Capítulo LVIII

Carlos II y el duque de Buckingham estaban sentados junto a una mesa, examinando un pequeño pero perfecto modelo de barco. Los dos estaban absortos en la discusión de los detalles. El rey siempre había amado los barcos y el mar. Conocía mucho de ellos, en efecto, hasta el punto de que muchos consideraban que ciertas órdenes que demostraban conocimientos técnicos, no estaban a la altura de la dignidad de un rey. A pesar de ello, la Marina era su orgullo y ahora sufría la humillación de tener navíos holandeses bogando por sus ríos, quemando e incendiando sus mejores barcos. Esperaba poder castigar algún día el insulto… Mientras tanto, estaba formando una Marina poderosa e invencible. Su plan —y toda la esperanza de su vida— era que Inglaterra reinara soberana sobre todas las aguas de la tierra… Porque sabía que solamente de ese modo podría obtener el reconocimiento de la posteridad para su efímero reinado.

Carlos Estuardo se puso de pie.

—No puedo quedarme a admirar esto por más tiempo. Tengo que jugar una partida de tenis con Ruperto, a las dos —descolgó su peluca, colocándosela frente al espejo y finalmente se acomodó el sombrero de anchas alas.

El duque de Buckingham se puso también de pie, con el sombrero bajo el brazo.

—¿Con un día caluroso como éste? Me maravilla la actividad de Su Majestad.

—Es un ejercicio diario —replicó el rey, sonriendo—. Necesito mantenerme en buena salud para poder seguir divirtiéndome.

Salieron; el rey Carlos cerró la puerta de su gabinete con llave, guardándose ésta en el bolsillo. Atravesaron muchas habitaciones, subieron por una angosta escalera y por último llegaron a la gran Galería de Piedra. Allí, en sentido contrario, venía Frances Stewart, acompañada de su doncella. Levantó ella una mano y se apresuró a llegar hasta ellos.

Buckingham hizo una cortesía, Carlos II sonrió ligeramente y, cuando Frances estuvo a su lado, murmuró breves palabras de saludo que apenas se oyeron. Ella lo miró tristemente: no podía olvidar el terrible hecho de que su belleza se hubiera ido para siempre. Mas, como si quisiera compensar las cosas que había perdido, se mostraba vivaz y anhelante.

—¡Oh, Majestad! ¡Me alegro de encontraros! Hace más de una semana que no os veo…

—Lo siento. Tenía mucho que hacer… reuniones de Consejo, audiencias a los embajadores…

Muchas veces había oído ella excusas similares, cuando se las repetía a otras mujeres, tiempo atrás. En aquel entonces se burlaba de sus ansias de poseerla, porque en esos días reía alegremente de todo.

—Deseaba que vinierais a cenar. ¿No podéis venir esta noche? He invitado a otras personas… —agregó rápidamente.

—Muchas gracias, Frances, pero tengo un compromiso y debo cumplirlo —la desilusión de ella fue tan evidente y penosa, que se vio obligado a agregar—: Pero estaré libre mañana por la noche. Puedo ir entonces, si os parece conveniente.

—¡Oh, sí, Majestad! —instantáneamente su rostro había resplandecido—. Ordenaré que preparen todo cuanto os agrada… ¡y haré que venga también Moll Davis a entretenernos! —se volvió hacia Buckingham—. Me gustaría que vinierais también… en compañía de lady Shrewsbury.

—Agradezco vuestra gentileza, señora. Si puedo, estaré allí.

Frances hizo una reverencia, los dos hombres se inclinaron, prosiguiendo luego su camino. Durante algunos minutos el rey Carlos permaneció silencioso.

—¡Pobre Frances! —dijo por último—. Me pone enfermo verla en tal estado.

—Ha quedado considerablemente desfigurada —admitió el duque—. Pero eso ha contribuido para que no oigamos su infernal risita. Hace dos meses que no ríe ya así —luego, como por casualidad, abordó otro tema—. ¡Oh!, ahora que me acuerdo… Lauderdale me contó algo acerca de la escapada de la reina, anoche.

Carlos Estuardo rió amablemente.

—Creo que todo el mundo lo sabe. Nunca creí que tuviera tal coraje.

La noche anterior, la reina Catalina, convenientemente disfrazada, había salido del palacio, en compañía de la señora Boynton, para asistir a la celebración de unos esponsales en la City… a la cual, por supuesto, no estaba invitada. Bien encubiertas, se confundieron con los otros invitados, pero la multitud que las rodeaba las separó y la reina se había visto obligada a tomar un coche de alquiler para volver a palacio.

Era ésa la especie de travesura que las damas y caballeros siempre realizaban… pero Catalina no se había atrevido nunca a emprender una aventura semejante, y todo el palacio estaba conmovido por la novedad. Todos murmuraban alegremente que, al fin, su pequeña y tímida reina se atreviera a salir al mundo prohibido.

—Se comenta que al principio temblaba como una azogada —siguió el rey—. Luego empezó a reír y a decir que aquello era una buena calaverada. Los palanquineros que la llevaron eran dos mocetones rústicos, atrevidos, y el auriga que la trajo de vuelta estaba tan bebido, que ella esperaba que el coche volcara de un momento a otro. —El rey parecía estar muy divertido—. ¡Todos los ciudadanos murmuraban del actual Gobierno y decían que estaba llevando el país a la ruina! ¿No os parece que hizo las veces de un buen agente secreto? Tengo el propósito de enviarla a menudo.

El semblante de Buckingham tomó una torva expresión de desagrado.

—Sería indecoroso. Y, lo que es peor, terriblemente peligroso.

Salieron. El brillante sol de julio iluminaba con fuerza; se protegieron los ojos contra la fuerte resolana. Cruzaron todo el Garden Privy en dirección al patio donde se jugaba al tenis, pasando junto a muchas personas, que paseaban por allí o se habían detenido a charlar en grupos; Carlos II sonreía y saludaba a todos con una venia o un ademán. Algunas veces se detenía a cruzar breves palabras con unos, y cambiaba saludos en voz alta con otros. A Buckingham le disgustaban tantas interrupciones.

—¡Oh!, no creo que hubiera corrido ningún peligro —dijo el rey—. De cualquier modo, ahora está segura.

—Pero puede ocurrir, Sire, que otra vez no regrese.

El rey Carlos estalló en carcajadas.

—Vamos, vamos, George… ¡No creeréis que soy un hombre rico, como para que se secuestre a mi mujer y se me pida rescate por ella!

—No era eso lo que estaba pensando. ¿No se os ha ocurrido nunca, Sire, que la reina podía ser secuestrada y enviada a una lejana isla, sin que jamás oyéramos hablar de ella?

—Debo confesar que no he reflexionado mucho sobre ello —el rey hizo un ademán de saludo a una pareja de bonitas muchachas que estaban sentadas sobre el césped, unos metros más allá, las que se rieron coquetonamente, empujándose la una a la otra.

—Hay muchas islas de ésas —continuó Buckingham, sin hacer caso de la interrupción—, situadas en las Indias Orientales. No hay ninguna razón para que una no sea equipada con el confort de la vida moderna. Una mujer podría vivir el resto de sus días muy cómodamente en tal lugar.

Un destello de cólera e impaciencia cruzó por el semblante de Carlos, quien se volvió hacia el duque, mirándolo con severidad.

—No comprendo nada de lo que decíais, Villiers. ¿Queréis insinuar que podría deshacerme de mi esposa por medio de un secuestro?

—La idea es acertada, Majestad. He pensado e incluso fijado ya la islita más conveniente, mucho tiempo antes de que a la reina se le ocurriera este indiscreto pasatiempo de salir disfrazada.

Carlos Estuardo dejó oír una exclamación de disgusto.

—¡Sois un bribón, George Villiers! No niego que necesite desesperadamente un heredero… ¡pero jamás lo obtendré por medios tan ruines! Y permitidme deciros una cosa más: si Su Majestad la reina es lastimada o molestada… si desaparece… ya sabré a quién responsabilizar por ello. ¡Y entonces vuestra cabeza no permanecerá en su sitio ni una hora, os lo aseguro! ¡Buenos días!

Le echó al duque una última mirada de cólera y disgusto y se alejó rápidamente, entrando en el patio de juegos. El duque giró sobre sus talones y se alejó a su vez en otra dirección, refunfuñando.

Pero de ningún modo ese proyecto era el primero, ni sería el último, de los planes que se ofrecían al rey para que se desligara de la reina Catalina. Casi todos los hombres de la Corte estaban muy ocupados en fraguar complots de esta clase, enfrascándose en el estudio de otros nuevos cuando sus proyectos eran rechazados. Las únicas personas de influencia que no querían que Catalina fuese reemplazada eran el duque de York, su esposa, Anne Hyde, los pocos amigos que éstos tenían… y las queridas del rey.

Disgustado con el rey, Buckingham no fue a palacio en varios días; pasaba el tiempo con los hombres más ricos de la City a quienes conocía. No sentía sino desprecio por los gordos y crédulos hombres que aceptaban cuanto les decía. Era una segunda naturaleza en él fraguar otro nuevo complot en cuanto se desbarataba uno.

Durante los últimos años el duque había alquilado diferentes moradas en la ciudad, que utilizaba según lo requerían las circunstancias. Era de gran conveniencia para sus maquinaciones políticas y complots secretos tener una docena de viviendas, por lo menos, donde guardar sus numerosos disfraces.

En Idle Lane, al salir de Thames Street y en las cercanías de la Torre, sólo una casa de alquiler había quedado después del incendio. Ahora le hacían compañía otras tres más, aunque en pleno proceso de construcción todavía, una ya terminada el año anterior y alquilada a un bar donde expendían cerveza y otra que se había derrumbado a media construcción debido a malos cimientos. (Esto ocurría a menudo, ahora que toda la City estaba conmovida por la fiebre de construcciones.) Él Támesis corría próximo al lugar, lleno de embarcaciones, siendo perceptibles los gritos que lanzaban los marineros y las muchachas que vendían ostras, pregonando sus mercaderías en las calles vecinas, Buckingham había alquilado tres habitaciones en el cuarto piso, haciendo uso de uno de los muchos nombres falsos que su morboso ingenio había creado: esta vez era Er Illingworth.

El duque, vistiendo una bata turca, un turbante y un par de chinelas, estaba recostado y al parecer dormido en el ennegrecido escaño, cerca de la chimenea, donde los carbones habían adquirido un rojo destello. La habitación estaba en penumbra, porque avanzaba la tarde. El duque estaba durmiendo desde mediodía.

Llamaron insistentemente a la puerta, pero el duque continuó llenando de ronquidos la habitación. Al fin se despertó, con la faz sudorosa, hinchada por el sueño; movió la cabeza con alguna energía para despabilarse y por último se levantó. Antes de descorrer el cerrojo, preguntó quién era.

Un sacerdote, rechoncho y de faz redonda, asomó en el hueco, vistiendo traje talar y sandalias, una cogulla en la tonsurada cabeza y un libro de oraciones en la mano.

—Buenas noches, padre Scroope.

—Buenas noches, caballero —el sacerdote respiraba agitadamente por el esfuerzo que hiciera al subir la escalera—. He venido a toda prisa… me encontraba con las preces de Su Majestad cuando recibí el mensaje —miró por encima de los hombros del duque, en dirección al lecho que se adivinaba, más que se veía, en la penumbra que reinaba en la pieza—. ¿Dónde está el paciente? No tengo tiempo que perder…

Después de dejarlo pasar, el duque cerró la puerta sin ruido y sin apresurarse, y dio vuelta a la llave, guardándosela en el bolsillo de su bata.

—Aquí no hay ningún enfermo, padre Scroope.

El fraile se volvió, mirándolo sorprendido.

—¿Que no hay ningún enfermo?… El mensajero me dijo que un hombre agonizaba en esta casa.

A una señal del duque, tomó asiento en una silla de alto respaldo, mientras éste servía vino en un par de copas, le alargaba una y luego se sentaba también enfrente de él.

—Porque deseaba que vinierais lo más pronto posible, os envié ese mensaje de que un moribundo os aguardaba. ¿No me conocéis, padre?

El padre Scroope, que retenía la ya vacía copa en su regordeta mano, lo miró detenidamente, y poco después dio muestras de haberlo reconocido.

—Caramba… ¡Vuestra Gracia!

—Él mismo, en persona.

—¡Oh, os ruego me perdonéis, señor duque! Os juro que no os había reconocido con esa vestimenta… y luego, la oscuridad, sabéis… —agregó, disculpándose.

Buckingham sonrió, tomó la botella y llenó nuevamente las copas.

—¿Decíais que veníais de rezar con la reina?

—Así es. Su Majestad ha aprendido muchas cosas durante los últimos tiempos; nunca se retira sin sus oraciones… por lo que Dios estará complacido —agregó, entornado piadosamente sus ojos.

—Algunas veces escucháis también las confesiones de la reina, si no me equivoco, ¿eh?

—Sí; algunas veces.

Buckingham sonrió desagradablemente.

—¡Debe de tener mucho que confesar, me imagino! ¿Cuáles pueden ser sus pecados?… ¿Codiciar un nuevo vestido o jugar los domingos? ¿O tal vez desear un heredero?…

—Ah, milord…, ¡es una pobre mujer! Y ese pecado venial lo hemos cometido todos con ella —el padre Scroope bebió su copa de un trago, y de nuevo se la llenó el duque.

—Deseándolo no se remedia nada. El hecho es que ella sigue siendo estéril… y siempre lo será.

—La reina puede concebir, pero existe en su organismo un defecto que le impide llevar un embarazo a término.

—Su Majestad jamás tendrá un heredero legítimo en Catalina de Braganza. Y si el trono pasa a manos de York, el país quedará arruinado. —El padre Scroope abrió sus abotagados y azules ojos al oír eso, porque las simpatías católicas del duque de York eran muy notorias; en cambio, Buckingham era bien conocido por su odio a la Iglesia. Mas el duque se apresuró a agregar rápidamente—: No en lo que respecta a religión, padre. El caso es mucho más grave que todo eso. Su Alteza carece de los medios necesarios para gobernar el país. Este caería de nuevo en la guerra civil sin llegar siquiera a los seis meses después que él heredara el trono —el semblante del duque se tornaba serio. Se inclinó hacia delante, reteniendo en la mano su copa de vino, apoyada en la rodilla, mientras con la otra señalaba la azorada y redonda cara del padre Scroope—. Es vuestro deber, si amáis a Inglaterra y a los Estuardo, prestarme ayuda en lo que me propongo… Y puedo agregar francamente que Su Majestad anda detrás de todo esto; como es natural, prefiere no figurar en ello.

—¡Os habéis equivocado de hombre, señor duque! No puedo emprender ninguna acción con ella… ¡no importa quién esté detrás! —El padre Scroope estaba atemorizado; sus rollizas y rubicundas mejillas temblaban. Empezó a levantarse del asiento, mas Buckingham, con suave pero firme mano, hizo presión para que volviera a sentarse.

—¡Poco a poco, padre, os lo ruego! Escuchadme primero. Y recordad esto: ¡antes que nada os debéis al rey! —Cuando Buckingham habló lo hizo con la exaltación propia de los desinteresados patriotas que pinta la historia, y el padre Scroope, completamente impresionado, se sentó otra vez—. No tenemos el propósito de inferir ningún daño a la reina… y de ello debéis estar seguro. Pero por amor a Inglaterra, el rey y yo hemos forjado un plan para que él pueda volver a casarse. Esto puede hacerse, lo que significaría un heredero para Inglaterra en el siguiente año si Su Majestad la reina conviene en volver a la vida que llevaba una vez y que tanto le agradaba… la vida del claustro.

—Disculpad, señor duque, si os digo que no comprendo lo que queréis decirme…

—Muy bien; entonces seré más explícito. Vos sois su confesor; habláis con ella en privado. Si podéis persuadirla para que se retire voluntariamente del mundo, regresando a Portugal y entrando en su convento, Su Majestad estará en libertad de casarse otra vez. Y si tenéis éxito —continuó Buckingham con presteza, pues el padre Scroope abría ya la boca para replicar—, Su Majestad el rey os hará dueño de la más grande fortuna que pudierais imaginar, con la que podríais vivir con gran pompa el resto de vuestros días. Y para empezar —Buckingham se levantó y fue a tomar una bolsa de cuero de encima de la repisa de la chimenea, alargándosela al fraile—: aquí encontraréis mil libras… y eso sólo es el comienzo —el padre Scroope la tomó, calculando el peso del dinero, pero políticamente rehusó abrirla delante de él—. Bueno, padre, ¿cuál es vuestra respuesta?

El sacerdote vacilaba, sumido en sus pensamientos e imposibilitado de coordinarlos.

—¿Y Su Majestad quiere que se realice este proyecto? —preguntó por último, dudando.

—Así es… ¡Vamos, padre! ¿Cómo podéis creer que me atrevería a proceder en un acto tan importante sin las instrucciones del rey?

—Ciertamente… no podría hacerlo Vuestra Gracia —el padre Scroope se puso de pie, dejando la copa sobre una mesa cercana—. Bien… haré valer mis influencias, todas mis influencias, señor duque —de pronto se puso serio y miró contrariado a éste—. Pero supongamos que fracase. Esas pequeñas mujeres son pertinaces a veces.

Buckingham sonrió.

—No podéis fracasar, padre. Estoy seguro de que no. Porque si es así no recibiréis más dinero… y además tendréis que devolver el que se os da. Por otra parte, aunque sea innecesario decirlo, si esta conversación se repitiera, sería muy deplorable para vos —el descarado brillo de sus ojos afirmaba mucho más que sus palabras.

—¡Oh, señor duque! ¡Jamás cometo una indiscreción! —protestó el fraile—. ¡Podéis confiar en mí!

—Muy bien. Entonces… podéis iros cuando gustéis. Y cuando tengáis alguna información, enviádmela por cualquier muchacho que encontréis en la calle. Escribid en el papel diciendo que mi nuevo traje de tela de plata ha sido terminado y firmadlo… Esperad… —el duque hizo una pausa, acariciándose el bigote. Por último sonrió—. Sí, firmadlo como Israel Lutero.

—¡Israel! ¡Lutero! ¡Caramba, Vuestra Gracia tiene unas ocurrencias!

—Vamos, so viejo villano —dijo el duque, palmeándole la espalda mientras lo acompañaba a la puerta—. No tratéis de engatusarme. Conozco muchas historias vuestras relacionadas con las mozas…

—¡Protesto, señor duque! ¡Todo es mentira! ¡Condenadas mentiras! ¡Quedaría arruinado si tales cuentos fueran dados como ciertos! ¡La reina no me retendría a su lado ni una hora!

—¡Muy bien! —dijo el duque, arrastrando las palabras—. Mantened la apariencia de vuestra virginidad, si lo preferís. Lo único que os ruego es que llevéis a cabo el cometido. Espero tener noticias vuestras dentro de una semana.

—Un día más, señor duque…

—Bueno, diez días, entonces.

Cerró la puerta detrás del fraile, corriendo el cerrojo.

Ámbar escuchaba silenciosamente al padre Scroope.

Al precio de quinientas libras le había vendido el secreto del complot del duque de Buckingham contra la reina. Porque, ya estuviese el rey metido en él o no, tenía intenciones de ser arrojado de la Corte… Por otra parte, si la reina entraba en un convento, él quedaría abandonado y sin protección en una Inglaterra hostil a los católicos. Era cierto que Carlos II había tratado repentinamente de proclamar la tolerancia religiosa, pero los parlamentarios odiaban tal política y el Parlamento podía forzarlo a la obediencia negándose a conceder dinero.

—¡Santo Dios! —exclamó Ámbar, horrorizada—. ¡Ese infame quiere causar la ruina de todos nosotros! ¿Habéis hablado con ella?

El padre Scroope apretó sus gruesos labios con presunción, cruzó las manos sobre el estómago y lentamente movió la cabeza.

—Ni una palabra, Señoría. Lo que se dice ni una palabra. Y hoy he estado a solas con Su Majestad en el confesonario.

—¡Y haréis mejor no diciéndole nada tampoco! ¡Bien sabéis lo que os pasaría si ella os abandonara!… ¡Oh, condenado bribón! ¡Cómo deseo que alguno le corte el gaznate!

—¿Se lo diréis a la reina?

—¿Decírselo a ella? Sí, creo que sí. ¡Es mejor enterarla; así ya estará prevenida contra cualquier otro complot!

En ese momento entró Nan, quien llamó con señas a su ama. Ámbar se dirigió a la salida.

—Venid conmigo —dijo al fraile—. No hay nadie, podéis iros tranquilo.

Juntos salieron de la habitación y se encaminaron a un estrecho y oscuro corredor. Las dos mujeres conocían bien el camino, pero el padre Scroope tenía que ir apoyándose en las paredes hasta que llegaron a la puerta. Allí Ámbar y el —padre esperaron, sin atreverse a salir, mientras Nan atisbaba. Un instante después les hizo señas para que la siguieran. Afuera se podía oír el suave murmullo del agua que bañaba la orilla, acariciando los juncos que allí crecían. Ámbar estaba disgustada por vivir en aquel lado del palacio, cerca del río; las habitaciones del piso bajo se inundaban cada vez que el Támesis se desbordaba.

Apenas el padre Scroope había traspuesto la puerta, se produjo un repentino ruido —tan cerca que parecía venir de encima de ellos— de lucha, respiraciones agitadas y exclamaciones de dos hombres que se echaban mutuas maldiciones en voz baja. Veloz como una liebre el padre dio un salto y se metió de nuevo en el pasadizo, a tiempo que Ámbar se quedaba fría donde estaba, cogida de la mano de Nan.

—¿Qué es eso?

—John ha debido sorprender a alguien esperando —murmuró Nan. Luego levantó un poco la voz para que John la oyera—. ¡John!…

John respondió en voz baja y cautelosa.

—Estoy aquí… Encontré a un muchacho oculto en las matas; está solo…

—Marchaos —susurró Ámbar al padre Scroope, quien se apresuró a desaparecer; podía oírse el ruido que hacían sus pisadas mientras corría por el lodo—. John —agregó ella, volviéndose al lacayo—, trae a ese hombre —y se apresuró a regresar a la pequeña habitación en la que estuviera conversando con el padre Scroope.

Una vez allí, Ámbar y su doncella se volvieron y vieron a John, quien traía cogido del cuello a un furioso hombrecito que todavía pataleaba aunque el robusto lacayo le daba de vez en cuando un fuerte golpe que lo mantenía quieto algunos instantes. Ambos estaban enlodados hasta las rodillas y salpicados de agua sucia. John llevó al muchacho hasta un rincón. Después de soltarse, principió a sacudirse sin mirar a ninguno de los presentes.

—¿Qué hacíais allí? —interrogó Ámbar:

El otro no respondió ni la miró siquiera.

Repitió ella la pregunta, concretándose el muchacho a echarle una furibunda mirada mientras se arreglaba la manga de su jubón.

—¡Insolente! ¡Ya sé cómo os haré hablar!

Hizo una seña a John, quien se encaminó en seguida a una mesa y, abriendo uno de los cajones, sacó un látigo de cuero trenzado con mango de madera.

—Por última vez, ¿queréis decirme qué hacíais allí?

El otro continuó silencioso. John levantó el látigo y lo descargó sobre los hombros y el torso del individuo; uno de los latigazos cayó sobre una de sus mejillas, la que comenzó a sangrar. Mientras Ámbar y Nan miraban impasibles cómo era castigado sin piedad, el muchacho se retorcía y saltaba como un condenado, tratando de eludir los golpes y de protegerse la cara y la cabeza con las manos. Por último, lanzó un lastimero aullido.

—¡Deteneos! ¡Por amor de Dios, deteneos!… Os lo diré todo.

John dejó de golpearlo y retrocedió unos pasos; gotas de sangre cayeron al suelo.

—¡Sois un necio! —estalló Ámbar—. ¿Qué os hizo retener lo que finalmente habríais de confesar?… Vamos, decidme, ¿qué hacíais allí fuera y quién os mandó?

—No me atrevo a decíroslo… ¡Por favor, señora, no me obliguéis a ello! —su voz se tornó plañidera—. ¡No lo hagáis, señora, por favor! ¡Mi amo me castigará si lo revelo!

—Tendré que hacerlo yo, si no confesáis —replicó Ámbar, echando una significativa mirada a John, quien continuaba alerta, esperando órdenes de su ama.

El hombre la miró lastimeramente y, lanzando un suspiro, dijo con voz apenas perceptible.

—Me mandó Su Gracia… el duque de Buckingham.

Era lo que Ámbar había esperado oír. Sabía bien que el duque la vigilaba estrechamente, pero era la primera vez que sorprendía a uno de sus espías, aunque había ya despedido a cuatro sirvientes por sospecharlos adictos a Su Gracia.

—¿Para qué?

El joven habló entonces rápidamente, con voz ronca, y sin levantar la vista del suelo.

—Tenía que vigilar al padre Scroope… observar adónde iba y comunicárselo al duque.

—¿Y dónde le diréis que ha estado esta noche? —lo miró con fijeza, con ojos duros y despiadados.

—Pues… ésta… le diré que no salió de sus habitaciones en toda la noche…

—¡Muy bien! Recordadlo. La próxima vez, mis hombres no os tratarán tan benignamente… Y, entended bien, no volváis a husmear por aquí, si no queréis perder las narices. Llévatelo, John.