Capítulo X

Bárbara Palmer era una mujer de concretos puntos de mira. Se podía decir en su caso que desde el momento en que nació sabía lo que quería. Este conocimiento había contribuido generalmente a que lo obtuviera, no importaba lo que costara a ella misma o a los demás. No tenía moral, no conocía escrúpulos de conciencia ni se detenía ante ningún obstáculo opuesto por el buen sentido y la razón si éstos iban contra sus deseos. Su carácter y su personalidad eran tan resplandecientes como elemental y resplandeciente su belleza. A los veintiún años de edad sabía claramente qué era lo que más deseaba en la tierra.

Ambicionaba ser la esposa de Carlos Estuardo; quería ser reina de Inglaterra y rehusaba estimar tal idea como descabellada.

Bárbara y Carlos II se habían encontrado en La Haya pocas semanas antes de la Restauración, con ocasión de la llegada del marido de aquélla llevando un presente en metálico. El monarca siempre se había sentido atraído por las mujeres bonitas y se vio prendido a ésta instantánea y poderosamente. Bárbara, complacida de ser deseada por un rey y contenta de poder vengarse de quien la había dejado burlada —el conde de Chesterfield—, se convirtió muy pronto en su amante. Todo el mundo convino en que Carlos estaba más prendado de aquella mujer que lo hubiera estado nunca en sus años de galantería. Y Bárbara Palmer empezó a considerarse una mujer muy importante.

Roger Palmer, el hombre con quien se había casado no hacía más de dos años, habitaba una de las grandes mansiones de King Street.

Era ésta una calle estrecha y fangosa, pero muy elegante, que atravesaba tierras pertenecientes a la Corona y unía los barrios de Charing y Westminster. Algunas posadas y mesones se levantaban del lado oeste de la calle; al frente se erguían las construcciones palaciegas, cuyos jardines llegaban hasta el Támesis. Fue allí, en la casa de su esposo y a fines de ese mismo año, donde Bárbara empezó a ofrecer suntuosas cenas. A ellas asistían el rey y alegres jóvenes de ambos sexos, asiduos de la Corte, todos amigos íntimos de Su Majestad.

Por algún tiempo, Roger Palmer hizo la vista gorda y trató de aparentar que desempeñaba con agrado su papel de huésped. Mas pronto se dio cuenta de que permanecer allí era ponerse en ridículo.

Una noche de principios de enero se dirigió a la cámara de su esposa —tal como se lo había anunciado de antemano— y golpeó suavemente en la puerta con los nudillos. Roger era un hombre de regular estatura y de sencilla apariencia. En su semblante y en el destello inteligente de sus ojos se leían su integridad moral y su buena cuna. Bárbara le ordenó pasar y, cuando lo hizo, apenas se dignó mirarlo por encima del hombro.

—¡Oh, buenas noches, Sir!

Estaba sentada ante su tocador, alumbrado por dos grandes candelabros que colgaban de la pared. Mientras ella se contemplaba, su doncella le cepillaba la cabellera, caoba. Quiso probarse los aros, para ver cuáles obtenían mayor efecto con su flamante vestido de noche. Estaba confeccionado con raso negro, el cual hacía un magnífico contraste con la marfileña piel de sus senos, hombros y brazos; en la garganta y en las muñecas lucía un collar y espléndidos brazaletes de diamantes. Corría ya el octavo mes de su primer embarazo, pero apenas parecía darse por enterada de ello. Su apariencia toda era magnífica y maravillaba que su estado no la hubiese afectado en lo más mínimo.

Cuando Roger entró, la doncella hizo una reverencia y continuó cepillando el sedoso pelo de su ama. Mientras, ésta movía de un lado a otro la cabeza, haciendo que las caravanas lanzaran destellos al reflejar la luz de los candelabros. No se podía dudar que la presencia de su esposo la cohibía en cierto modo; por su semblante cruzó un relámpago de odio y desprecio. Mas como él se quedara mirándola, desconcertado, consciente apenas de que había ido para decir algo, no prestó atención a ese detalle.

—Madame —empezó él por último, después de tragar saliva—. Vengo a deciros que no podré asistir a la comida de esta noche.

—¡Eso no es posible, Roger! Vendrá Su Majestad y se extrañará de no encontraros.

Escogió los aros adecuados y puso punto final a su tocado. Sobre la mesa había lunares en forma de corazones, medias lunas y diamantes. Una de las medias lunas la colocó artísticamente sobre la sien derecha y puso otra en el lado izquierdo de la cara, cerca de la boca. Ni siquiera se había tomado el trabajo de tener en cuenta a su marido. Concentraba toda su atención en su tarea, como si de ella dependiera la suerte del mundo entero.

—Creo que Su Majestad comprenderá por qué no estaré presente.

Bárbara miró al techo, al mismo tiempo que exhalaba un, al parecer, doloroso suspiro de resignación.

—¡Ay, Señor! ¿Es que empezaremos de nuevo?

Roger Palmer se inclinó.

—No, Madame. Buenas noches.

Y como se encaminara hacia la puerta, los ojos de su mujer rutilaron peligrosamente y se mordió las uñas con despecho. Hizo un violento ademán y se levantó colocándose el último alfiler de su tocado.

—¡Roger! ¡Quiero hablar con vos!

Con la mano puesta sobre el pestillo, él volvió la cabeza.

—¿Decíais, Madame?

—Luego te llamaré, Wharton. —Hizo una seña a la doncella, pero siguió hablando antes de que la muchacha hubiese tenido tiempo de salir de la habitación—. Creo que es mejor que vengáis esta noche, Roger. Si no, Su Majestad pensará lo peor.

—No convengo en ello, Madame. Por el contrario, creo que juzgará mucho más desconcertante que un hombre parezca contento, y hasta orgulloso, de exhibir con mansedumbre ante la Corte la vida airada de su mujer.

Bárbara lanzó una risita desagradable y hueca.

—¡Ser la amante de Su Majestad no quiere decir que una sea una cualquiera, Roger! —Sus ojos se cerraron a medias, haciéndose duros y crueles. Levantó la voz—. ¡Cuántas veces habré de repetiros eso! —De nuevo bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro, dulcemente sarcástica—. ¿O es que todavía no os habéis dado cuenta de que soy tratada dos veces más respetuosamente que cuando era la simple esposa de un honorable caballero?

El énfasis con que subrayó las dos últimas palabras dejó traslucir su desdén por él y por su propia condición de esposa de tal hombre.

Roger la miró fríamente.

—Creo que hay una palabra más apropiada que respeto.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es esa sublime palabra?

—Cinismo.

—¡Al cuerno vos y vuestros malditos celos! ¡Estoy ya harta de oír tan rimbombantes sandeces! ¡Asistiréis esta noche a la comida y os comportaréis como un anfitrión amable, o por Cristo que habréis de lamentarlo!

Toda la serenidad de Roger se esfumó; lo invadió una súbita furia y su arrebolado rostro se alteró ante la ofensa. Su mano se crispó sobre el brazo de ella como una tenaza de acero.

—¡No levantéis tanto la voz, Madame! ¡Más bien parecéis la mujer de un carretero! Fui un necio al no llevaros a vivir a la campiña en cuanto nos casamos… ¡Bien me advirtió mi padre que causaríais la ruina de toda la familia! Lo he aprendido a costa de un gran sacrificio; ahora sé que para algunas mujeres la libertad significa impudicia. Y me parece que vos sois una de esas mujeres.

Por su parte ella lo miró fijamente, sin dejarse intimidar.

—¿Y qué hay si lo soy? —dijo quedamente, sopesando sus palabras.

Toda la indecisión que había mostrado en un principio Roger, desapareció por completo. Y si bien recobró su serenidad, se veía que estaba resuelto a proceder.

—Mañana saldremos para Cornwall. Creo que dos o tres años en el campo harán posible vuestro restablecimiento moral.

Ella, con un brusco tirón, logró desasirse de su presión de hierro y se alejó unos cuantos pasos.

—¡So condenado papanatas! ¡Tratad de alejarme de la capital y sabremos lo bueno que es gozar de los favores reales…!

Quedaron frente a frente, mirándose con fiereza, respirando apenas. De improviso se oyó un golpe en la puerta y una voz que exclamaba:

—¡Su Majestad, el rey Carlos II!

Bárbara echó una desesperada ojeada a su alrededor.

—¡Oh, Dios mío, está aquí!

Llevó sus manos a la cabeza como un autómata para asegurarse de que su peinado estaba bien, mirando de un lado a otro perdidamente. Y aún cuando en su rostro se veían las huellas de su reciente exaltación, había logrado serenarse lo bastante. Después de contemplarse unos instantes más en el espejo, se inclinó para levantar su abanico. Entonces se volvió a su marido:

—¡Vamos! ¿Vendréis a presentaros como un amable anfitrión sí o no?

—¡No!

—¡Maldito necio!

Con la rapidez del rayo levantó la mano abierta y cruzó con ella la cara del petrificado Roger. Recogiendo acto seguido y a toda prisa su falda, se apresuró a salir de la habitación, aunque se detuvo breves segundos para calmarse antes de abrir la puerta. Salió y se encaminó por el pasillo hasta llegar a la escalera principal que daba al vestíbulo. Comenzó a bajar con estudiada lentitud.

Abajo estaban conversando el rey y su primo, el duque de Buckingham. Cuando Bárbara apareció suspendieron la conversación y se volvieron para contemplarla. Ella siguió bajando teatralmente, en parte debido a su avanzado estado de ingravidez, y en parte porque deseaba que la admiraran a su sabor. Al llegar al término de la escalera hizo una reverencia, mientras los dos hombres, por su parte, se inclinaban profundamente.

Bárbara y Carlos Estuardo cambiaron sonrisas de inteligencia y miradas que transparentaban la voluptuosa intimidad que los unía, cargadas de recuerdos de horas gratas vividas en la comunión de dos cuerpos jóvenes que no reconocían barreras ni prejuicios, mientras sus ojos adquirían brillo extraordinario al anticipado pensamiento de las no menos voluptuosas que vivirían. Luego la mujer habló al duque, que por su parte los había estado contemplando con una cínica expresión divertida.

—Caramba, George, no esperaba que volvierais tan pronto de Francia…

—Tampoco lo esperaba yo, pero… —Se encogió de hombros al mismo tiempo que echaba una ojeada al rey.

Carlos Estuardo se echó a reír.

—Pasa que nuestro muy amado Phillipe se mostró celoso. Creo yo que pensaba que Su Gracia haría todo lo posible por seguir las mismas huellas de su padre.

A la sazón era público rumor en ambas Cortes que el primer Buckingham había sido amante de la hermosa Ana de Austria, convertida ahora en la vieja, gorda y gruñona madre de Luis XIV. Y no era un secreto tampoco que el hijo de tan bizarro caballero, muerto trágicamente, manifestaba una exagerada admiración por Minette.

—Habría sido un placer —replicó Buckingham, e hizo una burlona cortesía a su primo.

—¿Pasamos al salón? —ofreció Bárbara entonces. Al encaminarse hacia él, miró a su real amante candorosamente y con la preocupación reflejada en el rostro, como una compungida niña que tiene que pedir una gracia.

—¡Oh, Majestad! Estoy en un verdadero aprieto. La comida de esta noche no tiene anfitrión.

—¿Que no tiene anfitrión? ¿Dónde está…? ¿Queréis decir que no se atreve a venir?

Bárbara asintió con la cabeza, dejando caer sus pestañas como si se sintiera profundamente avergonzada por el mal proceder de su marido. Pero el rey Carlos veía las cosas de otro modo.

—Bueno, no puedo decir que merezca una reprimenda, pobre diablo. Pardiez, el hombre que tiene una mujer hermosa es más digno de compasión que de envidia.

—Sobre todo si vive en Inglaterra… —agregó sardónicamente el duque.

Carlos Estuardo rió alegremente. Nunca se ofendía cuando se tocaba el tema de sus propios hábitos, puesto que no trataba de ocultarlos.

—Y sin embargo, una recepción de esta clase necesita un anfitrión… Si me permitís, señora…

Los ojos de Bárbara destellaron con el triunfo.

—¡Oh, Majestad! ¡Si vos quisierais!

Antes de cruzar el umbral del salón, hicieron una pausa; todos los nobles allí congregados, tanto mujeres como hombres, se volvieron hacia ellos como tocados por una corriente magnética. Los caballeros se descubrieron e hicieron una profunda reverencia; las mujeres se inclinaron respetuosamente, como flores cuyos tallos no pueden sostenerlas. La favorita se había convertido en una mujer de enorme influencia, una dama de tal importancia que cuando ofrecía una comida podía relevarse de la obligación social de salir a recibir a sus invitados. Quienquiera que tuviera una ambición, ya fuese política o social, se alegraba de recibir una invitación suya y no se habría quejado si su comportamiento dejaba que desear. Porque muchos estaban convencidos de que ella sería un día, tal vez pronto, reina de Inglaterra.

Un año atrás, Bárbara Palmer habría creído imposible poder recibir en su casa a los hombres más influyentes de Inglaterra y sus esposas, como ocurría ahora. Y, por supuesto, mucho menos, hacerlo de ese modo.

Allí estaba Anthony Ashley Cooper, pequeño, flaco y enfermo, emparentado con las más poderosas familias del reino. Debido a cierta circunstancia fortuita —un ligero cambio de frente— se había transformado en un caballero leal a Su Majestad, justamente poco antes de la Restauración. Esta hazaña, sin embargo, no era nada extraordinario en este tiempo. No todos los simpatizantes o activos militantes del antiguo régimen habían sido ahorcados o descuartizados; muchos habían huido al extranjero… y muchos también estaban ahora con la monarquía, y, de hecho, formaban los sillares del nuevo Gobierno. Carlos era demasiado práctico y demasiado versado en política para creer que la Restauración significase un completo triunfo sobre todo cuando existió durante los últimos veinte años; él sabía mejor que nadie que el cambio reciente había sido más bien de superficie. Cooper, como muchos otros, había adoptado las maneras más acordes con la Corte de Carlos II, pero eso no implicaba que repudiara sus intenciones ni sus principios.

Allí estaba el amigo íntimo de Cooper, el conde de Lauderdale, un escocés de cabello llameante y de faz colorada, cuyo acento regional era pronunciado, pese a que había vivido cuarenta y cinco años en Inglaterra. Era individuo de maneras bruscas y antipático; en cambio, poseía grandes conocimientos de latín, hebreo, francés e italiano, idiomas que aprendió durante los años de prisión que soportara bajo el Commonwealth. Carlos Estuardo lo encontraba entretenido y, por su parte, el conde profesaba un sincero afecto a su rey.

También estaba George Digby, conde de Bristol, hombre de aspecto imponente que frisaba en los cincuenta años, venal y versátil. Junto con Cooper y Lauderdale profesaba aversión al actual canciller Hyde. Esa aversión, fundada en la envidia y los celos, permitía que se unieran en un solo grupo los hombres más ambiciosos de la Corte. Apartar políticamente a Hyde era su propósito principal, su más cara esperanza. La casa de Bárbara Palmer les servía de magnífico terreno de operaciones. Allí podían encontrar al rey cuando éste se encontraba a sus anchas y más accesible.

Pero todos los demás eran, en su mayoría, jóvenes que no se preocupaban de otra cosa que no fuera el amor, el juego y el baile; se empeñaban en copiar la moda francesa en todas sus manifestaciones.

Lord Buckhurst, de veintitrés años de edad, vivía en la Corte, pero se excusaba de tomar parte en sus reuniones y no aspiraba a convertirse en un hombre cargado de dignidades. Henry Jermyn era un pisaverde agobiado de cabeza grande que, sin embargo, tenía un considerable éxito amatorio, pues muchos creían que había sido esposo de la ya difunta princesa Mary. Entre las mujeres, habían concurrido la condesa de Shrewsbury, sensual y felina; Anne, Lady Carnegie, pintada siempre con demasía, famosa ahora porque había compartido con Bárbara Palmer su primer amante; Elizabeth Hamilton, una bella mujer, incombustible y demasiado alta, recientemente llegada a la Corte y a quien estaba de moda admirar. Todas ellas tenían más o menos la misma edad de Bárbara, veinte años, y algunas tal vez menos, porque los hombres no se cansaban de repetir que la mujer comenzaba a decaer a los veintidós.

El inmenso salón estaba bien amueblado; de las paredes colgaban pesados tapices de soberbia apariencia y colorido, iluminados por decenas de candelabros de pared y por las arañas del techo. El piso de madera no tenía alfombras, pero brillaba impecable; los elegante tacones altos resonaban rítmicamente sobre él. Por doquiera reinaba la alegría y las risas venían de todas partes; en uno de los ángulos ejecutaba una orquesta de músicos; las fuentes y la vajilla de plata circulaban profusamente en medio de un continuo tintineo metálico.

En una habitación vecina se había instalado una mesa de repostería al estilo francés —que Carlos Estuardo prefería—, atendida por activos sirvientes. Los platos allí acumulados habrían hecho justicia a un proyectista de catedrales: pomposas construcciones adornadas con guirnaldas de rosas y violetas, pequeños muñecos vestidos a la usanza de la época y puestos artísticamente sobre tortas y budines, grandes fuentes de plata con guisados de setas, mollejas de ternera y ostras. Botellas de la nueva bebida, champaña, colmaban las mesas. Ningún inglés podría satisfacerse, a partir de entonces, con la cerveza y los platos tradicionales. Había aprendido a paladear los manjares de Francia y jamás retornaría a los antiguos hábitos.

El papel de anfitrión desempeñado por el rey tuvo no poco alcance. Para muchos, era una forma velada de demostrar sus futuras intenciones. Bárbara, por su parte, estaba como nunca segura y se prodigaba por un lado y otro, imponente, sugestiva, atrayente, hermosa como nunca, consciente de su poder, plenamente optimista. Todos los ojos estaban puestos en ella y todos hablaban de ella. Pero Bárbara era también una mujer inteligente. Sabía que tanta obsequiosidad y tales atenciones desaparecerían a la menor insinuación de que el rey estaba perdiendo interés por ella. Entonces, aquella buena gente sacaría a relucir sus garras, convirtiendo cada almibarada frase en otra punzante y ácida. Entonces se encontraría más sola que nunca, más de lo que lo había estado antes de adquirir su peligrosa gloria.

Eso había sucedido ya antes, lo sabía. «Pero tal cosa no ocurrirá conmigo —se dijo—. Con todas las otras, tal vez. Mas no conmigo.» Las mesas de juego fueron instaladas en otra habitación, donde se congregaron pronto casi todos los asistentes. El mismo Carlos Estuardo se sentó a jugar unos momentos, pero en menos de media hora había perdido ya cerca de doscientas libras. Miró a Lauderdale, sobre su hombro.

—Venid, John; tomad mi lugar. Pierdo siempre y soy un mal perdedor… Lo que es peor, no puedo evitarlo.

Lauderdale resopló comprensivamente, tratando de sonreír mientras ocupaba el asiento del rey. Éste optó por retirarse a la habitación vecina a escuchar música. Bárbara, por su parte, se apresuró a dejar su asiento y corrió a reunírsele en el preciso instante en que trasponía el umbral. Apoyó el brazo en el de él, mientras el rey se ladeaba ligeramente y con sus labios rozaba su sien. La concurrencia se quedó contemplándolos. En seguida el estupor cedió a la murmuración. Hubo jugadores que hasta dejaron de apostar.

—En mi opinión, creo que la señora Palmer exagera al considerarse ya la reina —dijo el doctor Fraser.

Personalmente era uno de los favoritos del rey, y como podía con igual destreza intervenir en un aborto, curar un resfriado o administrar un purgante, sus servicios eran muy solicitados en Whitehall.

—Tiene ella su esposo, no lo olvidéis —murmuró Elizabeth Hamilton sin levantar la vista de los naipes.

—Un marido no es un obstáculo donde un rey ha puesto su corazón.

—Nuestro soberano no se casará con ella: jamás —intervino Cooper abiertamente—. Su Majestad no es tan necio como para hacer eso.

Cooper había adquirido una infalible reputación de hombre previsor y sagaz desde que supo predecir, antes que nadie, el matrimonio del duque de York con Anne Hyde.

La vieja amiga de Bárbara, Lady Carnegie, le sonrió maliciosamente.

—¡Caramba! ¿Por qué pensáis así, Sir? Vamos, no iréis a decirnos que sea una mala elección…

—No lo creo, Madame —recuso Cooper fríamente—. Pero estoy convencido de que Su Majestad se casará según lo dictaminen las conveniencias políticas… como lo han hechos los reyes siempre.

Cuando todos los visitantes se hubieron retirado y quedaron los dos solos, Bárbara se sintió aligerada. La jornada había sido verdaderamente agotadora. Los músculos de las piernas le dolían terriblemente y todo su cuerpo era presa de un temblor nervioso. Sin embargo, se consideraba una mujer dichosa, mucho más de lo que aparentaba, puesto que estaba perfectamente convencida de que sus esperanzas —aun cuando pudieran haberle parecido en un principio desorbitadas— se verían pronto satisfechas.

Al entrar en el dormitorio con Carlos, sorprendieron a Wharton dormida en un sillón delante del fuego; la doncella saltó en su asiento, disculpándose torpemente, mientras hacía respetuosas genuflexiones. Bárbara sonrió y le habló bondadosamente.

—Puedes irte, Wharton. No te necesitaré esta noche. —Luego, cuando la muchacha estaba a punto de salir, añadió—: Despiértame a las ocho y media. Vendrá una de las vendedoras del «Cambio» trayéndome encajes de muestra, y si yo no los compro primero, los comprará la Carnegie. —Sonrió a Carlos Estuardo como una niña que quiere demostrar su inteligencia—. ¿Acaso me estoy comportando como una egoísta?

El rey sonrió a su vez, pero no respondió; tomó una butaca y se dejó caer en ella.

—La comida ha sido excelente, Bárbara. ¿Me dijiste algo acerca de haber cambiado el primer cocinero?

Ella estaba sentada delante del tocador, quitándose las horquillas de los rizos y bucles del peinado.

—¿Lo ha olvidado Vuestra Majestad? Adivinad de dónde lo he sacado. Se lo quité a la señora Hyde, que lo había traído de Francia. ¿Sabes una cosa, Carlos? Esa mujer no me ha devuelto ni una sola visita. —Soltó todo el cabello que, como una cascada de fuego, le desbordó por la espalda; por encima del hombro le echó al rey una petulante mirada—. Creo que al canciller no le soy simpática, pues de otro modo su mujer me habría hecho una visita hace mucho tiempo…

—Y bien, suponte que no lo seas —replicó condescendiente el monarca.

—¡Caramba! ¿Y por qué tendría que comportarse así conmigo? ¿Qué daño le he infligido yo, se puede saber?

Tenía el convencimiento de que merecía que todas las mujeres y los hombres de la Corte le mostraran, no solamente deferencia, sino también afecto, y ella quería obtenerlo de un modo o de otro.

—El canciller pertenece a la vieja escuela de estadistas, querida. No es ni un proxeneta ni un bribón y cree, por el contrario, que en este mundo se debe prosperar merced al trabajo honrado y perseverante. Me temo que en la actualidad exista una nueva concepción política que le dará mucho que hacer.

—¡A mí no me preocupan sus concepciones de orden moral! ¡Fue amigo de mi padre y me parece de mal tono que su mujer no venga a hacerme una visita! Y hasta he oído decir que se ha expresado en malos términos acerca de mí… ¡Que el rey no gastaría mucho tiempo en una mala pécora como yo!

Carlos Estuardo, sentado con las piernas cruzadas y un brazo apoyado con indolencia en el respaldo de la silla, sonrió comprensivamente, sin dejar de admirar con ojos felinos las formas que iban surgiendo, según se desnudaba la Palmer.

—El canciller me ha estado aconsejando durante muchos años lo que a su juicio yo debía o no hacer, y me parece que piensa que presto atención a cuanto me dice. En realidad se trata de un buen hombre y muy adicto a mi causa; sus intenciones son las mejores, aun cuando su comprensión falla algunas veces. De cualquier modo, yo, en tu caso, no me preocuparía de si su mujer me visita o no. Te aseguro que se trata de una mujer vieja y sorda, por añadidura; es decir, una compañía muy poco amena.

—¡A mí no me importa que sea sorda o no! ¿Comprendes? ¡Lo que yo quiero es que venga a mi casa!

Carlos Estuardo soltó la carcajada.

—Lo comprendo. Vamos, olvidémoslo…

Se levantó y se aproximó a ella en el preciso instante en que Bárbara se volvía para mirarlo, cubriéndose apenas los senos con su camisa. Los ojos de ella lucían con verdadera pasión y, cuando las manos de su real amante la tomaron por los hombros, se estremeció como poseída por un salvaje placer; todo otro pensamiento desapareció de su mente. Mas no por mucho tiempo.

Ahora estaban en el lecho; ella apoyaba su cabeza en el hombre de él, de tal modo que le era posible percibir bajo su mejilla la pulsación de su sangre. De pronto, dijo quedamente:

—Hoy he oído un rumor que me parece la mar de ridículo.

Carlos Estuardo se sentía fatigado y no tenía ningún interés en saber lo que pudiera ser.

—¿Ah, sí? —respondió, lacónico.

—Sí… Alguien me dijo que estás ya casado con una sobrina del príncipe de Ligne… y que tienes dos hijos de ella.

—El tal príncipe ni siquiera tiene sobrina, al menos que yo sepa. De cualquier modo, tampoco estoy casado con nadie.

Tenía los ojos cerrados y yacía cuan largo era, muellemente tendido sobre la espalda; sonreía con desmayo, como entre sueños. Al parecer no estaba pensando en lo que hablaban.

—Alguien me dijo también que estás prometido con la hija del duque de Parma.

No respondió el monarca. Ella se incorporó prestamente sobre uno de los codos con ansiedad:

—Di, ¿lo estás? Vamos, dilo.

—¿Qué? ¡Oh, sí…! ¡Oh!, quiero decir que no. No estoy casado…

—Pero ellos quieren que te cases, ¿verdad? Ellos… me refiero al pueblo.

—Sí, supongo que sí. Seguramente me reservan un antídoto, un ejemplar de mujer rebosante de grasa, de ojos bizcos y cabello lacio. Pardiez, no sé por qué siempre tendremos que cargar con una mujer fea y con hijos…

—¿Y por qué habrías de casarte con una mujer fea? —Con la punta de su índice iba haciendo unos dibujos entre la maraña de pelos de su pecho.

El rey abrió por fin los ojos y la miró. Su semblante se tornó serio y grave. Sacó una mano y se puso a acariciar el rojo cabello, ahora revuelto voluptuosamente.

—Las princesas siempre son feas. Es tradición en ellas.

Bárbara experimentó una agitación que iba en aumento. Entonces o nunca. Su corazón latía con violencia inusitada. Sintiéndose incapaz de mirarlo de frente, dejó caer sus párpados antes de hablar.

—Pero ¿por qué tendrías que casarte con una princesa si no te gusta? ¿Por qué no…? —Aspiró profundamente, como si le fuera a faltar aire; sentía la boca reseca y un dolor punzante en la nuca—. ¿Por qué no te casas conmigo? —Rápidamente alzó la vista para ver cuál era su reacción.

La expresión del rey cambió en el acto. Pareció recogerse sobre sí mismo. Sonreía aún en forma vaga, pero su sonrisa era más bien cínica, como sonreía siempre que tenía que afrontar cortés y con buenos modos un fuerte temporal. Y aun cuando no se había movido, Bárbara se dio cuenta de que, de pronto, se había alejado sutilmente de ella. Estaba conmovida como nunca lo estuviera y lo miraba de modo salvaje, sin lograr dar crédito a lo que veían sus ojos, cruelmente decepcionada. Había estado tan segura, había tenido tanta confianza en que la amaba con locura, que no había vacilado en creer que podía hacerla su esposa.

—Carlos —murmuró quedamente, articulando con dificultad las palabras— ¿es que nunca se te ha ocurrido?

El rey se sentó en el lecho, sacó los pies y acto seguido comenzó a vestirse.

—Vamos, Bárbara, no pienses en eso. Bien sabes que es imposible.

—¿Por qué? —exclamó, sintiendo crecer su desesperación— ¿Por qué es imposible? ¡He oído decir que has sido tú quien ha hecho casar al duque de York con Anne Hyde! ¿Por qué entonces no podrías casarte conmigo, si así lo quieres y si me amas? —Se daba cuenta de que su instinto de lucha estaba por abandonarla y se prendió a él con obstinación, diciéndose a sí misma que el asunto era demasiado trascendente para dejarlo ir, sólo porque no podía retener su lengua. Todavía creía posible convencerlo de cualquier modo.

«Haré que se case conmigo. No sé cómo, pero lo haré. ¡Debo insistir! ¡Debo insistir!»

Ya puestos los calzones, el rey se apresuró a enfundar la camisa, anudando los cordones alrededor de las muñecas. Tenía prisa por retirarse y deseaba evitar una discusión inútil. Estaba locamente enamorado de ella, lo sabía, porque nunca había encontrado una mujer tan excitante. Pero para pasar el rato, nada más. Aunque se hubiese tratado de la misma reina de Nápoles, no hubiera podido casarse… Además, la conocía ya demasiado para eso.

—Los dos casos no son exactamente similares, querida —dijo con voz tranquila, casi con ternura, deseando aplacar así su cólera y luego retirarse—. Mis hijos heredarán el trono, cosa que no ocurrirá jamás con los hijos de James.

Ciertamente, parecía perfectamente razonable, porque Carlos Estuardo había reconocido por lo menos a cinco hijos ilegítimos. Bárbara, por su parte, se había convencido de que el hijo que estaba por nacer era de él y no de Roger… o de Chesterfield.

—¡Oh…! ¿Y qué será de mí si te casas con otra mujer? ¿Qué haré? —Comenzó a llorar desconsoladamente.

—Me parece que estarás tan bien como siempre, Bárbara. No veo razón para que pueda ocurrir lo contrario. No eres, a la verdad, una mujer desahuciada…

—Pero ¡no es eso lo que yo quiero decir…! ¡Oh, ya ves cómo andan ahora detrás mío…! Buckingham, Cooper y esa multitud de cortesanos. Pero si te casas con otra y me dejas plantada… ¡Oh, moriré! ¡No te imaginas cómo se portarán conmigo ésos! ¡Y, sobre todo, las mujeres, que son peores que los hombres! ¡Oh, Carlos, no puedes hacerme eso, no puedes!

Carlos II hizo una pausa y la miró seriamente. Pronto su semblante se dulcificó y se acercó de nuevo al lecho, sentándose a su lado al mismo tiempo que la tomaba de las manos. Bárbara tenía el rostro anegado en llanto. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas y mojaban las sábanas de finísima holanda que apenas cubrían ahora su bella desnudez.

—Vamos, querida, no llores. ¿Por quién me tomas.? ¿Por un ogro? Nunca te abandonaré, puedes estar segura de eso. Me has proporcionado una gran dicha y te estoy muy reconocido. No puedo casarme contigo, pero me preocuparé de asegurar tu porvenir…

Sollozaba ella inconsolable y todo su cuerpo se estremecía. Pero ello no impedía que tuviera conciencia de su aspecto externo: lloraba atractivamente.

—¿Y cómo lo harás? ¿Con dinero? El dinero no lo remedia todo… Al menos, en este caso.

—¿Cómo podría ayudarte, pues?

—¡Oh, yo no lo sé! No sé cómo puedo…

La interrumpió con viveza, impidiendo que la conversación retornara por rumbos desagradables.

—Podría nombrarte doncella de honor de mi esposa… ¿no te serviría eso?

Le hablaba con el tono de un indulgente tío que ofrece un caramelo a una niñita que se ha caído y lastimado la rodilla.

—Quizá pueda servirme de algo. Si realmente quieres hacerlo así… Pero luego no cambies, porque entonces… entonces… ¡Oh, qué desgraciada soy…!

Súbitamente agobiada por todo el peso de su desengaño y su derrota, prorrumpió en desgarrador llanto, aunque ello no impidió que calculara bien la distancia y se apoyara en él. Carlos II la retuvo unos instantes contra su pecho, acariciándole el hombro mientras lloraba. Luego, con gentileza no exenta de energía, la hizo a un lado y se puso en pie.

Mientras ella seguía sollozando, procedió él a terminar de vestirse rápidamente, poniéndose el jubón y anudándose el corbatín, luego de lo cual se ajustó la espada. Levantó de una silla su sombrero y se dispuso a salir. Aquel monarca, que no podía hacer nada sin una mujer, aunque bien se habría manejado sin ninguna, a menudo afirmaba que era innecesario verlas fuera de la cama.

—Bárbara…, te juro que tenía que irme. Por favor, no llores más, querida. Créeme, cumpliré mi promesa…

Se inclinó y la besó suavemente. Acto seguido se encaminó hacia la puerta. Se volvió a tiempo de ver que ella se había incorporado en el lecho y que lo miraba con los ojos enrojecidos. Le hizo un saludo amistoso y salió.

Bárbara terminó de sentarse y dio fin a su llanto. Cruzó por su semblante una mueca de rabia; presionando con sus manos, trató de ahogar el dolor que atenazaba su frente. De pronto, abrió la boca y lanzó un grito histérico que puso las venas de su cuello tensas como cuerdas. Rápida como el pensamiento se inclinó y, levantando un vaso de la mesita de noche, lo arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo que estaba al otro lado de la habitación.