Capítulo LV

Nell Gwynne vivía en el extremo opuesto de Maypole Lane, una estrecha callejuela que partía de Drury Lane, en un departamento de dos piezas que tenía la apariencia que precisamente ella quería… Todo allí se veía descuidado y desaseado; ningún objeto ocupaba su lugar. Las medias de seda colgaban del respaldo de las sillas; había una camisa sucia al lado de la cama; sobre la mesa se veían mondaduras de naranjas y había algunas en el suelo, al lado de vasos sucios y botellas de cerveza. La chimenea estaba llena de cenizas y aparentemente no se había barrido durante años. El polvo cubría los muebles, había telarañas en el suelo y los rincones. La muchacha de servicio no aparecía desde hacía mucho tiempo. Todo sugería allí abandono y despreocupación, un alegre desprecio por todo cuanto significara pulcritud.

En medio de la habitación danzaba Nell Gwynne.

Descalza, daba vueltas, saltaba, torcía su pequeño cuerpo y levantaba en alto sus faldas enajenada, absorta, feliz. Sobre una silla, sentado muellemente, Carlos Hart, el actor, la contemplaba con los ojos medio cerrados; más allá, sentado a horcajadas sobre otra silla estaba John Lacy, el otro actor del teatro de Su Majestad y también amante de Nell. Un muchacho de catorce o quince años, músico callejero a quien habían llamado, hacía sonar su usado violín.

En ese momento se oyó una fuerte llamada, y Nelly corrió a abrir.

Cuando por fin dejó de bailar, les hizo una cortesía tan profunda que pareció que tocaba las rodillas con la cabeza. Los dos jóvenes aplaudieron a rabiar. Nell los miró satisfecha y con los ojos resplandecientes de alegría. Todavía respiraba fatigosamente a causa del violento ejercicio realizado.

—¿Os gusta? ¿Creéis que bailo mejor que ella?

Levantó una mano.

—¿Mejor? ¡Vaya! Molly Davis, a tu lado, es tan pesada como una vaca.

Nell soltó la carcajada, pero su semblante cambió rápidamente. Tomó una naranja y procedió a pelarla. Mientras lo hacía, estiraba el labio inferior cómicamente.

—¡Y, sin embargo, no tengo ningún provecho! Nadie ha venido a verme estos días. ¡Señor! La platea ha estado vacía como la cabeza de un holandés desde que Su Majestad le regaló un anillo de diamantes. ¡Todos han corrido a ver a la última amante del rey! ¡Valientes pazguatos!

—¿Acaso crees que no vale la pena ir a curiosear? —observó Lacy, golpeando su pipa contra el borde de la mesa y pisando con la punta del pie las cenizas que caían—. El otro día, apenas conté una docena de panaderos en el paraíso.

Un lacayo con librea estaba de pie en el umbral.

—Mistress Knight os presenta sus respetos, señora, y dice si puede conversar con vos unos minutos. Espera abajo en su coche.

Nell miró por encima del hombro a sus dos admiradores, haciendo un gesto expresivo.

—Hablando de Roma… ahí abajo está uno. En el armario encontraréis vino blanco y brandy. Puede ser que también haya algo en la alacena. Regresaré en seguida.

Desapareció, pero a los pocos minutos volvió para ponerse un par de zapatos de tacón alto. Luego, recogiendo sus faldas, bajó la escalera y llegó a la calle. Un hermoso coche de cuatro caballos se había detenido allí y su puerta estaba abierta, sostenida por uno de los lacayos. Mary Knight estaba sentada en el interior, su hermoso rostro pintado hasta tener casi un blanco resplandeciente; estiró un enjoyado brazo para tomar a Nell por la mano.

—Entra, querida, entra… Quiero hablar contigo —su voz era cálida, afectuosa y dulce como una melodía. Toda su persona irradiaba un perfume enervante.

Nell subió obedientemente y se sentó. Inconsciente de su desaliño, miró a Mary con apasionada admiración.

—¡Señor! ¡Juro que cada vez que te veo estás más bonita, Mary!

—¡Bah, hija! Todo es cuestión de unos cuantos trapos y joyas para conseguir el milagro. A propósito, ¿qué hiciste del collar de perlas con que te obsequió lord Buckhurst?

Nell se encogió de hombros.

—Se lo devolví.

—¿Se lo devolviste? ¡Gran Dios! ¿Y por qué?

—¡Oh!… No lo sé. ¿Para qué podía servirme un collar de perlas? Mi madre lo hubiera empeñado para comprar brandy o para sacar de Newgate al marido de Rose. —Rose era hermana de Nell.

—Querida, déjame decirte una cosa. Nunca devuelvas nada. A menudo, cuando una mujer llega a los treinta, no tiene con qué vivir y entonces echa mano de los obsequios que le hicieron en su juventud.

Pero Nell tenía diecisiete y, como a ella le parecía, a mil años de los treinta.

—Jamás tendré hambre. Viviré de cualquier modo. ¿Para qué has venido a buscarme, Mary?

—Quiero que hagas una visita. ¿Estás vestida? ¿Estás peinada? —La luz de las antorchas era demasiado incierta para distinguir bien.

—Bastante bien, me parece. ¿A quién iremos a visitar?

—A un caballero llamado Carlos Estuardo —hizo una pausa porque Nell se quedó silenciosa, sin percatarse de lo que quería decirle—. ¡A Su Majestad, el rey Carlos II! —Las palabras salieron de su boca como las brillantes notas de una trompeta, y un escalofrío recorrió los brazos y la espalda de Nell.

—¡El rey! —murmuró—. ¡El rey quiere verme!

—Así es. Y me pidió a mí, como a antigua amiga que soy, que te hiciera la invitación.

Nell se había quedado sin movimiento, con la mirada fija.

—¡Sagrada Virgen Santísima! —murmuró otra vez. Y, de pronto, se arrojó en una tempestad de indecisión y temor—. ¡Pero yo no estoy vestida como para eso! ¡Ni peinada! ¡Ni siquiera llevo puestas las medias! ¡Oh, Mary! ¡No puedo ir!

Mary puso una mano sobre las suyas.

—Es claro que puedes, querida. Te prestaré mi capa. Y aquí tienes un peine.

—Pero… ¡Oh, Mary!… ¡No puedo, te digo que no puedo! —Balbucía buscando una excusa, y de pronto recordó a Hart y Lacy, que la esperaban en sus habitaciones. Quiso salir—. Tengo visitas, además… Yo…

Mary la tomó de un brazo y firmemente la hizo volver.

—¡El rey te está esperando! —Se inclinó y ordenó al lacayo—. ¡Vamos!

Era poco más de media hora de viaje hasta Whitehall, y Nell se la pasó alisando con el peine la espesa y undosa mata de cabellos rubios, con el corazón palpitándole sordamente, las palmas de las manos, húmedas y frías. Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar, aunque de rato en rato murmuraba:

—¡Jesús Santísimo!

Una vez llegadas a palacio, Nell se vio obligada a salir, con una capa de Mary sobre los hombros. En el preciso instante en que iba a echar a correr, Mary se quitó los aros de perlas y se los entregó a la joven.

—Ponte esto, querida. Te esperaré para llevarte de nuevo a casa.

Nell los tomó y se los puso automáticamente. Avanzó unos dos pasos y, por último, regresó y quiso entrar en el coche.

—¡No puedo ir, Mary! ¡Te digo que no puedo! ¡Es el rey!

—No tengas ningún temor, hija. Te está esperando.

Nell cerró los ojos, musitó una oración, cruzó el patio y entró por una puerta que Mary le señaló. Siguiendo siempre sus instrucciones, recorrió un angosto pasillo, bajó una escalera, siguió por otro pasadizo y, por último, fue a llamar a una puerta. Un lacayo salió a recibirla; le dio su nombre y fue admitida inmediatamente. Se encontró en una habitación espléndidamente amueblada y profusamente iluminada. Se veían retratos con marco de oro en las paredes, una gran chimenea tallada en mármol, sillas tapizadas en Francia. Unos instantes permaneció inmóvil, mirando en torno con aprensión y limpiándose nerviosamente las uñas.

Transcurridos dos o tres minutos, apareció William Chiffinch, rozagante y bien vestido, con bolsas bajo los ojos y una boca sensual, regoldando gentilmente, como si acabara de levantarse de una mesa servida opíparamente. Su aparición tranquilizó a la muchacha; el personaje era igual a cualquier otro hombre, así se tratara del mismísimo paje de la escalera de servicio.

Chiffinch levantó las cejas con indolencia mientras la contemplaba a su sabor.

—¿Mistress Gwynne?

—Sí —y Nell hizo una cortesía.

—Supongo que sabréis, señora, que no soy yo quien os hizo llamar.

—¡Señor! Espero que no, caballero —se apresuró a agregar para no herir sus sentimientos—: No es que yo me disgustase si hubiera sido así…

—Comprendo, señora. ¿Me permitís preguntaros si estáis preparada para una entrevista con Su Majestad?

Nell miró su vestido de lana azul. Vio que estaba manchado con vino y comida, desteñido en las axilas por las muchas semanas de uso. En la falda había, además, un pequeño desgarrón que dejaba ver parte de unas enaguas de lino rojo. No se preocupaba mucho por su vestimenta, así como no se preocupaba por su apariencia, dando por sentado que era bonita. Aunque se le pagaba un buen salario —sesenta libras al año— lo derrochaba tranquilamente divirtiendo a sus amigos, comprando brandy para su rolliza y saturada madre, y obsequios para Rose, arrojando monedas a los mendigos que se le acercaban en las calles.

—Así estaba vestida, caballero, cuando mistress Knight fue a buscarme. Yo no sabía… puedo volver y cambiarme… Tengo un vestido de raso azul, especial para estas ocasiones, y unas enaguas de tela de plata y…

—Ya no queda tiempo —dijo—. Pero aquí tenéis esto… arreglaos un poco.

Y levantando un frasco de una cercana consola, se lo alcanzó. Nell quitó el tapón y aspiró el perfume entornando los ojos. Luego volcó el frasco sobre su corpiño hasta que el líquido dibujó un círculo mojado; luego se frotó los senos y las manos, pasándose un poco por el cabello.

—¡Es bastante! —previno Chiffinch, quitándole el frasco. Echó una mirada a un reloj y agregó—: Ya es hora. Venid conmigo.

Salió de la habitación y Nell dudó unos instantes, tragando saliva y latiéndole el corazón con tal fuerza, que parecía que iba a ahogarse. Pero, con repentina decisión, recogió sus faldas y siguió al hombre. Atravesaron un oscuro pasillo. Chiffinch encendió una bujía, la puso en un candelabro y se lo entregó diciendo:

—Tomad, con esto os alumbraréis para subir la escalera. Arriba, en el rellano, encontraréis una puerta cerrada, pero sin llave. Abridla y entraréis en las habitaciones del rey, pero no hagáis ningún ruido hasta que Su Majestad se presente a buscaros. Puede estar ocupado, hablando con alguno de sus ministros o escribiendo.

Nell miró solemnemente al personaje, asintió con la cabeza y echó una ojeada en dirección a la invisible puerta. En su temblorosa mano, la bujía vacilaba, formando sombras ondulantes en las paredes. Miró de nuevo a Chiffinch, como si buscara un soporte moral, pero él seguía allí, indiferente, pensando que el rey no mandaría a buscar otra vez a tan ramplona criatura. Lentamente, Nell comenzó a subir la escalera, sosteniéndose la falda con la mano que le quedaba libre. Sus rodillas le temblaban y no esperaba llegar hasta el descansillo. Siguió subiendo y subiendo, con la sensación de que trepaba por una escalera sin fin, en una pesadilla atroz. Chiffinch se quedó dónde estaba hasta que la vio abrir la puerta. Hizo una pequeña pausa para apagar la bujía, dando lugar a que se recortara su oscuro perfil contra el fondo iluminado de la habitación. El cortesano se volvió encogiéndose de hombros, y rápidamente se encaminó a su comedor, donde tenía invitados para la cena.

Pero el buen Chiffinch estaba equivocado. Pocas noches después, la muchacha regresaba, esta vez con su traje de raso azul y sus enaguas de tela de plata. No obstante, todavía la rodeaba su peculiar aureola de indolencia, su alegría despreocupada, como si su espíritu fuera demasiado exuberante, demasiado boyante y retozón para preocuparse por minucias tales como vestir bien y lujosamente. Chiffinch la saludó con una sonrisa.

Nell no dejaba de preguntarse si era cierto que tal maravilla hubiera sucedido. Se sentía casi como si hubiera sido la primera amante del rey.

—¡Oh, Mary! —exclamó con agitación la primera noche, al volver al coche—. ¡Es maravilloso! ¡Caramba, me ha tratado… me ha tratado como si fuera una princesa! —Y estalló en sollozos y risas al unísono. «¡Estoy enamorada de él!», se decía. ¡Nell Gwynne, hija de las calles de Londres, gorrona común y mujer ligera, en amores con el rey de Inglaterra! ¡Oh, qué necia! Y, sin embargo, ¿quién podía evitarlo?

Algunos días más tarde, Carlos Estuardo le preguntó qué pensión quería; ella rió y le replicó que estaba dispuesta a servir a la corona por nada, pero él insistió en que fijara una cantidad. Pidió consejo a Chiffinch sobre el particular.

—Por esa sonrisita vuestra sois digna, querida, de quinientas libras al año.

Pero, cuando bajó la escalera, se mostraba desolada. Chiffinch le preguntó qué había ocurrido. Nell lo miró unos instantes, los labios temblorosos, y de pronto se echó a llorar.

—¡Oh!… ¡Se ha reído de mí! Me preguntó cuánto, yo le dije que quinientas libras y… ¡comenzó a reír! —Chiffinch la abrazó paternalmente y, mientras ella sollozaba, le acarició la cabellera, diciéndole que debía tener paciencia… Algún día tendría más de las quinientas libras que le había pedido.

Nell no se preocupaba por el dinero, pero le importaba mucho que no se la considerara digna de quinientas libras, cuando había pagado mucho más por el anillo regalado a Moll Davis.

Nell y Moll Davis se conocían muy bien; todos los actores se conocían unos a otros y conocían todos los pormenores del mundillo bohemio que colgaba de los flecos de la Corte. Nell Gwynne quería a todo el mundo y no se mostraba celosa con Moll a pesar de su rivalidad en el teatro —y ahora en otra esfera—, pero se sintió afectada cuando supo que Moll se burlaba porque Carlos Estuardo no quiso darle la pensión solicitada.

—Nell es una mujerzuela cualquiera —decía Moll—. No tardará mucho en despedirla.

Moll había hecho circular el rumor de que era hija legítima del conde de Berkshire, aunque su padre, en realidad, era herrero y ella misma lechera, antes de marchar a Londres para probar fortuna.

—¿Que soy una mujerzuela cualquiera? —exclamó Nell al saberlo—. Tal vez lo sea. No pretendo ser más. ¡Pero veremos si sé cómo divertir a Su Majestad o no!

Posteriormente, salió a hacer una visita a Moll con una caja de dulces bajo el brazo. Enfiló por una estrecha callejuela y torció después por otra, arrojando monedas a los mendigos y saludando afectuosamente a varias mujeres asomadas a sus ventanas. Se paró a conversar con una pequeña pescadora y le dio una guinea para que se comprara zapatos y un chal, dado que se aproximaba el invierno. La tarde, llena de sol, era fría y ligeramente ventosa. Caminó aprisa, arrebujada en su chal de lana y en su capuchón.

Moll habitaba un segundo piso de una casa enclavada no muy lejos del callejón Maypole, en habitaciones muy semejantes a las de Nell, aunque también se había encargado de propalar que pronto tendría una casa hermosa y lujosamente amueblada por el rey.

Nell llamó a la puerta y esbozó una amplia sonrisa cuando Moll acudió a abrir. Esta, al verla, se quedó estupefacta. Rápidamente echó una ojeada a su alrededor, tomando nota de un desusado lujo: colgaduras de terciopelo amarillo en las ventanas, sillas artísticamente talladas y un espejo con marco de plata que Moll retenía en la mano.

—¡Caramba, Moll! —exclamó Nell quitándose la capucha—. ¿Es que ni siquiera van a darme la bienvenida? ¡Oh!… ¡A lo mejor tienes compañía e interrumpo! —fingió estar sorprendida, como si se hubiera dado cuenta de que Moll llevaba sólo la camisa y unas arrugadas enaguas, el cabello suelto y desaliñado, los pies metidos en chinelas.

Moll la seguía mirando con aire desconfiado, preguntándose a qué habría venido. Su redondo y pequeño rostro parecía grave. Sabía que Nell debía de haberse enterado de las especies malévolas que ella había hecho circular. Levantó la barbilla y apretó los labios, con aire de suficiencia y descaro recién adquiridos.

—No —dijo—. Estoy sola. Si quieres saberlo, te diré que me estaba vistiendo para ir a ver a Su Majestad… a las diez.

—¡Cielos! —exclamó Nell, mirando al reloj—. ¡Entonces tienes que darte prisa! ¡Ya son cerca de las seis! —Divertida, pensaba que ella no necesitaba cuatro horas para vestirse… ¡ni aun cuando se tratara del mismo rey!— Bien, continúa entonces. Conversaremos mientras te arreglas. Vamos, Moll… te he traído algo. ¡Oh!, realmente no es mucho. Algunos dulces; Rose y yo los hicimos; con relleno de nueces, como a ti te gustan.

Moll, desarmada por tamaña gentileza, tomó la caja, terminando por sonreír.

—¡Oh, gracias, Nell! ¡Cuán amable has sido al recordar que me gustan los caramelos! —Abrió la caja, escogió el más grande y se lo llevó a la boca. Chupó sus dedos y ofreció la caja a Nell, quien declinó la invitación.

—No, Moll, gracias. Comí algunos mientras los preparaba.

—¡Oh, son deliciosos, Nell! ¡Tienen un gusto muy especial!… Ven, querida; quiero mostrarte algunas cosas. ¡Señor! ¡No hay hombre más generoso en Europa que Su Majestad! ¡Me llena de hermosos regalos! Mira este joyero. Todo de oro purísimo, y cada joya vale un dineral… Lo sé porque me lo dijo un joyero. Estos son zafiros legítimos; estos otros, diamantes, y brillantes los de esos aros. ¡Y mira ese abanico! ¿Has visto algo que se le parezca? ¡Imagínate: su hermana se lo envió desde París especialmente para mí! —Se llevó otros dos bombones a la boca y luego echó una ojeada al vestido de Nell. Estaba hecho de una tela mezcla de lana y lino, un material resistente y abrigado, pero nada hermoso ni elegante. Hizo un gesto—. Ahora comprendo por qué no quieres llevar tu collar de diamantes —cuando sales a la calle.

Nell sintió impulsos de llorar y de abofetearla, pero hizo un esfuerzo y consiguió sonreír. Dijo pausadamente:

—No tengo ningún collar de diamantes. Su Majestad no me ha regalado nada.

Moll enarcó las cejas con fingida sorpresa, y se sentó para terminar de acicalarse.

—¡Oh, querida! Pero no te desanimes… Probablemente te dará algo más tarde… si es que le gustas —tomó otro bombón y luego comenzó a pintarse las mejillas con polvo de España.

Nell se sentó, con las manos crispadas sobre una rodilla, luego sobre la otra. Moll luchó con su cabello durante casi una hora, pidiendo a Nell que pusiera un alfiler en un lado, o que se lo quitara de otro.

—¡Vaya! —exclamó por último—. ¡Una dama no puede hacerse sola el peinado! Necesito una doncella… Le hablaré esta noche.

Cuando el carruaje real llegó poco después de las nueve, Moll lanzó un grito de excitación, se metió los tres últimos caramelos en la boca, tomó su manguito, su abanico y sus guantes y salió de la habitación en un remolino de faldas de raso y perfume. Nell la siguió hasta el coche, le deseó buena suerte y le hizo un ademán de despedida. Pero, cuando el coche se alejó, se quedó parada, riendo hasta que las lágrimas inundaron sus ojos.

«¡Muy bien, señora Davis! ¡Veremos qué aires os dais la próxima vez que nos encontremos!»

Al día siguiente, Nell fue al teatro del duque de York con John Villiers —un pariente lejano de Buckingham, surgido de la extendida tribu de los Villiers— para ver si su rival se atrevía a presentarse en escena después de lo ocurrido la noche anterior. Villiers, que esperaba obtener sus favores después de la representación, pagó cuatro chelines por cada uno y tomaron asiento en uno de los balcones centrales, frente al escenario, desde donde Moll no dejaría de verlo si salía.

Al tomar asiento, Nell se dio cuenta de que había dos hombres en el balcón vecino y que los dos la miraban mientras se sentaba. Les echó una ojeada, sonriéndoles, y luego ahogó un grito de sorpresa, al tiempo que llevaba la mano a la garganta. Eran el rey y su hermano, aparentemente de incógnito; llevaban ropas ordinarias y no se les veían ni la estrella ni la insignia de la Jarretera. Eran ropas más sencillas que la del más humilde de sus cortesanos y, claro está, inferiores a las que usaban los elegantes currutacos que llenaban la platea, cerca del escenario.

Carlos Estuardo sonrió levemente a tiempo que bajaba la cabeza en señal de saludo; el duque de York la miró intensamente. Nell, a su vez, se esforzó por saludar y sonreír, pero deseando con vehemencia levantarse y salir corriendo. Lo habría hecho si no se le hubiera ocurrido que de ese modo llamaría la atención de todo el teatro. Por otra parte, ya Betterton, envuelto en la tradicional capa negra, había salido a escena a leer el prólogo.

Se quedó como estaba, pero incluso después que hubo terminado el prólogo y cayó de nuevo el telón, siguió en la misma postura, rígida y en tensión, sin atreverse siquiera a mover la cabeza, mirando apenas el escenario.

Por último, John Villiers la tocó con el codo y murmuró a su oído:

—¿Qué os ocurre, Nell? Tenéis todo el aspecto de la persona que ha sufrido un ataque.

—¡Chist! ¡Creo que lo he tenido!

Villiers la miró fastidiado, sin saber si hablaba en serio o en broma.

—¿Queréis que nos retiremos?

—No; de ningún modo.

No se atrevía a mirar, pero sus mejillas se arrebolaron cuando se dio cuenta de que el rey no apartaba los ojos de ella. Estaba tan cerca, que de haberse inclinado ligeramente habría podido tocarla. Y de pronto se volvió y lo miró a los ojos. Carlos Estuardo le hizo una mueca, mostrando sus brillantes dientes bajo el fino bigote negro, y Nell lanzó una pequeña risita de alivio. Entonces, no estaba enojado con ella. Parecía incluso estar de buen humor.

—¿Qué os ha traído aquí? —le preguntó el rey a media voz.

—¡Vaya!… Pues he venido a ver si es cierto que Moll Davis es mejor bailarina que yo.

—¿Creéis que hoy bailará? —Sus ojos chispearon ante su evidente cortedad y confusión—. Yo pensaría más bien que se encuentra en su casa con cólico.

A pesar de todos sus esfuerzos, Nell se puso como la grana y dejó caer los párpados, incapaz de mirarle de frente.

—Lo siento, Sire. Quise devolverle lo que… —De pronto lo miró seria y anhelante—. ¡Oh, os suplico que me perdonéis, Majestad! ¡Nunca volveré a hacer una cosa semejante!

Al oír esto, Carlos Estuardo rió con su risa tonante y profunda, atrayendo las miradas.

—Dadle vuestras disculpas a ella, no a mí. No espero tener un entretenimiento nocturno semejante en mucho tiempo. —Se acercó todavía más, puso la mano cerca de la boca y susurró confidencialmente—: A deciros verdad, señora, creo que mistress Davis está muy resentida con vos.

Con inusitada aspereza, Nell replicó:

—¡Debe de ser muy tonta, pues de lo contrario no se habría dejado sorprender con un cuento travieso como ése! ¡Debería haber sabido que era purgante después del primer mordisco!

En ese momento apareció Moll en escena. Salió haciendo figuras, girando sin cesar, una pequeña y graciosa figura de ajustados calzones y estrecha blusa de lino blanco. Un espontáneo clamor de gritos y aplausos se levantó en la platea. Carlos Estuardo miró a Nell, levantando una ceja significativamente. Después de todo, se había atrevido a venir. Luego volvió a concentrar su atención en la escena y no pasó mucho rato sin que la Davis se enterara de su presencia. Le sonrió con una amable expresión que quería significar que nada anormal le había ocurrido la noche precedente.

Pero, en ese preciso instante vio también que Nell estaba sentada a su lado, apoyada de codos en el barandal y mirándola sonriente. Durante unos segundos el rostro de Moll perdió la sonrisa, pero en seguida se suavizó, como si nada hubiera ocurrido. Con irreprimible ademán, Nell se llevó el pulgar a la nariz y sus dedos se movieron en un picaresco ademán, pero no tan rápidamente que Su Majestad no lo viera. Cuando Moll terminó su danza envió algunos besos al balcón del centro, desapareciendo en seguida para no regresar, pues no tomaba parte en la comedia de esa tarde.

De tanto en tanto, mientras tenía lugar la representación, el rey y Nell cambiaban impresiones sobre la obra, el trabajo de los actores, el vestuario, el escenario y los concurrentes. Villiers comenzó a ponerse inquieto; York miraba una y otra vez a la última amante de su real hermano pues le gustaban su cara bonita, su alegría, su espontánea risa feliz, que hacía desaparecer casi por completo sus azules ojos.

Por fin terminó la comedia. Cuando se levantaba para retirarse, Carlos Estuardo observó como por casualidad:

—Ahora que lo recuerdo, me parece que no hemos cenado todavía, ¿eh, James?

—No. No hemos comido nada todavía.

Nell dio a Villiers un imperioso golpecito en los riñones y, como él no se diera por aludido, lo secundó con un rápido pisotón. Esto lo volvió a la realidad y se apresuró a decir:

—Majestad, si no es demasiada impertinencia ¿puedo pedir a vos y a Su Alteza que os dignéis acompañarme a cenar?

Los dos hermanos aceptaron con presteza y salieron todos juntos del teatro. Alquilaron un coche y se dirigieron a la «Taberna de la Rosa y el Oso». Era ya oscurecido, aunque todavía no habían dado las seis y media; además, caía una menuda y pertinaz llovizna. El rey y su hermano no fueron reconocidos; llevaban bien encasquetados los sombreros y se cubrían hasta medio rostro con las capas. Nell, por su parte, llevaba un espeso velo. El mesonero los escoltó hasta una de las salitas privadas del primer piso. Al subir, armaron un bullicio tal, que no parecía sino que se hubiera tratado de tres divertidos jóvenes amigos que llevaran a cenar a una moza.

Sin embargo, Villiers no se sentía muy contento, fastidiado por la intrusión del rey. Los dos hermanos y Nell se divertían inmensamente. Ordenaron la mejor comida, pues la cocina de aquella taberna era muy mentada, bebieron champaña, y sorbieron ostras crudas hasta que el piso quedó cubierto de valvas, huesos y botellas vacías. Después de dos horas de alegre camaradería, el rey manifestó deseos de retirarse. Su esposa lo esperaba esa noche para asistir al recital de un eunuco italiano recién llegado que parecía tener la voz más dulce de la cristiandad.

Al oír esto, Villiers, presa de incontenible entusiasmo, se levantó, corrió a la puerta y pidió a gritos la cuenta. El mozo llegó cuando Carlos Estuardo ayudaba a Nell a ponerse la capa y, debido seguramente a que era el mayor de los tres presentó al rey la cuenta. El monarca, un poco bebido, la miró y lanzó un pequeño silbido. Luego buscó en sus bolsillos, encontrándolos vacíos.

—Vaya, no tengo ni un chelín. ¿Tienes tú, James?

El duque hizo la misma operación, sin encontrar nada. Nell estalló en carcajadas.

—¡Pardiez! —exclamó—. ¡Esta es la compañía más pobre que me ha llevado a cenar a una taberna!

Los dos hermanos miraron a Villiers, que trató de no demostrar su irritación, sacando hasta su último chelín para pagar la cuenta. Por fin se retiraron y tanto Carlos Estuardo como su hermano besaron a Nell al despedirse. Subieron a un coche y al partir bajaron los vidrios para saludarla con alegres ademanes. Ella les enviaba besos con la punta de los dedos.

Al día siguiente circuló por el palacio, los teatros, el Cambio, las tabernas y los mesones la noticia de la última hazaña del rey, divirtiendo grandemente a todos, menos a Moll Davis. Y ésta se enfurruñó más todavía cuando le llegó un ramillete de hediondos yerbajos que Nell hizo coger de algún lugar de Drury Lane.