Capítulo IV

Ámbar estaba sentada frente a la cómoda, mirándose en el espejo que colgaba de la pared.

Tenía puesta una camisa de finísimo lino con lazos, mangas hasta los codos y una amplia y larga falda. Ajustaba sobre ella un corsé que confería prominencia a sus senos y restaba dos pulgadas a las veintidós que medía su cintura. Con él, Ámbar sentía dificultades, tanto para respirar como para inclinarse, pero le proporcionaba también tan voluptuosa sensación de elegancia que, muy contenta, había soportado ya dos veces el martirio. Su falda estaba recogida sobre las rodillas de modo que podía ver sus piernas cruzadas y las medias de seda negra que las cubrían; calzaba unos escarpines de raso negro y de altos tacones.

Detrás de ella manipulaba en su cabeza un gentil francés, Baudelaire, un peluquero de baja estatura, recién llegado de París y que hacía surgir de sus dedos las últimas creaciones de la moda francesa en peinados, haciendo que una inglesa cobrara la misma apariencia que una parisiense. Por espacio de una hora había estado parloteando en una jerga medio francesa, medio inglesa, tratando de impresionarla, hablando de «cautivadoras», «robacorazones» y «favoritas». Ella no entendía una palabra; pero, fascinada, contemplaba los diestros movimientos de sus dedos y sus manipulaciones con peines, cepillos, horquillas y aceites.

Por último, el pequeño francés dejó su cabello sedoso y pulcramente arreglado, partido por el centro y formando sobre la coronilla un moño de suaves y delicadas ondas. Hermosos y brillantes bucles caían sobre los hombros, sostenidos mediante invisibles que los hacían parecer más espesos. Ésa era la moda —decía él— seguida por todas las damas de alcurnia, la cual transformaba por completo su apariencia, dándole un aire insinuante, provocativo y seductor. Como un cocinero que adornara su obra maestra, prendió sobre sus sienes una llamativa banda de raso negro, luego retrocedió algunos pasos, asidas las manos y moviendo la cabeza de un lado a otro como un curioso y movedizo pájaro.

—¡Ah, Madame! —exclamó, sin mirar precisamente a la dama, sino sólo su propio y artístico trabajo—. ¡Oh, Madame! C’est magnifique! C’est un triomphe! C’est la plus belle…

Las palabras le faltaban, pero no dejaba de mover los ojos cómicamente mientras accionaba con los brazos.

Ámbar asintió sin reparos:

—¡Géminis!

Se miró en el espejo complacida, sosteniendo otro más pequeño en las manos, el cual reflejaba por detrás.

—¡Bruce no me reconocerá!

Había tardado seis semanas en hacerse un vestido, porque todos los modistos de Londres tenían un recargo excesivo de trabajo, de modo que les era imposible satisfacer todas las demandas. Pero Madame Darnier le prometió tener listo su vestido para esa tarde, y Su Señoría, Lord Carlton, le había ofrecido, por su parte, llevarla a donde ella quisiera. Pasaba contando los días, porque hasta entonces no había tenido más distracciones que asomarse a la ventana y contemplar las gentes que pasaban por las calles, o bajar corriendo a comprar alguna cosa a todo vendedor ambulante que pasaba. Bruce Carlton se había ausentado por varios días —ella no sabía adónde—, y aunque había comprado un coche que siempre estaba a disposición de ella, sentía vergüenza de salir con sus ropas de aldeana.

A partir de entonces, todo sería diferente.

Cuando se encontraba sola experimentaba fugaces nostalgias, pensando en Sara, a quien ella quería de verdad, en los jóvenes que venían corriendo a una seña o llamada suya, y considerando la gran persona que había sido en la aldea, donde todo cuanto hacía era comentado. Pero, a menudo, también consideraba con desprecio su vida pasada.

«¿Qué estaría haciendo ahora?», se preguntaba.

… Ayudando en los quehaceres domésticos a Sara, hilando, sacando agua, yendo al mercado o a la iglesia. Parecía increíble que ocupaciones tan sórdidas hubieran podido llenar su tiempo desde que se levantaba, bien temprano, hasta que se recogía, por la noche.

Ahora se quedaba en el lecho cuanto le placía, acurrucada bajo las mantas de pieles, perdida en voluptuosos ensueños. Sus pensamientos convergían sobre un solo punto: Lord Carlton. Lo amaba con amor apasionado. Se sentía completamente deslumbrada, abatida cuando no estaba a su lado, delirantemente feliz cuando se encontraban juntos. Y, sin embargo, conocía muy poco acerca de él; casi todo cuanto sabía lo debía a Almsbury, quien la había visitado ya dos veces en ausencia de Bruce.

Ámbar había llegado a saber que aquél no se llamaba realmente como ella había creído, sino que ése era sólo su título; el nombre completo era John Randolph, conde de Almsbury. El amigo de Brace le había explicado que habían pasado por Marygreen a causa de haber desembarcado en Ipswich, partiendo de allí unas cuantas millas al Norte en dirección a Carlton Hail, donde Bruce había ido a buscar un cofre lleno de joyas que su madre no se había atrevido a sacar cuando huyeron al extranjero, ya que por entonces sus tierras estaban en manos de los parlamentarios y custodiadas por sus soldados. Marygreen y Heathstone estaban sobre el camino principal a Londres.

Verdaderamente había sido una providencia divina que ella anduviera por allí en el momento que ellos llegaron. Porque Sara había dispuesto que fuera Agnes quien llevara el pan de jengibre, pero Ámbar había insistido en ir ella… Siempre se había mostrado anhelosa por salir de la granja con cualquier pretexto y llegar hasta el entretenido mundillo de Marygreen. Agnes se había puesto furiosa, pero, finalmente, Ámbar se salió con la suya, y partió canturreando alegremente y manteniendo el ojo avizor para ver si encontraba alguien en el camino. Había sido entonces cuando tropezó con Tom Andrews. ¡Dios! ¡De haberse retrasado otro cuarto de hora, nunca los habría visto! Tales reflexiones la convencían de que estaba escrito en el libro del Destino que Bruce y ella debían encontrarse fatalmente el 5 de mayo de 1660 en Marygreen.

Almsbury le había dicho también que Bruce tenía veintinueve años, que sus padres habían muerto y que una hermana menor suya se había casado con un conde francés y actualmente vivía en París. Ámbar estaba muy interesada por saber lo que su amante había hecho durante los dieciséis años que permaneció fuera de Inglaterra, y el conde de Almsbury le había contado también algo acerca de eso.

En 1647, los dos habían servido como oficiales en el Ejército francés, en un servicio voluntario que formaba parte del adiestramiento y la preparación de cada noble. Dos años más tarde, Bruce había partido con los corsarios del príncipe Ruperto, capturando algunas naves controladas por los parlamentarios. A ello había seguido otro intervalo en el Ejército de Francia y luego una expedición bucanera a las Indias Occidentales y a la costa de Guinea, en compañía del primo del rey. En cuanto a Almsbury, prefería la vida apacible de la Corte y no las peligrosas correrías por mar. Estas inclinaciones le habían permitido recorrer las tabernas de casi media Europa. Al regreso de Bruce habían viajado juntos por el continente, viviendo de su industria, lo que quería decir por medio del juego en casi todos los casos. En los dos últimos años habían formado en el Ejército de España, luchando contra Francia e Inglaterra. Los dos, había dicho el conde, eran los herederos de sus manos derechas.

Éste era el modo de vida a que se había ajustado la casi totalidad de la nobleza desterrada, con la diferencia de que Carlton era más incansable que los demás y que se aburría rápidamente de las diversiones cortesanas. En la mente de Ámbar, estos relatos iban componiendo una idea alucinante de la existencia más hermosa que se pudiera llevar sobre la tierra. Siempre que tenía oportunidad, rogaba a Bruce que narrara algo más acerca de su errabunda vida.

Para que se entretuviera durante los días de su ausencia, éste había contratado un profesor francés, un maestro de baile, un tercero que le enseñara a tocar la guitarra y un cuarto que le enseñara a cantar. Cada uno de ellos acudía dos veces por semana. Ámbar practicaba diligentemente; tenía mucho interés en parecer una dama de calidad y creía que todos estos conocimientos la harían más atrayente. Aún no había oído decir a Lord Carlton que la amaba, y habría aprendido a tragar fuego o caminado sobre carbones encendidos, de haber sabido que con ello hubiera logrado hacerle pronunciar esas mágicas palabras. Todas sus esperanzas estaban cifradas en el efecto que le causarían su nuevo vestido y el peinado que se había hecho hacer.

Precisamente en el momento en que el peluquero francés daba por terminado su trabajo y ella estaba contemplándose en el espejo, se oyó una discreta llamada. Ámbar saltó del asiento y acto seguido corrió a abrir la puerta. Una mujer de edad mediana penetró en la habitación, sin aliento, en medio del frufrú de su tafetán.

Era Madame Darnier, otra parisiense venida a Londres para aprovechar las ventajas de la francofilia que cundía entre la aristocracia. Su negro pelo mostraba ya algunas hebras de plata, pero, pese a ello, coloreaba sus mejillas de color rosa brillante. Un gran moño de raso verde pendía en la cabeza, detrás de un grupo de falsos rizos. El escote de su vestido negro llegaba hasta cierta profundidad. Sin embargo, tenía pretensiones —como cualquier francesa las habría tenido— de parecer airosa y no ridícula. Entró escoltada por una muchacha vestida con sencillez, la cual llevaba en los brazos una caja.

—¡Pronto! —exclamó Ámbar crispando sus manos y dando pequeños saltos—. ¡Dejadme verlo!

Madame Darnier, parloteando en francés, ordenó a la muchacha que dejara la caja sobre la mesa, de la cual retiró con prontitud una falda de lana verde y unas enaguas listadas de algodón. Luego, con estudiado ademán, sacó la obra de su creación, un soberbio vestido que retuvo en el aire, tomándolo por los hombros. Tanto Ámbar como el peluquero lanzaron ahogadas exclamaciones de admiración, a tiempo que retrocedían unos pasos, mientras la otra muchacha irradiaba complacencia, tomando parte en el triunfo de su patrona.

—¡Ohh…!

Nunca había visto Ámbar una cosa tan bonita.

Estaba hecho de raso negro y dorado, con un apretado corpiño de generoso escote, abullonadas mangas tres cuartos, y una falda plegada con sobrefalda de primoroso encaje negro. La capa era de terciopelo dorado forrada en raso negro; la capucha tenía un ribete de piel de zorro. Completaban el juego un abanico de encaje, guantes, un gran manguito de piel y una de esas grandes capas de terciopelo negro que las señoras distinguidas llevaban consigo cuando partían al extranjero. Se trataba, en efecto, de adornos de gran lujo y sumo costo.

—¡Oh, ayudadme a que me lo ponga! Madame Darnier estaba horrorizada.

Mais non, madame! ¡Primero debéis pintaros!

Mais oui! ¡Primero debéis pintaros la cara! —hizo eco Monsieur Baudelaire.

Los cuatro se arrimaron a la mesa, sobre la cual Madame Darnier desparramó el contenido de un gran pañuelo: pequeños botes y frascos de todo tamaño y forma, un cepillo para las cejas, un libretín de papel rojo de España, coloretes y mil utensilios para el maquillaje. Ámbar lanzó un pequeño grito cuando comenzaron a depilarle las cejas, pero después de eso siguió pacientemente sentada, pensando con deleite en el cambio que se estaba operando en ella. Discutiendo y chillando entre ellos, en media hora la dejaron convertida en una criatura de artificio, en una mujer mundana, al menos, en apariencia.

Finalmente estuvo en condiciones de ponerse el vestido, lo que constituía una empresa difícil, ya que no debía hacerse una arruga en él, ni despeinarse un solo rizo, ni correrse el colorete o despintarse los labios. Emprendieron tal tarea entre los tres, con Madame Darnier como directora. Ésta regañaba, cloqueaba y chillaba alternativamente, ya a la muchacha, ya a Monsieur Baudelaire. Una vez que Ámbar quedó enfundada en él, Madame Darnier se encargó de arreglar el escote en forma tal que se veían los hombros y gran parte del busto. Puso el abanico en su mano y le ordenó que caminara por la habitación con estudiada lentitud y luego se volviera a mirarlos.

Mon Dieu! —exclamó Madame, con gran satisfacción—. ¡Ni la misma Madame Palmer conseguiría superaros!

—¿Quién es Madame Palmer? —quiso saber Ámbar, mientras se miraba una vez más en el espejo.

—La querida de Su Majestad. —Madame Darnier cruzó la habitación para ajustar un pliegue y alisar una pequeña arruga del corpiño—. Por ahora, al menos —murmuró con ceño, abstraída—. La semana próxima… —se encogió de hombros— tal vez sea alguna otra.

Ámbar se sintió halagada por el cumplido, pero ahora que estaba bien vestida y acicalada, deseaba que él llegara. Exteriormente se sentía casi otra mujer, pero su estómago se crispaba, debido a los nervios y sus manos estaban húmedas. «Quizá no le guste como estoy vestida.» Comenzaba a sentirme enferma. «¡Oh, por qué no vendrá!» En ese momento oyó que la puerta se abría y que una voz conocida la llamaba por su nombre. Era él.

—¿Puedo entrar?

—¡Oh…! —Ámbar se llevó las manos a la boca—. ¡Está aquí! ¡Pronto!

A empujones hizo que se llevaran todo cuanto habían traído, cajas, botellas, frascos, peines, cerrando la puerta del dormitorio en el preciso instante en que él llegaba. Haciendo genuflexiones y reverencias, salieron los dos franceses y la muchacha, pero no pudieron resistir la tentación de meter de nuevo la cabeza para ver la actitud que él asumía. Ámbar, en el centro de la habitación, quedó con los labios entreabiertos, respirando apenas, los ojos relampagueantes de expectativa. Carlton cruzó el umbral sonriendo y se detuvo de pronto, demostrando gran sorpresa y placer.

—¡Por Cristo! —profirió apreciativamente—. ¡Cuán hermosa estás!

Todos los músculos de Ámbar se aflojaron.

—Oh… ¿Te gusto como estoy?

Bruce se acercó a ella. Tomándola de una mano, la hizo girar mientras ella lo miraba por encima del hombro, no queriendo perder su más ligero gesto.

—Personificas el ideal que de una mujer hermosa pueda un hombre forjarse. —Levantó la capa de ella—. Y ahora ¿adónde vamos?

Ámbar sabía exactamente dónde quería ir.

—Quiero ver una comedia.

Bruce Carlton hizo un gesto.

—Una comedia es… Bueno; tenemos que apresurarnos. Ya son casi las cuatro.

Eran ya pasadas las cuatro y media cuando llegaron al viejo «Teatro del Toro Rojo», situado en la parte superior de St. John Street. La representación había empezado hacía ya más de una hora. El recinto estaba mal ventilado y el calor era sofocante. Percibíase una pesada atmósfera mezcla de humedad oleaginosa y de olores a cuerpo sucio y a perfumes. El griterío y la algazara eran ensordecedores. Docenas de cabezas se volvieron curiosamente cuando ellos tomaron asiento en la parte delantera de uno de los palcos. Hasta los actores les echaron una mirada.

Ámbar se sentía como intoxicada; aunque no dejaba de verlo todo al mismo tiempo, estaba aturdida por los ruidos y el mal olor. Aquel conglomerado de gentes mal educadas poseía una misteriosa fuerza de vida. Asimismo la halagaba la impresión que causaba su presencia, pero no se daba cuenta de que aquellas personas habrían mirado lo mismo a cualquier muchacha bonita que hubiese llegado. Cualquier motivo de distracción era bien acogido cuando, como en el caso presente, ni los actores ni el auditorio parecían interesarse seriamente en la representación.

El patio y la planta baja del edificio formaban la platea. Sus bancos estaban repletos de una multitud de más de trescientos hombres; el murmullo era continuo entre ellos. Unas cuantas mujeres estaban también sentadas allí, la mayoría de ellas más o menos bien vestidas, pero exagerada y descaradamente pintadas. Ámbar preguntó a Bruce en voz baja quiénes eran aquellas mujeres, y él replicó que eran rameras de profesión. No había zorras de esa especie en Marygreen, pero, de haberlas habido, habrían sido arrojadas con asco por los granjeros y sus mujeres, celosos de la moral de sus aldeas. Y ahora ella se sorprendía al ver que los jóvenes las trataban incluso con cierto respeto, habiéndoles abiertamente y sin tapujos; en algunas ocasiones llegaban hasta abrazarlas y besarlas. Ni las mujeres ni los mismos jóvenes se mostraban cohibidos o avergonzados por su conducta. Por el contrario, reían y parloteaban, felices al parecer y despreocupados.

Alineadas contra el proscenio, veía media docena de muchachas con cestos al brazo, pregonando sus mercancías; naranjas, limones y mermeladas, que vendían a precios exorbitantes.

Sobre la platea, muy próximo al escenario, había un balcón dividido en palcos, ocupados por señoras magníficamente ataviadas y enjoyadas, en compañía de sus esposos o amantes. Sobre aquél se levantaba otro balcón lleno de hembras y rufianes. Y, en otro, situado todavía más arriba, estaban acomodados jovenzuelos aprendices y principiantes que daban las horas con sus garrotes. De vez en cuando lanzaban un «¡Hum!» de desaprobación y, cuando estaban realmente indignados, gritaban y silbaban, llenando el teatro con su tumulto.

La concurrencia era en general, aristocrática —los payasos y aprendices eran casi los únicos extraños—; los caballeros y sus damas iban a ver y a ser vistos, a murmurar y a coquetear. La comedia tenía importancia secundaria.

Ámbar no se vio defraudada. Era todo cuanto ella había esperado y mucho más. Cohibida por la emoción, apenas si podía moverse.

Estaba sentada muy tiesa al lado de Bruce, mientras sus ojos recorrían todo el circuito del teatro. ¡De modo que ése era el gran mundo! Sin embargo, no podía menos de volver sobre su vestido nuevo, su artístico peinado, la fragancia del perfume, la novedosa, pero agradable sensación de los cosméticos sobre su cutis, la caricia de seda de su manguito de piel y la voluptuosa ostentación de su alto pecho.

En ese momento, al volverse con cuidado para curiosear uno de los balcones cercanos encontró los ojos de dos mujeres que se inclinaban hacia delante para verla mejor…

Ambas eran hermosas, estaban ricamente ataviadas, adornadas con profusión de joyas. Demostraban tal dominio y confianza en sí mismas, que Ámbar admitió en seguida que eran de alta clase. Bruce las había saludado y hablado cuando entraban, como asimismo había hablado con varias otras personas, hombres y mujeres. También lo había visto cambiar saludos con aquellos otros que se hallaban en la platea. Detuvo su vista en aquellas mujeres y, azorada, leyó el desprecio en sus ojos, mientras se sonreían comprensivamente la una a la otra; una de ellas cuchicheó algo cubriéndose con su abanico y, como si se hubiera puesto de acuerdo, le arrojaron una desdeñosa mirada de soslayo y luego le volvieron la espalda.

Por algunos segundos Ámbar continuó contemplándolas, casi descompuesta por la afrenta; luego bajó la vista y, escudándose en el abanico, se mordió el labio con tal fuerza que logró reprimir su impulso de llorar. «¡Ay! —pensaba con alguna mortificación—. ¡Han debido de creer que soy una meretriz! ¡Despreciarme así!» Al instante desapareció toda la gloria que la había inundado por su entrada en el «gran mundo», que tan ardientemente había querido conocer. Deseó no haberse expuesto jamás a tal humillación.

Cuando Bruce, que evidentemente se había dado cuenta del elocuente cambio de miradas, le acarició la mano afectuosamente, su espíritu se levantó un tanto; lo regaló con una mirada de inmenso amor y gratitud. Pero, aunque trató de ver la comedia e interesarse por ella, le fue imposible conseguirlo. Su único deseo era ya que la tal comedia finalizara lo más pronto para poder recluirse en su confortable departamento. ¡Cómo se habría avergonzado Sara y cuán furioso se habría puesto tío Matthew al ver la triste condición a que había descendido!

Terminó por fin la representación y se leyó el epílogo como señal de desbandada; el auditorio comenzó a levantarse. Bruce inquirió con una sonrisa, mientras le ponía la capa sobre los hombros:

—¿Qué?, ¿te gustó?

—Sí…, sí, me gustó.

No se atrevía a fijar sus ojos en los de él ni tampoco a dirigirlos a su alrededor. Temía tropezar de nuevo con los desdeñosos ojos de aquellas mujeres o con los de algún otro.

Abajo, en la platea, varios hombres habían formado grupos alrededor de las mujeres que vendían naranjas, besándolas y manoseándolas con familiaridad. Mientras, otros se entretenían en hacer payasadas, golpeándose las espaldas y despojándose de los sombreros. El actor que personificara a Julieta, todavía con la peluca de cabellos rubios y un vestido con relleno en el pecho, salió al patio y trabó conversación con uno de los petimetres. Otros subían al escenario y se perdían entre bambalinas. Se podían oír claramente las pisadas de los de arriba, que se encaminaban hacia la salida; las damas y los caballeros que rodeaban a los dos amantes y se detenían, formando corrillos; las mujeres besándose y alborotando, los hombre sonriendo con tolerancia. Durante todo ese tiempo, Ámbar, con ceño y la vista clavada en el corbatín de Bruce, sólo experimentó un deseo: salir pronto.

—¿Vamos, querida?

Fuera del teatro, comenzaron a abrirse paso por entre los holgazanes, para llegar hasta su coche, uno de los muchos que esperaban en fila. Se apiñaron de tal modo en la calle, que el tránsito de peatones se detuvo casi completamente. Todo el mundo empujaba para abrirse camino, y los vendedores ambulantes y los mozos de cordel maldecían coléricos. De pronto, un mendigo se echó a los pies de los dos, articulando impresionantes sonidos con la boca abierta. El infeliz puso la cara cerca de Ámbar, y ésta pudo ver que tenía la lengua recién cortada, ya que aún sangraba. Fuertemente apiadada, y un tanto atemorizada también, se estrechó contra Bruce, asiéndolo del brazo.

Lord Carlton arrojó una moneda al mendigo.

—¡Vamos! ¡Apártate!

—¡Oh…! ¡Pobre hombre! ¿Lo viste? ¿Quiénes le habrán hecho eso?

Habían llegado hasta el coche; Bruce la tomó de una mano y la ayudó a subir.

—No le ocurría nada. Es un hábil embaucador; ha conseguido doblar su lengua, pinchándola con unas varillas aguzadas hasta que la ha hecho sangrar.

—¡Dios mío! Pero ¿por qué no trabaja en vez de hacer esas cosas?

—Ése es un trabajo. Y no creas que el oficio de mendigo sea el más fácil del mundo.

Ámbar tomó asiento en el coche mientras Bruce se detenía a conversar con dos jóvenes que lo habían llamado por su nombre; no dejó ella de advertir que aquéllos la contemplaban por encima del hombro con ojos de conocedores. Por unos instantes devolvió osadamente las miradas, arqueando las cejas y observándolos con el rabillo del ojo. De súbito, sintió la sangre agolpársele en la cara y con rapidez bajó los párpados. ¡Oh, Señor! ¡Aquellos hombres debían de estar pensando de ella lo mismo que de aquellas mujeres! Pero no pudo resistir a la tentación de volver a mirarlos con disimulo… Sus ojos encontraron plenamente los de uno de ellos, un bien parecido caballero. Rápidamente miró hacia otro lado. Y, sin embargo, no cabía duda de que no parecía tan insultante viniendo de los hombres…

Finalmente Bruce se despidió y regresó, dando órdenes al cochero antes de entrar. Se sentó a su lado, mientras el coche daba un barquinazo y partía. Retuvo él una de sus manos entre las suyas.

—Has tomado a la ciudad por las orejas. Ese caballero era Lord Buckhurst, quien dice que eres mucho más hermosa que Bárbara Palmer.

—¿Que la querida de Su Majestad?

—¡Sí! ¿Quieres decirme cómo diablos has conseguido provocar semejante corriente de admiración?

La miró con cariño, como quien se divierte con una bonita muñeca o un juguete de lujo.

—La modista me dijo algo acerca de ello. Bruce…, ¿quiénes eran aquellas dos damas? Quiero decir las que estaban en el palco de al lado y te saludaron.

—Esposas de irnos amigos míos. ¿Por qué?

Ella bajó la vista e hizo jugar el abanico, arrugando el entrecejo y contando las varillas.

—¿Viste cómo me miraban? Así… —E imitó un poco exageradamente la expresión entre ofendida y maliciosa que mostraran aquéllas—. Se creerían que yo era una meretriz… ¡Yo sé que lo han creído!

Bruce, para su asombro, echó atrás la cabeza y estalló en carcajadas.

—¡Y bien! —exclamó ella, ofendida—. ¿De qué diablos te ríes ahora? ¿Se puede saber?

Estaba empezando a usar algunos de esos giros y palabras que Matthew Goodegroome nunca hubiera permitido en su hijo varón. Le parecía a Ámbar que todas las personas distinguidas juraban y que ello era una muestra de su buen nacimiento.

—Lo siento, Ámbar. No me reía de ti. Pero, a decir verdad, creo que te estaban mirando de ese modo por otra razón: celos, no tengo la menor duda de ello. Ciertamente, ninguna de ellas tenía motivos para opinar desfavorablemente de otra mujer. Me consta que con ellas se han entretenido la mayoría de los nobles que fueron a Francia.

—Pero ¿no dices que son casadas?

—Claro que lo son. De lo contrario, habrían demostrado mayor discreción.

Ámbar se sintió aliviada, pero al mismo tiempo la asaltó una sospecha. ¿No sería él uno de esos hombres? No. De haberlo sido, nunca habría mencionado ese hecho… Con tal convicción desechó el pensamiento. De nuevo se sintió feliz y ansiosa de una nueva experiencia.

—¿Adónde vamos ahora?

—Creo que podríamos ir a cenar en una taberna.

De regreso se detuvieron en New Street, delante de un edificio en cuyo frente había un letrero con una gran águila de oro. Al bajar del coche, Ámbar levantó sus faldas con un coquetón ademán para mostrar sus ligas, como había visto hacer a muchas damas al salir del teatro. Cuando estaban ya cerca de la puerta, oyeron una voz masculina familiar.

—¡Eh! ¡Carlton…!

Era el conde Almsbury, que iba en un coche de alquiler con varios amigos; saltó del vehículo diciéndoles adiós y corrió al encuentro de Bruce y Ámbar. Al ver a la joven, pestañeó dos veces antes de atinar a quitarse el sombrero y hacer una profunda genuflexión.

—¡Por Cristo, querida! ¡Que me condenen si no estáis tan bonita como una meretriz veneciana!

La sonrisa de bienvenida se heló en los labios de Ámbar.

¡Caramba! ¡De modo que eso era lo que también pensaba él de ella! Sus cejas se juntaron tempestuosamente, pero una fría mirada de Bruce fue suficiente para que el conde se apresurara a reparar su yerro. Alzó los hombros y puso una cara de cómico desconcierto.

—Después de todo, las prostitutas venecianas son las mujeres más hermosas de toda Europa. Pero… supongo que vos…

Hizo una pausa, mientras hacía grotescos visajes, con el pesar reflejado en sus ojos. Ámbar alzó la vista lentamente y lo miró. A pesar de todo, ella apreciaba su amistad; desenojada, sonrió, permitiendo que la asiera del otro brazo.

—Dios me condene, querida, pero bien sabéis que no os ofendería por nada del mundo.

Entraron los tres en el mesón y, a petición de Bruce, se hicieron conducir a una habitación privada del primer piso.

Tal como se lo pidieran, el mozo sirvió una cantidad de ostras que ellos abrieron, comiéndolas crudas con un poco de sal y unas cuantas gotas de jugo de limón, y arrojando luego las valvas sobre la mesa y el suelo. Almsbury predijo que las ostras serían pronto el alimento principal de la Corte. Intrigada, Ámbar rogó a Bruce le explicara lo que quería decir. Luego que lo supo rió de buena gana, pensando que era una chispeante muestra de ingenio.

Poco después habían terminado con las ostras; luego tomaron un pavo al horno, aderezado con trufas y cebollas, alcachofas fritas y una riquísima torta de queso. Por último sirvieron Borgoña para los hombres y vino del Rhin para Ámbar, frutas y algunas nueces. Quedaron conversando largo rato, hartos y contentos; la joven se había olvidado completamente del sofocón anterior.

El vino era más fuerte que la cerveza a que ella estaba acostumbrada; después de un par de vasos se sintió soñolienta. Atendía a la conversación con los ojos medio cerrados. Colmábala una extraordinaria modorra, le parecía como si su cabeza se hubiera desprendido del tronco y flotara en el aire. Contemplaba a Bruce admirativamente, sin perder detalle de ninguno de sus gestos, de ninguno de sus ademanes. Cuando él le dirigía una palabra o le sonreía o, como lo hizo una o dos veces, cuando se inclinó para besarla en la mejilla, su felicidad se remontó vertiginosamente.

Al cabo de un rato, susurró algo en los oídos de Bruce. Éste respondió afirmativamente, y ella se levantó y cruzó la habitación en dirección a un pequeño reservado. Mientras estaba allí oyó que alguien golpeaba la puerta exterior, luego algunas voces y, por último, el ruido de la puerta al cerrarse de nuevo.

Al retornar encontró a Almsbury solo, escanciando otro vaso de vino. Él volvió la cabeza y la miró por encima del hombro.

—Bruce ha sido llamado para cierto asunto, pero regresará dentro de un momento. Venid, sentaos aquí, donde yo pueda veros a mis anchas.

Diez minutos transcurrieron lentamente y durante ellos Ámbar no apartó la vista de la puerta, enderezándose con presteza en cuanto oía el más ligero ruido. Sentíase desdichada. Le pareció que había transcurrido una hora cuando, finalmente, entró el mozo. Éste hizo una reverencia a Almsbury.

—Sir, Su Señoría lamenta haber sido llamado para un asunto muy importante, y os pide tengáis la bondad de acompañar a la señora hasta su casa.

Almsbury, que había estado observando a Ámbar mientras el criado transmitía el mensaje, asintió con la cabeza. La joven se puso pálida y sus ojos llamearon, como si alguien hubiera acabado de golpearla.

—Asuntos importantes… —comentó disgustada—. ¿Dónde puede haber ido a resolver asuntos importantes a esta hora?

Almsbury se encogió de hombros.

—No lo sé, querida. Vamos, bebed otra copa.

Pero, aunque Ámbar tomó la copa que le ofrecía, optó por apoyarla sobre la mesa sin bebería. Durante un mes y medio había esperado aquella noche, y ahora él se iba por asuntos particulares. Siempre que ella le preguntaba dónde había estado o adónde iba, recibía la misma respuesta: «Asuntos.» Pero ¿por qué esa noche, precisamente? ¿Por qué esa noche, que ella esperaba tanto tiempo? Estaba descorazonada; desganadamente permaneció en la silla, hablando apenas y de tal modo que, pasados algunos minutos, Almsbury se vio obligado a levantarse y a sugerirle que debían irse.

Durante el viaje de regreso ella no se molestó siquiera en reanudar la conversación con el conde. Al llegar al «Real Sarraceno», le preguntó si quería acompañarla hasta su habitación, deseando que él rehusara. Para su disgusto, aceptó inmediatamente, y, mientras ella subía a cambiarse el vestido, él se detuvo en el mostrador para comprar un par de botellas de vino generoso. Al salir del dormitorio, envuelta en un salto de cama de raso color oro y un par de bonitas chinelas —otra de sus recientes adquisiciones—, lo encontró repantigado delante del fuego, los pies estirados y apoyada su espalda en una pila de almohadones. Al verla, le hizo un ademán para que se acercara y tomara asiento a su lado. Cuando la tuvo allí no mostró el menor reparo en tomarle una mano y, luego de mirársela reflexivamente irnos instantes, se la llevó a los labios. Ámbar pareció volver a la realidad; frunció el entrecejo, como dándose cuenta de su situación.

—¿Adónde creéis que puede haber ido? —preguntó por último, desentendiéndose de lo otro.

Almsbury se encogió de hombros, tomando la botella.

—¿Qué diablos significan esos «asuntos» en que siempre está metido? ¿Vos sabéis cuáles son?

—Todos los realistas de Inglaterra tienen ahora asuntos que resolver. Unos quieren recuperar sus propiedades. Otros desean prebendas que les compensen en un año la ayuda prestada al rey y todas las pérdidas sufridas. Las galerías de palacio y de otros edificios públicos están llenas de ellos: escuderos, viejos soldados y caducas mamás en compañía de sus hijas, que han oído decir que al rey le gustan las mujeres bonitas. Todos quieren algo, incluso yo. Yo quiero que se me devuelva la mansión de los Almsbury y mis tierras de Herefordshire. Su Majestad no podría satisfacer a todos ni aunque fuera el mismo rey Midas y Júpiter en un solo hombre.

—¿Y qué quiere Bruce? ¿«Carlton Hall»?

—No, no creo que sea eso. Ésa fue una propiedad vendida, no confiscada, y no creo que puedan devolver una propiedad que ha sido vendida.

Concluyó su botella y se inclinó para levantar la otra.

El conde podía beber mucho sin sentir los efectos de una embriaguez extrema, y Bruce le había dicho a ella que eso se debía a que, habiendo pasado la mayor parte de su vida en las tabernas, su sangre se había convertido en alcohol. Aún no podía decir ella si ésa había sido una broma o una solemne verdad.

—Yo no sé, lo que pueda querer —dijo ella—, tan rico como es.

—¿Rico?

Almsbury parecía sorprendido.

—¿Cómo? ¿No lo es?

Ámbar sabía muy poco acerca del dinero. Muy pocas veces había estado en posesión de más de unos cuantos chelines, y escasamente podía diferenciar el valor de las monedas. Le había parecido a ella que Lord Carlton era un hombre fabulosamente rico, puesto que podía usar tales ropas y comprar cosas tan maravillosas para ella, incluso un coche de cuatro caballos.

—De ningún modo. Su familia vendió todo cuanto tenía para ayudar al rey, y lo que quedó sin vender fue arrebatado por los parlamentarios. Esas cuantas joyas que volvió a buscar en «Carlton Hall» eran justamente lo último que quedaba. No… no es rico. Al contrario, está tan pobre como yo.

—¡Oh, pero el coche… y mis vestidos…!

—Eso no significa nada. Un hombre como él se sienta delante de una mesa y con los naipes o los dados se hace en muy pocas horas de unos buenos cientos de libras.

—¿Haciendo trampas?

Se sentía conmovida, casi inclinada a creer que Almsbury estaba mintiendo.

Pero el conde sonrió.

—Tal vez juegue tomándose alguna ventaja. Pero todos nosotros lo hacemos. Es claro que algunos son más hábiles que otros… Bruce puede competir con los más diestros jugadores de Europa. Durante la mayor parte de los quince años pasados en el extranjero ha vivido con un par de dados y un mazo de cartas… y que me condene si no ha vivido mejor que la mayoría de nosotros. Y como un ejemplo, puedo deciros que la otra noche lo vi ganar dos mil quinientas libras, en menos de cuatro horas, en el «Groom Proter’s Lodge».

—¿Y esos asuntos que lo llaman con frecuencia…?

¿No será acaso el juego?

—En parte. Necesita dinero.

—¿Y por qué no lo pide al rey, como lo hacen los otros?

—¡Oh, querida! No conocéis a Bruce.

En ese momento se oyó el ruido producido por un coche que pasaba, y Ámbar, dejando al conde, corrió hacia la ventana… pero, para su decepción, el coche siguió su camino y poco después daba la vuelta en una esquina. Quedóse allí mirando la noche y tratando de taladrar las sombras, porque no había faroles de ninguna clase, sino únicamente el pálido destello lunar. Las calles estaban desiertas y no se veía ni una sola persona. Los ciudadanos de Londres se quedaban en sus casas durante la noche, a menos que tuvieran una buena razón que los obligara a salir. En ese caso lo hacían acompañados por un par de robustos lacayos.

A distancia vio la luz de la linterna que llevaba el sereno y oyó el rítmico estribillo:

—¡Han pasado las diez de una hermosa y cálida noche de verano y todo marcha bien! Han pasado las diez…

Ámbar, meditabunda, había olvidado por completo que Almsbury estaba allí. Pero, de pronto, sintió que sus brazos la rodeaban y que una mano osaba audaces caricias, mientras con la otra presionaba su cara y la obligaba a volverse para besarla en la boca. Dando un grito, consiguió desasirse y rechazarlo. Sonó un soberbio bofetón.

—¡Atrevido! —tartamudeó—. ¡Y qué buen amigo! ¡Cuando Bruce se entere, os atravesará!

Él la miró unos instantes, y estalló en risotadas.

—¡Atravesarme! ¡Por Cristo, querida! ¡Vaya una broma! Vamos, venid…, seguramente no pensaréis que a Bruce le importaría un bledo que yo pasara la noche con su manceba.

Los ojos de Ámbar relampaguearon. Furiosa, comenzó a patearle los tobillos, golpeándole el pecho con los puños cerrados.

—¡Yo no soy una zorra, so condenado perro! ¡Salid de aquí… salid de aquí antes que os destroce!

—¡Eh! —la tomó por las muñecas, dándole una sacudida—. ¡Deteneos! ¿Qué estáis tratando de hacer? ¡Oh, lo siento! Disculpadme… no tenía la intención…

—¡Salid de aquí os digo, so granuja! —siguió gritando ella.

—Ya me voy, ya me voy… ¡Dejad de gritar, por Cristo!

Y, recogiendo el sombrero que ella había arrojado al suelo, cruzó la habitación dirigiéndose a la puerta. Una vez allí, puesta la mano sobre el cerrojo, se volvió para contemplarla. Ella estaba todavía en medio de la habitación, mirándolo airadamente, con las manos en las caderas y los ojos llenos de lágrimas, haciendo verdaderos esfuerzos para no dejarlas correr. Esto hizo desaparecer la petulancia y la agresividad del conde.

—Permítame decir una cosa, querida, antes de que me vaya. Contrariamente a lo que pudiera haberos dicho vuestra tía Sara, un hombre no os insulta cuando os invita a pasar la noche con él. Y si vos fuerais sincera, reconoceríais que hasta os sentís halagada de que yo lo haya hecho. Porque sólo hay una cosa que una mujer no perdona a un hombre: que no le haya manifestado deseos de tener una noche así… Ahora os dejo y no os molestaré más. Que lo paséis bien —hizo una reverencia y abrió la puerta.

Ámbar quedó encendida como una niña que ha recibido una lección de etiqueta dada por un tío de su misma edad. Comenzaba a darse cuenta de que su moral pueblerina, como sus enaguas de algodón y su falda de lana, estaban fuera de moda en Londres. Levantó la mano impulsivamente y avanzó dos o tres pasos hacia él.

—¡Oh, Milord…, no os vayáis! Lo siento mucho… Sólo…

—Sólo que amáis a Bruce.

—Sí.

—Y creéis que os está prohibido pasar la noche con otro hombre. Bien, querida, tal vez algún día podáis descubrir que, después de todo, no hay mucha diferencia en ello. Y si lo… A vuestros pies, Madame —se interrumpió, haciendo una nueva reverencia.

Ámbar quedó sin saber qué hacer. Porque, aun cuando debía admitir que realmente, en cierto sentido, estaba halagada por la proposición que le había hecho, no convenía con él en que la fidelidad con el hombre amado fuera un asunto baladí. Sólo el pensar en ello era ofender su recuerdo. Jamás, mientras viviera, haría eso.

En ese momento oyó nuevamente el ruido de un coche que llegaba; giró sobre sus talones y corrió hasta la ventana. El coche venía balanceándose velozmente, mas el auriga tiró de las riendas en el momento preciso y el carruaje se detuvo ante la puerta. Raudo como un mono, el lacayo saltó desde la percha y corrió a abrir la puerta. Después de unos instantes salió Lord Carlton, deteniéndose un minuto para hablar con alguien que quedaba en el interior. Otro lacayo que sostenía una antorcha se quedó parado al lado de él; la antorcha iluminó parte del rostro de Bruce, pero arrojó sombras movibles sobre la calle y las paredes de la casa.

Ámbar estaba a punto de inclinarse sobre el antepecho de la ventana y llamarlo desde allí cuando, para su estupefacción y horror, una mujer sacó la cabeza por la ventanilla del coche y mostró fugazmente su bello rostro. Casi en seguida se oyó una carcajada argentina. Bruce se inclinó hasta tocar casi aquella mata opulenta de cabellos rojizos y, desde su ventana, Ámbar pudo oír el murmullo de sus voces. Después de unos instantes, Carlton se enderezó de nuevo. Se despidió quitándose el sombrero y haciendo un cortés saludo. El lacayo cerró la portezuela y el carruaje partió a la misma velocidad con que había llegado. Bruce desapareció por la puerta de entrada.

Ámbar, apoyada en la puerta, estaba a punto de desmayarse. Realizando un esfuerzo sobrehumano, logró dominarse y volvió lentamente al interior. El color había desaparecido de sus mejillas y su corazón latía tumultuosamente. Con la cabeza gacha permaneció parada varios minutos, sin ver siquiera a Almsbury, cuyo rostro traslucía una suerte de compasiva simpatía. Ella cerró los ojos y se oprimió la frente con las manos, como tratando de apagar el furioso latido de sus sienes.

En ese momento se abrió la puerta y entró Bruce.