Capítulo LVII

A Frances Stewart no le agradaba el campo. Siempre le había gustado vivir en un lugar donde hubiera mucha gente, donde se sucedieran bailes y reuniones de toda clase. La caza, los teatros, la murmuración, la risa, el ajetreo continuo eran su pasión. Le complacía una existencia de pequeñas agitaciones. En cambio, la vida de campo era quieta, los días pasaban con monotonía y, comparada con Whitehall Palace, su gran casa parecía solitaria y desierta. No había galanes que la divirtieran, la lisonjearan, pujaran por levantar su abanico o pañuelo, o la ayudaran a montar a caballo.

Su marido pasaba la mayor parte del tiempo en el campo; cuando estaba en casa, se embriagaba a menudo. El mayordomo lo manejaba todo —ella no se había interesado en eso, por otra parte— y las horas transcurrían en medio de un terrible aburrimiento; no conocía a nadie que le diera ánimos para aprender a ser feliz en la soledad. Tampoco le gustaba estar casada. Claro que no lo había esperado.

Se había desposado solamente porque de ese modo esperaba ser una honrada y respetada dama… Ese había sido todo el deseo de su vida. Sabía que el duque la amaba de verdad y se mostraba agradecido de que hubiera querido compartir su vida con él, pero le parecía mezquino y tosco comparado con los elegantes caballeros de Whitehall, que conocían mil y un modos de entretener y divertir a una dama.

Además, la vida marital le causaba repugnancia. Experimentaba un ciego temor cada vez que oscurecía, e inventaba mil pretextos o indisposiciones para mantener alejado a su marido. Sentía horror por el embarazo, hasta el punto de enfermar; más de una vez creyó notar los síntomas sin que hubiera nada efectivo.

Pasaba horas añorando la ciudad, la Corte y la vida llena de encantos que allí llevó… que no había sabido apreciar debidamente entonces y que ahora le parecía la más deseable existencia sobre la tierra. Rememoraba los bailes y las fiestas, los vestidos, los hombres que la rodeaban para lisonjearla y cumplimentarla. Vivía cada pequeño episodio una y otra vez, eliminando con ellos su soledad.

Pero, sobre todo, pensaba en el rey Carlos. Considerábalo el hombre más hermoso y fascinador que jamás conoció y, para su completa consternación, se daba cuenta de que estaba perdidamente enamorada de él. Se preguntaba cómo había sido tan necia para no haberse dado cuenta antes. ¡Cuán diferente hubiera sido su vida! Porque, ahora que había logrado respetabilidad, le parecía mucho menos importante de cuanto su madre aseguró. ¿Qué otra cosa podía desear una mujer sobre la tierra si contaba con la protección de un rey?

Deseaba con vehemencia volver a Londres. Pero ¿qué ocurriría si él no estaba dispuesto a perdonarla? ¿Qué si incluso había olvidado que una vez la amó? Conocía de memoria la lista de sus últimos enredos femeninos: la condesa de Northumberland, la condesa de Danforth, Mary Knight, Moll Davis, Nell Gwynne. Tal vez hubiera ya perdido todo interés por ella. Frances recordaba muy bien que, una vez que la gente se apartaba de su vida —no importaba su influencia—, olvidaba prontamente su existencia.

Trató de interesarse por la pintura, de tocar la guitarra o de tejer. Pero estos quehaceres no la entretenían en absoluto. Todo era terrible, completamente aburrido.

Por último, comenzó a importunar al duque para que regresaran a Londres y sus esperanzas se vieron colmadas. Todo el mundo asistía a sus cenas y bailes. Era cortejada y buscada como atando hizo su primera y triunfal entrada en la Corte. Sabía perfectamente que todos esperaban que el rey se desenojaría pronto, haciéndola su querida, y por primera vez estuvo casi dispuesta a aceptar esa situación con sus ventajas y azares. Pero Carlos ni siquiera se había dado por enterado de su presencia en la ciudad.

Así transcurrieron cuatro meses.

Al principio Frances se mostró sorprendida, luego comenzó a ponerse furiosa y, finalmente, se sintió ofendida, lastimada y temerosa. ¿Qué pasaría si no la perdonaba jamás? Este solo sentimiento la aterrorizaba; no ignoraba que, una vez que los palaciegos se convencieran de que el rey había perdido interés por ella, huirían como cornejas que abandonan una ciudad abatida por la peste. Con el consiguiente espanto, se enfrentó con la perspectiva de tener que volver a su reclusión campesina… Los años grises y desesperadamente monótonos se alargaban hasta el infinito.

Y así fue cómo, no cumplido aún el primer aniversario de su huida con el que había de ser luego su esposo, Frances cayó gravemente enferma. Al principio, los doctores creían en un embarazo, un resfriado o algún severo ataque de hipocondría. Transcurridos algunos días, se dieron cuenta de que se trataba nada menos que de viruelas. Inmediatamente el doctor Fraser envió una nota al rey. El resentimiento de Carlos Estuardo, su cínica convicción de que lo había hecho pasar deliberadamente por un necio, se desvanecieron al instante dando lugar al horror y la compasión.

¡Viruelas! Entonces ¡su belleza podía destruirse! Pensaba más en eso que en la perspectiva de que perdiera la vida… Se le ocurría que una belleza como la de Frances era una cosa casi sagrada y que debía ser inviolable hasta para Dios. Malograrla o destruirla sería a sus ojos un acto de vandalismo, casi una blasfemia. Todavía significaba Frances más de lo que él admitió durante los meses pasados. Poseía la joven una especie de candor y de pureza que no había encontrado en ninguna de las muchas mujeres que conoció. La ausencia de esas dos cualidades había contribuido grandemente a desilusionar su cansado y amargado corazón.

Habría corrido inmediatamente a verla, de no haber sido por la prohibición de los doctores, recelosos del contagio. Le escribió. Pero, aun cuando hizo lo posible porque su carta no expresara otra cosa que confianza y despreocupación por lo pasado, sonaba a falso en sus oídos, porque ni él mismo se creía. Tenía muy poca fe, y ciertamente no creía que Dios pudiera evitar que se destrozara una belleza a los ojos de los hombres. Para él, Dios no era otra cosa que un exigente acreedor que cobraba sus cuentas con incoercible puntualidad. Pero envió sus mejores médicos y constantemente estuvo sobre ellos para que le dieran cuenta de los progresos del mal.

«¿Cómo se sentía? ¿Estaba mejor hoy? ¡Bien! ¿Tenía mejor ánimo? ¿Y… quedaría marcada?» Los médicos le decían siempre lo que deseaba saber, pero el rey se daba cuenta de si mentían.

A fines de la primera semana de mayo —más de un mes más tarde—, pudo ir a verla. Al penetrar su carruaje en el patio de Somerset House, se encontró con que había allí alrededor de una veintena de coches. Evidentemente, había circulado la noticia de que iría y sus cortesanos habían deseado presenciar los detalles de la entrevista. Carlos Estuardo masculló una maldición y su semblante se puso grave.

¡Condenados y curiosos bribones que acudían a solazar sus mezquinas almas y a hurgar con malignidad en el sentimiento de los otros!

Salió de su coche y se encaminó hacia la escalera principal. A su término encontró a mistress Stewart, la madre de Frances, que lo esperaba. Una sola ojeada y la evidencia de su nerviosidad y excitación lo convencieron de que sus médicos le habían estado mintiendo. Lo presumía.

—¡Oh, Majestad! ¡Cuánto me alegro de que hayáis venido! Mucho tiempo ha estado Frances deseando veros. ¡Creedme, Sire, jamás se ha perdonado por la descabellada treta que os jugó!

—¿Cómo se encuentra?

—¡Oh, está mejor, mucho mejor! Está vestida y levantada… aunque muy débil todavía, desde luego.

Carlos Estuardo la miró con fijeza. Leyó sin dificultad cuanto se ocultaba detrás de sus inquietos gestos, de su veloz modo de hablar, de la angustia de sus ojos y de las nuevas arrugas que se habían formado debajo de éstos.

—¿Puedo verla ahora?

—¡Oh, sí, Majestad! Por favor, venid conmigo.

—A juzgar por el aspecto que presenta el patio, diría que yo no soy el único visitante.

Mistress Stewart caminaba al lado del rey.

—Es el primer día que recibe visitas. Su habitación está completamente llena… parece que toda la ciudad se hubiera dado cita para venir hoy.

—Entonces, juzgo que será más conveniente que espere en la antesala hasta que todos se vayan.

Mistress Stewart asintió y fue a despedirlos con el pretexto de que Frances había tenido demasiada agitación, tratándose del primer día de su convalecencia. El rey se quedó detrás de la puerta, escuchando el ruido que hacía el cortesano tropel al retirarse murmurando y riendo con solapada e irresponsable malicia. Cuando todos, por fin, se hubieron marchado, mistress Stewart fue a buscarlo. Caminaron por la galería hasta llegar a las habitaciones de Frances. Atravesaron muchos cuartos y llegaron finalmente al dormitorio donde ella aguardaba.

Yacía sobre un canapé colocado frente a la puerta y llevaba un salto de cama de seda, que caía en pliegues hasta el suelo. En las ventanas se habían colocado colgaduras para que oscurecieran el aposento. Sólo eran las dos de la tarde y, aunque se veían varios candelabros encendidos, todos ellos estaban distantes. Carlos Estuardo se quitó el sombrero y saludó. En seguida se encaminó hacia ella. Hizo una nueva cortesía, más profunda que la anterior, y, casi contra su voluntad, levantó los ojos. Lo que vio le hizo sentirse enfermo.

Había cambiado enormemente. ¡Oh! A pesar de la luz mortecina, era evidente que había cambiado. La pavorosa enfermedad no había dejado nada por hacer. Rojas manchas y profundos huecos marcaban la piel, un día tersa y blanca como un nenúfar, y un ojo había quedado parcialmente cerrado. La perfecta y pura belleza se había esfumado para siempre. Pero fue la miseria y la desesperación que leyó en su implorante mirada lo que más le conmovió.

Mistress Stewart estaba todavía allí —el rey le había pedido que se quedara—, retorciéndose las manos mientras contemplaba la escena. Pero Carlos II y Frances la habían olvidado por completo.

—Querida mía —dijo él quedamente, esforzándose para hablar tras del prolongado silencio—, gracias a Dios que os encontráis mejor.

Frances lo miró, luchando por mantener su serenidad y desconfiando de la firmeza de su voz. Logró esbozar una ligera y penosa sonrisa, pero las comisuras de sus labios temblaban.

—Sí, Majestad. Me encuentro mejor —su voz bajó hasta convertirse en un susurro—. Si es que hay algo que agradecer por ello.

Su boca dibujó un rictus de amargura, bajó los ojos y fijó la mirada en un objeto distante. De súbito se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar. La violencia de los sollozos estremecía convulsivamente sus hombros y el resto de su cuerpo. Era —y eso lo sabía Carlos— no solamente la agonía que experimentaba a causa de que él la viera en tal estado, sino la culminación de todo lo soportado poco antes. Los curiosos y despreciativamente compasivos ojos de los visitantes, toda la falsa simpatía y afecto por su condición. Se habían cobrado con creces, se habían vengado de todos los momentos de envidiosa admiración que le demostraron, de cada vil lisonja, del servilismo y la hipócrita amistad que le ofrecieron.

Instantáneamente, Carlos Estuardo se dejó caer de rodillas a su lado. La tocó ligeramente en el brazo. Al hablarle, su voz era un ruego.

—¡Oh, Frances, querida mía! ¡Cuánto siento lo que ha ocurrido!… ¡Os suplico que me perdonéis por mi necia conducta y mis locos celos!

—¿Perdonaros? ¡Oh, Sire! —lo miró intensamente, puestas las manos todavía en su rostro, como si deseara ocultarlo a su contemplación—. ¡Soy yo quien debe pediros perdón! Por eso me ha sucedido esto… ¡Yo sé que es por eso!… ¡Es un terrible castigo por lo que os hice!

Una ola de piedad y de ternura casi insoportable lo conmovió. Gustoso habría dado cuanto poseía en la tierra para hacer que retornara su belleza, por verla de nuevo en posesión de su alegre y confiada coquetería. Pero todo se había ido para siempre: las cambiantes expresiones de su rostro, su risa, argentina y feliz, propia de la mujer que se sabe lo suficientemente bella como para comprar perdón e indulgencia para todo. Una cólera salvaje e imponente lo poseyó. ¡Dios de los cielos! ¿Es que el mundo emporcaba todo lo que tocaba?

—No habléis de ese modo, Frances, por piedad. Yo no sé qué loco impulso me hizo proceder como un mentecato… Pero, cuando supe que estabais enferma, creí perder el juicio. ¡Si algo os hubiera ocurrido!… ¡Gracias a Dios que os encontráis bien! Ahora ya no volveré a perderos.

Frances posó en él sus ojos largamente, gravemente, como si se preguntara si se daría cuenta del cambio producido en ella… aguardando con anhelo patético… Pero no podía ser cierto. Era obvio que también lo vería. Todo el mundo lo había visto… ¿Por qué dejaría de verlo él?

—Sí; otra vez estoy bien —murmuró—. Pero mejor querría no estarlo. Desearía haber muerto. ¡Miradme!… —apartó las manos de su cara al tiempo que lanzaba una exclamación llena de angustia y desesperación; detrás de ellos se oían los fuertes sollozos de la madre, que no conseguía dominar su aflicción—. ¡Oh, miradme! ¡Ved esta horrible máscara!

Impresionado, le apretó una mano entre las suyas para infundirle ánimo.

—¡Oh, Frances, no es verdad! ¡Esto no es lo último, os lo juro!… Yo me vi desfigurado cuando me atacó. El mismísimo diablo se habría espantado al contemplar mi rostro. Pero ahora… ved, ni una señal —la miró enternecido, presionando su mano contra su corazón. Sentía necesidad de ayudarla, de infundirle confianza en el futuro, aunque él mismo no creía. Y mientras le hablaba, los ojos de ella se iluminaban, demostrando la esperanza que renacía en su corazón—. Vaya, esto durará cierto tiempo y luego nadie podrá decir que hayáis tenido viruelas. Asistiréis a las reuniones y a los bailes, y todos dirán que estáis hermosa como siempre. Sí, estaréis más deslumbrante que cuando os vi por primera vez. Recordad, querida, aquel vestido vuestro de encaje blanco y negro, con broches de diamantes en el cabello.

Frances lo miraba embelesada; sus palabras le parecían una vieja y querida melodía.

—Sí, lo recuerdo… Sí… solicitasteis bailar conmigo…

—No podía dejar de contemplaros… jamás había visto una mujer tan bella…

Frances sonrió tristemente agradeciendo su bondad; era evidente que el juego se hacía penoso, pues comprendía perfectamente lo que buscaba el rey. Se esforzó por contener las lágrimas, mientras trataba desesperadamente de no pensar más en su desgracia. Pero no podía; todos sus pensamientos estaban concentrados en su propia tragedia. Carlos Estuardo tampoco podía pensar en otra cosa.

«¡Oh! —se decía—. ¿Por qué habría tenido que sucederle precisamente a ella? —el rencor llenaba de amargura su corazón—. ¿Por qué habrá tenido que pasarle esto a Frances, que siempre fue alegre, amable, generosa y leal cuando tantas otras mujeres merecían más que ella semejante destino?…»

Pero Carlos II era un hombre obstinado.

Cierta vez había expresado su deseo de que algún día la vería fea y dispuesta. Había olvidado tan insensatas palabras, pero recordaba los años de espera y de súplica, de burlón ofrecimiento y de doloroso deseo, el ansia de poseerla que lo hiciera padecer. Y ahora, de pronto, era ella quien suplicaba.

Una tarde, al anochecer, paseaban ambos por el jardín, por el sendero bordeado de árboles que conducía al río, detrás de Somerset House. Frances iba vestida de raso azul con volantes de encaje negro en la falda; un velo oscuro le cubría el rostro. Con el sentimiento de su belleza, había tratado instintivamente de ocultar el daño que le causara la enfermedad. Usaba el abanico para protegerse y velos para cubrirse la cara. Cuando se detenía durante el paseo, siempre lo hacía bajo la sombra de un copudo árbol.

Allí estaban, junto a un gran olmo, mirando la superficie de las aguas; con repentino impulso, Frances lo atrajo hacia sí. Sus miradas se encontraron. Por unos momentos permanecieron inmóviles, contemplándose. Aquellos labios, ligeramente entreabiertos y húmedos, pedían que él los besara. Lo rodeó con sus brazos y apretó su boca contra la de él, y esta vez no hubo repulsión ni el cuerpo rechazó la caricia. Por el contrario, lo estrechó temblorosa de pasión… Tal vez experimentaba al mismo tiempo el temor de que no la deseara más.

Carlos Estuardo, venciendo piadosamente su inevitable reacción al cuerpo y los labios de la mujer, la rechazó suavemente. Pero ella no quiso permitir que se apartara. Lo tomó por sus brazos.

—¡Oh, después de todo, teníais razón! Fui una necia… ¿Cómo pude pensar que me aguardaríais siempre?

Sorprendido por su franqueza, le respondió en voz baja:

—Querida, espero no haber sido jamás un chapucero como para tomar a una mujer contra su voluntad.

—Pero yo… —empezó ella, pero se interrumpió. De pronto se volvió, alejándose rápidamente por el sendero; Carlos Estuardo comprendió que lloraba.

A la noche siguiente, como tenía por costumbre, se embarcó solo en un bote, para dar su paseo nocturno por el río. Un repentino pensamiento le hizo variar el rumbo de la embarcación, en dirección a Somerset House. El pequeño bote se acercó a la orilla balanceándose, y una vez que estuvo detenido sobre la arena, dio él un salto y se encaminó a la casa. La puerta de hierro estaba cerrada. Sin vacilar un instante trepó el muro y poco después estaba corriendo por el jardín en su dirección.

«He esperado cinco años y medio para esto —se dijo—. ¡Ojalá que no sea demasiado tarde!»