Capítulo LXVIII

Ámbar se había fastidiado tanto como el rey Carlos, cuando Monsieur insistió en que Minette permaneciera en Dover; ella no quería dejar Londres. Hasta el último momento dudó, pero cuando salió la reina, no tuvo más remedio que partir. Durante la quincena que se quedara Minette, se sintió desdichada e inquieta. Deseaba con desesperación volver a Londres y hacer lo posible, cualquier cosa, para ver a Bruce. Se sintió grandemente aliviada cuando la flota francesa partió por fin, y Minette estuvo en camino de su casa.

Apenas llegada a palacio —donde conservaba sus antiguas habitaciones—, envió un lacayo para que fuera a averiguar dónde se encontraba y qué era lo que hacía Su Señoría. La impaciencia y la nerviosidad la tenían en un constante estado de irritación, haciéndole encontrar defectos y faltas en todo lo que veía o esperaba; criticó el vestido que Madame Rouvière le había terminado, se quejó de que uno de los cocheros la había hecho balancearse de modo infernal, por lo que fue despedido, y juraba que no había visto jamás criatura más descocada que aquella gata francesa, la Kerouaille.

—¿Por qué se retrasa ese tonto? —quiso saber por último—. ¡Hace más de dos horas que se fue! Le haré dar una paliza por eso. —En ese momento oyó que alguien la llamaba; se volvió furiosa—. ¡Grandísimo pillo! —exclamó—. ¿Qué significa esto? ¿Ese es el modo de servirme?

—Lo siento, Su Gracia. Me dijeron en Almsbury House que Su Señoría había ido a los muelles. —El barco de Bruce había hecho dos viajes de ida y vuelta a América desde agosto último, y lo estaban equipando para el tercero. En el viaje de regreso iría con su esposa hasta Francia, donde tenía intención de comprar los muebles—. Cuando llegué allí, no lo pude encontrar. Sus hombres creían que se fue a almorzar con los comerciantes de la City y no sabían a qué hora regresaría.

Ámbar se quedó pensativa. Se sentía desesperada, poseída de mortal desilusión, y para aumentar sus aflicciones sospechaba que se encontraba de nuevo encinta. Pensó en hablar al doctor Fraser para que le hiciera abortar, pero aún dudaba.

—Su Señoría, milady Carlton, estaba en la casa —dijo el lacayo queriendo congraciarse.

—¿Y a mí qué me importa? ¡Vaya, retiraos y no me molestéis más!

El lacayo salió haciendo genuflexiones, ella le dio la espalda con desdén y de nuevo se sumió en sus preocupaciones. Estaba determinada a verlo otra vez… no importaba cómo, y no le importaba tampoco el evidente hecho de que él no quisiera verla. Inesperadamente vinieron a su mente las palabras del lacayo: «Su Señoría está en la casa.» No había transcurrido un minuto, cuando ya había elaborado su plan.

—¡Nan! ¡Ordena que tengan listo el coche! ¡Voy a visitar a lady Carlton! —Nan la miraba confundida, pero la despertó Ámbar dando una fuerte palmada—. ¡No te quedes ahí con la boca abierta! ¡Haz en seguida lo que te digo!

—¡Pero, señora —protestó Nan—, acabáis de decir que desenganchen y es probable que el cochero se haya retirado!

—Pues mandad por él antes de que se vaya.

Mientras hablaba se movía por la habitación buscando sus guantes, el manguito y el abanico, y salió aprisa. Susanna salía en ese momento de la habitación de los niños e iba en su busca sabiendo que había llegado; Ámbar se arrodilló y la besó, diciéndole que volvería en seguida. Susanna quiso ir con ella y cuando Ámbar le dijo que no, se puso a llorar y finalmente estampó el pie en el suelo muy imperiosamente.

—¡Quiero ir!

—¡Te digo que no, so voluntariosa! ¡Quieta, o te doy un sopapo!

Susanna dejó de llorar, al tiempo que la miraba con resentimiento —generalmente su madre le hacía grandes fiestas cuando llegaba de alguna parte, trayéndole además cualquier obsequio—. Ámbar sintió haberla tratado así. Se arrodilló de nuevo y abrazándola la cubrió de besos y de caricias, prometiéndole que esa noche iría a buscarla para rezar juntas las oraciones. Susanna ya no lloraba y estaba quietecita; sonrió cuando su madre le dijo adiós.

Cuando Ámbar se encontró en la antesala de Corinna, sintió haber llegado.

Si Bruce se presentaba en ese preciso instante, se pondría furioso… y se perdería la última esperanza de reconciliación. Se sentía descompuesta y temblaba a la sola perspectiva de enfrentarse con aquella mujer de sorpresa al verla sentada allí. Con toda política le hizo una leve cortesía y le agradeció la bondad de su visita, invitándola a pasar a la sala.

Ámbar se puso de pie, deseando dar una excusa cualquiera y huir… pero cuando Corinna se hizo a un lado para dejarla pasar, no tuvo más remedio que hacerlo. Lady Carlton llevaba una robe de chambre de seda floreada, rosa y azul; el brillante cabello negro caía sobre los hombros con dos o tres rosas prendidas en él; en el seno llevaba una guirnalda de las mismas flores.

«¡Oh, cómo os odio! —se dijo Ámbar sintiendo renacer salvaje rencor—. ¡Os odio y os desprecio! ¡Quisiera veros muerta!» Era evidente que Corinna, a pesar de su aparente bondad y buen trato, no apreciaba mejor a su visitante. Había mentido al decir a Bruce que no creía que continuase viéndose con ella… y al ver a aquella mujer de ojos ambarinos y de cabellos dorados experimentaba una gran desazón. Estaba convencida de que mientras las dos vivieran, ni una ni otra tendrían paz. Sus miradas se cruzaron con odio: eran dos enemigas mortales, enamoradas de un mismo hombre.

Ámbar, dándose cuenta de que debía iniciar la conversación, trató de que pareciera casual.

—Almsbury me aseguró que partiríais pronto.

—Tan pronto como sea posible, madame.

—Supongo que estaréis contenta de iros de Londres.

No había ido a cambiar cumplimientos ni sonrisas hipócritas ni ocultos zarpazos; sus ojos, color de topacio, rutilaban con fiereza, duros y despiadados como los de una gata mirando a su presa.

Corinna devolvió la mirada, sin desconcertarse o sentirse intimidada.

—Así es, señora, ciertamente. Aunque no por la razón que suponéis.

—¡No sé lo que queréis decir con eso!

—Lo siento. Creí que lo sabíais.

Ámbar aguzó sus garras al oír eso. «So perra, os haré pagar caro lo que habéis dicho. Yo sé algo que os hará transpirar.»

—Vaya, parecéis una mujer demasiado ingeniosa, señora… para ser la esposa de un hombre fiel.

Corinna abrió los ojos llena de incredulidad. Por un momento se quedó silenciosa; luego, muy pausadamente, dijo:

—¿A qué habéis venido, señora?

Ámbar se inclinó, apretando con fuerza los guantes que tenía en la mano, y replicó con voz baja y arrastrando las palabras:

—He venido a deciros algo. He venido a deciros que, penséis lo que penséis… él me ama aún. ¡Siempre me amará!

La fría respuesta de Corinna la dejó en su sitio.

—Podéis creerlo así si os gusta, señora.

Ámbar se puso de pie de un salto.

—¡Que lo crea si me gusta! —barbotó. Rápidamente cruzó los pocos pasos que la separaban de ella, hasta ponerse delante—. ¡No seáis necia! ¡Nunca ha dejado de verse conmigo! —su excitación aumentaba peligrosamente—. Nos hemos encontrado en secreto… en cierta casa del Magpie Yard. ¡Todas las tardes que pensabais que estaba de caza o en el teatro, se hallaba conmigo! ¡Todas las noches que creíais se hallaba en Whitehall o en una taberna, las pasábamos juntos!

El rostro de Corinna, se había puesto pálido. «¡Vamos! —se decía Ámbar, sintiendo honda satisfacción—. ¡Chúpate ésa!» A eso había ido: a golpearla, a humillarla, a destrozar sus más sensitivas emociones, a echarle en cara la infidelidad de Bruce. Quería verla a sus pies, implorante. Deseaba verla tan miserablemente abatida y tan derrotada como lo estaba ella.

—¿Y qué pensáis ahora de la fidelidad de vuestro esposo?

Corinna la miraba incrédula, con una expresión de horror reflejada en el semblante.

—¡No creo que os haya quedado ni la más insignificante miaja de dignidad! ¡No tenéis ni una pizca de honor!

Ámbar hizo una mueca desagradable, no se daba cuenta de cuán feo era su aspecto, pero de haberlo sabido tampoco le habría importado nada.

—¡Honor! ¿Qué diablos es el honor? ¡Un espantapájaros para asustar a los niños! No podéis daros cuenta del triste papel que representasteis estos últimos meses… nos hemos reído en vuestras propias barbas… ¡Oh, y aunque lo neguéis, él también se ha estado riendo con todos nosotros!

Corinna se puso de pie.

—Señora —dijo fríamente—, nunca he conocido otra mujer de peores sentimientos. Me doy cuenta de que habéis salido de la calle… procedéis y habláis como una de ésas. Lo que me admira es que Bruce sea hijo vuestro.

Ámbar ahogó un grito de sorpresa. Lord Carlton nunca le había dicho que su mujer sabía que ella fuese la madre del niño. Y Corinna jamás había dicho una palabra de ello a nadie, ni había rehusado tenerlo a su lado, y hasta parecía quererlo de veras, tan sinceramente como si fuera propio.

—«¡Gran Dios! ¡Esta mujer es más tonta de lo que me había imaginado!»

—¡De modo que sabíais que era mío!… Pues ahora que lo sabéis, quisiera preguntaros si estáis enterada de que mi hijo será algún día lord Carlton… ¡todo cuanto vuestro esposo posee o le pertenezca será de mi hijo, no de los vuestros! ¿Qué opináis de esto? ¿Sois tan virtuosa y noble que no sentís temblar vuestra carne de ningún modo?

—Bien sabéis que eso es imposible, a menos que se pruebe su legitimidad.

Ámbar y lady Carlton estaban paradas tan cerca, que respiraban el mismo aire, sin dejar de mirarse fijamente. La duquesa de Ravenspur experimentaba violentos deseos de tomarla por los cabellos y destrozarle la cara a arañazos. Algo, ella no supo qué, la contuvo.

—Tened la amabilidad de dejar mis habitaciones, señora —prosiguió Corinna, tensos los músculos de su barbilla y apretados los dientes de tal modo que apenas los labios podían formar las palabras.

De pronto Ámbar estalló en carcajadas histéricas, llenas de nerviosa represión.

—¡Oídla! —exclamó—. ¡Sí, saldré de vuestras habitaciones! ¡Lo malo es que no puedo perderos de vista demasiado pronto! —con rápidos y espasmódicos movimientos levantó el manguito y el abanico que dejara caer, y una vez más se volvió hacia Corinna, transfigurada, respirando fatigosamente, temblando con la nerviosidad. Empezó a hablar, diciendo todo lo que había esperado decir desde tiempo atrás—. Pronto estaréis en cama por el parto, ¿verdad? Pensad en mí entonces, pensad a menudo… ¿Os creéis que él ha de estar junto a vuestro lecho como un paciente perro hasta que…?

Se interrumpió al ver que Corinna levantaba la vista mirando a alguien que acababa de entrar. Una voz de hombre resonó sonoramente en la habitación.

—¡Ámbar!

Se volvió y vio a Bruce que avanzaba a grandes pasos hacia ella, gigantesco en su cólera. Se quedó vacilante, en seguida quiso huir, sin tiempo para ello, pues ya Bruce la había asido por los hombros y luego de obligarla a volverse, con su mano abierta le cruzó dos veces la cara. Durante unos segundos permaneció abrumada, luego le pareció ver su rostro, alterado horriblemente, un destello de furia asesina… y sabía perfectamente que era capaz de matarla.

Su reacción fue rápida, en parte debido al temor y a sus propios y violentos instintos de conservación, en parte porque toda razón había huido de su mente mucho antes. Como un animal salvaje empezó a patear y a golpearlo con fuerza, con los puños crispados, chillando por la ira, llenándolo de maldiciones e improperios. Una y otra vez le gritó que lo odiaba, que lo odiaba a muerte y que no quería verlo más. Por un momento sus ansias de venganza fueron tan grandes que sin duda lo habría matado en el acto, de haber podido hacerlo…; todo el dolor acumulado, todo el sufrimiento que soportaba por causa de él, todos los celos y el odio que experimentaba por Corinna, le hicieron perder la ecuanimidad y se mostró perversa, peligrosa.

Después de su primer impulso, Bruce se había recobrado. Trataba solamente de aplacarla, aunque la fuerza de su ira era tal que no podía dominarla.

—¡Ámbar! —gritó, tratando de volverla a la razón—. Ámbar, por amor de Dios… ¡quédate quieta!

Un lado de su cara mostraba tres surcos sangrientos, allí donde se clavaron tres aguzadas uñas de mujer coqueta. Había perdido en la lucha el sombrero y la peluca; el vestido de Ámbar estaba revuelto y abierto en el escote; su peinado, deshecho. Corinna los miraba, anonadada, sin movimiento, con el horror que la dominaba, enferma de temor y de humillación.

Con súbito impulso, Bruce la tomó por el cabello y le dio tan violento tirón que pareció que le destrozaba las vértebras del cuello. Ámbar lanzó un grito de agonía, pero en seguida le golpeó a puño cerrado en pleno rostro, apretando los nudillos cerca del ojo izquierdo y haciéndole echar la cabeza para atrás. Bruce palideció al recibir el golpe, y tomándola con las dos manos por el cuello, comenzó a apretar sin consideración. El rostro de Ámbar se tornó violáceo. Frenéticamente seguía pataleando y arañando dondequiera podía, hasta que apareció su lengua y los ojos se desorbitaron. Trató, en vano, de gritar.

Corinna salió de su estupefacción y corrió a ellos.

—¡Bruce! —exclamó—. ¡Bruce! ¡La estás matando!

Parecía que él no la oía; Corinna lo asió por los brazos y lo golpeó en el pecho hasta que Bruce soltó su presa. Ámbar se desplomó como un saco. Con una expresión de indecible disgusto —disgusto tanto contra él mismo, como contra Ámbar—, Bruce se volvió con las manos estiradas y los dedos crispados, mirándoselas como si no le pertenecieran. Corinna lo contemplaba, tiernamente, con una compasión casi maternal.

—Bruce… —dijo por último, con voz apenas perceptible—. Bruce…, creo que es hora de que mandes llamar a la comadrona. Estoy comenzando a sentir dolores.

La miró él atontado, como si no se hubiera dado cuenta de lo que le decía:

—¿Que estás comenzando a sentir dolores…? ¡Oh, Corinna! —su voz tenía una inflexión de doloroso remordimiento. La levantó en sus brazos y la llevó al dormitorio, poniéndola con cuidado encima de la cama. La sangre que había en su camisa y en la casaca habían manchado la mejilla de ella. Se la limpió; en seguida se volvió y corriendo salió de la habitación.

Por unos minutos Ámbar permaneció en el suelo y sin conocimiento. Recobró los sentidos y le pareció estar recostada en un suave y abrigado lecho; trató de arroparse más. Transcurrieron algunos segundos antes de que se diera cuenta cabal y recordara el lugar donde estaba y lo que había sucedido. En seguida hizo un esfuerzo para sentarse. La sangre le palpitaba con fuerza en los oídos y las sienes, le dolía la garganta y se sentía confusa y atontada. Lentamente consiguió ponerse de pie y allí se quedó, como si hubiera estado colgada de una percha, con la cabeza y los brazos caídos. Así la encontró Bruce cuando volvió a entrar en la habitación. La miró unos instantes y luego se le acercó.

—Sal de aquí —le dijo. Hablaba entre dientes—. Márchate.