empleados, amigos y conocidos, los cuales seguían el cortejo fúnebre a pie. Sólo este acompañamiento alcanzó a tener como dos millas de largo.

Ámbar no pudo dormir esa noche y rogó a Nan que la acompañara, disponiendo además que se dejara un candelabro encendido al lado de la cama. No se sentía tan contenta como debía estarlo una mujer rica, ni tampoco estaba tan apesadumbrada por la muerte de míster Dangerfield como había esperado. La dominaba una inconmensurable apatía. Su único deseo era que empezaran de una vez los dolores para verse libre de esa carga que se le hacía más intolerable cada minuto que pasaba.