Capítulo I
Marygreen no experimentó cambio alguno en dieciséis años. En las dos últimas centurias había cambiado muy poco.
La iglesia de St. Catherine todavía se elevaba en el extremo norte de la carretera, como una venerable abuela; desde allí las casas se diseminaban a ambos lados. Eran casuchas de ladrillo o de madera, con pisos superiores salientes y cubiertas con matas o paja; cuando nuevas, tuvieron quizás un bonito color de oro, mas con el tiempo habían adquirido un matiz pardusco. Sobre los tejados crecían ahora líquenes y musgos cuyas tonalidades variaban entre el verde esmeralda y el verde negro. Angostas buhardas daban frente al camino, cubiertas de madreselva y hiedra. Espesos setos silvestres eran linde entre las casas y el camino. Sus pequeños pórticos de madera se adornaban con arcos de rosas trepadoras. En los setos se advertía una confusión de matas y flores: delfinias, lilas blancas y purpurinas y malvas hortenses que llegaban casi hasta los aleros; también se veían manzanos, ciruelos y cerezos en plena floración.
Al lado de la iglesia se extendía un campo cubierto de césped donde se reunían los jóvenes en los días de fiesta, ya para jugar o luchar al aire libre, ya para bailar.
En medio de las modestas construcciones erguíase una posada de rojos ladrillos cuyos muros, a intervalos, mostraban el maderamen de encina que el tiempo había coloreado de gris plata; un gran letrero, en el cual lucía un enorme y rústico león dorado, colgaba de un artístico brazo de hierro incrustado en la pared. Cerca estaba la bercería, y más allá la proveeduría, las casas y comercios de los demás vecinos de la aldea: el boticario, el carpintero y vino o dos tenderos de ultramarinos. El resto de las viviendas lo ocupaban los demás vecinos del villorrio, que empleaban su tiempo ya en la labranza de sus propias y reducidas tierras, ya en las grandes haciendas vecinas. Cerca de Marygreen no se veía ni una sola casa solariega, y la existencia económica de la aldea dependía más que todo del trabajo de los campesinos.
Aquel día era apacible y caluroso; el cielo se mostraba en parte azul y en parte cubierto de tenues y blancas nubes que semejaban descuidados brochazos de pintura blanca desvaída sobre el fondo celeste. Por doquiera se respiraba un aire impregnado de los aromas de primavera y un penetrante olor a tierra mojada. Pollos, gansos y pequeñas golondrinas paseaban a su sabor por el camino. De pie, delante de una de las puertas, con un conejito blanco como la nieve entre sus brazos, hallábase una muchachita.
Había pocas personas a la vista. Ya estaba bien avanzada la tarde y cada uno se dedicaba a su quehacer. Los únicos desocupados eran los perros, además de algunas parejas de niños y uno que otro jovenzuelo demasiado niño aún para emprender tareas de hombre. Una mujer con un cesto al brazo avanzaba por la calle; se detuvo un momento para conversar con otra comadre, asomada a vina ventana enmarcada por un vistoso juego de clemátides y dondiegos de día. Agrupadas en una esquina de la calle charlaban ocho o diez muchachas que, milagrosamente, habían logrado escapar a los soldados de Cromwell. Eran hijas de los aldeanos, y cada día iban a apacentar el ganado de sus padres, reunidos en una sola grey, teniendo cuidado de que no se extraviaran o fueran robados alguna cabra, vaca o cordero.
Algunas jugaban a ¿Cuántas millas hay hasta Babilonia…?, pero, apartadas, tres muchachas de más edad murmuraban entre ellas con evidente indignación y mal humor. Con las manos en las caderas, observaban a dos mocetones que, a una distancia de cien metros de donde ellas estaban, en actitud donjuanesca y balanceándose sobre las piernas, sostenían una animada conversación con alguien que permanecía oculto detrás de una mata, si bien era visible una parte de la falda que llevaba.
—¡Esa Ámbar St. Clare! —protestó la mayor de las tres con un furioso movimiento de cabeza que agitó sus largos cabellos rubios—. ¡Si alguna vez pasa un hombre por cualquier lugar, podéis estar bien seguras de que ella estará allí! ¡Creo que los huele desde lejos!
—Debería haberse casado hace ya más de un año, lo que hubiera impedido que revoloteara alrededor de los hombres… ¡Eso es lo que dice mi madre!
La tercera muchacha sonrió con malignidad y dijo con un significativo tonillo de voz:
—Puede que no esté casada todavía, pero que ya haya sido…
—¡Silencio! —interrumpió la primera, señalando las niñas.
—¡Qué importa! —insistió la del sonsonete, aunque bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. ¡Mi hermano dice que Bob Starling le contó que se había entretenido mucho con ella el Domingo de Ramos!
Pero Lisbeth, que había sido la iniciadora de la conversación, hizo chascar la lengua despectivamente.
—¡Tonterías, Gertrude, tonterías! Jack Clarke dijo lo mismo hace seis meses y el aspecto de ella no ha cambiado mucho desde entonces.
Gertrude respondió con calor:
—¿Acaso nosotras no sabemos por qué, Lisbeth Morton? Ella logró escupir tres veces en la boca de una rana; ahí tienes por qué no ha perdido su silueta. ¡Maggie Littlejohn dice que la vio haciendo eso!
—¡Bah! ¡Mi madre dice que nadie es capaz de escupir tres veces en la boca de una rana!
La conversación quedó truncada porque, de pronto, se oyó un galope de caballos en el tranquilo y pequeño valle. Un grupo de jinetes apareció por el camino que contorneaba la iglesia de St. Catherine y, a la carrera, enfiló por la estrecha calle hacia donde estaban las jóvenes. Una de las niñas, de unos seis años de edad, comenzó a chillar aterrorizada y corrió a ocultarse detrás de las faldas de Lisbeth.
—¡Es el viejo Noll! ¡Viene desde el infierno a llevarnos!
Aunque muerto ya, Oliverio Cromwell no había perdido su saludable influencia sobre los niños desobedientes.
Los jinetes frenaron sus cabalgaduras, parándolas a unos diez metros del lugar donde se congregaban las mozas; los animales, encabritados, se detuvieron resoplando. El temor y la aprensión que aquéllas experimentaran en un principio, desaparecieron para dar lugar a la curiosidad y a una franca admiración.
Había, en total, unos catorce hombres, de los cuales la mitad eran sirvientes o guías. Se notaba porque vestían con sencillez y se mantenían a respetuosa distancia de los demás. Fuera de toda duda, los que iban a la cabeza, seis en total, eran nobles.
Éstos usaban largos cabellos que, en brillantes rizos, les caían sobre los hombros, según la moda de la época. Sus atavíos eran, en verdad, magníficos. Los trajes estaban confeccionados con terciopelo negro o rojo, o bien con raso verde. Lucían cuellos de encaje y blancas camisas de lino. Cubríanse con sombreros de anchas alas y vistosas plumas, y amplias capas colgaban de sus hombros. Las altas botas de lustroso cuero ostentaban espuelas de plata; cada uno llevaba su espada al cinto. Era evidente que habían galopado una larga distancia. Sus vestidos estaban cubiertos de polvo y sus rostros, sucios por la tierra y el sudor. Esto, a los ojos de las muchachas, cobraba magnitud de imponente grandeza.
Uno de los caballeros se quitó el sombrero y se acercó a Lisbeth, tal vez porque era la más bonita.
—A vuestras órdenes, Madame —dijo, y en su voz y en sus ojos jugueteaba el buen humor; entretanto, medía a la muchacha de la cabeza a los pies. Lisbeth se puso del color de la grana y hasta perdió el aliento—. Estamos buscando un lugar para merendar. ¿Hay alguna buena posada por aquí?
La joven lo contempló sin poder articular palabra, mientras el caballero continuaba sonriéndole, con las manos apoyadas en el arzón de la montura. Su corto jubón y los amplios calzones, que le llegaban hasta las rodillas, eran de terciopelo negro. Estaban rematados por una trencilla de oro. Su cabello era negro y tenía los ojos verdes; un delgado bigote acentuaba su labio superior. Sus miradas eran visiblemente apasionadas… Pero su físico no era lo más importante en él. Su rostro mostraba una inflexible y despiadada expresión que, a pesar de su manifiesta aristocracia, denunciaba al aventurero y al jugador, al hombre libre de plazos y de prejuicios.
Lisbeth consiguió tragar saliva y ensayó una tímida reverencia.
—El mejor mesón de estos alrededores es «El Tres Copas», de Heathstone, Milord.
—¿Dónde queda Heathstone?
—¡Al diablo con Heathstone! —protestó uno de los hombres—. ¿Qué ocurre con la fonda de este pueblo? ¡Me caeré de este jamelgo si seguimos galopando otra milla sin comer!
El que hablaba era un apuesto joven rubio y de faz rubicunda que, a pesar de su notorio enfurruñamiento, parecía hombre alegre y bien dispuesto. En cuanto habló, los otros soltaron la carcajada y uno de ellos se inclinó para palmearle el hombro.
—¡Por Dios, somos una caterva de truhanes! ¡Almsbury no ha llenado esa pobrecita boca desde que engulló esta mañana una mitad de carnero!
Los demás prorrumpieron en risotadas. El desatado apetito de Almsbury era motivo de burla entre ellos. Las muchachas rieron también entre dientes, ahora con más familiaridad; la niña de seis años que, por equivocación, los había tomado por fantasmas puritanos, se atrevió a salir del escondrijo de las faldas de Lisbeth, y se adelantó unos pasos. En ese instante ocurrió algo que creó un repentino cambio en las relaciones entre hombres y muchachas.
—¡No ocurre nada con nuestra posada, Señoría! —exclamó una agradable voz femenina. La muchacha que momentos antes estaba conversando con los dos jóvenes granjeros, corrió hacia los jinetes. Las otras se replegaron inmediatamente como gatas cautelosas, mientras los hombres se volvían en sus cabalgaduras y miraban a la recién llegada con sorpresa y repentino interés—. ¡Nuestro posadero elabora la mejor cerveza de Essex!
Hizo un breve saludo a Almsbury y luego sus ojos se volvieron para buscar los del caballero que había hablado primero. Él, a su vez, la contemplaba con indefinible expresión. En su mirada se leían simultáneamente cálculo, admiración e interés. Mientras todos observaban a la recién llegada, pareció como si el tiempo se hubiera detenido por un instante, para luego reanudar su curso con desgana.
Con un ademán, Ámbar St. Clare señaló hacia abajo por la callejuela, en dirección al letrero del rústico león castigado por el tiempo.
—La posada está próxima a la herrería, milord.
Sus hermosos y rubios cabellos caían en olas sobre sus hombros. Mientras levantaba hacia el caballero su mirada, sus claros ojos, de un magnífico color de ámbar, parecían observarlo a hurtadillas; sus arqueadas cejas eran más oscuras que sus cabellos y sus pestañas ensombrecían sus párpados. Había en ella una especie de cálida exuberancia, algo que sugería inmediatamente ideas placenteras y agradables…, de algo de lo cual no era responsable, pero en lo cual intervenía inconscientemente. Era, pues, algo más que su belleza lo que mortificaba a las otras muchachas.
Iba vestida casi como ellas, con una burda falda de lana, una bata blanca, un delantal amarillo y un grueso chal anudado en la espalda; calzaba un par de bonitos zapatos negros y sus tobillos se exhibían desnudos. Y, sin embargo, ella no era para aquellos elegantes señores sino algo así como una flor silvestre comparada con las cultivadas flores de jardín, o como una modesta golondrina al lado de un faisán dorado.
Almsbury se echó hacia delante, cruzando los brazos sobre el arzón de su silla.
—¡En nombre de Cristo! —dijo quedamente—. ¿Qué estáis haciendo vos en este país olvidado de la mano de Dios?
Lo miró la muchacha apartando sus ojos del otro hombre, y luego le sonrió, mostrando al hacerlo sus pequeños y bien formados dientes.
—Vivo aquí, Milord.
—¡Diantres! ¿Y cómo diablos habéis venido a parar aquí? ¿Quién sois? ¿O es que el bastardo de un noble caballero ha sido amamantado por la esposa de un aldeano y olvidado durante quince años? —No era una ocurrencia muy común, pero ella lo miró presa de súbita cólera y, frunciendo las cejas, dijo:
—¡Yo no soy bastarda! ¡Yo soy tan hija de mi padre como vos… o quizá más!
Los viajeros, incluyendo al mismo Almsbury, rieron sinceramente ante la salida; el caballero hizo un gesto:
—No os ofendáis, querida. Sólo quise deciros que no teníais apariencia de aldeana.
Ella sonrió levemente, como si esa disculpa hubiera bastado, pero sus ojos se volvieron en seguida hacia el otro hombre. Éste, con una mirada que la abarcaba entera, provocaba en ella una extraña inquietud. Mientras tanto, los hombres hicieron girar sus cabalgaduras y cuando él lo hizo, a su vez, le sonrió, haciéndole una venia. Almsbury, por su parte, le agradeció, y, quitándose el sombrero, se lanzó tras de los otros en dirección a la posada. Durante un prolongado instante las muchachas quedaron silenciosas, mirándolos desmontar y entrar luego por la puerta principal, mientras los hijos del posadero salían a hacerse cargo de las cabalgaduras.
Cuando se hubieron perdido de vista Lisbeth, bruscamente, dio rienda suelta a su lengua, a tiempo que daba un empellón a Ámbar.
—¡Vaya! —exclamó triunfalmente, haciendo un ruido semejante al balido de una cabra—. ¡Habéis conseguido mucho, so moza descarada!
Con presteza Ámbar devolvió el empellón, haciendo casi caer a la muchacha y gritándole:
—¡Modera tu lenguaje, charlatana!
Durante un momento quedaron frente a frente mirándose con fiereza; finalmente fue Lisbeth quien se volvió y alejó en dirección a las otras muchachas, que se disponían a reunir sus rebaños, corriendo y gritando, apresurándose por llegar a sus casas antes de la comida. El sol se había puesto ya, empurpurando el cielo sobre el horizonte, y dejando ver más arriba un retazo de delicado color azul. Aquí y allí aparecían las estrellas; el ambiente estaba saturado de la maravillosa calma del crepúsculo.
Con el corazón latiéndole sordamente, Ámbar regresó en busca de su cesto, que había quedado en el césped. Los dos jóvenes granjeros se habían marchado, de modo que no se detuvo sino al levantarlo, y se encaminó luego hacia «La Posada del León».
En su vida había visto nadie que se pareciera al apuesto caballero que la había mirado con tanta fijeza. Las ropas que llevaba, el sonido de su voz, su modo de mirar, todo hacía que se sintiera tocada por un destello momentáneo que llegaba de otro mundo. Apasionadamente, deseó verlo de nuevo, aunque no fuera más que un breve instante. Todo lo demás, su propio mundo de Marygreen y la granja del tío Matthew, todos los jóvenes que ella conocía, todo eso le pareció de pronto insoportablemente insulso; más aún, despreciable.
De acuerdo con las conversaciones que sostuviera con el zapatero de la aldea, dedujo que debían de ser nobles, pero lo que estaban haciendo allí, en Marygreen, no podía imaginarlo. Porque los caballeros, durante los últimos siete años, se habían sometido voluntariamente al anonimato y al exilio, partiendo al extranjero a reunirse con el hijo del rey, ahora Carlos II, que también vivía fuera de su patria.
El zapatero remendón, que había combatido en la guerra civil al lado de Su Majestad, le había referido muchas historias de las que fuera testigo y otras que le habían contado. Le había hablado de cierta ocasión en que vio a Carlos I en Oxford, tan cercano, que casi lo había tocado, lo mismo que a las alegres y hermosas damas realistas y los gallardos caballeros que servían a sus órdenes… En fin, una vida llena de esplendor, colorido y romance. Pero ella no había visto nada de eso, porque todo había desaparecido cuando aún era una niña, la mañana en que Su Majestad fue decapitado en el patio de su propio palacio. El caballero extranjero de cabellos negros había traído consigo algo de esa atmósfera de leyenda. Apenas si se había percatado de la presencia de los otros. Aquél poseía algo intensamente personal. Le parecía como si le hubiera inyectado una nueva vida que ahora colmaba su ser.
Al llegar a la posada, no entró por la puerta principal. Volvióse y se encaminó hacia la parte posterior de la casa. Un niño, sentado en el umbral, jugaba con un perrito cuya cabeza ella acarició al pasar. En la cocina, la señora Poterrell corría de un lado a otro, nerviosa y aturdida, haciendo preparativos para presentar una buena cena a los forasteros. Sobre la mesa había una porción de carne de vaca, a la cual una de las hijas de la posadera estaba sazonando y preparando con una mezcla de cebolla, especias y migajas de pan. Un niño sacaba agua de un pozo situado en un rincón de la cocina. Un galopín que revolvía el asador cerca del fuego, lanzó de pronto un alarido de dolor. Otro muchacho le había aplicado un carbón ardiente en el pie desnudo para obligarlo a volver más rápidamente el asador, a fin de que la pieza se tostara en forma pareja.
Ámbar intentó llamar la atención de la señora Poterrell, que seguía yendo y viniendo de un lado para otro.
—Aquí traigo este pan de jengibre de Holanda que envía tía Sara, señora Poterrell.
No era verdad, puesto que Sara había enviado el obsequio a la mujer del herrero, pero Ámbar consideró que este destino le convenía más en tales momentos.
—¡Oh, mil gracias, querida…! ¡Oh, nunca me he visto en semejante aprieto! ¡Seis caballeros en mi casa al mismo tiempo! ¡Oh, Señor! ¿Qué haré?
Mientras hablaba de este modo, no dejaba de trabajar, rompiendo huevos en una gran escudilla.
En este momento, Meg, de unos quince años de edad, salió de un escotillón cargada de polvorientas botellas, y Ámbar corrió hacia ella.
—¡Vamos, Meg! ¡Deja que te ayude!
Y tomando cinco botellas se encaminó a la otra habitación. Abrió la puerta empujándola con las rodillas y mantuvo los párpados bajos, como si toda su atención estuviera concentrada en aquéllas. Los hombres permanecían de pie en el espacioso cuarto y aunque se habían quitado las capas, todavía llevaban puestos los sombreros; cuando Ámbar hizo su aparición, Almsbury se acercó a ella, sonriendo.
—Vamos…, querida. Dejadme que os ayude. ¿De modo que por aquí se juega también el viejo juego, eh?
—¿Qué viejo juego, Milord?
Almsbury tomó tres de las botellas que ella llevaba y Ámbar se concretó a poner las otras dos sobre la mesa, mirándolo risueñamente. Pero al instante sus ojos buscaron al otro hombre que, cerca de la ventana, con dos de sus compañeros, jugaban a los dados. Se encontraba casi de espaldas, absorto en el juego; arrojó una moneda cuando uno de los otros crujió los dedos, gozoso por haber echado los dados con suerte. Ámbar, sorprendida y decepcionada, ya que esperaba que él saliera a su encuentro inmediatamente, se volvió otra vez a Almsbury.
—¡Caramba! Es el juego más viejo del mundo —explicaba éste—. Mantener una joven bonita que atraiga a los clientes y les saque hasta el último penique… Estoy seguro de que vos habréis llevado a la ruina a todos los hijos de estos buenos granjeros.
Hizo un gesto elocuente, mientras tomaba una botella, hacía saltar el corcho y la apoyaba sobre sus labios. Ámbar, por su parte, sonrió de nuevo, traviesa y coqueta, deseando que el otro se volviera y la viese.
—¡Oh, yo no soy aquí la criada, Sir! Traje una torta para la señora Poterrell y ayudé a Meg con las botellas.
Almsbury había bebido ya largos tragos, hasta el punto de dejar la botella casi vacía.
—¡Por Cristo, entonces! —declaró apreciativamente—. ¿Quién sois, pues? ¿Cuál es vuestro nombre?
—Ámbar St. Clare, Sir.
—¡Ámbar! Nunca hubiera imaginado que la hija de un granjero tuviese un nombre como éste.
Ella río, mientras sus ojos recorrían a hurtadillas la habitación. Pero el otro seguía atento a los dados.
—Eso es lo que dice mi tío Matthew. Dice que mi nombre debería ser Mary, Anne o Elizabeth.
Almsbury empinó la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Vuestro tío no es hombre de imaginación —dijo, y luego, como la joven siguiera mirando disimuladamente hacia la mesa de juego, echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas—. ¿De modo que es eso lo que buscáis, eh? Bien, venid conmigo… —y tomándola de la mano, la hizo cruzar la habitación.
—Carlton —dijo cuando llegaron al grupo—, esta niña desea conversar en privado contigo.
Carlton se volvió a Almsbury de un modo que delataba la intimidad y el franco entendimiento que ligaba a ambos; luego miró con interés a Ámbar, y le sonrió amablemente. A su vez, ella le devoraba con ávidos y brillantes ojos, tan ensimismada, que ni siquiera se dio cuenta de la equívoca insinuación. Ámbar tenía cinco pies y tres pulgadas de estatura, tal como para que un hombre de regular tamaño se sintiera impresionado, pero Carlton la aventajaba por lo menos en un pie.
Ella sólo percibió una parte de la presentación:
—… Bruce, Lord Carlton, un hombre por quien tengo la más alta consideración, aunque el muy bastardo me roba todas las mozas bonitas en quienes pongo los ojos…, —la muchacha hizo un reverencia mientras él se inclinaba también profundamente, quitándose el sombrero con suma galantería, como si se hubiera tratado de saludar a una princesa real—. Todos nosotros —continuó— regresamos con el rey.
—¡Con el rey! ¿Es que ha vuelto el rey?
—Regresará… muy pronto —intervino Carlton.
Al oír esta sorprendente noticia, Ámbar olvidó su nerviosa cortedad. Porque aun cuando los Goodegroome habían sido en un tiempo parlamentarios —si bien sólo por simpatía, casi insensiblemente, como Ocurría con todo el país, habían vivido anhelando el regreso de las viejas costumbres. Desde que el rey fue asesinado, el pueblo reverenciaba su memoria y demostraba aprecio por él, cosa que no ocurría cuando estaba vivo. Este afecto se había volcado ahora sobre el heredero.
—¡Géminis! —exclamó ella. Porque se trataba de un acontecimiento tan grande, que no era posible asimilarlo de una sola vez… mucho menos en condiciones tan perturbadoras.
Lord Carlton tomó una de las botellas que Meg había colocado sobre la mesa; con la palma de su mano limpió el polvo acumulado en ella y, quitándole el tapón, empezó a beber como lo había hecho Almsbury. Ámbar continuaba contemplándolo arrobada; toda su conciencia no era más que admiración y temor.
—Vamos a Londres —explicó Bruce Carlton—. Pero uno de nuestros caballos necesita ser herrado. ¿Qué tal es esta posada? ¿Podremos pasar tranquilamente la noche en ella? ¿No nos robará el mesonero…?
Al decir esto la miraba intensamente; pero ella, quién sabe por qué, no comprendió que sus ojos expresaban sólo deseos de divertirse.
—¿Robaros? —protestó indignada— ¡El señor Poterrell no ha robado nunca a nadie! Ésta es una excelente posada —afirmó con lealtad—. ¡El mesón de Heathstone no es nada, comparado con ella!
Los dos caballeros sonrieron sin disimulo.
—Bien —dijo Almsbury—, dejemos que el posadero nos robe descaradamente y que haya bichos como en las cosechas de marzo en un campo de barbecho; ¡es una posada inglesa y, por Cristo, que ha de ser de las buenas! —Diciendo esto hizo una profunda genuflexión—. A vuestros pies, Madame —y fuese en busca de otra botella de vino blanco generoso, dejándolos solos.
Ámbar sintió que sus músculos se ponían rígidos. Se quedó envarada, contemplándolo mudamente, maldiciéndose por un deslumbramiento que trababa su lengua. ¿Por qué ella —que generalmente se conducía con desenfado ante cualquier, hombre, no importaba su condición o edad— no podía pensar ni decir nada? Ansiaba impresionarlo con frenética desesperación para hacerle sentir el mismo ardor violento y el estupor admirativo que la poseían. Por último, logró articular lo primero que pasó por su cabeza:
—Mañana es la feria de mayo de Heathstone.
—¿Ah, sí?
Los ojos de él se posaron en sus erectos senos; era una de esas mujeres que alcanzan prematuramente la madurez de sus formas físicas, y hacía mucho tiempo ya que de su cuerpo había desaparecido todo vestigio de adolescencia.
Ámbar sintió que la sangre se le agolpaba en la cara y en el cuello.
—Es la feria más importante de todo Essex —añadió con presteza—. Los granjeros vienen desde diez y hasta veinte millas a la redonda.
Bruce buscó sus ojos y luego enarcó sus cejas, al parecer maravillado de oírla; sin dejar de mirarla, levantó la botella y se bebió el resto del vino. Ella percibió el aroma penetrante de la bebida cuando él respiró, lo mismo que el olor masculino de sus ropas y el del cuero de sus botas. Esta mezcla de olores le produjo vértigo, como si la hubieran intoxicado, y un pujante anhelo recorrió velozmente su cuerpo. La impertinente insinuación de Almsbury no había sido muy exagerada.
Carlton miró hacia fuera, a través de la ventana.
—Se está poniendo oscuro. Deberíais iros ya —y diciendo esto, se dirigió a la puerta y la abrió para que ella pasara.
La noche llegaba rápidamente y el cielo se estrellaba cada vez más; la luna en cuarto creciente se mostraba translúcida y apenas era visible su forma de cuerno. Soplaba una brisa ligeramente fría. En la vallejuela estaban solos, acompañados únicamente por las risas y el murmullo que venían de la posada, el chirrido monótono de los grillos, el croar de las ranas y el zumbido de los mosquitos. Ella se volvió hacia Bruce y lo miró a los ojos; su rostro tenía ahora una palidez resplandeciente. Era un lirio bañado por la luz de la luna.
—¿Iréis a la feria, Milord? —Estaba temerosa de no volver a verlo, y el pensamiento se le hacía intolerable.
—Tal vez —respondió él—; si tengo tiempo.
—¡Oh, por favor! Está sobre el camino real… ¡y vosotros pasaréis por allí! ¡Podríais deteneros un momento, al menos! —Su voz y sus ojos rogaban, ansiosos, apremiantes.
—¡Cuán hermosa sois! —dijo él quedamente, y por primera vez su expresión se tornó grave.
Contempláronse unos instantes; luego Ámbar se apoyó en Carlton involuntariamente, mientras cerraba los ojos. Las manos de él rodearon su cintura, atrayéndola hacia sí; ella sintió los potentes músculos de sus piernas contra su falda. Su cabeza cayó hacia atrás. Sus labios se entreabrieron para recibir el beso. Transcurrieron instantes que fueron para ella toda una existencia, una eternidad, antes de que él la dejara libre del abrazo. Cuando lo hizo le pareció que había sido demasiado pronto, se sintió defraudada. Abriendo los ojos, vio que Bruce la contemplaba con ligera sorpresa; si era por ella o por sí mismo, no lo sabía. El mundo parecía haber desaparecido. Se sentía tan aturdida, como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza.
—Ahora debes irte, querida —dijo él por último—. Tu familia debe de sentirse preocupada por tu ausencia.
Palabras impetuosas se agolparon en los labios de ella. «¡No me importa que lo esté! ¡No me importa nada si nunca regreso a mi hogar! ¡No me importa nada de nadie… excepto tú, tú que eres toda mi vida…! ¡Oh, déjame quedarme aquí, a tu lado, y luego partir contigo mañana…!»Pero algo impidió que las pronunciara. Tal vez fuera la imagen —de cualquier modo no se había olvidado de ella— de tía Sara, que experimentaría un serio disgusto, y del tío Matthew, con el adusto semblante, que siempre reprobaba su conducta. Además no debía mostrarse tan atrevida, porque seguramente Bruce la habría odiado. Tía Sara le había dicho a menudo que una mujer descocada disgustaba a los hombres.
—No vivo muy lejos —respondió—; siguiendo camino abajo, cosa de un cuarto de milla más o menos.
Esperaba que él se ofrecería a acompañarla. Pero no lo hizo, aun cuando esperó varios segundos. Por último lo dejó con estas palabras:
—Os espero mañana, Milord.
—Puede ser que vaya. Buenas noches.
Carlton le hizo una reverencia, quitándose el sombrero. La miró una vez más de la cabeza a los pies, y luego se volvió y entró en la posada. Ámbar permaneció allí un minuto como un niño desamparado, mas, girando súbitamente sobre sus talones, empezó a alejarse a toda carrera por el camino. Una vez se detuvo y volvió la cabera por si él hubiera salido de nuevo.
Corrió por el estrecho camino que pasaba cerca de la iglesia, apresurándose aún más al pasar por el cementerio, donde estaba enterrada su madre. Algunos cientos de metros más adelante dobló a la derecha y, a través de unos campos sembrados, se encaminó hacia la granja de los Goodegroome. De ordinario sólo alguna necesidad la hacía quedar afuera hasta después de oscurecido, pero ahora no la inquietaban en lo más mínimo los fantasmas, duendes y brujas. Su mente estaba en otra cosa.
Nunca había visto a nadie que se pareciera a él, ni en la prestancia física ni en la elegancia en el vestir; nunca había creído realmente que tales hombre existieran. Era uno de esos caballeros gallardos y magníficos descritos en las historias del zapatero; Bruce Carlton personificaba el ideal de los hombres que ella se había forjado con arreglo a esas descripciones. ¡Bob Starling y Jack Clarke! ¡Bah! ¡Valientes pazguatos!
Se preguntaba si ahora estaba pensando en ella, y casi tenía la seguridad de que era así. Ningún hombre besaba de ese modo para olvidarlo luego a los pocos minutos. Ese beso —discurría— lo llevaría al día siguiente a la feria, aunque no fuera por otra cosa, y aun contra su propia voluntad. Creía entender a los hombres y conocer a carta cabal su naturaleza, y esta certidumbre era lo que le producía una íntima complacencia.
El aire de la noche era frío, como si hubiera comenzado a helar. Los tréboles y las blancas collejas nocturnas cubrían las praderas casi por entero. Ámbar se acercó a la casa por la parte de atrás. Cruzó el puentecillo —dos maderos puestos de través con una protección de pértigas que hacían las veces de barandas—, atravesó un lugar plantado de repollos y otras hortalizas, y siguió avanzando entre cabañas, graneros, establos y pesebres, con tejados cubiertos de musgo. Luego, bordeando la alberca de los patos, entró en el patio.
La casa tenía dos pisos y su estructura de madera de encina había sido tallada con aparatosidad; las paredes de ladrillos estaban tapizadas por las enredaderas. La hiedra trepaba por las chimeneas, y las combadas celosías que sobresalían por encima de las puertas de la cocina se veían tapadas por la madreselva. Sobre la puerta de entrada se había colgado una herradura para conjurar el maleficio de las brujas. Contra los muros y en el patio de ladrillos se alineaban las plantas que Sara cuidaba con esmero: macollas de violetas blancas y purpurinas, malvas hortenses que subían hasta los aleros y espesas matas de fragante espliego, con las cuales se perfumaban las sábanas. Varios árboles frutales estaban en floración y el aroma de sus flores embalsamaba el ambiente. Un rústico banco de madera sostenía dos columnas techadas; al lado de una puerta se veía una jaula casi perdida entre los rosales y un gato de ojos verdes y aire despreocupado estaba sentado, limpiándose las patitas.
La casa, de hermoso y floreciente aspecto, sugería la idea de una vida sana y laboriosa. Había sido construida hacía más de cien años, y cinco generaciones habían vivido con ella, dejando tras sí una confortable estela de prosperidad… No de riquezas, precisamente, sino de sólida comodidad y abundancia de buenos alimentos, afecto y bienestar. Era una casa para amar y vivir.
Ámbar se detuvo un instante para tomar al gatito entre sus brazos, acariciando su tersa piel mientras oía su suave runruneo. La cena estaba lista y sólo Agnes, una niña de quince años de edad, hija de Sara, permanecía en la cocina. En ese momento Sara estaba sacando el pan del horno y poniéndolo dentro de un cesto.
Agnes hablaba con acento rencoroso:
—¡… no es extraño que los demás hablen de ella! Lo juro, madre; me da vergüenza decir que es mi prima…
Ámbar oyó perfectamente, pero no hizo caso. Agnes había dicho eso mismo muchas otras veces. Entró en la habitación y, con una breve exclamación, corrió con los brazos extendidos hacia su tía.
—¡Tía Sara! —Sara volvió la cabeza y le sonrió, pero en sus ojos brillaba una expresión de curiosidad y desaprobación a la vez—. ¡La posada está llena de nobles! ¡Su Majestad regresa a Inglaterra!
La expresión de disgusto desapareció.
—¿Estás segura, niña?
—¡Claro que sí! —exclamó Ámbar con orgullo—. ¡Ellos mismos me lo dijeron!
Pavoneábase por la importancia de sus noticias y por el maravilloso suceso que ahora conmovía su existencia. Pensaba que nadie hubiera podido decir, con sólo mirar, cuánto había cambiado desde que dejara la casa, dos horas antes.
Agnes la miró con aire de franca sospecha e incredulidad, pero Sara salió de la cocina y corrió apresuradamente hacia los graneros, donde la mayoría de los hombres se entregaban a sus tareas nocturnas. Ámbar corrió tras ella; las dos difundieron allí la sorprendente noticia, que provocó un general estallido de alegría. Los hombres salieron excitadísimos de graneros y establos, y las mujeres de sus pequeñas chozas (había muchas en la granja). Hasta los perros ladraban ruidosamente, como si también ellos quisieran adherirse al unánime regocijo.
¡Larga vida a Su Majestad, el rey Carlos II!
Matthew había oído semejantes rumores en el mercado la semana anterior. La noticia de la restauración había estado circulando por todo el país desde principios de marzo, transmitida por viajeros, buhoneros y todos aquellos que comerciaban con ese gran mundo del Sur. Tumbledown Dick, el hijo del Protector, había sido despojado de su dignidad. El general Monk había marchado desde Escocia, ocupado Londres y emplazado para la instalación de un parlamento libre. La guerra civil parecía estar a punto de iniciarse nuevamente entre los paisanos y los grandes ejércitos movilizados. Estos acontecimientos habían dejado una huella de desasosiego y al mismo tiempo de esperanza. Debido a las interminables penurias experimentadas por el pueblo durante los últimos veinte años, alimentaba éste la esperanza de que se restaurara la monarquía, la cual traería consigo la paz y seguridad. Anhelaba volver a sus antiguos métodos de vida y ahora el regreso de los nobles anunciaba que el rey Carlos volvía a Inglaterra, instaurando una nueva edad de oro, de prosperidad, de felicidad y de tranquilidad.
Cuando, por último, cesó un tanto la algarabía y todos volvieron a sus quehaceres, Ámbar regresó a la casa. Tendría que levantarse temprano para ir a la feria. Deseaba dormir lo suficiente para lucir bien. Pero, al pasar por la lechería en su camino hacia la cocina, oyó pronunciar su nombre baja e insistentemente, lo que la obligó a detenerse. Allí estaba Tom Andrews en medio de las sombras; estiró vina mano, y asiéndola por una muñeca, la hizo entrar.
Tom era un joven de veintidós años, empleado por el tío Matthew. El muchacho se había prendado perdidamente de ella y Ámbar, por su parte, lo apreciaba por esa razón, aunque sabía que él no contaba con medios para mantenerla. Estaba al corriente de que su madre le había dejado una buena dote que le permitiría casarse, cuando quisiera, con el más rico granjero de la región. Pero ella paladeaba una cierta voluptuosidad ante la adoración de Tom y la fomentaba.
Echó una rápida mirada en derredor para cerciorarse de que no la vería su tía Sara o su tío Matthew y entró. Tom la abrazó febrilmente, al tiempo que buscaba su labios. Era obvio que esto no era nuevo para ninguno de los dos y, por un momento, Ámbar se sometió, permitiendo que la besara y acariciara. Por fin logró desasirse, haciéndolo violentamente a un lado.
—¡Cuando nos casemos, Tom Andrews! ¿Quién te ha dado permiso para que te tomes estas confianzas conmigo?
Pensaba cuán increíblemente diferente podía ser el beso de un gañán del de un noble, pero Tom, lastimado y confuso, logró estrecharla de nuevo.
—¿Qué sucede, Ámbar? ¿Qué he hecho? ¿Te ha ocurrido algo?
Furiosa, ella rechazó sus brazos y, librándose, corrió hacia fuera. Sentíase muy por encima de la condición de hombres tan ordinarios como Tom Andrews. Además, estaba ansiosa por subir al primer piso y meterse en la cama, donde podría pensar y soñar con Lord Carlton hasta el día siguiente.
Sólo Sara había quedado en la cocina y barría antes de acostarse. Tres o cuatro lamparitas encendidas tenían en torno suyo un círculo de pequeñas mariposas nocturnas; únicamente se oía el campanilleo de los grillos, que llenaba la apacible quietud de las primeras horas de la noche. Matthew entró con el entrecejo fruncido y, sin decir palabra, se dirigió hacia un barril de cerveza colocado en el rincón más frío de la habitación. Llenó un vaso de estaño y se lo bebió. Era un hombre de regular estatura y de aspecto hosco. Había trabajado empeñadamente durante toda su vida para dar bienestar a su familia. Vivía en el temor de Dios y sus creencias eran inconmovibles. Sabía distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Sara le echó una mirada.
—¿Qué te pasa, Matthew? ¿Acaso el potrillo está peor?
—No; todavía vive, creo. Es por esa muchacha.
Su rostro estaba sombrío. Se detuvo delante del fuego con la cabeza gacha. La chimenea estaba repleta de ollas y calderos ennegrecidos, de escudillas y otros recipientes de cobre y estaño, pulidos y brillantes como el oro y la plata. Tocinos y jamones sostenidos por sólidas redes colgaban de las vigas.
—¿Quién? —preguntó Sara—. ¿Ámbar?
—¿Qué otra podría ser? No hace una hora que la vi salir de la lechería, y un minuto más tarde salió Tom Andrews, caminando como un perro azotado. Lo tiene completamente bobo… de modo que es inútil. Además, ¿qué estaba haciendo en la posada con esos caballeros recién llegados —Su tono señalaba su profunda irritación.
Sara se detuvo junto a la puerta. Luego la cerró, echando el cerrojo.
—¡Silencio, Matthew! Algunos hombres están todavía en el salón. Yo no creo que ella pueda hacer algo que no deba. Pasaba por allí cuando los vio llegar… Es natural que se detuviera.
—¿Por qué regresó a casa sola y en la oscuridad? ¿Acaso le costó una hora enterarse del regreso del rey? ¡Te digo, Sara, que debemos casarla! ¡No quiero que ella cubra de infamia a mi familia! ¿Me has oído?
—Te he oído, Matthew.
Sara se acercó a la cuna, que estaba al lado de la chimenea; su niño había empezado a gemir. Lo levantó, apoyándolo amorosamente contra su pecho, y luego se sentó. Exhaló un profundo suspiro.
—Sólo que ella no quiere casarse —dijo después de una pausa.
—¡Oh! —exclamó Matthew sarcásticamente—. ¡De modo que ella no quiere casarse! Supongo que Jack Clarke o Bob Starling no serán lo suficientemente buenos para ella… los dos más apuestos muchachos de Essex.
Sara sonrió desmayadamente; su voz sonaba monótona y cansada.
—Después de todo, Matthew, ella es una dama.
—¡Dama! ¡Bah! ¡Es una ramera! ¡Durante cuatro años no ha hecho otra cosa que causarnos disgustos, y, por Lord Harry, que estoy de ella hasta la coronilla! Su madre podía haber sido una dama, pero ella sólo es una…
—¡Matthew! ¡No hables así de la hija de Judith! Yo bien sé lo que quieres decir, Matthew. También me disgusta a mí. Traté de aconsejarla, pero ya ves cómo me paga. Agnes me dijo esta noche… Pero, no; puede ser que no tenga ninguna importancia. Ella es bonita y quizá todo se reduzca a los celos de las muchachas. Creo que son ellas quienes forjan todos los cuentos.
—¡No estoy seguro de que sean cuentos, Sara! Siempre has tenido tendencia a pensar lo mejor de los parientes…, pero no creo que siempre lo merezcan. Bob Starling me la pidió de nuevo el otro día. ¡Y yo te digo que si ella no se casa pronto, aunque sea con Tom Andrews, yo la haré casar, con dote o sin ella!
—Pero suponte que su padre venga y que la encuentre casada con un granjero… ¡Oh, Matthew, algunas veces pienso que no estamos procediendo bien al no decirle quién es…,!
—¿Qué más podemos hacer, Sara? Su madre ha muerto. Su padre también debe de haber muerto, pues de otro modo sabríamos algo de él… y no tenemos noticias de otros St. Clare. Te digo, Sara, que no nos queda más remedio que casarla y que ella misma sepa cuál es su clase… —Hizo un amplio ademán con sus manos— ¡Dios me perdone! Compadezco al hombre que se case con ella. Porque, ¿qué cosa peor podría sucederle? Vamos, no me pongas más pretextos, Sara. Debe casarse con Jack Clarke o con Bob Starling y, cuanto antes, mejor.