Capítulo XLIV

La conciencia aguijoneaba a Philip Mortimer. Al principio trató de evitar a su madrastra. Inmediatamente después de aquel día memorable, partió a visitar a uno de sus vecinos y no regresó sino al cabo de una semana. Cuando lo hizo, anduvo ocupado, visitando a sus colonos y arrendatarios. Rara vez aparecía en las comidas, y cuando no podía evitarla, se mostraba extremadamente formal. Ámbar, encolerizada, pensaba que su absurda conducta daría lugar a que los echaran a los dos. Además, era la única distracción que se había procurado en el campo, y no tenía la menor intención de perderla.

Un día, desde la ventana de su dormitorio, lo vio cruzar solo la terraza, en dirección a los jardines. Radclyffe estaba encerrado en su laboratorio y así había estado durante los últimos días. Eso la decidió. Recogió sus faldas y salió corriendo de la habitación, bajó la escalera y se dirigió a la terraza. Philip estaba allí, pero cuando sintió que ella se acercaba en pos de él, buscó en derredor y se apresuró a ocultarse detrás de un alto seto. Este había sido colocado setenta años antes, cuando reinaba la moda de los laberintos. Ahora las plantas estaban tan desarrolladas que fácilmente podía alguien perderse. Ámbar, al llegar, por más que miró y remiró, no vio ni huellas de Philip. Se metió por entre los setos, ya siguiendo un sendero, ya otro, hasta llegar a una muralla. Regresó sobre sus pasos y se internó por otro sendero.

—¡Philip! —exclamó coléricamente—. ¡Philip! ¿Dónde estáis?

No recibió respuesta. Se adentró por varios senderos y lo encontró por fin, pues al fondo se levantaba una pared que le interceptaba el paso. Philip miró con inquietud en torno y vio que no tenía escape, de modo que no tuvo más remedio que afrontarla, poseído de culpable nerviosidad. Ámbar rió como una chicuela que jugara al escondite, y se cubrió la cabeza con la mantilla de encaje negro que llevaba en la mano.

—¡Oh, Philip! ¡Qué muchacho tonto! ¿Qué significa eso de que siempre estéis huyendo de mí? ¡Oh, Señor! ¿Creéis que soy un monstruo?

—No estaba huyendo —protestó él—. No sabía que estuvierais.

Ámbar hizo un gesto.

Esa disculpa pueril no pasa. Habéis estado huyendo de mí las dos últimas semanas. Desde que… —vio tal horror en la expresión de su semblante que se detuvo, enarcando las cejas—. Bien —ahora hablaba en voz muy baja—… ¿Qué os ocurre? ¿No fuisteis feliz aquella vez? Parecía que sí, mucho…

Philip se encontraba en agonía.

—¡Oh, por favor, Señoría! No es eso… ¡No puedo comprenderlo! Estoy perdiendo la cabeza. Y si continuáis hablando de ese modo, la perderé por completo… ¡no sé lo que haré!

Ámbar se puso las manos en las caderas e impaciente golpeó el suelo con el pie.

—¡Buen Dios, Philip! ¿Qué pasa? ¡Procedéis como si hubierais cometido un crimen!

Philip levantó de nuevo los ojos, culpables.

—Lo cometí, es cierto.

—¡Por amor de los cielos! ¿Qué crimen?

—Bien sabéis cuál.

—Protesto. No lo sé… El adulterio no es un crimen… es una distracción —estaba convencida de que Philip era un digno ejemplar del correcto y necio zote del campo, y que era necesario imbuirle otros sentimientos.

—En este caso el adulterio es un crimen cometido contra dos personas inocentes: vuestro esposo y mi esposa. Pero yo he cometido otro crimen todavía más imperdonable. He hecho el amor a la mujer de mi padre… he cometido incesto —estas últimas palabras fueron más bien un sordo murmullo. La miró con ojos atormentados, implorantes.

—¡No disparatéis, Philip! Nosotros dos no estamos emparentados de ningún modo. ¡Esa fue una ley hecha por los viejos para proteger a otros viejos que cometieron el desatino de casarse con mujeres jóvenes! ¡Os estáis culpando y torturando, y por nada!

—¡Oh, no! ¡Os juro que no! He hecho el amor a muchísimas otras mujeres… ¡Pero jamás hice una cosa parecida! Esto es ilícito… y repugnante. Vos no podéis comprenderlo. Quiero a mi padre muchísimo… Es un pundonoroso caballero y un hombre noble… Lo admiro. Y ahora, lo que hice…

Ámbar sintió un poco de compasión, pero cuando quiso tomarle de la mano, el joven retrocedió como si lo hubiera picado una víbora. Ámbar se encogió hombros.

—Bien, Philip… No os preocupéis más por ello… Jamás volverá a suceder. Olvidaos… olvidad incluso que eso haya sucedido.

—¡Sí! ¡Lo haré! ¡Trataré de olvidarlo!

Pero ella sabía de antemano que sería imposible. Mientras los días transcurrían, Philip se encontró con que era incapaz de olvidar. Ella, por su parte, no hacía nada para ayudarlo. Dondequiera se encontraban, Ámbar se mostraba más insinuante que nunca y coqueteaba con él en una forma negativa que parecía más efectiva que cualquier cosa flagrante. A los quince días, vencido, Philip la buscó cuando ella salió a dar su habitual paseo y ya no resistió. Su sentimiento de culpabilidad y la aversión que experimentaba por sí mismo persistían, pero el deseo y el placer eran más fuertes.

Encontraron muchos lugares apropiados para esconder sus relaciones.

Como todas las grandes casas católicas de la época, Lime Park estaba lleno de escondrijos que una vez sirvieron para salvar de la persecución a los sacerdotes. Había ventanas por las que se podía entrar en pequeñas habitaciones disimuladas, situadas bajo el nivel del suelo. En los artesonados de las paredes se podían encontrar entradas a pasadizos que conducían a otros cuartos ocultos entre los muros. Philip los conocía todos. A Ámbar, al menos, todos aquellos lugares secretos le proporcionaban una peligrosa excitación que la compensaba de la desmañada manera de hacer el amor de Philip.

Sin embargo, tuvo que enfrentarse con el hecho desconcertante de que, a pesar de todo, no le urgía menos volver a Londres. Una y otra vez interrogaba al conde, pero invariablemente él le respondía que no había trazado planes para el regreso. Un día le dijo que quizá se quedara en la campiña hasta que él muriera.

—¡Pues os digo que estoy harta de esto! —le gritó ella.

—No tengo duda de que lo estéis, madame —replicó él tranquilamente—. De hecho, siempre me ha divertido ver cómo una mujer hace lo posible por matar el aburrimiento, dondequiera se encuentre. Siempre tiene a mano muchísimos recursos.

—Claro está que tenemos recursos —dijo Ámbar, echándole una oblicua mirada de odio y desprecio. Había entablado la conversación con buenas disposiciones, pero no podían éstas subsistir ante su desembozada sorna—. Pero esto es algo que no tiene nombre; sombrío y sórdido. ¡No desearía ni al mismísimo demonio peor destino que ser encerrado en una casona como ésta!

—¡Seguramente no considerabais esa posibilidad cuando os ofrecíais como una ramera al rey!

Ámbar lanzó una carcajada vengativa.

—¡Ofreciéndome como una ramera! ¡Por Cristo, vaya si sois gracioso! ¡Fui de Su Majestad hace mucho tiempo, cuando todavía era actriz! Ahora, milord, ¿qué opináis de eso?

Radclyffe sonrió cínicamente, abriendo apenas sus delgados labios. Estaba de pie al lado de una ventana que daba a la terraza, apoyado contra las colgaduras bordadas de oro, y su decadente figura se asemejaba a una delicada porcelana. Ámbar sintió vehementes deseos de golpearle con el puño y sentir desmenuzarse bajo sus nudillos los frágiles huesos de la nariz, los pómulos y el cráneo.

—Vuestra falta de sutileza, señora —dijo él pausadamente—, hace que se sospechen deslices vuestros con cualquiera.

—¿De modo que lo sabíais ya?

—Vuestra reputación no es inmaculada. Al respecto, mucho malo se ha dicho.

—¿Y quizá pensáis vos que ahora estoy en mejores condiciones?

—Al menos no estáis en peores. No tengo ningún interés en vos o en vuestra reputación, señora. Pero sí mucho en lo que respecta a la reputación de mi esposa. No tengo nada que ver con las faltas que vos hayáis cometido antes de que os desposara… pero no puedo menos de impedir que cometáis otras nuevas.

En un arrebato de furia y rencor, ella estuvo a punto de cometer un desastroso error. Estuvo a punto de contarle sus relaciones con Philip, para probarle que él no podría gobernar jamás su vida, hiciera lo que hiciese. Pero consiguió dominarse a tiempo… En vez de eso, dijo, con desagradable fisga:

—¡Ah, sí! ¿Estáis seguro?

El conde de Radclyffe entrecerró los ojos y midió las palabras como precioso veneno.

—Algún día, señora, lo sabréis. Mi paciencia es grande, pero tiene un límite.

—Y entonces, milord, ¿qué haréis vos?

—¡Marchaos! —exclamó de pronto el conde—. ¡Idos de aquí, señora… u os llevaré por la fuerza!

Ámbar sintió una vez más impulsos de levantar el puño y golpearlo. Él se quedó imperturbable y la miró tan fríamente que le hizo dudar, hasta que, mascullando una maldición, se volvió y salió corriendo de la biblioteca.

Su odio se convirtió en una obsesión. Su recuerdo estaba clavado en su cerebro; día y noche pensaba en su magra figura, a tal punto que tal preocupación se le hizo un tormento intolerable… Y, a partir de entonces, comenzó a pensar en la manera de deshacerse de él. Quería verlo muerto.

En una ocasión, y eso por casualidad, Ámbar estuvo a punto de hacer un importante descubrimiento acerca del hombre que se había casado con ella. Nunca había tratado de comprenderlo, saber lo concerniente a su persona, qué cosa había hecho o la clase de hombre que era, porque no solamente experimentaban los dos una mutua antipatía, sino que la falta de interés era también mutua.

Una noche de agosto Ámbar estaba pensando qué vestido llevaría al día siguiente, pues aguardaban la llegada de un gran número de invitados, en su mayoría parientes de Jenny, que venían a ser presentados a la nueva condesa y a pasar en Lime Park algunos días. Ámbar, encantada de la oportunidad que se le presentaba de exhibirse, no dudaba que todos quedarían impresionados. Todos ellos vivían en el campo y algunos no habían visto Londres desde la Restauración. Las viejas familias, respetables y dignas siempre, nada tenían que hacer en la nueva Corte.

Ella y Nan iban de un lado a otro, abriendo cómodas y roperos en los cuales se guardaban los vestidos, distrayéndose en recordar sucesos que los habían contado como espectadores.

—¡Oh! ¡Este fue el vestido que llevé cuando Bruce llegó a Dangerfield House! —Sacó el vestido de tela de oro y encaje color champaña y se lo midió por fuera, alisando los pliegues y acariciando la tela, entornados los ojos ante la ensoñación. Pero en seguida lo volvió a poner en su lugar—. ¡Y mira este otro, Nan! ¡Con él fui presentada en la Corte!

Por último le tocó el turno al vestido de raso blanco bordado en aljófares que llevó la noche de su boda con Radclyffe. Una vez más lo examinaron rigurosamente, estudiando el material, la forma y el estilo, y comentando cuán extraño había sido que le quedara a ella como un guante, excepto, quizás, un poco ancho en la cintura y un tanto estrecho en el busto.

—Me pregunto a quién habrá pertenecido —musitó Ámbar, aun cuando lo había olvidado completamente en ocho meses que llevaba de casada.

—Quizás a la primera condesa. ¿Por qué no se lo preguntáis? En verdad, ha llegado a intrigarme.

—A mí también. Sí; se lo preguntaré.

A las diez salió Radclyffe de la biblioteca y subió la escalera. Era, generalmente, la hora en que se iba a la cama, y siempre lo hacía con regularidad, pues hasta en los más pequeños hábitos observaba una pasmosa puntualidad… característica de la que habían sacado ventaja ella y Philip. Ámbar estaba sentada leyendo la última comedia de Dryden, Amor Secreto, cuando el conde entró y cruzó silenciosamente la alcoba, dirigiéndose a su cuarto de vestir, sin que ninguno de los dos se mirara o hablara. Nunca había permitido él que Ámbar lo viera desnudo —ni ella lo deseaba—, y cuando salió llevaba una hermosa robe de chambre hecha en seda tejida en las Indias Orientales, de suaves y apagados tonos. En cuanto él tomó un despabilador y comenzó a recorrer la habitación, apagando las bujías, Ámbar dejó a un lado su libro y se estiró sobre el asiento, bostezando.

—Aquel vestido de raso blanco —dijo de pronto, con indolencia—, ese que vos quisisteis que llevara cuando nos casamos… ¿dónde lo obtuvisteis? ¿A quién perteneció antes que yo lo usara?

El conde se detuvo y la miró, sonriendo meditabundo.

—¡Extraño que no me lo hayáis preguntado antes! Sin embargo hay tan pocas cosas decentes entre nosotros… que creo que puedo decíroslo. Ese debía ser el traje de novia de una joven con quien pensaba casarme… mas no se cumplieron mis deseos.

Ámbar conjeturó, visiblemente satisfecha.

—¡Oh! De modo que os dieron calabazas…

—No, no fue eso. Desapareció una noche, durante el sitio de su castillo, en mil seiscientos cuarenta y tres. Sus padres nunca más supieron de ella, y llegamos a la conclusión de que había sido capturada y muerta por los parlamentarios… —Ámbar vio en sus ojos una expresión completamente nueva, profundamente triste y que, sin embargo, era evidente que lo aliviaba con el recuerdo del pasado, algo así como una recompensa, una parcela de felicidad, un oasis en el desierto de su árida vida del presente. En el conde se vislumbraba una extraña y nueva cualidad de ternura que ella no había sospechado jamás en alma tan mezquina—. Era una mujer extremadamente hermosa, noble y generosa… una dama. Paréceme increíble ahora, pero la primera vez que os vi me la recordasteis en grado superlativo. ¡Caramba!, no puedo imaginarme cómo pudo ser eso. No os parecéis —o sólo muy poco— y ciertamente no poseéis vos ninguna de las dotes que yo admiraba en ella. —Se encogió de hombros ligeramente. No miraba a Ámbar, sino a algo que estaba más allá, perdido en las brumas del pasado, un pasado donde él había dejado su corazón. Y nuevamente se volvió a ella, pero ahora con su sempiterna expresión cínica, con su máscara de todos los días, el ayer convertido en ahora. Siguió apagando las bujías y, al extinguirse la última, la habitación quedó sumida en repentina oscuridad—. Tal vez no haya sido completamente extraño que vuestro físico me recordase el de ella —continuó con lentitud y, como su voz no cambiaba de lugar, presumió ella que estaba muy cerca de allí, junto al candelabro—. La he estado buscando durante veintitrés años en el rostro de todas las mujeres que he visto, dondequiera he ido. Tenía la esperanza de que tal vez no hubiera muerto… de que alguna vez la encontraría… —Se produjo una larga pausa. Ámbar se quedó quieta, sorprendida por las cosas que él decía, y entonces se oyó de nuevo la voz, esta vez más cercana. Aguzó el oído y pudo percibir también el resbalar de las chinelas sobre el suelo al avanzar el conde hacia ella—. Pero ya he dejado de buscarla… sé que está muerta.

Ámbar se quitó el salto de cama y se metió en el lecho sin hacer ruido, con la sensación de recelo con que lo hacía todas las noches.

—¡De modo que vos amasteis una vez!… —dijo ella, despechada al pensar que, aun cuando a ella la había despreciado, había sido capaz de amar a otra tiernamente.

Sintió que el colchón de plumas se aplastaba bajo su peso.

—Sí, amé una vez. Pero sólo una vez. Lo recuerdo con el idealismo de un joven… y todavía la amo. Pero ahora soy ya viejo, he aprendido mucho de las mujeres y no siento por ellas otra cosa que profundo desprecio. —Se quitó la robe de chambre, y se acostó finalmente.

Durante algunos minutos, Ámbar esperó aprensivamente, tensos los músculos y con los dientes fuertemente apretados, sin poder cerrar los ojos. Nunca se había atrevido a negarle nada, pero cada noche sentía la tortura de la espera, de algo que no llegaba. Jamás pudo saber a qué se debía esa inquietud. Él seguía estirado, casi rozándola, pero sin aventurar el más ligero movimiento para tocarla. Por último se hizo perceptible su reposada respiración. La somnolencia comenzó a sumirla en una especie de vago ensueño. No obstante, el menor movimiento de él la despertaba, manteniéndose a la expectativa de algo, algo imprecisable, algo que no podía situar. Ni siquiera cuando quedaba sola, podía dormir en paz.

Los parientes de Jenny llegaron y durante varios días observaron con interés los vestidos, las joyas y los modales de Ámbar. Ninguno aprobaba, pero todos la encontraban excitante y, mientras las mujeres hablaban de ella enarcando las cejas y frunciendo los labios, los hombres se sentían inclinados a comentar privadamente ciertas relevantes condiciones. Ámbar sabía perfectamente lo que pensaban tanto unas como otros, pero no se preocupaba en absoluto; si ellos la encontraban chocante, ella los consideraba mezquinos y chapados a la antigua. Sin embargo, cuando todos se fueron, y el silencio y la monotonía se posesionaron de nuevo de Lime Park, sintió mayor inquietud que nunca.

Conforme pasaban los días, había trabajado de tal modo el espíritu de Philip, que éste estaba perdido y locamente enamorado. Resultaba difícil aplacarlo y hacerle comprender la necesidad de ser discretos.

—¿Qué haremos? —preguntaba él sin cesar—. ¡Esto no puede seguir así! Algunas veces creo que voy a volverme loco.

Ámbar se mostró razonable y cariñosa. Amorosamente acarició sus rubios cabellos —no usaba él peluca— y los alisó sobre la frente.

—No podemos hacer nada, Philip; es tu padre.

—¡No me importa que lo sea! ¡Ahora lo aborrezco! Anoche lo vi cruzar la galería en dirección a tu… ¡Dios mío! Por un segundo sentí tentaciones de agarrarlo por el cuello y… ¡Oh, qué es lo que estoy diciendo! —Respiró trabajosamente, el juvenil rostro trabajado por la angustia. Ámbar le había ocasionado algunos fugaces momentos de placer, pero también mucha infelicidad. No había tenido ni un solo momento de paz desde que llegó a Lime Park.

—No debes hablar de ese modo, Philip —reprochó ella suavemente—. Ni siquiera debes pensar en esas cosas… o sucederá algo. No olvides que él tiene pleno derecho a hacer de mí lo que quiera…

—¡Oh, Señor! Nunca creí posible que mi vida se viera hundida en un caos como éste… ¡No sé cómo puede haber sucedido!

Pocos días más tarde, Ámbar regresó a la casa, sola, de regreso de un paseo a caballo —Philip habría regresado por otro camino para evitar que los vieran juntos— y encontró a Radclyffe sentado ante la mesita de escribir del dormitorio.

—Señora —le dijo el conde, hablándole por encima del hombro—, tengo necesidad de hacer una breve visita a Londres. Saldré esta tarde, inmediatamente después del almuerzo.

Una sonrisa distendió la faz de Ámbar. Parecíale realmente imposible que él tuviera intenciones de llevarla consigo, pero esperó impresionarlo, fingiendo creerlo.

—¡Oh, qué maravilla! ¡Oh, Señoría, cuán bueno sois! ¡Ahora mismo diré a Nan que empaquete mis cosas!

Ya salía de la habitación, pero la detuvieron sus palabras.

—No os molestéis. Partiré solo.

—¿Sólo? ¿Y pensáis que eso puede ser posible? ¡Si os vais, voy yo también!

—Iré solamente por unos días. Es un asunto de importancia y no quiero tener la molestia de vuestra compañía.

Ámbar resopló con indignación y, girando bruscamente sobre sus talones, se dirigió hacia él, mirándolo a través de la mesa como una verdadera furia.

—¡Sois el hombre más canalla que pisa la tierra! No quiero quedarme aquí ¿habéis oído? ¡No quiero! —Y golpeó sin consideración la mesa con la fusta, haciéndola temblar.

El conde se puso de pie, se inclinó —ella veía perfectamente los músculos de su cara tensos en su esfuerzo por contener su cólera— y paso a paso salió de la habitación. De nuevo golpeó ella la mesa gritando:

—¡No quiero quedarme, os digo! ¡No quiero! ¡No quiero! —Y como él cerrara la puerta tras sí, arrojó el látigo contra una ventana y se dirigió a la habitación contigua, donde encontró a Nan charlando con la nodriza de Susanna—. ¡Nan! ¡Empaqueta mis cosas! ¡Me voy a Londres en mi propio carruaje! ¡Ese bastardo!…

La pequeña Susanna corrió hacia su madre, que golpeó el suelo con el pie y repitió airada, alborotando sus bucles.

—¡Ese bastardo!

A la hora del almuerzo, Ámbar no bajó. Estaba ocupada en hacer los preparativos para la marcha y no tenía apetito. Y cuando Radclyffe la mandó a buscar de nuevo, rogándole que bajara para hacerles compañía, se negó obstinada y firmemente, echó la llave a la puerta exterior de su departamento y se la guardó.

—¡Muchas veces me dijo qué debo y qué no debo hacer! —informó a Nan, acalorada—. ¡Que me condenen si permito que ese viejo bribón me lleve de la nariz como a un oso amaestrado!

Pero cuando se cambió de ropa y estuvo ya lista para partir, se encontró con que la puerta exterior de la galería había sido cerrada con llave y que la suya había desaparecido. No había otra salida, porque las habitaciones comunicaban entre sí. Golpeó, llamó a gritos y dio puntapiés contra la puerta, pero no obtuvo respuesta. Iracunda, regresó al dormitorio y empezó a destrozar cuanto caía en sus manos, Nan corría desolada llevándose las manos a la cabeza. Al cabo de algunos minutos, Ámbar estaba agotada y la habitación convertida en un verdadero desastre.

Transcurrió cierto tiempo. Alguien abrió la puerta de entrada al vestíbulo, introdujo una bandeja con alimentos, golpeó para llamar la atención y acto seguido salió corriendo por la galería, cerrando de nuevo con llave. Era evidente que el conde había dicho a los criados que su esposa se encontraba bajo los efectos de un nuevo ataque. Una de las doncellas trajo la bandeja y la arregló sobre una mesita, al lado de la cama donde su ama estaba recostada. Ámbar se volvió, levantó la fuente y la arrojó al otro lado de la habitación. No contenta con eso, volcó bandeja, platos y todo.

Transcurridas otras tres horas, Nan se arriesgó a penetrar en el dormitorio. Ámbar estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas y en disposición de conversar. Le comunicó que estaba determinada a marcharse de cualquier modo, aunque tuviera que escapar por la ventana. Nan, prudente, trató de convencerla; si desobedecía a Su Señoría, podía provocar una acción legal contra ella y, sin duda, el conde obtendría la separación y con ella el derecho a todo su dinero.

—Recordad —le aconsejó Nan—, Su Majestad podrá estar interesado por vos… pues siempre ha tenido predilección por las mujeres bonitas. Pero bien conocéis vos su naturaleza… No le gusta el amor allí donde hay probabilidades de disgusto. Lo más prudente sería quedarse aquí, señora.

Había deshecho su peinado y quitado los zapatos. Sentóse con las manos puestas en las rodillas, los ojos centelleantes. Desde las siete de la mañana no había tomado otra cosa que un vaso de jugo de frutas, y eran ya las cuatro y media. Sus ojos se posaron en el pollo frío, el cual había sido recogido, limpiado y vuelto a colocar en la bandeja.

—Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿Enmohecerme para siempre en el campo? ¡Ya te dije que no lo haré!

De pronto sintieron un rumor y apagados gritos de mujer. Se miraron asombradas la una a la otra. Las dos rígidas y en actitud de escuchar. Era Jenny, cuyos golpes en la puerta exterior hicieron saltar a Ámbar de la cama, asustada sin saber por qué. Volando a través de las habitaciones interiores, llegó hasta la puerta de la galería.

—¡Señora condesa! —gritaba ésta, y en su voz se percibía la desesperación y el llanto—. ¡Señora condesa! ¡Señora condesa!

—¡Aquí estoy, Jenny! ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

—¡Es Philip! ¡Está enfermo! ¡Desesperadamente enfermo! ¡Me temo que se esté muriendo! Oh, Señoría…, ¡tenéis que venir!

Un estremecimiento de horror la sacudió de pies a cabeza. ¿Philip enfermo… muriéndose? Si aquella misma mañana habían estado juntos en la casita de verano, sin que él demostrara el menor signo de malestar y luego habían realizado su paseo a caballo…

—¿Qué le pasa?… ¡Oh, Jenny, no puedo salir! ¡Estoy encerrada! ¿Dónde está el conde?

—¡Se fue! ¡Hace tres horas que se ha ido! ¡Oh, Ámbar…, tenéis que salir! ¡Os está llamando! —Jenny lloraba desconsoladamente.

Ámbar miró en derredor, impotente.

—¡No puedo salir! ¡Maldita sea! ¡Id a buscar a uno de los lacayos! ¡Haced que rompan la puerta, si es necesario!

Nan estaba a su lado y mientras el taconeo de Jenny se perdió en el pasadizo, las dos mujeres tomaron dos candelabros de metal y comenzaron a golpear la cerradura. Jenny volvió en un par de minutos.

—¡Dicen los criados que Su Señoría ha dejado orden de no dejaros salir, ocurra lo que ocurra!

——¿Dónde está el lacayo?

—¡Está aquí, conmigo… pero dice que no se atreve a abrir la puerta! ¡Oh, Ámbar, por favor, decidle, que tiene que abrir! ¡Philip…!

—¡Abrid la puerta, so lacayo! —gritó Ámbar—. ¡Abridla o incendiaré la casa! —y furiosamente siguió golpeando la cerradura, esta vez con la pequeña pala de la chimenea.

El criado tuvo unos segundos de vacilación, pero se decidió a ayudar, cayendo con todo el peso de su cuerpo sobre la puerta, mientras Ámbar, sudorosa, se apartó. Nan había ido en busca de los zapatos, que se calzó dando saltos. La cerradura saltó por fin y la puerta se abrió de par en par. Ámbar salió corriendo y, tomando a Jenny de la cintura, corrieron hacia el otro extremo de la galería, donde estaban las habitaciones de Philip.

El hijo del conde yacía en su lecho, todavía vestido, pero con una manta sobre su cuerpo. Su cabeza estaba apoyada en las almohadas, y su rostro torcido de tal modo, que apenas era posible reconocerle. Se retorcía y daba vueltas, apretándose el vientre, los dientes castañeteando y las venas del cuello a punto de reventar.

Ámbar quedó petrificada en el umbral. Luego corrió hacia él.

—¡Philip!… ¿Qué ocurre, Philip? ¿Qué ha sucedido?

El joven la miró, sin reconocerla. Después la tomó de una mano, atrayéndola bruscamente hacia sí.

—He sido envenenado… —Su voz era un bronco susurro. Ámbar ahogó un grito de terror, iniciando un movimiento de retroceso, pero él apretó más, con tal fuerza que parecía que la iba a romper—. ¿Has comido algo hoy…?

Súbitamente ella comprendió lo que había ocurrido. El conde había descubierto sus relaciones y había querido envenenarlos a los dos. Su comida debía de estar envenenada. Se sintió descompuesta y aterida. Mas su ansiedad era por ella misma.

«Tal vez el jugo de fruta estuviera envenenado… ¡Puede ser que yo también muera!»

—Esta mañana bebí jugo de fruta —dijo quedamente, con los ojos como ascuas.

Hubo un ruido sordo, como de agua en ebullición, y el cuerpo de Philip se contrajo en una convulsión. Se tiró de un lado a otro, como si de ese modo quisiera escapar al dolor. Un paroxismo de agonía contrajo su semblante y transcurrieron algunos minutos antes de que estuviera en condiciones de hablar. Cada palabra fue pronunciada con gran esfuerzo, en medio de un doloroso estertor de muerte.

—No. Yo fui envenenado en el almuerzo, creo… Los dolores comenzaron hace media hora… La casita de verano… hay un agujero en esa máscara de piedra de la pared…

No pudo decir más, porque Jenny se acercó trayéndole un vaso de leche, pero Ámbar comprendió lo que quería decir. Radclyffe debía de haber estado por la mañana en la casita de verano, viéndolo todo. Debía de haber estado allí muchas mañanas. La invadió una terrible e impotente cólera, pero en medio de ella sintió un alivio: no, ella no había sido envenenada… ella no iba a morir.

Jenny ayudó a Philip a incorporarse y a beber la leche. Después que hubo bebido unos sorbos, el joven se echó para atrás, presa de un terrible espasmo. Ámbar no quiso ver, llevándose las manos a la cara.

Transcurridos apenas unos segundos, se agachó y, recogiendo su falda, salió corriendo, con toda la prontitud de que era capaz. Siempre corriendo, anduvo por la galería, bajó la escalera, siguió por la terraza, bajó la escalera de mármol que daba acceso al jardín, cruzó éste y salió a campo abierto, hasta que una aguda punzada en el costado y la falta de aire la obligaron a detenerse. Allí se quedó parada, con una mano sobre el corazón, tratando de acallar sus furiosos latidos, y respirando fatigosamente. Poco a poco se fue reponiendo y por último tornó la cabeza hacia la ventana del dormitorio situado en el extremo sudeste del castillo. Con un grito de horror se tiró al suelo, sobre el mullido césped, y allí enterró la cara, masticando como una demente, hierba y tierra, cerrando los ojos y tapándose los oídos con las manos. Pero, a pesar de sus esfuerzos, todavía siguió viendo el rostro de Philip deformado por la agonía y aún siguió oyendo el ronco y desesperado sonido de su voz.