Capítulo LXV

Al principio Ámbar estaba muy contenta de encontrarse con Bruce en secreto. Habiendo estado a punto de perderlo, se mostraba agradecida por aquellas furtivas horas de dicha, decidida a gustarlas hasta el último momento que pasaran juntos. Estaba convencida de que él no regresaría nunca más y le horrorizaba el paso del tiempo… los días, las semanas, los meses, hasta que se agotara su propia vida.

Pero lentamente comenzó a surgir un sordo encono en ella. Porque Bruce le había dicho que no volvería a verla más si Corinna llegaba a enterarse de que sus relaciones continuaban; ella le creyó. Pero ya de hecho había roto él una promesa a su esposa… ¿Por qué no podía romper otra? Y nunca, en los diez años que lo conocía pareció estar tan verdadera y profundamente enamorado de ella. Y no se le ocurría pensar a Ámbar que ella era la responsable de ello, porque nunca había hecho menos peticiones, jamás se había mostrado tan cariñosa, tan leal, sin fastidiarlo con discusiones o quejas. Y de ese modo, gradualmente, se persuadió a sí misma de que era importante para él y que, sucediese lo que sucediese, nunca la abandonaría. En consecuencia, se mostró cada día más descontenta con su suerte.

«¿Qué significo yo para él? —se preguntaba con amargura—. Me considera un simple pasatiempo. Una mezcla de esposa y de querida. ¡Que me condene si permito que esto continúe así! ¡Le haré saber que no soy la muchacha aldeana que conociera! Soy la duquesa de Ravenspur, una gran dama, una persona de calidad… ¡y no quiero ser tratada como una moza cualquiera, visitada a escondidas y sin poder mencionar jamás mi predilección!»

Pero la primera vez que se atrevió a insinuar una protesta, la respuesta de Bruce fue terminante.

—Este arreglo fue idea tuya, Ámbar, no mía. Si no te gusta… no tienes más que decirlo, y dejaremos de vernos.

Lo que ella vio en sus ojos la atemorizó… algún tiempo.

Todavía creía que las cosas habrían de ser siempre de su agrado, y cada día se mostraba más satisfecha y desafiante. Su paciencia iba agotándose poco a poco en el transcurso de los últimos meses. Mientras iba a verlo un día, sacudiéndose y balanceándose en un coche de alquiler, llegó al colmo de su irritabilidad. Corinna esperaba su hijo al mes siguiente, de modo que no les quedaba sino unas seis o siete semanas para verse; después, Bruce partiría de Inglaterra para siempre. Sabía bien que en tales circunstancias no tendría trabajo al hurgar el nido de avispas.

«¿Quién ha oído decir que se trate de este modo a una amante? —se preguntaba. ¿Por qué tengo que estar escondiéndome para verlo, como una vulgar carterista? ¡Oh, que se vayan al diablo él y todo su infernal sigilo!»

Esta vez iba vestida como una muchacha aldeana que llegara de Knightsbridge, Islington o Chelsea a vender verduras, y sin ningún remordimiento había escogido la vestimenta que llevara el día de la feria de Heathstone. Consistía en una falda de lana verde ajustada sobre unas enaguas a listas rojas y blancas, una faja negra anudada sobre las caderas y una blusa blanca con mangas abultadas. No llevaba medias. Los zapatos eran negros, de tacón bajo. Con los cabellos sueltos sobre la espalda y sin ningún afeite, se parecía extraordinariamente a la muchacha que fuera diez años antes.

El día era caluroso en extremo; el sol había salido por sorpresa después de una ligera lluvia, caída en horas de la mañana. Ámbar bajó la ventanilla del coche, que siguió dando tumbos por la King Street hasta llegar a Charing Cross, donde el Strand se encontraba con el Pall Mall, y cuando el desvencijado vehículo principió a detenerse, sacó la cabeza buscándolo. El espacio abierto que tenía por delante estaba lleno de niños, animales, vendedores ambulantes, ciudadanos y mendigos; todo era agitación y movimiento, todo era ruido —como siempre había sido Londres para ella— y excitación.

Lo vio parado a algunos metros de distancia, con la espalda vuelta, comprando un pequeño cesto de rojas cerezas a una vieja frutera, mientras un sucio y andrajoso chiquillo le tiraba de la casaca pidiendo una moneda. Bruce no había adoptado el disfraz con el mismo placer que ella; siempre vestía algunos de sus trajes más sencillos. El que llevaba puesto consistía en unos calzones verdes anudados en las rodillas, una bonita casaca negra con amplios adornos y bordados de oro en las mangas. Llevaba un sombrero de tres picos, y tanto el traje como el sombrero eran de última moda.

Ámbar perdió su petulancia al verlo; se inclinó hacia delante y gritó, agitando la mano:

—¡Eh, ven!

Media docenas de hombres la miraron, haciendo gestos, como preguntándose si se diría a alguno de ellos. Les hizo a su vez una burlona e imprudente mueca. Bruce la vio, pagó a la frutera, arrojó una moneda al desharrapado chiquillo, y después de dar la dirección al auriga se metió en el coche. Le entregó el cesto de cerezas a ella, y mientras el coche partía otra vez dando tumbos, se sentó a su lado. Con ojos de admiración la miró de la cabeza a los pies, deteniéndose en los blancos y delicados tobillos, cruzados con modestia.

—Estás tan bonita como una moza aldeana… como el primer día que te vi.

—¡Ah, sí! —Ámbar se alegró al calor de aquella sonrisa; empezó a comer las cerezas, después de darle un puñado a él—. Han transcurrido diez años, Bruce, desde aquel día en Marygreen. No puedo creerlo. ¿Y tú?

—Tenía la creencia de que te parecía mucho diez años.

—¿Por qué? —despavorida se volvió—. ¿Es que parezco haber envejecido más de diez años?

—Claro que no, querida. ¿Cuántos tienes? ¿Veintiséis?

—Sí. ¿Los aparento? —había algo de patético en su ansiedad.

Bruce no pudo menos de reírse.

—¡Veintiséis! ¡Dios mío, qué maravillosa edad! ¿Sabes cuántos tengo yo? Treinta y nueve. ¿No te preguntas por qué salgo sin bastón?

Ámbar hizo un gesto, tomando otro puñado de cerezas.

—La edad es diferente en los hombres.

—Sólo porque las mujeres lo creen así.

Ella prefería hablar de algo más agradable.

—Espero que vayamos a comer algo. No he almorzado hoy… Madame Rouvière me estaba confeccionando el vestido para el cumpleaños de Su Majestad —era una costumbre en la Corte estrenar ropas en tal ocasión—. ¡Oh, espera hasta verlo! —entornó los ojos para significar que quedaría deslumbrado.

Bruce sonrió.

—No me lo digas… lo sé. Es transparente de la cintura para abajo.

—¡Oh, so villano! ¡No lo es! ¡Es muy discreto!… tan discreto como cualquiera de los que lleva Corinna, te lo aseguro.

Sabía que había cometido una indiscreción al mencionarla. La cara de Bruce se puso seria y su sonrisa desapareció; los dos quedaron silenciosos.

Viajando al lado de él, sacudiéndose incómodamente sobre el duro asiento, Ámbar se preguntaba en qué estaría pensando, y todos sus agravios contra él renacieron. Mirábalo a hurtadillas; el hermoso perfil, el nervioso movimiento de los músculos de la mandíbula, bajo la piel morena, despertaban deseos de acariciársela, diciéndole cuán profundamente lo amaba. En ese momento entró el coche en el patio de la casa, deteniéndose. Bruce bajó de un salto, estirando su brazo para ayudarla a bajar.

Pollos alborotados huían por todas partes al aproximarse los caballos, mientras un gato saltó cuando las ruedas estuvieron casi encima de él. El sol caía de costado sobre el enladrillado patio; aún se percibía el olor a lluvia; grandes maceteros de barro cocido estaban alineados junto a la pared, algunas plantas lucían vistosas y perfumadas flores. Arriba, colgando de las barandas de los corredores que daban al patio, se veía toda clase de ropas, sábanas, toallas, faldas, camisas de hombre y mujer; algunas prendas más íntimas. Un niño se encontraba sentado en el patio, cantando una canción mientras acariciaba a su perro, echado sobre su falda, pareció poco interesado con la llegada del coche, pues ni siquiera se movió aunque paró a sólo unos pasos de donde él estaba sentado.

Ámbar apoyó su mano en la de Bruce y saltó del vehículo, y mientras él pagaba al cochero, agitó su cabellera para que le diera de lleno el sol acariciante de esa hora. Sonrió al muchacho y le preguntó si no quería algunas cerezas. Al oírlo, el chico se puso de pie de un salto; después de sacar un puñado más de cerezas, Ámbar le entregó el cesto. Bruce se volvió a ella y juntos entraron en la casa.

Bruce había ordenado ya la comida, y cuando ellos llegaron, se retiraron los mozos. Una mesa había sido dispuesta junto a la chimenea, cubierta con un mantel y servilletas de lino; allí lucía un espléndido juego de cubiertos y vajilla de Italia, copas de cristal de roca y un candelabro de siete luces. Había fresas con crema, una carpa sazonada y preparada exquisitamente, un plato de judías calientes, un delicioso postre con manzanas. Por último había excelente café humeante.

—¡Oh! —exclamó Ámbar con alegría, olvidándose de que habían estado a punto de reñir—. ¡Todo me gusta! —se volvió gozosamente y besó a Bruce—. ¡Siempre recuerdas lo que más me agrada, querido!

Y era cierto. De vez en cuando le llevaba él regalos inesperados, algunos de ellos de gran valor. Si un objeto era hermoso o raro; si le recordaba a ella o si pensaba que la haría reír, lo compraba.

Se sentaron a comer inmediatamente. Todo el resentimiento de ella había desaparecido. Conversando y riendo, saborearon la buena comida, absortos el uno en el otro, felices y contentos. Habían llegado a las dos y entonces les había parecido que tenían toda la tarde delante de ellos. El sol había descendido ya considerablemente; sólo un destello brillante quedaba en la parte superior de la ventana, no tardando en desaparecer también. Hacía un poco de frío; la habitación se sumió en penumbras. Ámbar se levantó de la cama, donde estuvo recostada al lado de Bruce, y se acercó a la ventana.

Estaba vestida a medias; llevaba los pies desnudos, y la camisa descubría parte de sus hombros y el pecho. Bruce, recostado de codos en la cama, la contemplaba sin apartar la vista de ella.

Ámbar se inclinó fuera de la ventana, mirando el río surcado por embarcaciones de toda clase; el sol, agonizante, cubría las aguas de un color violáceo. Abajo, entre las sombras del patio, dos hombres conversaban. Había tal tranquilidad y quietud en el ambiente, que sumía al espíritu en apacible ensoñación. El día tocaba a su fin, y la noche se cernía sobre los seres y las cosas de la ciudad. Las gentes se movían silenciosamente a lo lejos. Ámbar se sintió conmovida. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Por último, se volvió hacia él.

—¡Oh, Bruce! Esta noche promete ser maravillosa. ¿No sería magnífico tomar una embarcación y remontar el Támesis, hasta alguna posada y volver al día siguiente…?

—Lo sería —convino él.

—¡Entonces, vamos!

—Bien sabes que es imposible.

—¿Por qué? —Su voz y el brillo de sus ojos eran desafiantes. Bruce se limitó a mirarla, como si la pregunta fuera superflua. Permanecieron silenciosos algunos momentos—. ¡Es que no te atreves! —espetó por último.

De nuevo estaban allí, hirviendo dentro de ella, toda la cólera y el temor que sentía, su herido orgullo, y el contrariado afecto de los últimos meses. Se acercó a él mirándolo dispuesta a definirlo de una vez.

—¡Oh, Bruce! ¿Por qué no podemos ir? Puedes idear alguna disculpa. Ella te cree. ¡Oh, por favor, Bruce! ¡Muy poco falta para que me abandones y te vayas para siempre!

—No puedo, Ámbar, y eso lo sabes tan bien como yo. Además, es ya hora de que nos retiremos —se incorporó.

—¡Claro! —exclamó ella furiosamente—. ¡En cuanto digo algo que no te gusta oír, es hora de retirarte! —su boca se retorció en una desagradable mueca y el tono de su voz tenía una inflexión de amarga mofa—. ¡Y, sin embargo, es hora de que me escuches! ¿Crees que he sido muy feliz durante estos cinco meses pasados… teniendo que arrastrarme y ocultarme para verte, sin atreverme siquiera a dirigirte una palabra de conveniencia delante de otras personas, todo por temor de que ella se enterara y se sintiera lastimada? ¡Oh, Dios! ¡Pobre Corinna! ¡Hay que impedir que sufra!… ¿Y yo? —era tal la furia que poco a poco la iba poseyendo, que su voz temblaba. Con actitud airada se señaló a sí misma— ¡Por lo visto, yo sirvo para ciertas cosas nada más!

Bruce se mostró francamente fastidiado.

—Lo siento, Ámbar, tú fuiste quien buscó este acomodo, recuérdalo.

Ella se le puso delante.

—¡Al cuerno tu maldito sigilo!… ¡Es ridículo!

Bruce tomó su chaleco y tras de ponérselo comenzó a abotonarlo.

—Harías mejor vistiéndote —hablaba brevemente; los músculos del mentón se habían endurecido. Su rostro expresaba cólera.

—¡Escúchame, Bruce Carlton! ¡Seguramente crees que me siento halagada y que me haces un favor reuniéndote conmigo! Puede ser que haya sido así alguna vez… pero ya no soy una simple aldeana… ¿Lo has oído? Soy la duquesa de Ravenspur… ¡Ahora soy alguien y no quiero ocultar mis amoríos, ir en coches alquilados ni vivir en casas de otros! ¡No lo quiero! ¿Has oído?

Bruce se abrochaba el corbatín delante del espejo.

—¡Muy bien! Lo he oído perfectamente. ¿Quieres venir conmigo?

—¡No, no quiero! ¿Por qué tendría que ir? —estaba parada con las piernas abiertas y las manos en las caderas, mirándolo con desafío.

Una vez anudado el corbatín él se puso la peluca, tomó su sombrero y cruzó la habitación en dirección a la puerta, mientras Ámbar lo contemplaba con creciente temor y desconfianza. ¿Qué era lo que pensaba hacer? Corrió hacia él con súbito impulso y lo alcanzó cuando llegaba a la puerta, y tomaba el tirador. Lord Carlton se volvió y durante unos segundos se miraron en silencio.

—Adiós, querida.

—¿Cuándo te veré de nuevo? —preguntó con voz queda y aprensiva.

—En Whitehall, supongo.

—Quiero decir aquí.

—¿Aquí? De ningún modo. No te gustan estas entrevistas secretas… y yo no las quiero de otro modo. Así las cosas parecen aclararse.

Ámbar lo miró con estupor, sin querer darle crédito, y por fin estalló toda su furia reconcentrada.

—¡Vete al diablo! —gritó—. ¡Yo también puedo ser independiente! Espero no volver a verte más. ¡Márchate! ¡Márchate! —El tono de su voz se elevó histéricamente, y sin poderse contener lo golpeó a puño cerrado.

Bruce abrió la puerta y salió dando un portazo. Ámbar se apoyó contra la pared, desatándose en salvajes y desgarradores sollozos. Oía el ruido de sus pasos al bajar la escalera y se dio cuenta cuando él llegó a la calle… Dejó de sollozar unos instantes y escuchó. Ya no oía nada más que el apagado son de un lejano violín. Girando sobre sus talones corrió a la ventana y se inclinó sobre ella. El patio estaba oscuro, pero en ese momento llegó alguien llevando un farol y al destello de éste vio a Bruce que trasponía la puerta exterior.

—¡Bruce!

Su grito era frenético y atemorizado.

Pero estaba a tres pisos de altura y posiblemente él no la oyó. En pocos segundos se perdió de vista.