Capítulo XLVII

—¿Os sentís atraída hacia Richmond? La pregunta había estado en la mente de Carlos II desde que el duque le hizo la formal petición. El joven le parecía a él torpe y rudo, demasiado dado a la bebida, y sus intereses estaban tan embrollados que apenas si hubiera podido considerársele un buen partido para una criada, mucho menos para una dama como Frances, acostumbrada al lujo desde su nacimiento.

Frances Stewart lo miró llena de sorpresa.

—¿Atraída hacia él? ¿Por qué me preguntáis eso?

—Consideré esa posibilidad —replicó el rey, encogiéndose de hombros—. No hay duda de que por su parte está perdidamente enamorado de vos.

Frances se convirtió seguidamente en la mujer coqueta. Cerró y abrió alternativamente el abanico, palpando una a una las varillas con los dedos.

—Bien —dijo, mirando a su abanico y no a él—, supongamos que sea así.

El rostro del rey se ensombreció al instante. Sus negros ojos centellearon. Mientras escrutaba sus facciones, su boca se contrajo en un rictus nervioso e inquieto.

—¿Es cierto?

Frances lo miró, todavía sonriendo con coquetería, pero su expresión cambió rápidamente por otra de sorpresa al encontrar una mirada colérica.

—¡Vaya, Majestad! ¡Cuán enojado estáis! ¿Os he ofendido de algún modo?

—¡Respondedme, Frances! ¡No estoy de humor para bromas! Y respondedme con sinceridad.

Frances Stewart lanzó un pequeño suspiro.

—No, Majestad, no es cierto. ¿Acaso tal circunstancia haría más honorable mi matrimonio con él? —algunas veces sorprendía al monarca con su modo de hablar; no habría podido éste decir si lo hacía como una muchacha inocente y candorosa o con el cálculo de una perversa.

Carlos Estuardo sonrió con tristeza.

—No, Frances, no lo haría más honorable… pero, lo confieso, estoy contento con oírlo. No soy muy inclinado a los celos… pero esta vez… —encogió de nuevo sus anchos hombros, sin dejar de observarla detenidamente—. He estado examinando el estado de cuentas y veo que están en peores condiciones que nunca. A no ser por su título, hace tiempo que lo habría prendido un alguacil. En verdad, Frances, no creo que sea un buen partido para vos.

—¿Conocéis algún otro mejor, Sire? —preguntó ella agriamente.

—Ahora no, precisamente… pero quizás un poco más tarde…

Frances lo interrumpió.

—¡Quizás un poco más tarde! ¡Sire, vos no sabéis lo que decís! ¿Os dais cuenta de que tengo diecinueve años y que mi reputación está arruinada por mi propia necedad? Esta es la primera proposición honesta que he recibido… ¡y probablemente será la última! Sólo hay una cosa en el mundo que yo quiero… ¡y es ser una mujer respetable! ¡No quiero que mi familia tenga que avergonzarse de mí!

Se hallaban en la antecámara de la reina, esperando a que ésta se vistiera; Kathleen Boynton pasó por la puerta y, al oír la voz de Frances, echó una ojeada, preguntándose qué habría entre ellos. Carlos se dio cuenta.

—Vamos por aquí, Frances —dijo a la joven, y se dirigieron al extremo opuesto de la habitación—. Voy a deciros algo… —y luego agregó rápidamente, bajando la voz—: ¿Me prometéis guardar el secreto? No lo confiéis ni a vuestra madre…

—Confiad en mí, Majestad.

En efecto, Frances podía guardar un secreto mejor que cualquiera de las personas que hablaban y comentaban en los corredores, las alcobas y las salas de Whitehall y Covent Garden.

Carlos Estuardo aspiró profundamente antes de proseguir.

—He consultado con el arzobispo de Canterbury sobre el divorcio.

—¡El divorcio! —murmuró Frances con voz apenas audible, verdaderamente conmovida y con el estupor reflejado en el semblante.

El rey siguió hablando con premura, echando una mirada circular para cerciorarse de que no había nadie.

—No es ésta la primera vez que he pensado en el asunto. Los médicos me han dicho que no creen que Su Majestad pueda retener un niño durante los nueve meses de gestación. York no es popular ya entre el pueblo… y lo será menos cuando se descubran sus intenciones religiosas. Si me caso de nuevo y tengo un hijo varón, seguramente cambiará el futuro de mi casa… Canterbury dice que puede arreglarlo.

Emociones y encontrados pensamientos se reflejaron en el rostro de Frances. La sorpresa se desvaneció para dar paso a una suerte de astuta vanidad complacida. Empezó a comprender lo que aquello significaba: ¡Frances Stewart, reina de Inglaterra! Siempre se había mostrado orgullosa de su lejana vinculación con la familia real, más orgullosa que de su belleza misma. Pero luego, cuando recordó a la reina, su expresión se trocó en otra de duda y desesperanza.

—¡Eso destrozará su corazón! ¡Os quiere tanto!

El rey Carlos, que había estado pendiente de las encontradas emociones traducidas por su faz, lanzó un suspiro y sus ojos se dirigieron al jardín a través de la abarrotada ventana junto a la cual estaban parados.

—Temo ofenderla una vez más… ¡Ha sufrido ya tanto…! —una tristeza inconmensurable ensombreció su rostro. Esbozó un rápido ademán de impaciencia—. ¡No sé qué hacer! —murmuró, colérico.

Quedaron silenciosos unos instantes, sin atreverse a mirarse a los ojos. En ese momento la reina Catalina apareció en la puerta, con mistress Boynton de un lado y Winifred Wells del otro. Con la cabeza ligeramente inclinada y una ansiosa y leve sonrisa en los labios, reflejaba en los ojos la adoración sin límites que experimentaba por el rey. Vaciló unos segundos, pero en seguida se rehízo y siguió adelante, con las manos apretadas delante del pecho.

—¡Cuánto siento haberos hecho esperar, Sire…!

En cuanto ella entró en la habitación, el rey compuso su semblante y se mostró el mismo de siempre. Sonrió con afabilidad y le salió al encuentro.

—¡Querida mía! Aunque hubierais tardado toda la mañana, no diría que estabais más hermosa que ahora.

Catalina se sonrojó. El arrebol, sin embargo, lo dio por bien venido, pues sabía que su tez era pálida. Sus grandes pestañas aletearon como errabundas mariposas negras, y luego lo miró de lleno a los ojos. Porque, a pesar de toda su repugnancia, había aprendido a poner en práctica algunas de las coqueterías sutiles con que las mujeres incitan a los hombres, y esta vez lo hizo con agrado.

—Es muy amable de vuestra parte que me halaguéis de este modo —murmuró la reina— cuando me veo condenada a usar este vestido negro que me sienta tan mal.

Sus damas y doncellas de honor habían llegado detrás, en tropel. La mayoría conversaba y murmuraba de asuntos propios, pero varios pares de ojos se clavaron con curiosidad en el semblante de Frances, tratando de descubrir sus impresiones y sentimientos mientras contemplaba a sus dos majestades juntos. La joven, con un pequeño movimiento de la cabeza, se adelantó prestamente hacia la reina, quien la esperó con una mano impulsivamente estirada y la cual tomó entre las suyas.

—No es lisonja, Majestad. Verdaderamente, estáis hermosa como nunca.

El tono de su voz y sus ojos eran apasionadamente sinceros. Detrás de ellos, la Boynton susurró a la Wells que algo debían de tramar la Stewart y el rey, ya que se mostraban tan desacostumbradamente bondadosos con la reina. Winifred replicó que eso le parecía una habladuría, puesto que Su Majestad siempre había tratado deferentemente a su esposa.

El tiempo era crudo, las calles y caminos se encontraban en pésimo estado, pero la Corte asistiría a la representación de una comedia. Carlos Estuardo ofreció su brazo a Catalina, quien agradeció su atención con una mirada de dicha inefable. Mientras salían, los ojos del rey se posaron un segundo en los de Frances. Entonces supo ésta, sin lugar a dudas, que mientras Catalina viviese, jamás sería ella reina de Inglaterra.

Ya bien avanzada la tarde —eran cerca de las seis—, la luz solar declinó con rapidez. El cielo se tornó encapotado y fosco, lo que hizo necesario encender candelabros y bujías. Carlos II se hallaba en su gabinete, escribiendo una carta a Minette. Sobre la mesa se veía una carta de ésta recién abierta. Carlos la consultaba de tanto en tanto y luego proseguía la suya. A sus pies, dos perrillos de largas orejas se espulgaban, mientras otros dos cachorros retozaban un poco más lejos, haciendo cabriolas y ladrando alegremente.

De la habitación contigua llegaba un sordo murmullo de voces masculinas… Buckhurst, Sedly, James Hamilton y media docena más lo esperaban para ir a cambiarse de ropa antes de la comida. Cruzábanse comentarios acerca de la comedia, puntualizando los defectos de la obra, del escenario y de los actores, y estableciendo comparaciones sobre las meretrices de la platea. De vez en cuando alguno reía en voz alta, y todas las voces se elevaban para aquietarse en seguida. El rey Carlos, absorto en su trabajo, apenas los oía.

De pronto percibió una conmoción y el sonido de una chillona voz femenina muy familiar.

—¿Dónde está Su Majestad? ¡Tengo importantes noticias que darle! —era Bárbara Palmer.

El monarca arrugó la frente y dejó caer la pluma, poniéndose de pie. ¡Pardiez! ¡De modo que aquella impertinente osaba desconocer los obstáculos y las prohibiciones! ¡Presentarse a esa hora en su cámara privada, cuando sabía perfectamente que estaría la habitación llena de hombres!

Oyó que Buckhurst le replicaba:

—Su Majestad está en su gabinete privado escribiendo una carta.

—Señor mío —dijo Bárbara con brusquedad—, la carta puede esperar. Lo que yo tengo que decirle, no —y antes de que pudiera impedírselo, golpeó nerviosamente en la puerta con los nudillos.

Al abrirla Carlos Estuardo, todos los caballeros pudieron advertir una ira reconcentrada que había trastocado por completo su habitual afabilidad. La midió de pies a cabeza.

—¿Qué se os ofrece, madame?

—¡Majestad! ¡Debo hablar con vos en privado! —sus ojos echaron una sugestiva ojeada en dirección a la habitación vecina—. ¡Es asunto de gran trascendencia!

Carlos Estuardo se encogió ligeramente de hombros y retrocedió para darle paso, mientras los caballeros cambiaban miradas de sorpresa y asombro. ¡Pardiez! ¿Qué haría la próxima vez? Ni siquiera cuando había gozado de la privanza real se había atrevido a tanto. La puerta del gabinete privado se cerró de un portazo.

—Veamos… ¿Cuál es ese importantísimo asunto que no admite dilación? —su tono era francamente socarrón e impaciente; estaba convencido de que se trataba de otra de sus tantas maniobras para impresionarlo y recobrar su favor.

—Tengo entendido que Vuestra Majestad ha hecho una visita a la señora Stewart hace un momento.

—Es cierto.

—Y que ella despidió a Vuestra Majestad con el pretexto de que la cabeza le dolía horriblemente.

—Vuestra información parece provenir de fuente inmejorable…

La inflexión impresa a su voz era de sarcasmo, sarcasmo que no llegaba a velar del todo el cinismo y la incredulidad que singularizaron su postura vital desde muy joven y que habían aumentado progresivamente a medida que los años pasaban y se hacía viejo. Se preguntaba qué nueva treta era aquélla, y se esforzaba por descubrir sus verdaderos planes.

Pero Bárbara devolvió el impacto con habilidad. Su fisonomía cobró una apariencia de coquetería burlona y su voz bajó hasta convertirse en un susurro.

—Pues bien, Sire, he venido a consolaros por esa frialdad…

El monarca enarcó las cejas, verdaderamente sorprendido, pero inmediatamente cedió lugar al enojo.

Madame, cada día os ponéis más insoportable.

Bárbara echó atrás la cabeza y se puso a reír. Era su característica risa franca, implacable, llena de desprecio y burlona crueldad. Cuando habló, su voz era suave, pero llena de resentimiento; la excitación había puesto tensas sus cuerdas vocales y avivado el fulgor de sus ojos. Se encogió como una gata dispuesta a dar el salto.

—¡Y vos sois un necio, Carlos Estuardo! ¡Sois un estúpido, ridículo y crédulo mentecato, y toda la Corte ríe a expensas vuestras!… ¿Y sabéis por qué? ¡Porque Frances Stewart está entretenidísima con Richmond bajo vuestras propias narices! Está con él en este mismo instante… en tanto que vos presumís que guarda cama aquejada por su eterno dolor de cabeza… —Hizo una pausa para tomar aliento, arrebolado el rostro por el triunfo brutal que hacía vibrar todos los músculos y nervios de su cuerpo, triunfante y satisfecha.

El rey replicó sin discernimiento, por primera vez perdida la ecuanimidad.

—¡Estáis mintiendo!

—¿Mintiendo? ¡Repito que sois un necio! ¡Venid conmigo y comprobad vos mismo si estoy mintiendo! —Él dudó todavía, como si se resistiera a creer en la veracidad de su aserto, pero Bárbara lo cogió de una mano—. ¡Venid conmigo y convenceos de una vez para siempre de cuán casta e inocente es esa mojigata… vuestra preciosa Frances Stewart!

Con repentina resolución, Carlos Estuardo se libró de la presión de su mano. Una vez libre, salió de la habitación a grandes pasos, seguido de Bárbara, que no podía ocultar su alegría. El rey iba en mangas de camisa, con solo los amplios calzones; hasta la peluca quedó, junto con la casaca, sobre el respaldo de la silla en que había estado sentado. Dos de los cortesanos apenas si tuvieron tiempo de alejarse presurosamente, haciéndose los inocentes; segundos antes habían estado escuchando al lado de la puerta. Carlos II no hizo caso de ellos y, casi a la carrera, siguió a través del laberinto de habitaciones, pasadizos y galerías que conducían hasta las habitaciones particulares de Frances, dejando detrás una estela de ojos y de bocas desmesuradamente abiertos por el asombro. Bárbara a duras penas podía seguirle.

El rey se detuvo ante la puerta de entrada, con la mano puesta en el tirador.

—No valía la pena que me siguierais —dijo a la Castlemaine abruptamente—. Retiraos a vuestras habitaciones —y luego, como se le quedara mirando estúpidamente, le cerró la puerta en la cara.

Una de las doncellas de Frances estaba cerca de la entrada y, al ver penetrar al rey, ahogó un grito de espanto. De un salto se dirigió a él.

—¡Oh, Majestad! ¿Cómo pudisteis…? ¡No entréis, por favor!… Estaba muy enferma cuando vos la dejasteis… ¡pero ahora está durmiendo!

El rey Carlos ni se dignó mirarla. Se concretó a hacerla a un lado, tomándola sin consideración por un brazo.

—Eso es lo que veremos.

Avanzó imperturbable, cruzó la antecámara y la salita y, sin un instante de vacilación, abrió de par en par la puerta de la alcoba.

Frances estaba sentada en el lecho, cubierta por una camisa de seda blanca y la cabellera suelta cayendo sobre los hombros en brillante cascada. A su lado se veía un joven que retenía sus manos entre las suyas. Los dos se quedaron atónitos al encontrarse con el rey parado en el umbral, como un omnipotente dios vengador. Frances emitió un pequeño grito y Richmond se hizo hacia atrás espantado, sin atinar siquiera a ponerse de pie.

Carlos Estuardo avanzó lentamente hacia ellos, los dientes apretados y los labios tensos.

—Y no la creí… —pronunció pausada y quedamente—. Pensé que mentía…

—¿Que mentía? ¿Quién? —exclamó Frances, a la defensiva. Captó la razón de su enojo y adivinó los pensamientos que se sucedían en su mente, lo que la enfureció.

—Lady Castlemaine. Parece que ella sabía mucho acerca de ciertos asuntos de los cuales yo no me había enterado —sus negros y brillantes ojos iban alternativamente de Frances a Richmond. El duque había conseguido por fin ponerse de pie y retorcía las amplias alas del sombrero entre sus dedos, en tanto contemplaba la escena con ojos de perro recién castigado—. ¿Qué hacíais aquí? —inquirió de pronto el rey con voz de timbre ronco y duro.

Richmond tuvo la peregrina idea de querer salir del paso riendo sin ninguna gracia y con fingido gesto.

—¡Je, je!… Pues… hacía una visita a la señora Stewart… Eso es todo.

—Ya lo veo. Y decidme: ¿con qué derecho le hacéis vos visitas cuando está demasiado enferma para atender a otros amigos?

Richmond, percatándose a tiempo de que el rey quería hacerlo aparecer como un necio ante la mujer amada, se levantó y, con voz firme, replicó:

—Al menos, Sire, me parece que voy a casarme con ella, lo cual es más de lo que vos podríais hacer en su favor.

Un relámpago cruzó por los ojos del rey, quien, poseído de incontrolable furia, se abalanzó sobre el joven con los puños cerrados. Frances, aterrorizada, se llevó la mano a la boca para sofocar un grito, al mismo tiempo que miraba con desesperación a Richmond. Este, viéndose ante la alternativa de ser golpeado por su soberano o huir por la ventana, optó por esto último. A punto de alcanzarlo, Carlos II lo vio caer en la fangosa orilla del río, ponerse de pie, echar una mirada alrededor, y luego correr y perderse en la niebla. Durante un prolongado tiempo, Carlos permaneció de cara a las sombras que se cernían sobre el río y la ciudad, con el odio y el desprecio grabados en ella. Después, lentamente y con la cabeza hundida entre los hombros, se dirigió a Frances.

—Nunca esperé esto de vos.

Frances Stewart lo miró retadoramente.

—¡No comprendo, Sire! Se ve que yo no puedo recibir la visita de un hombre cuyas intenciones respecto de mí son absolutamente honorables… ¡Quiere decir que soy una esclava en un país libre! —pasó una cansada y nerviosa mano por la frente y, sin esperar respuesta, añadió apasionadamente—: ¡Si no queréis que me case, Sire, está en vuestras manos negar el permiso! ¡Pero entonces no creo que pueda impedírseme regresar a Francia y entrar en un convento!

Carlos Estuardo la contempló con enfermiza incredulidad. ¿Qué había sucedido a la Frances Stewart que él conociera y amara por espacio de cuatro años? ¿Qué podía haber cambiado así a la fría mujer en quien depositó toda su confianza, y que ahora se atrevía a hacer gala y ostentación de su infidelidad, como si se hubiera complacido en hacerlo aparecer como un necio ante los ojos de sus amigos? Por lo visto, a los treinta y seis años tenía que aprender cosas que creía conocer ya a los veinte.

Le respondió en voz baja, con una tristeza infinita que había desplazado a su cólera inicial.

—Jamás hubiera creído esto de vos, Frances, quienquiera que me lo hubiera dicho.

Frances lo contempló con altivez, furibunda de que su cinismo le permitiera aceptar como cosa cierta lo que su propia experiencia debía haberle hecho rechazar de plano.

—¡Vuestra Majestad se apresura a sospechar lo peor!

—Pero, al parecer, no lo suficientemente pronto. Creo que desde que nací, tenía sabido que sólo un bobo puede confiar en una mujer… ¡y, sin embargo, yo he confiado en vos contra todo! —Hubo un paréntesis de silencio; las siguientes palabras del rey estaban preñadas de ironía—. Sabía que algún día tendría que retirarme, pero jamás imaginé que sería de este modo…

Frances estaba a punto de ser acometida por un ataque de nervios y cuando habló, su voz, inusitadamente aguda, temblaba bajo el imperio de la emoción.

—¡Vuestra Majestad haría bien en retirarse antes que la persona que lo envió aquí empiece a sospechar lo peor de su permanencia en mi cámara!

El monarca, estupefacto, le dirigió una larga e incrédula mirada y, sin agregar una sola palabra, giró sobre sus talones y se marchó. En el pasillo exterior se topó con Lawrence Hyde, el hijo del canciller, y le espetó en la cara:

—¡De modo que vos también estabais en el complot! ¡Por Cristo, prometo que no lo olvidaré!

El joven Hyde se quedó asombrado y no poco asustado, pero ya el rey daba la vuelta por un recodo, perdiéndose de vista. Carlos II, el amable, cordialísimo, bonachón y alegre rey, estaba poseído de una cólera que nadie hubiera supuesto en él jamás.

Al día siguiente, Frances le devolvió, por medio de un paje, todos los regalos que él le había hecho: el collar de perlas con que la obsequió el día de San Valentín, tres años antes; los maravillosos brazaletes, aros y broches que le envió con ocasión de su cumpleaños, o de otras fechas clásicas como Navidad y Año Nuevo. Todos los obsequios volvieron sin siquiera una nota. Carlos los arrojó al fuego.

Aquella misma mañana, Frances apareció inesperadamente en las habitaciones de la reina. Cubríase de la cabeza a los pies con una capa de terciopelo negro y sobre la cara llevaba un espeso velo. Al verla, Catalina y todas sus damas volvieron la cabeza llenas de asombro. Por un momento se quedó en pie en el umbral, quitándose el velo. En seguida corrió hacia la reina se prosternó a sus pies y, tomando la orla de su vestido, se la llevó a los labios. Catalina pidió a sus damas que la dejaran sola con la joven. Hiciéronlo así, pero por el ojo de la cerradura atisbaron y escucharon por turno.

La reina se inclinó bondadosamente y acarició los cabellos de Frances, mientras ésta se desataba en lágrimas, cubriéndose el rostro con las manos.

—¡Oh, Majestad! ¡Cómo debéis odiarme! ¿Podréis perdonarme alguna vez?

—Frances… querida mía, no debéis llorar de ese modo… haréis que os vuelva vuestro dolor de cabeza… Vamos, por favor… Miradme, pobre niña… —la voz cálida y afectuosa de Catalina tenía aún trazas de su natal acento portugués, lo que confería una mayor ternura a su entonación. Puso sus dedos bajo la barbilla de la joven para obligarla a levantar la cabeza.

Aunque resistiéndose, Frances obedeció, y por unos momentos se miraron a los ojos silenciosamente. Luego se renovaron los sollozos de Frances.

—Lo siento mucho, Frances —dijo Catalina con sencillez—. Lo siento por vos.

—¡Oh! ¡No es por mí por quien lloro! —protestó la joven—. ¡Es por vos! Es por vuestra infelicidad, que yo he visto muchas veces cuando… —se detuvo un minuto horrorizada por su atrevimiento. Pero después las palabras brotaron a torrentes, irrefrenables, sinceras, como si en dos minutos hubiera querido enmendar los errores que su vanidad le había permitido cometer en perjuicio de aquella gentil y dulce mujercita—. ¡Oh, debéis creerme, Majestad! ¡La única razón que me impulsa al matrimonio es que me permitirá dejar la Corte! Nunca he tenido intenciones de lastimaros u ofenderos… ¡Jamás, ni por un instante! ¡Pero he sido vana, tonta e irreflexiva! Yo misma he complicado mi existencia… pero jamás os habría ocasionado un mal, os lo juro, ¡jamás! ¡Nunca ha sido él mi amante!… ¡Oh!, decid que me creéis… ¡por favor, decídmelo!

Había tomado la mano de la reina entre las suyas y llevándosela al pecho, mientras echaba atrás la cabeza y la miraba con los ojos anegados en lágrimas, con fervorosa, tierna y lastimera expresión. Siempre había querido a Catalina, pero hasta entonces no se había dado cuenta de cuán humilde y profundamente la admiraba, ni cuán vergonzosa había sido su conducta con ella. Hasta entonces había considerado los intereses de la reina con la torpeza, el resentimiento y la ceguera de una amante del rey… como una Bárbara Palmer.

—Os creo, Frances. Cualquier muchacha, en vuestro lugar, se habría dejado lisonjear. Vos siempre fuisteis buena y generosa. Nunca pusisteis en juego vuestra influencia para hacer daño a nadie.

—¡Oh, Majestad! ¡No lo hice! ¡Os juro que jamás lo hice! ¡Nunca habría podido hacer mal a nadie! Y, Majestad, escuchadme… quiero que lo sepáis… yo sé que vos me creeréis: Richmond no hacía sino minutos que estaba allí. Estábamos conversando. ¡Jamás hubo nada indecente entre nosotros!

—¡Es claro que no, Frances! ¡Y por favor, no os torturéis más con eso!

Frances se contrajo sobre sí misma y bajó la cabeza, postrada.

—Pero él no me creerá nunca —dijo con voz apenas perceptible—. No tiene fe… no cree en nada.

Las lágrimas se habían agolpado a los ojos de Catalina, quien movió la cabeza despaciosamente.

—Tal vez lo crea, Frances. Tal vez crea más de lo que nosotros pensamos.

Frances Stewart se hallaba demasiado agotada y sin aliento para continuar con el mismo tema. Besó la mano que retenía entre las suyas y trabajosamente se puso de pie.

—Debo irme ahora, Majestad —estaban frente a frente, mirándose con verdadero y recíproco afecto—. Puede ser que no vuelva a veros más… —Rápidamente se inclinó, besó a la reina en la mejilla y, dando media vuelta, salió corriendo de la habitación. Catalina permaneció inmóvil, viéndola alejarse y sonriendo tristemente, con una mano puesta en la mejilla. Su llanto desbordó incontenible, inundando su faz.

Tres días más tarde, Frances Stewart dejaba el palacio real… Se fugó con el duque de Richmond.