Capítulo LXVI
No lo vio durante seis días. Se empeñó, sin resultado, en atraerlo nuevamente. Le escribió una nota diciéndole que estaba dispuesta a aceptar sus disculpas. Él le replicó que no tenía ninguna disculpa que dar, sino que le gustaba que las cosas quedaran como estaban. Esto la alarmó, pero todavía se resistió a creer que todos aquellos tempestuosos años, la innegable y poderosa influencia que cada uno ejercía en el otro, pudieran terminar definitivamente por causa de una riña que pudo evitarse y sin trascendencia alguna.
Lo buscaba dondequiera iba.
Cuando entraba en alguna parte muy concurrida, no prestaba atención a nadie. Pensaba sólo en Bruce. Cuando iba al Privy Garden, recorría las galerías esperando encontrarlo de un momento a otro. En el teatro y por las calles, siempre se mantenía alerta. De tal modo llenaba su mente y sus emociones, que no tenía conciencia de ninguna otra cosa. Varias veces le pareció verlo. ¡Pero siempre se desilusionaba!, era algún otro que de cerca tenía muy poco parecido con él.
No transcurrida aún una semana, fue a un remate que iba a tener lugar en la East India House, situada en el Clement’s Lane y la Portugal Street, y que desembocaba en la Strand. Estas tiendas estaban patrocinadas por los elegantes de la ciudad, damas y caballeros que concurrían allí diariamente. Ese día la calle se veía abarrotada de carruajes con escudos de armas y lacayos de librea.
El hall de la casa, que no era muy grande, estaba desbordante; damas con sus perros falderos a cuestas, sus negritos y sus criadas, caballeros que formaban grupos conversando alegremente.
El remate había comenzado cuando llegó la duquesa de Ravenspur. Su entrada fue espectacular, con esa demostración y ostentación que la proclamaban más una actriz que una gran dama. Como una ráfaga de viento avanzó por entre la gente, saludando aquí, sonriendo allí, consciente de la sensación que causaba, de los murmullos que la seguían. Iba, como siempre, espléndidamente ataviada. Su vestido era de tela de oro; la capa de terciopelo color de esmeralda, con piel de cebellina como adorno; el manguito, también de piel de cebellina, llevaba prendido un broche de esmeralda. El negrito que sostenía la cola de su vestido lucía una librea de terciopelo verde y un turbante amarillo pálido en la cabeza.
Ámbar se mostraba complacida por el interés que le demostraban; suspicaz, comprendía que solamente los celos y la envidia de una mujer podían llevarla a mirar a otra. Así lo consideraba ella. Apreciaba cerca de la admiración del hombre, la envidia de una mujer. Alguien se apresuró a ofrecerle una silla, al lado de la señora Middleton, y cuando se sentaba el rostro de Jane se empañó de disgusto y de rencor. No le agradaba ser comparada con otra belleza incuestionable.
Ámbar echó una hojeada a la vestimenta que lucía la Middleton, demasiado lujosa para la modesta fortuna de su esposo; las perlas eran regalo de un amante; los aros, de otro, el vestido que llevara muchas veces, lo vestía ahora su doncella.
—¡Querida! —exclamó Ámbar—. ¡Qué hermosa estáis! ¡Qué maravilloso vestido! ¿Dónde lo habéis obtenido?
—¡Muy amable de vuestra parte fijaros en él, señora, cuando el vuestro es superior!
—De ningún modo —protestó la duquesa—. Sois encantadoramente modesta para ser la joven por quien todos los hombres de la Corte se desviven por ponerse a sus plantas.
El duelo de cumplimientos terminó cuando se acercó un adolescente negro trayendo a la recién llegada una taza de té, atención que tenían con todos. Mientras sorbía el oloroso y caliente líquido, empezó a mirar a la concurrencia. No estaba allí tampoco, aunque le había parecido ver el coche de Almsbury en la puerta. Se estaban disponiendo a rematar una pieza de indiana, una tela floreada que las damas de entonces se afanaban en conseguir para sus vestidos de mañana, debido a su extrema rareza. El rematador midió una pulgada de una bujía y clavó allí un alfiler; se encendió la bujía y comenzó el remate. La Middleton tocó a la duquesa con el codo, mientras miraba al otro extremo de la habitación y exclamaba:
—¡Caramba! ¿A quién veo allí?
El corazón de Ámbar sufrió un terrible sobresalto.
—¿A quién?
Siguió la dirección de la mirada de Jane y vio a Corinna sentada a algunas metros de distancia, pero sólo podía verla de perfil. Estaba envuelta en una amplia capa que disimulaba su avanzado embarazo. Cuando se volvió para hablar con alguien, apareció de lleno su rostro.
—Se dice —murmuraba la Middleton a su oído—, que Su Señoría está loco de amor por ella… Pero no es de extrañar. ¡Es tan hermosa!
Ámbar apartó la vista de Corinna, quien, o no la había visto, o aparentaba ignorar que se encontraba en la habitación, y miró furiosamente a Jane. El remate marchaba lentamente, pues al parecer los clientes se mostraban poco interesados, ya que, como en el teatro, más pensaban en sí mismos que en cualquier otra cosa. Sin mucho éxito, el rematador trató de provocar alguna competencia; la pieza de indiana era de una tela hermosa, con sobrios colores rosa, azul y violeta, pero el precio más alto fue de cinco libras.
Ámbar se inclinó hacia la mujer sentada a su izquierda, para conversar con una pareja de jóvenes que reían y comentaban el último escándalo.
La noche anterior, el rey y el conde de Rochester habían visitado la Russia House, un burdel situado en el Moor Fields, y mientras la atención del rey estaba distraída en otra cosa, Su Señoría le había hurtado el dinero, dejándolo solo. Cuando el rey iba a pagar, se encontró sin su dinero, y sólo le salvó de una paliza el reconocerlo alguien casualmente. Rochester se había apresurado a tomar los aires de campo, y con toda probabilidad estaba ocupado en redactar una nueva sátira sobre las cosas que ocurrían en la Corte.
—¿Creéis que sea cierto? —quiso saber Henry Jermyn—. Vi esta mañana al rey y me pareció tan apuesto como siempre.
—Siempre se muestra así —le recordó alguien—. Es una gran suerte para Su Majestad que no se le vean en el rostro sus disipaciones… por el momento.
—Nunca sabemos lo que hay de verdad en eso —opinó Ámbar—. Porque él no tolera que le recuerden a la mañana siguiente lo que ha hecho la noche anterior.
—Su Gracia debe de saberlo.
—Se comenta que está muy interesado por Nell Gwyne en estos días —siguió Jermyn, mirando con atención a Ámbar mientras hablaba—. Chiffinch me dijo que va a verla dos o tres veces por semana.
Ámbar ya lo sabía; en efecto, Carlos Estuardo no la visitaba de noche desde hacía algunas semanas. En otras circunstancias no habría dejado de preocuparle y disgustarle tal cosa, pero al presente todas sus preocupaciones estaban concentradas en Bruce. Ya la había descuidado una vez, y sabía que ahora lo volvería a hacer, porque al monarca le gustaba la variedad en sus relaciones amorosas y ninguna mujer había conseguido retenerle mucho tiempo. Era una costumbre adquirida en los primeros años de su juventud y desde entonces no había cambiado. A ella le disgustaba que otros supieran o le recordaran las infidelidades del rey.
Iba ya a replicar con alguna impertinencia cuando oyó que el rematador decía:
—«… si ninguna persona ofrece más, esta hermosa pieza de indiana pasará a ser propiedad de milady Carlton por la suma de seis libras…» —los ojos del rematador recorrieron el hall— «¿No hay quien dé más? Entonces…»
—¡Siete libras!
La voz de Ámbar resonó como un pistoletazo en la habitación; ella misma se sorprendió de oírse. Aquella pieza de indiana no le interesaba en absoluto. Tenía impresos colores que ella nunca había usado y que no consideraba posible llevarlos. Pero Corinna la quería, había hecho una oferta por ella… y no debía llevársela.
Corinna ni siquiera volvió la cabeza para mirarla; permaneció en su asiento sorprendida y turbada. El rematador se aprovechó de ello para realzar la calidad de la tela que se remataba, previendo que las damas rivalizarían por obtener la tela. Ámbar, convencida de que Corinna se retiraría humildemente, dejándola que se llevara la pieza, se quedó no poco sorprendida cuando oyó su voz, suave pero resuelta, que decía:
—Ocho libras.
«¡Maldita sea! —se dijo Ámbar—. ¡Será mía aunque me cueste una fortuna!»
La llama estaba ya muy próxima al alfiler que atravesaba la bujía. En pocos minutos más caería el alfiler y quien hubiera hecho la última oferta se llevaría la tela. Ámbar esperó hasta que el rematador anunciara una vez más que la pieza se adjudicaría a lady Carlton, para interrumpirle.
—¡Veinte libras!
El ball quedó sumido en profundo silencio; todos se mostraban interesados en la puja, pues eran muy conocidos los amores de la duquesa de Ravenspur con lord Carlton. Comprendían por qué la duquesa quería obtenerla a toda costa, y esperaban verla derrotada y confundida. Sus simpatías por Corinna no eran muy grandes, pero sí lo era el resentimiento contra Ámbar. Había subido tan alto, había tenido tanto éxito en la vida, que hasta sus mismos amigos esperaban secretamente su desgracia. Ningún fracaso o derrota suya, por pequeño que fuera, dejaba de producirles gran satisfacción.
Corinna dudó unos momentos, preguntándose si no era un absurdo competir con una mujer que ni por su nacimiento ni por sus maneras podía comprender que las dos estaban siendo el blanco de todas las miradas. Ámbar no discurría de ese modo. Estaba sentada, poseída de gran tensión nerviosa, los ojos abiertos y brillantes de excitación, los puños apretados dentro del manguito.
«¡Tengo que derrotarla! —se decía—. ¡Tengo que vencerla!» Y mientras Corinna vacilaba, la llama de la bujía llegó hasta cerca del alfiler, quemando el sebo a su alrededor. Ámbar respiraba fatigosamente, todos sus músculos en tensión, distendidas las aletas de la nariz. «¡Ahí está! ¡Se está cayendo el alfiler! ¡He ganado! ¡He ganado!»
—¡Cincuenta libras! —gritó una voz masculina, en el momento en que el alfiler caía en la mesa.
El subastador, con la tela en las manos, mostraba su satisfacción.
—¡Vendido por cincuenta libras a lord Carlton!
Ámbar se quedó en suspenso, incapaz de hacer un movimiento. Todos se volvieron con curiosidad para verlo, mientras avanzaba por entre la concurrencia. De pronto, como si su cuello se moviera impulsado por un resorte, volvió la cabeza en el preciso instante que Bruce la miraba. Sus verdes ojos encontraron los suyos, sonriendo débilmente: luego le hizo un saludo y pasó de largo. Ámbar vio también otras sonrisas, rostros burlones que parecían estrecharse alrededor de ella, danzando y agitándose en torno suyo.
«¡Oh, Dios mío! —se decía abrumada por la desesperación—. ¿Por qué me ha hecho esto? ¿Por qué?» A la sazón, lord Carlton había llegado junto a su esposa, la cual se puso de pie; la doncella fue a buscar la pieza de género y la traía en sus brazos, triunfante. Hubo un movimiento de sillas y de personas que se apartaban para dar paso a los esposos Carlton.
El hall se había llenado de un creciente rumor; todos sonreían y nadie se tomaba la molestia de ocultar las sonrisas detrás de un providencial abanico.
—¡Oh, Señor! —decía una vieja baronesa—. ¡Cómo progresaríamos si estuviera de moda que un hombre prefiriera su esposa a una amante!
Ámbar seguía sentada sin poder moverse, como si insensibles mallas la sujetaran a la silla. Lord y lady Carlton se habían retirado ya. El rematador medía una nueva pulgada de la bujía, pero nadie le prestaba atención.
—¿Quién iba a pensarlo? —decía la Middleton, agitando su abanico y mostrando sus dientes en una simulada sonrisa—. ¿No son los hombres unas criaturas en extremo provocadoras?
Con súbito impulso, Ámbar levantó el pie y, con todo su peso, puso el tacón en el pie de la otra, mientras se incorporaba un tanto. La Middleton lanzó un grito de dolor llevando la mano a la parte dolorida y dándose masajes, miró a Ámbar con furia, pero la duquesa se hizo la desentendida y siguió sorbiendo tranquilamente su taza de té, ya frío. No se molestó en mirar alrededor para ver quién la observaba; demasiado sabía que todos estaban pendientes de ella.
Cuando regresó a su casa se sintió tan descompuesta que tuvo que irse a la cama, deseando la muerte. Admitió la posibilidad de un suicidio… o al menos el intento espectacular del mismo para provocar sus simpatías y hacerlo volver. Tenía el fundado temor de que ni con eso tendría éxito. Algo que viera en la expresión de los ojos de Bruce le había convencido de que sus relaciones estaban terminadas. Sí, lo sabía… pero no podía aceptarlo incuestionablemente.
«De cualquier modo —decía—, de cualquier manera debo conseguir que vuelva a mí. Sé que puedo hacerlo. ¡Tengo que hacerlo! Si pudiera hablar con él una vez más, le haría comprender lo neciamente que se está portando conmigo…» Él ya no respondía a sus esquelas. Los mensajeros que ella enviaba, volvían sin respuesta. Trató de encontrarlo personalmente. Se vistió con ropas de hombre y fue a Almsbury House. Esperó más de una hora, bajo la lluvia, delante de una puerta por la que pensaba habría de salir, sin lograr verlo. Tenía informantes apostados en todas partes, para que le hicieran saber el momento en que entraba en cualquiera de las dependencias de palacio, pero al parecer no iba ya a Whitehall. Por último le envió un desafío… el único medio infalible que le quedaba para poder verlo.
Caballero —decía la nota—: Durante algunos meses he soportado la ignominia de ser un marido engañado por vos. Esto ha dañado la reputación de mi familia, así como mi dignidad y hombría, y para reparar el daño inferido a mi casa, por la presente os reto a duelo, con las armas que os dignéis escoger; estaré a vuestra disposición a las cinco de la mañana del día veintiocho de mayo, en Tothill Fields, donde tres grandes encinas se levantan junto al río. Os suplico, caballero, mantenga el secreto de esta nuestra entrevista, y venga también sin ayudantes. Un servidor de Vuestra Señoría.
Gerald, Duque de Ravenspur.
Ámbar juzgaba que de ese modo llevaría un sello de autenticidad, y envió a Nan para que un amanuense la copiara con la letra de Gerald, pues aun cuando era improbable que Bruce hubiera visto alguna vez la letra de su esposo, no quería correr riesgo alguno. Si fracasaba… ¡No podía fracasar! Ningún caballero rehusaba un desafío.
Nan protestaba.
—Si vuestro esposo hubiera tenido ganas de pelear, no habría esperado hasta ahora.
Ámbar no aceptaba objeciones.
—¿Por qué no? ¡Recordad cuánto tiempo tardó el conde de Shrewsbury en desafiar a Buckingham!
A la mañana siguiente salió del palacio cuando todos dormían aún. Iba a caballo y asistida únicamente por el corpulento John. Llevaba un traje de montar de terciopelo verde oscuro con bordados de oro, y un sombrero de anchas alas adornado con una guirnalda de plumas de avestruz. A pesar de haber dormido muy poco, la excitación que experimentaba impedía que sintiera cansancio. Tomaron por la King Street y luego cruzaron la pequeña y sucia aldehuela de Westminster, entraron en los grandes y verdes campos que se extendían más allá y se detuvieron después de pasar por Horse Ferry, a alguna distancia de las tres grandes encinas. Allí desmontó Ámbar, en tanto que se alejaba John, quien debía acudir sólo a una señal de su ama.
Empezaba ya a aclarar, se quedó allí sola por algún tiempo, rodeada de los familiares ruidos de la campiña: el rumor de las aguas del río al besar las orillas, el característico zumbar de algunos insectos de la noche, el deslizarse de muchos y pequeños animalitos. La niebla se deslizaba alrededor de ella, como un manto sutil. A cierta distancia un aguzanieves se esforzaba por capturar un gusano; agitó la cabeza con aturdimiento cuando el bicho consiguió meterse de nuevo en la tierra. Ámbar rió nerviosamente al ver esto, pero en seguida se puso alerta y miró en derredor. Con prontitud se ocultó detrás de un árbol; Bruce cruzaba la pradera en aquella dirección.
No se atrevió a atisbar por temor a que la viera y se negara a hablar con ella. Con claridad oía el ruido de los cascos del caballo al galopar por el suave terreno. Su corazón palpitaba de temor y alegría. Ahora que estaba allí… ¿qué haría? Nunca había tenido ella menos confianza en su habilidad para seducirlo.
Oyó el resoplar del caballo cuando se detenía a algunos metros del lugar donde ella estaba, y luego cómo hablaba él a su cabalgadura. Tratando de infundirse coraje, Ámbar se quedó donde estaba algunos instantes más. Por último Bruce lanzó un grito de impaciencia.
—¡Eh! ¡Aquí estoy! ¿Estáis listo?
Ámbar sentía la garganta demasiado angustiada para responder; salió de detrás del árbol y lo afrontó; con la cabeza ligeramente gacha, como una niña que espera una reprensión, con los ojos ansiosamente abiertos, escrutando su faz. No pareció él sorprenderse mucho, sonrió con desgana y torciendo la boca.
—Vaya… ¡De modo que eres tú! —dijo pausadamente—. Nunca he creído que tu esposo fuera un ardiente duelista… —se quedó unos segundos vacilando, volviéndose a cubrir con la capa. Quizá tuvo intención de decir algo más, pero optó por volverse y encaminarse hacia su caballo.
—¡Bruce! —corrió hacia él—. ¡No te vayas! Tengo que hablarte… —lo alcanzó y tomándolo por los brazos le hizo dar media vuelta.
—¿De qué quieres que hablemos? Todo lo que teníamos que decirnos lo hemos dicho ya infinidad de veces.
No sonreía. Su rostro se mostraba grave e impaciente, con cierto destello de cólera que le hizo sentir aprensión.
—¡No lo creas! ¡Tengo que decirte que siento lo ocurrido! No sé lo que me pasó ese día…, ¡debía de estar loca! ¡Oh, Bruce…, no puedes hacerme esto! Esto es matarme… Por favor, querido, por favor… ¡haré todo, todo lo que sea, todo lo que me pidas si me concedes la dicha de verte a menudo! —su voz era intensamente apasionada, implorante y llena de salvaje desesperación. Sabía que tenía que convencerlo de cualquier modo o… morir.
Pero lord Carlton la contempló escéptico, como ocurría siempre que le oía sus extravagantes promesas o amenazas.
—¡Que me condene si sé qué es lo que quieres! Pero sí sé una cosa, y es que han terminado nuestros encuentros. No quiero causar a mi esposa ningún disgusto cuando está tan próxima a ser madre.
—Pero ¡si ella no lo sabrá nunca! —protestó Ámbar, frenética, ante la incomprensible dureza de su rostro.
—No hace una semana le llegó una carta advirtiéndole que aún nos veíamos en secreto.
Ámbar lo miró con sorpresa, ella no había hecho tal cosa e ignoraba quién pudiera ser el autor; luego, una secreta sonrisa de complacencia asomó en sus labios.
—¿Y qué dijo ella?
Una expresión de disgusto y fastidio surcó de improviso el semblante de Bruce.
—No lo creyó.
—¡No lo creyó! ¡Debe de ser una condenada necia!
De pronto se detuvo llevándose la mano a la boca, mirándolo des pavorida y deseando morder su traicionera lengua. Bajó la mirada y todo su espíritu se abatió.
—¡Oh! —murmuró—. ¡Perdóname por decir esto!
Cuando volvió a levantar la vista, Bruce la contemplaba con ternura y cólera a la vez. Se quedaron así mientras los minutos transcurrían, mirándose intensamente. Luego ella comenzó a sollozar y se prendió de su cuello, abrazándolo con frenesí, presionando fuertemente su cuerpo contra el de él. Por unos instantes permaneció Bruce sin hacer movimiento alguno, por último la asió de los hombros, apretando con fuerza los dedos en la morbidez de sus carnes. Con una sensación de triunfo vio ella que toda la expresión de disgusto había desaparecido del rostro de su amado.
Ámbar cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Su boca, húmeda y entreabierta, pronunció su nombre.
—Bruce…
—¡Ámbar!
Sus bocas, ávidas, se unieron con desesperada emoción, temblorosos sus cuerpos, pero todavía él continuaba reteniéndola por los hombros, en los que parecían haberse incrustado sus dedos. De pronto, con violencia, Bruce la apartó y antes de que ella pudiera recobrar los sentidos, ya él había corrido hasta su caballo, montando de un salto y partiendo al galope, en dirección a la ciudad. Ámbar se quedó donde estaba, en la misma posición que él la dejara, todavía sin salir de su dolorosa estupefacción, viendo con creciente ansiedad cómo se alejaba y se perdía de vista. La pálida luz del día coronaba de un rosado destello las copas de los árboles, mientras las hojas destilaban por gotas el fresco rocío de la noche.