Capítulo XLII

Las dos mujeres —la una de cabello rojizo y ojos violeta, la otra con ojos dorados de leopardo y ambas vestidas de negro— entrechocaron sus miradas por encima de la mesa de juego.

Toda la Corte estaba de luto por una mujer a quien nadie había visto jamás: la reina de Portugal. Pero, a pesar de la reciente muerte de su madre, las habitaciones de Catalina estaban repletas de cortesanos y damas; en las mesas de juego se veían pilas de monedas de oro y un muchacho francés iba de aquí para allá, rasgueando la vihuela y entonando dulces melopeas de Normandía. Una indolente y, sin embargo, curiosa multitud, se había congregado alrededor de la mesa donde la condesa de Castlemaine y la condesa de Radclyffe estaban sentadas, mirándose como un par de gatas enemigas.

El rey se había detenido en ese preciso instante detrás de Ámbar, declinando con un ademán la silla ofrecida por el duque de Buckingham, sentado a la sazón al lado de Ámbar; al otro costado tenía ésta a sir Charles Sedley, cómodamente repantigado y con las dos manos en las caderas. Bárbara, por su parte, estaba rodeada de sus incondicionales: Henry Jermyn, Bab May y Henry Brouncker. Continuaban siéndole fieles —pese a que la fortuna comenzaba a abandonarla— porque monetariamente dependían de ella. En la parte opuesta del salón, aparentando estar enfrascado en una juiciosa conversación con otro anciano caballero sobre un tema de horticultura, que dominaba del mismo modo que las otras cosas, estaba sentado el conde de Radclyffe. Todo el mundo, incluyendo a su esposa, parecía haberse olvidado de su existencia.

Ámbar, sin embargo, sabía perfectamente que durante las dos últimas horas había tratado él de llamar su atención con el deseo de que se retiraran; pero ella, con toda premeditación, se había desentendido de él, y de todos modos trataba de evitarlo. Una semana había pasado desde que el rey en persona los invitara a asistir a las fiestas y reuniones de la Corte, y durante ese intervalo Ámbar sentía crecer su confianza en el futuro y mostraba cada día mayor desprecio por el conde. La sincera admiración de Carlos Estuardo, los celos de Bárbara, los obsequios de los cortesanos —proféticos como una veleta— la habían embriagado.

—¡Tenéis muy buena suerte esta noche, señora! —espetó de pronto Bárbara, empujando una pila de guineas por encima de la mesa—. ¡Casi demasiado buena!

Ámbar la envolvió en una sonrisa llena de suficiencia. Luego frunció levemente los labios y la miró de soslayo. Sabía que el rey estaba detrás, observándola, como la observaban todos los presentes. Tan concentrada atención era para ella como un espiritoso vino que la hacía sentirse más importante, superior a cualquier común mortal.

—¿Qué queréis decir con eso, madame?

—¡Bien sabéis lo que quiero decir! —masculló Bárbara, casi como para sus adentros.

Estaba fuera de sí, pero trataba desesperadamente de mantener su compostura por temor de hacer el ridículo. Era malo que el rey, echando mano de sus prerrogativas de soberano, manifestara su deseo de mantener trato con la excomedianta. Pero era peor que al tunante y miserable de Buckingham se le hubiera metido en la agusanada cabeza tomarla bajo su protección. Si ella, Bárbara, resistía y protestaba, traíale a colación que sólo debido a su bondad y buena voluntad permanecía en Inglaterra.

«¡Oh, malditas cartas! ¡Condenado Buckingham! ¡El diablo cargue con todo! ¡Cómo me gustaría arrancarle el pelo de raíz a esta perra sucia!… ¡Ya le enseñaré yo a que no me trate de este modo!» Ámbar enarcó delicadamente una de las cejas. Cuanto más crecía la excitación de Bárbara, más dueña de sí se mostraba ella. Levantó los ojos y encontró los del rey, sonriendo ambos. El rey, con una sonrisa en la que le decía que estaba de su parte, constituyéndose voluntariamente en un incondicional suyo.

La condesa de Radclyffe se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Vos jugáis primero, madame.

Rechinaron los dientes de Bárbara, que envolvió al rey en una mirada que otrora lo hubiera hecho caer rendido a sus pies. Ahora no parecía hacerle mella, sino divertirlo. Recogió la Castlemaine los tres dados de marfil y los introdujo en el cubilete. Mientras alrededor cesaban los murmullos y lores y damas se inclinaban para ver mejor, Bárbara imprimió al cubilete un enérgico movimiento y, con ademán dramático, arrojó los dados, que, a poco de rodar sobre la mesa, se detuvieron. Dos seises y un cuatro.

Alguien silbó y un murmullo de admiración corrió por entre los espectadores, a quienes miró ella con gesto de triunfo.

—¡Ahí tenéis, madame! ¡Tratad de superar esa jugada, si podéis!

Como el objetivo del juego se cifraba en obtener tres caras del mismo punto, subiendo el valor del dos al as, incluso la misma Ámbar reconoció que le restaban escasas probabilidades.

Frenéticamente buscó en su magín una forma de salvar su situación. «Tengo que hacer algo… ¡No puedo permitir que me derrote delante de toda la gente! Tengo que fraguar algo… algo… algo…»

Y entonces advirtió que el duque de Buckingham le tocaba apenas con la rodilla y que algo cayó luego encima de su falda. Sin mirar siquiera, se dio cuenta de qué se trataba. Se sintió renacer y con la cabeza despejada; no con desesperada ansiedad, sino con rápida y automática actitud, levantó el cubilete con una mano y los dados con la otra y, tan rápidamente que nadie podría haber dicho qué ocurrió, dejó caer aquél sobre su falda. Cuando lo recogió, no era el mismo, sino el del duque, exactamente igual en apariencia, pero con la secreta virtud de arrojar los dados como obedientes soldados. Las largas horas de práctica y aprendizaje de Whitefriars le sirvieron de mucho. Con toda naturalidad vació el cubilete. Salieron los tres dados, todos marcando el mismo número: un cinco, otro cinco… y ¡otro cinco! Hubo una exclamación general, mientras Ámbar aparentaba estar tan sorprendida como los demás. Brouncker, uno de los satélites de la Castlemaine, se inclinó y le dijo algo al oído.

Bárbara se puso de pie con gesto airado y exclamando:

—¡Muy hábil, señora! ¡Pero yo no soy persona a quien se pueda engañar fácilmente! Aquí se ha hecho alguna trampa… lo aseguro bajo mi palabra —concluyó, dirigiéndose a la concurrencia en general y al rey en particular.

Ámbar empezó a sentirse nerviosa, aunque ya el duque había tomado su cubilete, dejando en su lugar el bueno, el mismo usado por Bárbara. Pero estaba dispuesta a correr el lance.

—¿No puede alguien jugar mejor que Vuestra Señoría, y necesariamente ha de sospecharse que haga trampas? —Se oyó un coro de risas y Ámbar se sintió más cómoda. Indolentemente puso el cubilete encima de la mesa.

Era cosa seria acusar a alguien de fullero, aunque todos ellos hiciesen trampas… Porque, así como había mujeres que pretendían ser virtuosas por el mero hecho de no pintarse, así ellos pretendían jugar correctamente con sólo conservar las apariencias. Y ser calificada de tramposa delante de toda la Corte, le pareció a Ámbar una catástrofe cien veces peor que la misma muerte.

Bárbara, convencida de que había arrinconado a la liebre siguió despiadadamente sobre la huella:

—¡Sólo un cubilete falso habría permitido esa jugada! ¡Hay mil probabilidades contra una, de haberse jugado honradamente!

Ámbar se sintió descompuesta. Temblaba por dentro. Tardó algunos segundos en encontrar una respuesta. Cuando la halló, trató de imprimir a su voz un tono presuntuosamente seguro, circunstancialmente despreciativo. Ninguno tuvo duda de que había jugado con corrección.

—Si todos pensáramos de ese modo, señora, habríamos juzgado que la jugada de Vuestra Señoría era demasiado afortunada para ser buena…

—¡Es bueno que lo sepáis, madame, yo no soy una tramposa! —protestó Bárbara. A menudo perdía sumas tales, que habría sido descabellado pensar que pudiera hacer trampas—. ¡Aquí tenéis el cubilete que he usado! Examínelo quien quiera… —Avanzó unos pasos y se acercó al rey, extendiendo el objeto para que lo examinara—. ¡Por favor, Majestad! ¡Vos habéis visto cómo se ha desarrollado el juego y lo que ha sucedido! ¿Qué os parece el cubilete? ¡Decid vos, por favor, quién ha timado a quién en este juego!

Carlos Estuardo tomó el cubilete y lo examinó concienzudamente, por dentro y por fuera, con una grave y pensativa expresión.

—¡Por lo que veo —dijo después de unos momentos—, todo es correcto en este cubilete!

Ámbar se quedó sentada sin movimiento, con el corazón latiéndole tan fuertemente, que pensó que iría a rompérsele de un momento a otro. Aquello era el fin… el fin de todo… Después, no quedaría sino la muerte…

—¡Ajá! —exclamó Bárbara triunfal, con un tono que hizo sobresaltar más aún a Ámbar, quien sintió una crispación dolorosa de sus nervios—. ¡Justamente lo que yo decía! Yo sé…

—Pero —interrumpió el monarca, arrastrando las palabras con cachazudo tono— desde el momento que ambas han usado el mismo cubilete, no veo la razón de todo este alboroto.

El alivio de Ámbar fue tan grande que todo lo que pudo hacer fue quedarse como una estatua y no desplomarse de cara sobre la mesa.

—¿Cómo? ¡Bien sabéis que no hicimos uso del mismo cubilete! Pero la Castlemaine lanzó un pequeño chillido de indignación. ¡Ella lo cambió! Ella…

—Os pido disculpas, madame; pero, como tuvisteis a bien afirmar, yo lo vi todo y puedo decir que Su Señoría jugó tan limpiamente como vos.

—Pero…

—Se está haciendo tarde —continuó Carlos Estuardo, imperturbable, y sus inquietos ojos recorrieron la mesa—. ¿No creéis que mejor estaríamos en la cama?

Se produjo un coro de carcajadas y los espectadores, convencidos de que había terminado la función, comenzaron a disgregarse.

—Una bonita solución para un feo asunto —masculló la Castlemaine agriamente. Luego se inclinó y dijo a Ámbar con tono de advertencia—: ¡No volveré a jugar con vos ni por alfileres torcidos! —Y dio una vuelta que arremolinó sus faldas, retirándose seguida de sus satélites.

Ámbar, todavía sin fuerzas y azorada, consiguió finalmente levantar los ojos hacia el rey, sonriendo llena de gratitud y suspirando casi imperceptiblemente. Él rey se inclinó, puso una mano en su brazo y la ayudó a ponerse en pie.

—Mil gracias, Sire —musitó ella, porque era evidente que él sabía que había hecho trampa—. A no ser por vuestra bondad, habría caído en desgracia para siempre.

Carlos Estuardo rió de buena gana.

—¿En desgracia… aquí, en Whitehall? Imposible, querida. ¿Vos habéis oído decir alguna vez que alguien haya caído en desgracia en el infierno?

La confianza y el valor de Ámbar regresaron. Miró a Buckingham, parado al lado de ellos, con una imprudente sonrisa en los labios.

—Gracias igualmente —le dijo a éste, aunque de antemano sabía que no le había proporcionado el cubilete por ayudarla, sino por humillar a su prima:

El duque de Buckingham puso una cara cómica.

—Protesto, señora. Os aseguro que no tuve intervención en vuestra buena fortuna, de ningún modo. Todos saben que soy un muchacho honrado a carta cabal.

Los tres festejaron la salida. Ámbar sabía que todos los cortesanos, lores y damas que los rodeaban e iban de un lado para otro aunque sin quitar la vista de ella, tenían un solo pensamiento. El rey había estado esa noche de su parte, desafiando y fastidiando a la Castlemaine, y a eso sólo le cabía una explicación: la condesa de Radclyffe sería pronto la dama más influyente de la Corte. Ella pensaba lo mismo.

Mientras estaban parados allí, mirándose el uno al otro, el duque de Buckingham dio las buenas noches y se retiró, sin que ellos se dieran cuenta. Ámbar estaba enamorada del rey como nunca lo estuvo de otro hombre, con excepción de lord Carlton. Sus negros ojos agitaban las pavesas de sus deseos —Radclyffe no había logrado despertarlos hasta convertirlos en llamas, no obstante sus esfuerzos y sus medios desconcertantes— y ahora, con toda la pasión de su ser, anheló ser suya de nuevo. Se olvidó completamente de que el conde estaba cerca, quizá mirándolos, y su temeridad llegó hasta el punto que no le habría importado nada que lo supiera.

—¿Cuándo podréis escapar a vuestro dueño? —susurró el rey Carlos.

—En cualquier momento. En cuanto vos lo queráis.

—¿Mañana por la mañana, a las diez?

—Sí.

—Apostaré un centinela en la puerta Holbein… de este lado. —Por encima de su hombro señaló con la cabeza, y luego sonrió levemente—. Aquí se acerca vuestro marido… con todas las trazas del hombre a quien su mujer ya le hubiera engañado…

Ámbar se sintió sacudida desagradablemente.

¡Su marido!

Experimentó un acerbo resentimiento por el hecho de que todavía tuviera el descaro de estar vivo, cuando ella ya no lo necesitaba, cuando se había imaginado que desaparecía de su mundo como un demonio exorcizado. Pero aún estaba allí… al lado de ella, y el rey Carlos le sonreía amistosamente. Luego se retiró el monarca y Radclyffe le ofreció su brazo. Vaciló por espacio de fracciones de segundo, optó por tomarlo y lentamente se encaminaron hacia la puerta.

Durante algún tiempo, Ámbar luchó por volver a la vida. Sentía oprimida la cabeza y sus párpados seguían cerrados, no obstante sus esfuerzos por levantarlos. Al moverse trabajosamente, lanzando ahogados quejidos, le nació un calambre en la nuca, recorriéndole los hombros y la espalda. Tenía conciencia de que por espacio de un tiempo interminable había estado sacudiéndose y moviéndose al compás de un fuerte vaivén, lo cual le había descompuesto el estómago. Con un gran esfuerzo consiguió por fin levantar los párpados y miró alrededor, procurando descubrir el lugar donde se encontraba y lo que había sucedido.

Lo primero que divisó fueron unas manos pequeñas, delgadas y huesudas que sostenían un bastón, puesto entre las piernas de alguien que resultó ser el conde Radclyffe, sentado cerca de donde ella yacía, y que la contemplaba con rostro hierático. Ahora se dio cuenta de que su molestia se debía a que se encontraba amarrada de pies y manos, y fuertemente sujeta, de modo que no podía desplazarse ni una pulgada. Viajaban en el coche del conde y por la ventanilla se conseguía ver un retazo de cielo encapotado y de pradera amarillenta, cuya monotonía rompía de vez en cuando un árbol desprovisto de follaje. Tuvo impulsos de hablar, de preguntar dónde estaban y qué ocurría. Pero la horrible presión de la cabeza continuó mortificándola, hasta conseguir sumirla, poco a poco, en un pesado sopor.

Recobró los sentidos más tarde. Abrió los ojos y se encontró con que el coche se había detenido y que alguien la transportaba en sus brazos. Sintió la caricia de una fresca brisa en las mejillas y aspiró profundamente, cerrando los ojos de nuevo.

—Tratad de no despertarla —oyó que aleccionaba Radclyffe—. Cuando se encuentra en tales trances es mejor no molestarla, porque le puede sobrevenir otro —sintióse furiosa al oírle decir tales mentiras, pero no tuvo la suficiente energía para protestar.

El lacayo la llevó en brazos, cubierta con su capa y una manta de pieles. Al llegar a la posada, alguien abrió la puerta. La habitación donde entraron era abrigada; se percibía el sabroso olor del pan recién cocido y de una soberbia pieza que se asaba al rescoldo. Había algunos niños y dos perros. Los mozos de cuadra corrieron a hacerse cargo de los caballos y una mujer de agradable aspecto les dio la bienvenida. A la vista de Ámbar, que iba en los brazos del lacayo, y con los ojos cerrados, lanzó una pequeña exclamación y se apresuró a acercarse.

—¡Oh, la dama está enferma!

Radclyffe intervino a tiempo y la hizo a un lado.

—Mi esposa está indispuesta solamente —dijo con frialdad—. No es nada grave. La atenderé yo mismo. Mostradnos la habitación y luego enviad la comida.

Desairada de ese modo, la posadera subió la escalera, precediéndoles, y abrió la puerta de una espaciosa, limpia y perfumada cámara. Cuando el conde no la miraba, observaba a hurtadillas a Ámbar. Encendió las bujías y poco después chisporroteaba un alegre fuego en la chimenea. En el preciso instante en que iba a salir, miró con simpatía y compasión a Ámbar, que yacía en la cama tal como la había depositado el lacayo.

—¡Mi esposa no necesita de vuestra atención! —espetó el conde, con tal dureza que la posadera dio un salto y se apresuró a dejar la habitación. Radclyffe se acercó con cauto paso a la puerta, escuchó durante algunos segundos y, aparentemente satisfecho de que por fin se hubiera marchado la mujer, se aproximó al lecho.

Aunque estaba completamente consciente, Ámbar sentía un embotamiento insoportable; le palpitaban las sienes y sentía yertos los músculos del cuerpo. Exhaló un hondo suspiro. Se quedaron silenciosos durante algunos minutos, esperando. Fue ella quien quebró el silencio.

—Bien, ¿no pensáis desatarme? ¡Ahora no puedo escapar de vuestro lado! —lo miró hoscamente—. ¡Oh, cuán inteligente os consideraréis por haber hecho esto! —Empezaba a darse cuenta de que debía de haberla atado para satisfacer alguna patológica extravagancia, ya que, adormecida por la droga, no hubiera sido necesario que lo hiciera.

El conde se encogió de hombros y sonrió, mefistofélico, complacido consigo mismo.

—Creo que he estudiado química con algún fin. Os lo di en el vino. No sentisteis ni olor ni mal gusto, ¿verdad?

—¿Creéis que lo hubiera bebido de ser así? ¡Por el amor de Dios, desatad estas cuerdas, que todo mi cuerpo está adormecido! —y empezó a retorcerse, tratando de encontrar una posición más cómoda y de hacer que la sangre siguiera circulando; estaba aterida.

Radclyffe hizo oídos sordos a su súplica. Tomó una silla y se sentó a su vera, con el aire del hombre que hace una visita protocolaria a una enferma por quien no siente ninguna compasión.

—¡Qué pena que no asistáis a la cita! Abrigo la esperanza de que él no espere mucho.

Ámbar lo miró y luego, con toda calma, le brindó una maliciosa y cruel sonrisa.

—No os apuréis. Ya habrá otro día. No siempre podréis tenerme atada.

—Ni tengo la intención. Podréis regresar a Londres y a Whitehall y hacer el papel de ramera cuantas veces os plazca… pero cuando ocurra esto, señora, ya tendré todo vuestro dinero en mi poder. Me parece que no os costará mucho volver a ganarlo. Puede ser que el rey os desee… Pasará algún tiempo antes de que él se sienta fastidiado de vuestra compañía, y eso hay que aprovecharlo. Sin embargo, no debéis olvidar que hay una gran diferencia entre una prostituta y una amante… aunque es posible que vos no la veáis.

—¡La veo perfectamente! ¡No todas las mujeres son tan necias como vos pensáis! Yo veo cosas que vos ni imaginaréis que veo.

—¡Ah, sí! —Su tono tenía esa inflexión de befa con que se dirigió a ella desde el día de su matrimonio.

—Sí, podréis pretender que sólo es mi dinero lo que vos queréis… pero yo sé que no sólo es eso. Vos estáis comenzando a enloquecer al solo pensamiento de que otro hombre pueda suplantaros. Por eso me habéis sacado de Londres. Y por eso decís que perderé mi dinero si regreso. ¡So viejo y desmañado libertino!… Sólo sois un…

—¡Señora!

—¡No os temo! Estáis celoso porque cualquiera es más hombre que vos y me odiáis porque no podéis…

Radclyffe levantó la mano abierta y la descargó con toda su fuerza. En la faz de Ámbar, ladeada ante el ímpetu del golpe, apareció en seguida una roja señal. Sus ojos tenían la dureza del diamante.

—Como soy un caballero, desapruebo que se golpee a una mujer. Nunca en mi vida lo hice. Pero soy vuestro esposo, madame, y debéis hablarme con más respeto.

Como una gata herida, Ámbar se contrajo sobre sí misma. Su respiración se detuvo y sus ambarinos ojos rutilaron con fiereza. Cuando habló, lo hizo entre dientes y arrastrando las palabras.

—¡Oh, cómo os detesto!… Algún día os haré pagar caro por todas las cosas que me habéis hecho… Algún día os mataré, lo juro…

El conde la miró con profundo desprecio.

—Mujer que amenaza es como perro que ladra… y respeto tanto al uno como a la otra…

Se oyó un golpe en la puerta. Dudó unos segundos, pero finalmente se volvió exclamando:

—¡Adelante!

Era la posadera, que entró contenta, con las mejillas arreboladas, y en los brazos un mantel, servilletas y un candelabro de mesa. Detrás de ella venía una mocosuela como de trece años, con una fuente de apetitosa comida, y la seguía su hermanito, portador de dos polvorientas botellas de vino y de un par de relucientes copas. La buena mujer miró a Ámbar, recostada sobre un lado, tapada con la manta de pieles.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Madame se siente mejor ahora? Me alegro mucho. ¡Aquí traigo una buena sopa, y espero que eso la reponga por completo! —le dirigió una amistosa sonrisa de mujer a mujer, con el evidente propósito de hacerle comprender que ella sabía perfectamente que esas ligeras indisposiciones eran características del primer embarazo. Ámbar, con la mejilla todavía ardiente por el bofetón, hizo un tremendo esfuerzo por corresponder a su sonrisa.