Capítulo XVI

Al siguiente día le dieron un papel de dama de Corte, en el que, por lo menos, tenía que decir cuatro palabras. Algún tiempo después desempeñaba papeles de responsabilidad, entonaba canciones y danzaba en paños menores al final de las comedias. Sus dotes de actriz le permitían representar con facilidad las partes que se le asignaban y sus cualidades interpretativas eran tales que con la misma soltura hacía las veces de una dama principal o de moza de servicio. Cierto es que en estos últimos exageraba un poco al conferir cierto aire picante a los movimientos. Mas, a decir verdad, no era arte lo que exigía aquel público. Gustaba de los efectos crudos, brillantes e impresionantes, ya se tratase de una mujer, ya de la escenografía, ya de la obra misma.

Gustaba mucho de los melodramas con ruidos terroríficos y donde corría mucha sangre, tragedias como las de Beumont y Fletcher. Juzgaba a Ben Johnson el más grande dramaturgo de todos los tiempos, estimando que Shakespeare era demasiado realista y deficiente en su expresión poética. Exigía considerables aditamentos: muchas canciones y danzas, frecuentes cambios de decoración e indumentaria, batallas, muertos, fantasmas, profanaciones e indecencias, exhibiciones seminudistas. Eso era lo que exigía y lo que había que darle. En cada asesinato o suicidio se rociaba a los actores caídos con sangre de cordero que manaba de vejigas ocultas; los fantasmas se incorporaban y desaparecían en los muros; las escenas de torturas en el potro, la rueda y el fuego llenaban el teatro de rugidos y gritos de angustia. Pero durante el desarrollo de estos melodramas los petimetres de las plateas proseguían divirtiéndose con los actores, con las meretrices que los acompañaban y con las vendedoras de naranjas. También las damas de los palcos sonreían disimuladamente bajo el abanico a los galanteadores de abajo, arrojándoles miradas colmadas de fuego y de promesas.

La popularidad de Ámbar era considerable —dado que era nueva, decían las otras— y cada día, después de la representación, era buscada y solicitada por innúmeros galanes que la besaban, ataban sus ligas, la miraban vestirse y la invitaban a pasar la noche. Ella escuchaba, reía y coqueteaba con todos, pero se iba a su casa con Michael Godfrey.

Temía provocar sus celos, porque él conocía todos sus secretos y, si quería, podría arruinarla. Pero aun cuando hubiera sido libre, no habría escuchado ninguna proposición. Buscaba un hombre influyente y rico que pudiera brindarle cuanto ella había anhelado: vestidos, joyas, carruajes, doncellas y lacayos. Un hombre que pudiera dar todas estas cosas no se encontraba cada día, ni siquiera entre los galanes que visitaban los camarines y, si se lo encontraba… no estaba dispuesto a pasar por tonto. Ámbar se impacientaba, en su afán por mejorar su condición, pero estaba decidida a no acceder a cambio alguno que significara descender por el angosto pasillo de la prostitución. Los consejos de Penélope Hill gravitaban sobre su espíritu mucho más que cuando los oyera por primera vez. Acariciaba la idea de explotar la debilidad de los hombres en su provecho.

Transcurrió más o menos un mes y Ámbar no estaba con las demás en mejores términos de lo que estuviera en un principio. No desperdiciaban éstas oportunidad alguna para confundirla y desconcertarla, ya en el escenario, ya en la guardarropía; hicieron circular rumores de que Ámbar padecía de «mal francés» y que vivía incestuosamente con un hermano, Michael. Estaban tanto más disgustadas con ella cuanto que las trataba con ese su eterno aire condescendiente. Nada de lo que dijeron pudo descorazonar a los hombres, que conceptuaban todos esos rumores como celos de mujeres envidiosas.

—Bueno —díjole un día Beck Marshall—; puede ser que ellos os sigan por todas partes, pero no tengo noticia de que ninguno de ellos os haya ofrecido más de media corona.

Ámbar estaba acicalándose sentada frente a una de las mesas y con las piernas cruzadas.

—¿Y qué me decís, vos, Madame? ¿Quién es vuestro amigo? ¿Quizás el duque de York?

Beck se sonrió con afectación y complacencia.

—No se trata de Su Alteza, es cierto, pero el capitán Morgan es hombre importante.

—¿Y quién diablos es el capitán Morgan? ¿Ese pelele de cabello revuelto con quien os vi la otra noche en el «Chatelin»? —se levantó y fue a pedir a la Croggs que la ayudara a ponerse el vestido.

—El capitán Morgan, señora Doble entraña, es un oficial de la Guardia Montada de Su Majestad… y, además, un bizarro y galante caballero. Está tan enamorado de mí, que me ha ofrecido sacarme del teatro y ponerme casa. No tengo duda de que luego querrá casarse… si es que yo me decido a soportar la vida matrimonial —concluyó mirándose las uñas.

Ámbar se arregló el vestido, alisando las arrugas.

—Sería mejor que os decidáis a soportarla lo más pronto posible —dijo—; de lo contrario iréis a capitanear monos en el infierno. —«Capitanear monos en el infierno» era la expresión con que se designaba el destino de las viejas solteronas; Ámbar, taimadamente, atacaba a su antagonista por su flanco más débil, pues sabía que era dos o tres años mayor que ella—. Y decidme, ¿dónde guardáis esa maravilla? ¿Encerrado bajo llave y cerrojo?

—Estos dos últimos meses ha estado fuera de la capital… Su familia tiene una gran hacienda en Gales, y su padre ha muerto hace poco. Pero me ha escrito diciéndome que estará de vuelta esta semana, y que entonces…

—¡Oh, no dudo que enfermaré gravemente de celos a su sola vista!

En ese momento un galopín metió la cabeza por la puerta, gritando:

—¡La tercera llamada, señoras! ¡La tercera llamada! —Todas salieron en tropel; la tercera llamada anunciaba que subía el telón.

Ámbar no pensó más en el capitán Morgan y transcurrieron varios días. Pero una tarde, mientras ella se estaba desvistiendo después de la representación, rodeada por un grupo de osados adoradores, un hombre que apareció en la puerta atrajo su atención.

Tendría unos seis pies de estatura, hombros anchos y cuadrados y magníficas piernas. Fuerte y viril, con su uniforme rojo y azul, contrastaba poderosamente con los enclenques y afeminados pisaverdes que hablaban sin cesar de sus males y catarros y que llevaban siempre consigo sus pastillas de trementina. Su rostro era hermoso, pero de una hermosura varonil, de rasgos duros y acentuados; tenía el cabello castaño y ondulado y la piel bronceada. Ámbar lo miró con sorpresa admirativa preguntándose quién sería. El hombre le sonrió casi dulcemente, sonrisa que ella respondió con otra.

En ese momento Beck dejó oír un grito.

—¡Rex!

Y corrió a echarse en sus brazos, lo tomó luego de una mano y lo condujo al otro lado de la habitación. Se vistió apresuradamente y lo apremió a salir. Cuando salían, el capitán volvió la cabeza para mirarla una vez más.

—¡Bueno! —dijo Beck al día siguiente, al tomar asiento en la platea para asistir a un ensayo—. ¿Qué os parece? —sus ojos se habían entornado ligeramente y su acento era más desafiante que victorioso.

Ámbar sonrió con inocencia y se encogió de hombros.

—¡Oh! No dudo que se trata de un magnífico caballero. Conste que no me he preguntado por qué salisteis con él tan aprisa —sus ojos destellaban ahora maliciosamente—. ¿No acostumbráis presentar esa clase de jóvenes a vuestras amigas?

Beck Marshall se inflamó.

—¡Me doy cuenta de vuestras intenciones, señora! Pero permitidme deciros esto: ¡si llego a pillaros tendiéndole las redes, haré que lo lamentéis toda la vida! ¡Os haré picadillo, lo juro!

—¡Puaf! —hizo Ámbar, y se levantó para dejarla—. ¡Vuestras bravatas no me dan miedo!

Sin embargo, el capitán Morgan no apareció por el teatro en siete días. Cuando Ámbar la provocó por no atreverse a mostrar su garra, no solamente Beck, sino Anne, su hermana, montaron en cólera y la amenazaron con el castigo de Dios y con el suyo.

—¡Atreveos con el capitán Morgan! —exclamó dramáticamente Anne, la trágica de la compañía—. ¡Os arrepentiréis de haberlo hecho!

Pero a Ámbar no le hacían mella las amenazas y si lo veía en la platea coqueteaba con él abiertamente. Le habría agradado mucho poder quitarle este admirador a Beck, aun en el caso de que no hubiera sido tan apuesto como era.

Una tarde se dirigió al teatro más temprano que de costumbre. Un pillete corrió a su encuentro mirando con inquietud a su alrededor y puso en su mano un papel doblado y sellado. Curiosa, Ámbar rasgó la cubierta. «Para Madame St. Clare —leyó— (Madame era el tratamiento dispensado a todas las actrices). Debo confesaros que estoy desesperadamente prendado de vos, y digo esto porque cuanta mujer os conoce en el teatro, me ha dicho que no espere nada, que vos ya tenéis un compromiso, es decir, que hay otro hombre. A pesar de esa cruel afirmación me he atrevido a reservar una mesa en la “Taberna del Oso bajo la Colina”, en Ivy Bridge. Confío en que estaréis allí, mañana a las siete. Vuestro más humilde servidor, capitán Rex Morgan.» Había un post-scriptum: «¿Puedo suplicaros, Madame, que tengáis la bondad de no mencionar esta nota a nadie?» Ámbar esbozó una sonrisa ladina; quedó ensimismada por unos minutos, destruyó el papel y luego hizo su entrada en el teatro. No tenía la menor intención de hablar a Beck sobre la nota. No, a menos que tuviese la absoluta seguridad de que lo tenía atrapado. Pero no resistió la tentación de sonreír un tanto socarronamente al pasar junto a ella, lo que le fastidió más que si le hubiera dicho algo.

Al día siguiente tenía asueto; se lavó el cabello —pese al almanaque, que decía que el tiempo era astrológicamente desfavorable para ese menester—, se preguntó qué vestido llevaría y trató de urdir una excusa decente para Michael. Todavía no había tomado una determinación cuando paró un coche de alquiler y se hizo llevar al «Cambio Real»; con los brazos cargados de paquetes; la capa y la capucha mojadas por la lluvia y, al abrir la puerta, se encontró con que Michael hablaba con otro hombre.

Éste era mucho mayor que él. Al volverse para ver quién entraba, le bastó una sola ojeada para saber que se trataba del padre del joven. Durante largo tiempo éste había estado recibiendo cartas de su padre en las que le pedía explicaciones acerca de su expulsión de «Middle Temple», insistiendo, al par, en que regresara. El muchacho se las había leído todas. Reía y afirmaba que su padre era un perfecto mequetrefe; todas las misivas iban a parar al fuego y no se había dignado responder una sola siquiera. Ahora, empero, tenía todo el aspecto de un perro apaleado y miraba a su padre con un trasunto de desamparo y humildad.

—Ámbar —pudo articular—, el señor es mi padre. Sir, ¿puedo presentaros a la señora St. Clare?

Sir Michael Godfrey se concretó a estudiarla sin decir esta boca es mía. Hubo unos instantes de silencio. Ámbar cruzó la habitación, depositó sus paquetes sobre mía mesa y colocó su capa extendida sobre Una silla próxima al fuego. Concluido esto se enfrentó con los dos hombres, que la habían mirado hacer sin hablar; los hostiles ojos de Sir Michael le decían por las claras que reprobaba su escote, demasiado pronunciado, y la pintura del rostro.

—¿Es ésta la mujer que tenías oculta en el «Temple»?

Ámbar tuvo la impresión de que todo su aspecto era el de una vulgar ramera.

—Sí, señor.

Michael hijo no se comportaba ante el autor de sus días con la misma jactancia y desfachatez que dispensara a Mr. Gripenstraw. El muchacho jocundo y dicharachero que se divertía emborrachándose a diario y rompiendo los vidrios de los pacíficos moradores de Londres, había desaparecido. Quedaba en su lugar un jovenzuelo medroso y desazonado que pugnaba por huir de la dominante mirada de su progenitor.

Sir Michael se volvió a la muchacha.

—Señora, me temo que os veáis obligada a buscaros otro joven incauto rara vivir a sus expensas. Mi hijo regresa conmigo al campo y siento deciros que no obtendréis ni un centavo más de su equivocada generosidad.

Ámbar se limitó a mirarlo fríamente, ahogando su primer impulso de responderle con acritud. Recordó todo lo que Michael había hecho por ella y lo que podía hacer en su perjuicio, si quería. Con un ademán, Sir Michael señaló a su hijo la puerta. Éste dudó unos segundos, pero al final optó por irse. Volvióse desde la puerta para despedirse con un triste y mudo adiós que su acartonado padre cortó, cerrando de un golpe. Ámbar lo sentía por Michael; era evidente que su vida cambiaría por completo, haciéndose insoportablemente monótona y tediosa. Pero su compasión se desvaneció pronto, dando lugar al alivio y luego a su preocupación por lo que traería la noche…

«¡Mis estrellas son de suerte! —pensó con alborozo—. Precisamente cuando ya no lo necesitaba, ¡se va!»

Ámbar se retrasó un poco, pero cuando subía la escalera en dirección al saloncito privado, el capitán Morgan abrió la puerta y la saludó con vivísimo entusiasmo.

—¡Por fin habéis llegado! ¡Oh, cuán amable habéis sido al acceder a mi súplica! —Su voz denunciaba su alegría, mientras la devoraba con la mirada; tomó su manguito y su capa, los puso sobre una silla y luego le tomó una mano.

—¡Qué hermosa estáis! ¡Por Cristo, sois la más divina criatura que haya visto en mi vida!

Ámbar rió alegremente.

—¡Vaya, capitán Morgan! Beck Marshall me dijo que sois muy galante y que a ella le habéis dicho muchas cosas hermosas.

La verdad es que ella experimentaba una suerte de voluptuosidad al verse admirada; por todo su cuerpo corrió un agradable calorcillo de placer. Hacía mucho tiempo que no había visto un hombre así atontado por su belleza, desde que saliera de Marygreen. Y sentíase feliz de que supiera apreciar el vestido que llevaba, pues precisamente se había puesto el mejor y más bonito. Los pisaverdes de su círculo se preocupaban demasiado en sus propios «adornos» y petite-oie, apenas sabían las ropas que llevaba una mujer. Usaba aquella noche un vestido de terciopelo verde brillante abierto en el frente sobre tinas enaguas de raso negro con estampados de oro; en cada sien lucía lazos de raso negro atados primorosamente.

El capitán Morgan hizo crujir sus dedos.

—¡Al diablo Beck Marshall! No tengo nada que ver con ella, os lo aseguro.

—Eso es lo que todo hombre dice de su antigua prenda cuando ya ha puesto los ojos en otra.

Rex Morgan no pudo menos de reírse.

—Por lo que veo, no sólo sois hermosa sino también juiciosa, lo que os convierte en la mujer perfecta.

En ese momento alguien llamó con suavidad. Morgan ordenó que pasaran y el mesonero y tres mozos, cargados con viandas cubiertas, vajilla, copas, servilletas y botellas entraron marcialmente, depositando todo encima de la mesa. Destaparon las viandas para que el capitán Morgan diera su aprobación a los suculentos manjares preparados, salieron haciendo inclinaciones y se alejaron al mismo paso marcial. Ámbar y Rex se sentaron a comer.

Había una fuente humeante de cangrejos en salsa, una bien sazonada pierna de cordero rellena de ostras y cebolla picada, pastel de pollo abrillantado con una pasta dorada y escamosa, y budín de crema con castañas machacadas. Se sentaron lado a lado, de frente al fuego de la chimenea que crepitaba alegremente. Mientras comían conversaban con animación, gozando de la buena comida y del simple placer de contemplarse.

El capitán Morgan le dijo que tenía los ojos más fascinadores del mundo, el pelo más sedoso y brillante que jamás viera, el torso más escultural y las pantorrillas más bonitas. Su voz, al decir esto, tenía un tono de auténtica sinceridad que justificaba las lisonjas, de modo que Ámbar no dijo nada. La seguía admirando con franca adoración y deseo. «Caramba, está verdaderamente enamorado de mí», pensó deleitada, y ya componía una imagen de él, conduciéndolo hasta la guardarropía del teatro por medio de una cadena, como a un mono amaestrado.

—¿Es cierto —preguntó él, cortando el sabroso budín de castañas— que os protege un estudiante del «Middle Temple»?

—¡Señor Todopoderoso! ¿Quién os dijo eso?

—Todos aquellos a quienes he interrogado. ¿Es cierto?

—¡Claro que no lo es! ¡Oh, Dios, una mujer puede ser zarandeada aquí en Londres, incluso antes de que haya perdido su doncellez! Admito que cierta vez y por algún tiempo compartí un departamento con un caballero…, pero se trataba de un primo que partió luego a Yorkshire. ¡Cielos, qué diría mi padre si oyera todas las obscenidades que se dicen aquí… y sobre nada! —su mirada reflejaba una franca indignación.

—Afortunado él, que sólo era su primo. Porque estaba dispuesto a desafiarlo para quitarlo de en medio. Me alegro que se haya ido. Decidme, ¿quién sois? ¿De dónde venís? Todos me han contado una historia diferente.

—Soy Mrs. St. Clare y vengo de Essex. ¿Qué más querríais saber?

—¿Qué estáis haciendo en el teatro? Me parece que no pertenecéis a la categoría de gentes de teatro.

—¡Ah, sí! Pues se me había dicho algo distinto.

—¡Oh! No fue eso lo que quise decir. Quise dar a entender que parecéis una persona de rango.

—¡Oh…! Para decir verdad —le echó una mirada de soslayo, entrecerrando los párpados; él se sirvió más champaña— lo soy.

Tomó el vaso que él le alcanzaba, se recostó en la silla e inició la narración de la historia que hilvanó casi desde que había llegado a Londres, aderezándola cada vez que se le ocurría otra idea nueva.

—Mi familia es de viejo cuño y posee una hacienda en Essex…, pero lo vendimos todo por ayudar a Su Majestad. Entonces sucedió que un conde feo y viejísimo quiso casarse conmigo y mi padre accedió con el propósito de rehacer sus bienes. Yo no me habría casado con el viejo sátiro ni aunque me lo hubieran pedido los ángeles, pero mi padre insistió en que debía hacerlo y para que no lo desobedeciera me encerró en la casa. Logré escapar y me vine a Londres… Por supuesto, cambió mi nombre al llegar aquí. No soy realmente la señora St. Clare —le sonrió por encima de su copa, contenta al ver que aparentemente le había creído.

El capitán Morgan se puso de pie y arrimó las sillas al fuego, siempre juntas. Ámbar levantó los pies, apoyándolos en la chimenea; sus faldas, al subirse hasta las rodillas, exhibieron las pantorrillas, cubiertas con medias de seda negra, y las coquetonas ligas que las sujetaban. Rex Morgan se inclinó para tomar su mano entre las suyas. Se quedaron así algunos minutos, silenciosos y quietos, pero la tensión aumentaba entre los dos.

«¿Qué debo hacer? —pensaba ella—. Si accedo, me tomará por una cualquiera… y si no lo hago, a lo mejor no lo veo más.»

Volvió su cara hacia él y encontró sus ojos, graves, apasionados, fulgurantes. Rex rodeó su cintura y la atrajo hacia él suavemente. Ámbar quedó sentada sobre sus rodillas. Dudó sólo unos segundos, luego inclinó la cabeza y sintió sobre sus labios la presión de su boca húmeda, ávida, ardiente, y pudo sentir el fuerte latido de su corazón apretado contra, el suyo. Sintió que su sangre se abrasaba, poseída también de una sensación voluptuosa, anticipo de una rendición sin resistencia y sin deseos de detener la sumersión en el mar del placer.

Vio que el hombre se arrodillaba ante ella. De un salto se apartó de él, cruzando la habitación hasta detenerse delante de las oscuras ventanas, con la cabeza entre las manos. Casi simultáneamente, Rex estuvo detrás de ella. Sus manos se posaron sobre sus hombros, presionando para que se inclinara y poder ceñirla con sus brazos. Su voz era un susurro suplicante. Sus labios rozaron su cuello. Un estremecimiento corrió por la espalda de Ámbar.

—Por favor, querida…, no os enojéis. Os amo, lo juro. ¡Os deseo ardientemente y debo haceros mía! —sus dedos se crisparon sobre sus hombros, su voz se transformó en un ronco murmullo de excitación—. ¡Por favor, Ámbar, por favor…! No os haré ningún daño… no permitiré que os pase nada… ¡Venid! —y una vez más presionó para obligarla a volverse.

Ámbar se libró de su brazo. Sus ojos denotaban una fiereza selvática y toda su faz estaba arrebolada.

—¡Os habéis formado una opinión errónea de mí, capitán Morgan! ¡Estoy en el teatro, pero no soy una perdida! ¡Mi pobre y anciano padre se moriría de pena si su hija llevara una vida vergonzosa! Ahora dejadme ir —pasó cerca de él y fue a tomar su capa; él la asió por un brazo, con los ojos duros y el gesto airado; ella le advirtió altivamente—. ¡Tened cuidado, Sir! ¡No soy una de esas que se dejan forzar!

Dio un brusco tirón y logró desasirse. Tomó su capa y su manguito y corrió hacia la puerta.

—¡Buenas noches, capitán Morgan! Si me hubierais dicho para qué deseabais que viniera, os habría ahorrado los gastos de la cena —lo miró con altanería; la helada expresión de aquel rostro la alarmó.

«¡Ahora! —se dijo—. Si no me quiere realmente la he embarrado.»

Lo atisbo con el rabillo del ojo. Por su parte, él la contemplaba enarcando las cejas y con la boca ligeramente torcida. Pero, en cuanto ella levantó el picaporte, cruzó a grandes pasos la habitación y la tomó de una mano, deteniéndola.

—No os vayáis, Mrs. St. Clare. Siento mucho haberos ofendido. Había oído decir… Pero, no importa. Sois una mujer condenadamente atractiva e insinuante… Un hombre tendría que ser un marica para no gustar de vos… y, a decir verdad, yo no lo soy —hizo un amplio gesto—. Vamos, permitid que os acompañe hasta vuestra casa.

Después de esto lo vio varias veces, pero no en el teatro. Aún no estaba segura de él y no quería dar lugar a las mofas de Beck. La Marshall, mientras tanto, continuaba amenazándola y alardeando por las atenciones de que él la hacía objeto. Mostraba a Ámbar los regalos que le hacía y le daba cuenta hasta del último detalle de sus entrevistas. Ámbar también recibió regalos; un exquisito par de medias procedentes de Francia, ligas con incrustaciones de pequeños diamantes y un manguito con anchas listas de brocado de oro y orlado con piel de zorro negro. Tuvo buen cuidado de mantener la más estricta reserva acerca de la procedencia de tales obsequios.

Ámbar empleaba todas las triquiñuelas que conocía —y entonces no eran pocas— para fomentar su deseo por ella. Cada vez que él creía haber logrado la felicidad que anhelaba, ella lo rechazaba, insistiendo siempre en que era una mujer honesta. Algunas veces el capitán se encolerizaba y le decía que era una coqueta pelleja, jurando que no lo volvería a ver. Otras, apremiaba y rogaba humildemente, con real desesperación, para finalmente tener que irse derrotado. Pero cada vez volvía más presuroso.

Y una noche, con la faz descompuesta, los cabellos desgreñados y corbatín revuelto, se dejó caer vencido en una silla preguntando:

—¿Qué diablos queréis entonces? Ya no puedo seguir así. ¡Estoy perdiendo mis agallas de tanto suplicaros!

Ámbar sintió que se quitaba una pesada carga. ¡Por fin! Un momento antes había estado a punto Je sucumbir, sintiéndose cansada y desanimada. Habíase sentido tentada de dejar de ser una mujer virtuosa. Estalló en carcajadas, se levantó y fue a componerse el peinado ante el espejo.

—Eso no es lo que dice Beck. Me dijo hoy, precisamente, que anoche fuisteis a verla, tan abrasado de pasión, que fue difícil calmaros.

El capitán Morgan se puso mohíno, como un niño sorprendido en falta.

—Beck parlotea demasiado. ¡Por favor, respondedme! ¿Por qué me rechazáis siempre? ¿Qué es lo que queréis? ¿Matrimonio? —Ámbar sabía que él había temido hacer esa pregunta; sabía que él esquivaba el matrimonio, como todos los jóvenes de su tiempo, y, aunque creía o aparentaba creer en su aristocrática procedencia, no deseaba casarse con una actriz.

—¡Matrimonio! —repitió ella, burlona, mirándolo por el espejo—. ¡Eso no es suficiente para satisfacer los caprichos de una! ¿Qué mujer con sus cinco sentidos quiere casarse?

—Me parece que cualquier mujer desea siempre eso.

—¡Bien, pero, ya no lo desearán cuando se casen! —se volvió y lo contempló con descaro, las manos en las caderas.

—¡Pardiez! ¿Acaso estáis vos casada?

—¡No, claro que no! Pero no soy ciega. He visto una o dos cosas. ¿Qué son las mujeres casadas, vamos a ver? Los hombres las tratan peor que a perros. Piensan que no sirven para otra cosa que para amamantar a sus rapaces… Las lucen como objetos de lujo y placer cuando son bonitas, pero cuando no, las anula cualquier concubina. Una esposa tiene un niño todos los años, mientras la amante obtiene todo el dinero y todas las atenciones. ¿Ser esposa? ¡Puf! ¡No yo! ¡Ni por mil libras!

—Bien —dijo él; estaba a la vista que se sentía muy aliviado—. Habláis como una mujer de extraordinario buen sentido, Pero, de cualquier modo, no parecéis tampoco muy ansiosa de convertiros en una amante. Seguramente no esperaréis ser un objeto decorativo toda vuestra vida, ¿eh? No creo que pueda pensar así una mujer como vos.

—Muy bien… Me parece que se está aclarando la situación. ¿Y cuál es vuestra idea acerca de ese franco ofrecimiento, vamos a ver?

Ámbar se apoyó de codos contra la repisa de la chimenea, manteniendo todo su peso sobre un pie. El otro lo tenía doblado y mostraba la rodilla; empezó a enumerar con los dedos.

—Quiero una pensión de doscientas libras anuales, un departamento completamente amueblado, una doncella, un coche de cuatro caballos… y, por supuesto, un cochero y un lacayo. Además, libertad de acción —no entraba en sus intenciones retirarse de las tablas; allí lo había encontrado y podría encontrar más tarde otro hombre más acaudalado y prestigioso. Era tan previsora como podía serlo una mujer joven, hermosa y capaz; su ambición quedaba momentáneamente satisfecha.

—¡Caramba! Os habéis puesto un precio elevado.

—¿Creéis? —sonrió una vez más, encogiéndose ligeramente de hombros—. Bueno… un elevado precio, ¿sabéis?, sirve para apartar las malas compañías.

—Si yo os tomo a ese precio, espero apartaros de toda compañía menos de mí mismo.

Ámbar tardó algunos días en encontrar el departamento que buscaba y como aquello le agradaba, todos los días salía del teatro y recorría la ciudad en un coche de alquiler. Por último encontró uno de tres habitaciones en el tercer piso de una casa situada en el punto de convergencia del Drury Lane y el elegante Strand. El alquiler era bastante caro —cuarenta libras al año—, pero el capitán lo pagó por adelantado.

Todo era allí de última moda y reflejaba las alegres tendencias de la época. La sala estaba tapizada con damasco verde esmeralda. Había mesas francesas y sillas de nogal, algunas de ellas tapizadas. Todo era muy distinto a los pesados y sombríos cuartos de encina de las posadas. Un gran sofá de nogal atraía la atención por sus almohadones, forrados de terciopelo verde bordado en oro. Grandes espejos con marcos de la misma tela hacían juego con ellos. Ámbar decidió inmediatamente que haría pintar su retrato y lo colgaría de la pared, encima de la chimenea. Esto lo había visto en las casas de otras actrices, a las que algún Lord o caballero otorgaba su protección.

Las paredes del comedor estaban empapeladas con rollos estampados de la China; pajarillos de brillantes colores y mariposas volaban entre peonías y crisantemos. Las butacas y los taburetes tenían gruesos almohadones. Las colgaduras del dormitorio de damasco, con adornos en verde y oro. Allí se veía, además, un biombo de cinco hojas, dos de ellas de color rojo y tres verdes; las sillas y taburetes tenían almohadones rayados en los mismos colores.

—¡Oh! —exclamó Ámbar cuando el capitán Morgan estuvo a ver el departamento y le dijo que podía quedarse con él—. ¡Gracias, Rex! ¡No esperaré más para trasladarme!

—Ni yo tampoco —dijo él; ella hizo un gesto de picardía y sonrió.

—¡Vamos, Rex…! ¡Recuerda lo que me has prometido! Me ofreciste esperar.

—Y, cumpliré mi promesa. Pero, por amor de Dios…, no por mucho tiempo.

Ámbar insistió en que le diera toda la pensión por adelantado. Cuando la tuvo en su poder fue en busca de Shadrac Newbold —cuyo nombre y dirección le había dado Bruce— y depositó el dinero en su casa, al seis por ciento de interés. En Cow Lane encontraron un coche de segunda mano; aunque pequeño, había sido pintado recientemente y estaba en buenas condiciones. Era de color negro brillante con ruedas de rayos rojos, riendas y arneses del mismo color, cuatro caballos negros y blancos. El cochero y el lacayo fueron llamados, respectivamente, Tempest y Jeremiah. Ámbar dispuso que llevaran libreas rojas ajustadas con galones de plata.

Contrató los servicios de una doncella por intermedio de la Croggs, quien la recomendó con la absoluta convicción de que la muchacha era honrada y de buena familia; afirmó que sabría cumplir sus obligaciones, no se dormiría hasta tarde, no murmuraría en la vecindad ni andaría con las ropas sucias. La muchacha en cuestión era más bien fea; sus dientes tenían entre sí grandes espacios y su cara estaba sembrada de pecas. Su nombre, Prudence, no gradó a Ámbar, le evocó a Casta Mills, aquella que se había confabulado con el par de ladrones que le robaron su dinero. Pero la pobre muchacha se mostró tan ansiosa por agradar y miraba de modo tan lastimero ante la idea de no ser tomada, que Ámbar terminó por aceptarla.

La noche que estrenaron el nuevo departamento, ella y Rex se regalaron con una magnífica cena que les trajeron de una taberna cercana, y la rociaron con una botella de champaña. Pero apenas si tomar ron un vaso, pues él se levantó impetuosamente la llevó al dormitorio. Su pasión era tierna y considerada. Ámbar pensaba que aquello era mucho más que la noche de boda que su desdichada experiencia le había hecho tener con Luke Channell. Por primera vez en un año y medio se sintió total y completamente satisfecha. Rex tenía la misma combinación de experiencia, energía, controlada violencia e instintiva comprensión de Bruce Carlton.

Se decía que había un mundo de diferencia entre ser la querida y la esposa de un hombre. Y en lo que a ella concernía, esa diferencia la favorecía positivamente.

Al día siguiente por la tarde, Ámbar encontró el vestuario de las actrices zumbando como un enjambre de coléricas avispas, y Beck Marshall estaba en el límite de su indignación y protestaba como una cotorra. La joven se percató que de algún modo se habrían enterado de sus amoríos con Rex. Y aunque todas se volvieron al instante para hacerla blanco de sus ponzoñosas miradas, ella entró tranquilamente y se quitó los guantes con una inmensa demostración de desprecio. La Croggs se le acercó con su andar de marino borracho. Un gesto de satisfacción surcaba su feo y arrugado pellejo.

—¡Dios me condene, Madame St. Clare! —exclamó, y su ronca y profunda voz llenó la habitación, dominando los demás ruidos—. ¡Pero me agradó extremadamente enterarme de vuestra buena suerte! —se inclinó hacia Ámbar, apestando a brandy y a pescado podrido, y le dio una suave palmada en las nalgas—. Cuando el otro día me preguntasteis dónde podríais encontrar una doncella me dije: «¡Ajá, Mrs. St. Clare se está arreglando con alguno, te lo garantizo!» Pero juro que nunca me imaginé que se tratara del capitán Morgan. —Miró de soslayo, al mismo tiempo que la tocaba ligeramente con el codo. Luego señaló con el pulgar el grupo de actrices apiñadas al otro lado de la habitación.

La Croggs había tomado su capa, el abanico y el manguito. Después la ayudó a quitarse el vestido.

—Ni creo tampoco que nadie se lo haya imaginado —murmuró Ámbar, mirando significativamente en la misma dirección. Procedió a quitarse las enaguas.

—¡Bueno! ¡Hubierais visto la cara que puso la señora Moquitos cuando se enteró de la noticia! —Rió de buena gana, mostrando los negros agujeros que una vez ocuparon sus dientes. A la risa unía los palmoteos alborozados—. ¡Dios me condene! ¡Pero parecía que la hubieran destripado!

Ámbar se quitó las peinetas y deshizo sus rizos; su cabello desbordó como una catarata sobre los hombros. Al volverse en forma casual, se encontró con los ojos de Beck, que la había estado observando. Por unos instantes se midieron retadoramente: Ámbar, ufana e imperiosa; Beck, hirviendo de cólera. Fue ésta quien cedió finalmente; al alejarse, hizo un ademán de amenaza. Ámbar rió a carcajadas. Después tomó en sus manos la peluca negra que necesitaba para representar su papel de Cleopatra en la tragedia de Shakespeare, y la colocó sobre su sedosa cabellera.

Tenía plena conciencia de estar muy mal preparada para representar a la reina egipcia —hubiese correspondido mejor a Anne Marshall—, pero la idea había sido de Tom Killigrew. Con su peluca, sus ojos estirados con un trazo de lápiz negro, un corpiño sin mangas cubriendo sus senos y una estrecha falda de seda escarlata abierta hasta las rodillas en la parte delantera, había logrado atraer grandes cantidades de público durante casi dos semanas. La mayoría de las producciones apenas si duraban tres o cuatro días, en el cartel, dado que sólo una ínfima parte de la población de Londres asistía al teatro. Entonces, algunos jóvenes habían vuelto tres y cuatro veces solamente por ver esta Cleopatra. Estaban acostumbrados a que se expusieran al público los pechos de una mujer, pero no sus caderas, nalgas y piernas. Cada vez que ella salía a escena se alzaban exclamaciones apagadas, murmullos y los más descarados comentarios. En cambio, los palcos estaban ostensiblemente vacíos; las damas afirmaban que no tolerarían exhibiciones impúdicas y licenciosas.

Ámbar esperaba que ocurriera algo, y estaba preparada. No obstante, aun cuando la atmósfera era tensa, todo se desarrollaba con la misma rutina de siempre. Así llegó la escena final del último acto. Ella estaba entre bastidores esperando su apunte para entrar. Las dos hermanas Marshall vinieron a su lado, Beck a la derecha y Anne un poco atrás, a la izquierda. Ámbar echó una mirada de indiferencia a Beck, sin descuidar lo que sucedía en el escenario, donde los hombres —sus cabezas, tocadas con grandes plumas, daban a entender al auditorio que se estaba desarrollando una tragedia— decidían el destino de Cleopatra.

—Bien, Madame —dijo de pronto Beck—. Permitidme que os ofrezca mis congratulaciones. Habéis progresado enormemente, según me dicen, hasta el punto de ser mantenida por un solo hombre.

Ámbar la miró entre irritada y burlona. Por último dijo, con aire de fastidio:

—¡Oh, Señor, cómo está esta mujer! Escuchad, señora, haríais bien en consultar a vuestro médico; en estos últimos días os habéis puesto completamente verde.

No bien acabó de pronunciar estas palabras sintió que un alfiler se le clavaba en las asentaderas. Se volvía ya colérica, cuando sintió que Mohun le señalaba su entrada en escena. Con Beck a un lado y Mary Knepp al otro, Ámbar avanzó, declamando con su clara voz:

Mi desolación me hace desear una mejor vida. Demasiado mezquina es ésta para ser de un César.

A causa de la conmoción existente en el público, la última escena prosiguió llanamente: todo el diálogo de Cleopatra con César, su decisión de quitarse la vida y el suicidio de Iras. La falsa Cleopatra levantó el áspid de papier-maché y se dirigió a él en tono altamente dramático:

Con tus aguzados dientes este intrincado nudo

De vida corta pronto, pobre y venenoso necio…

—Mientras Beck, fiel servidora que no podía soportar la muerte de su ama, se desesperaba por el escenario, Ámbar introdujo el áspid bajo su corpiño. Oyó que un pisaverde decía:

—He visto esto mismo seis veces. Esa víbora debía estar destetada hasta ahora.

Ámbar entrechocó los dientes y cerró los ojos en un repentino espasmo de dolor. Pero no tomaba su papel muy en serio y más bien tenía deseos de reírse.

Después de quedar por unos momentos completamente inmóvil, empezó a girar lentamente sobre sí. Comenzaba su agonía. Ya casi se había vuelto, cuando estalló un coro de carcajadas. Otras carcajadas y exclamaciones hicieron coro a las primeras y se propagaron por todo el teatro, repetidas por cientos de gargantas. Las risas parecían venir de todos los lados, de arriba, de las galerías, de los balcones, de las plateas, incluso de las paredes, presionando casi como una fuerza física.

Instintivamente se dio cuenta que las provocaba ella. Rápidamente se enfrentó con el público al mismo tiempo que se llevaba las manos a la parte de atrás. Esperaba encontrarla rasgada, pero en su lugar tocó un pedazo de cartón que quitó, arrojándolo furiosamente fuera del escenario. Abajo, adelante, arriba, en las galerías y en los otros balcones, vio caras borrosas y una serie interminable de bocas abiertas. En ese mismo instante los aprendices empezaron a marcar con sus garrotes y con los pies el compás de una canción popular, adaptándola a la letra del cartón que había desprendido de su falda.

Vendo mi bullarengue

Por un medio merengue.

¡Media corona puedes dar

Si conmigo quieres andar!

Las medias coronas comenzaron a llover sobre el escenario procedentes de todos lados. Ámbar sintió que algunas caían sobre ella. Los hombres se habían subido encima de los bancos y gritaban a voz en cuello; las mujeres habían dejado caer sus velos, pero se retorcían de risa. Desde el techo hasta los sótanos, el teatro se había convertido en un verdadero pandemónium. Sin embargo, no habían pasado ni cuarenta segundos desde la infortunada vuelta de Ámbar.

—¡Grandísima perra! —silbó Ámbar con los dientes apretados—. ¡Te voy a romper la cabeza por esto!

Con una risa convulsa que más que de regocijo era de espanto, Beck desapareció del escenario y empezó a correr en el preciso instante en que caía el telón con violencia; Ámbar corrió detrás y con mayor velocidad, gritando:

—¡Ven aquí, maldita cobarde!

Anne, que esperaba entre bastidores, le hizo una zancadilla que Ámbar evitó a tiempo. Dio media vuelta y le propinó un golpe con el puño que la envió rodando por el piso. Y luego prosiguió su persecución. A toda carrera, al llegar a la guardarropía, Beck se volvió para mirar, lanzando un grito de terror al verla casi encima; trató de cerrar la puerta con violencia, pero antes de que lo hubiera logrado, Ámbar se interpuso, cayendo con fuerza sobre ella. Entró como un bólido, pero sin perder del todo el dominio de sí misma. Cerró la puerta, corrió el pestillo y comenzó la batalla con Beck.

Arañando y mordiendo, chillando y pateando y golpeándose con los puños, fueron de un lado para otro de la habitación dando tumbos. Sus ropas de teatro se rasgaron en un santiamén, haciéndose pedazos; cayeron sus pelucas y el negro de los ojos les tiznó toda la cara, y las mejillas, brazos y pechos se llenaron de cardenales. Se habían trabado en lucha mortal y, dominadas por la ira, no oían ni veían nada.

Afuera se había aglomerado un gentío que pugnaba por entrar, pidiendo a gritos que abrieran la puerta. La Croggs, con su andar de ánade, hacía esfuerzos por separar a las combatientes aun cuando cuidaba de mantenerse alejada de aquel remolino de brazos y piernas. En uno de ésos, al ver que se ponía a su alcance llamando a Madame St. Clare, Beck le administró un puntapié en el estómago que la derribó por el suelo sin aliento.

Ámbar puso un pie detrás de la rodilla de su contendiente y juntas cayeron por el suelo, estrechamente prendidas y dando vueltas, ya quedando una encima de la otra, ya cambiando de posición. De la nariz de Ámbar fluía sangre y sintió que se ahogaba. Por último logró ponerse a horcajadas sobre Beck y comenzó a golpearla despiadadamente en la cara con los puños cerrados, mientras la otra la arañaba y mordía. Así estaban cuando la Croggs, recuperándose del golpe bajo que recibiera, salió a abrir la puerta. Media docena de hombres voló a separarlas. Las dos quedaron exhaustas, sin protestar por la interrupción. En un ataque de histeria, Beck comenzó a llorar, balbuceando una incoherente sarta de acusaciones y maldiciones.

Ámbar se tendió sobre un sofá y Hart la cubrió con su capa. Mientras, la Croggs le limpiaba la sangre y murmuraba su bronca enhorabuena. Ámbar comenzó a sentir el dolor y el aguijón de sus heridas. Tenía entumecida la nariz y le parecía que se le había hinchado desmesuradamente. Uno de sus ojos comenzaba a cerrarse.

Como entre sueños oyó la voz tonante de Killigrew:

—¡… será el hazmerreír de la ciudad, so condenadas pellejas! ¡Nunca me atreveré a representar de nuevo esta tragedia…! ¡Y las dos quedáis suspendidas por dos semanas! ¡Qué digo, por tres! ¡Por Cristo, tiene que haber alguna disciplina entre vosotras, comediantes impudentes, o el diablo cargará con todos nosotros…! Sí, tres semanas, y además pagaréis los platos rotos…

La voz de trueno se perdió y Ámbar cerró los ojos, postrada. Se alegraba que Rex, que prestaba sus servicios en la Guardia Montada de Su Majestad, estuviera trabajando aquel día.

Sin embargo, cuando regresó de sus vacaciones forzosas, se encontró con que las otras no la miraban como en un principio. Habían dejado de envidiarla, aceptándola como a una de ellas. Hubo gran expectativa cuando se enfrentaron las dos rivales en el vestuario, pero todos quedaron defraudados. Las dos se concretaron a mirarse y luego se saludaron fríamente.

Pocos días después, la Croggs se acercó astutamente a Ámbar llevándole una capucha de terciopelo azul que una condesa había regalado a la guardarropía. El azul no era el color de Ámbar, y la vieja lo sabía.

—Un millón de gracias, Croggs —dijo Ámbar—. Pero creo que mejor le sentaría a Beck. Hace juego con su vestido.

Beck, sentada a sólo algunos pasos de distancia, estaba poniéndose las medias cuando oyó decir eso. La miró con sorpresa.

—¿Por qué habría de ser para mí? Mi papel es demasiado corto —Killigrew insistía en su castigo y ninguna de las dos habían sido repuestas en los papeles que desempeñaran antes.

—Es demasiado grande para mí —insistió Ámbar—. Y, de cualquier modo, ya he tomado un par de enaguas.

Todavía sorprendida, Beck recibió la prenda y lo agradeció.

En la comedia que se representaba ese día ambas hacían el papel de muchachas frívolas, amigas íntimas. Apenas promediaba el acto cuando súbitamente descubrieron que nacía entre ellas algo nuevo, algo que se convertía en cálido afecto. Al final del acto iodo el mundo se sorprendió al verlas salir del brazo y charlando alegremente, riendo con sencillez y sin gazmoñería. Después de eso fueron amigas muy unidas. Beck coqueteaba todavía algunas veces con el capitán Morgan, ahora asiduo concurrente. Pero todos sabían que no había ya ningún interés de por medio y que sólo lo hacía por pasar el rato. Era una demostración de buena voluntad.