Capítulo LX

La primavera de aquel año, salvo unas ligeras lloviznas, fue más bien seca y polvorienta. No obstante, para mayo las praderas y los campos cerca de Londres estaban magníficamente cubiertos de tréboles y flores silvestres donde zumbaban enjambres de abejas. Abundaban los árboles en los campos de cultivo, los helechos y las enredaderas en las cercas. Gritos de: «¡Cerezas, cerezas dulces y maduras!» y «¡Romero y escaramujos olorosos! ¿Quién me compra los espliegos?», se oían una vez más. Vestidos livianos de gasas de seda, tafetán de Florencia y muaré, en los colores más brillantes, eran vistos en el Cambio Real, en los teatros o en Hyde Park o Pall Mall. Habían retornado los más enteros días del año.

Durante años enteros nada causó más indignación y sensación que la difundida especie de que el duque de York se había convertido abiertamente al catolicismo. Sin embargo, nadie podía probarlo; el duque no lo admitía y su real hermano, aun cuando sabía que era verdad, se encogía de hombros y rehusaba comentarlo. Los enemigos del duque comenzaron a planear con más furor que antes para alejarlo por completo del trono, al mismo tiempo que parecía que el duque y el barón de Arlington se habían hecho buenos amigos. Esto dio mayor pábulo a los rumores de una alianza francoinglesa, porque aun cuando Arlington había sido partidario de Holanda durante algún tiempo, se presumía que era un calificado católico o, por lo menos, que tenía grandes simpatías por este culto.

Todos estos rumores empezaron, inevitablemente, a difundirse por la ciudad, y Carlos II no pudo disimular su fastidio; llegaron a conocerse sus observaciones malhumoradas por el entretenimiento del pueblo inglés. ¿Por qué no estaba satisfecho de dejar el gobierno en las manos de aquellos cuya misión era gobernar? ¡Pardiez! Ser rey en esos días era peor que ser panadero o albañil. Tal vez fuera mejor que se dedicara al comercio.

—Harías mejor en estudiar algo útil —aconsejó a su hermano—. En mi opinión, algún día deberás trabajar para mantenerte.

James hizo como que tomaba en broma la observación de su real hermano.

Pero no había lugar a dudas de que, si el rey no se casaba nuevamente, York, si hasta entonces vivía, sería su sucesor. Catalina había tenido su cuarto aborto a fines de mayo.

Un cachorrillo de zorro se subió en su cara mientras estaba durmiendo, y éste fue el motivo para que perdiera a su hijo horas más tarde. Buckingham sobornó a los dos médicos para que declararan que no había estado embarazada, pero Carlos II no hizo caso de su testimonio. No obstante, ambos estaban desesperados, y la misma Catalina estaba convencida de que jamás tendría un hijo. Sabía, más allá de toda duda, que era la más inútil de todas las criaturas de la tierra: una reina estéril. Pero Carlos Estuardo continuó resistiendo obstinadamente a todos los esfuerzos que se hacían para que la dejara a un lado, aunque era difícil juzgar si lo hacía por lealtad o por pereza.

A muchas damas de la Corte causaba antipatía la idea de que el rey volviera a casarse… Todas ellas tenían mucho que perder.

Bárbara Palmer, al menos, podía oírlos con una sonrisa burlona en cierto modo de maligno placer. Ahora que no ignoraba que había dejado de ser la amante predilecta del rey y que los azares de su posición no la preocupaban, parecía haberse resignado a su suerte. Pero ello no quería decir de ningún modo que hubiera descendido al anónimo. Bárbara no podía dejar de ser notable. Mientras tuviese salud y belleza, lo sería siempre.

Aun cuando ya habían pasado los años que se consideraban los mejores en la vida de una mujer, su hermosura se mantenía inalterable; a su lado, las jovencitas de quince años que llegaban a la Corte parecían insípidas. Continuaba siendo una figura descollante de Whitehall. Su constitución era robusta y sus ansias de vivir demasiado grandes para resignarse a llevar una vida apacible y sórdida después de una juventud tan brillante y agitada.

Gradualmente sus relaciones con el rey se enfriaron hasta convertirse en indiferencia. Ya no se disgustaban más por riñas o celos; por la pasión, el odio o la alegría. Habían tenido hijos como una cosa de mutuo interés, y ahora entre ellos había una especie de camaradería que jamás habían conocido durante los turbulentos años en que fueron amantes, si bien sólo los unía entonces una atracción carnal. En la actualidad no demostraba celos por las amigas que tenía; por su parte, él se sentía aliviado al verse libre de las impetuosidades de su carácter, y encontraba cierto entretenimiento en observar, desde lejos, sus caprichos y extravagancias.

Ámbar esperaba con impaciencia que los meses transcurrieran rápidamente, y una y otra vez escribía a Almsbury, preguntándole si tenía noticias de lord Carlton y si sabía cuándo llegaría. El conde contestó a cada una de sus cartas. No sabía nada más, excepto que llegaría a Londres en agosto o septiembre. ¿Cómo podía ser más preciso cuando la travesía era tan variable?

Ámbar no podía pensar ni preocuparse por otra cosa. El antiguo y penoso anhelo, que menguaba cuando sabía que no tenía esperanzas de verlo, revivía otra vez. Recordaba con dolorosa claridad todas esas pequeñas cosas que en conjunto formaban su personalidad: el extraño color verde grisáceo de sus ojos, las ondas de su renegrido cabello, su amplia frente y la tersura de su piel, atezada por los aires marinos, el timbre de su voz. Todo esto le proporcionaba a ella una real sensación de placer físico. Hasta recordaba el olor netamente masculino de sus ropas y muchas otras sensaciones que experimentara cuando él la acariciaba.

Y se atormentaba todavía más, porque con estos recuerdos fragmentados no podía formar una totalidad. De algún modo, él la evitaba. ¿Existía realmente, en alguna parte de ese dilatado horizonte fuera de Inglaterra, o sólo era un ser que ella había imaginado, formado de sus sueños y esperanzas? Podía abrazar a Susanna con desesperación… pero nunca aplacaba sus ansias.

Deseaba con ardor volver a verlo y se prometía a sí misma que esta vez se comportaría con dignidad y decoro. Debía mantenerse un poco a distancia, esperando que él diera los primeros pasos. Todas las mujeres sabían que ése era el modo de interesar a los hombres. «Siempre me he comportado neciamente convirtiéndome en su esclava —se reprendía—, pero esta vez todo será diferente. Después de todo, ahora soy una duquesa, mientras que Bruce sólo es barón. De cualquier modo, ¿por qué no puede venir a buscarme?»

Sabía que esta vez llegaría acompañado de su esposa, pero esto no la preocupaba mucho. Porque ciertamente, lord Carlton no podría estar permanentemente ligado a su cara mitad. Eso estaba bien para los ciudadanos comunes; pero los caballeros, de buena cuna y mejor sangre, halagaban a sus esposas sólo ocasionalmente.

Lord y lady Almsbury regresaron a Londres en julio, a poner su casa en orden, contratar nuevos sirvientes y preparar los entretenimientos que ofrecerían a sus invitados. El conde fue a visitar a Ámbar y ésta mantuvo la conversación sobre diversos temas, haciendo esfuerzos desesperados para no demostrar su hondo interés por ver a Bruce. Habló de la gran casa que le estaban construyendo en St. James’s Square; de las personas que invitaba a cenar ese domingo. De vez en cuando le preguntaba qué hacía él en el campo, y sin darle lugar a que replicara, proseguía con su cháchara… Todo el mundo sabía que en la campiña no había otra cosa que hacer que montar a caballo, beber y visitar a los colonos o arrendatarios. Almsbury estaba sentado muellemente, oyéndola hablar y contemplando entretenido su vivaz amaneramiento, sonriendo y asintiendo con la cabeza… Ni uno ni otro mencionaron a lord Carlton.

La charla de Ámbar principió a decaer, terminando por callarse y quedarse quieta; por último, dándose cuenta de que se estaba burlando de ella, se puso colérica.

—Bien —dijo— ¿cuáles son las noticias que traéis?

—¿Noticias? Dejadme recordar… Mi yegua negra, aquella que acostumbrabais montar, ¿recordáis?, ha tenido un potrillo y…

—¡Al diablo, Almsbury! ¿Por qué me tratáis así? ¡Bien conocéis lo que quiero saber! Decidme… ¿habéis tenido noticias de él? ¿Cuándo estará aquí? ¿Y es cierto que viene ella?

—Todo cuanto sabía os lo dije la última vez que os escribí: llegará en agosto o septiembre. Ella también viene. ¡Vaya! ¿Es que tenéis miedo?

Ámbar le echó una venenosa mirada.

—¿Miedo de ella? —repitió despreciativamente— ¡Almsbury, juro que sois un taimado chistoso! ¿Por qué tendría temor de ella? —Hizo una pausa y luego, con altanería, le informó—: Ya he formado una imagen de ella… ¡de esa Corinna!

—¡Ah, sí!

—¡Sí, la tengo! ¡Sé con exactitud cómo es! ¡Una insípida y humilde criatura que lleva vestidos pasados de moda y con cinco años de uso, sin otra preocupación que su esposo, la buena administración de la casa y la alimentación de sus rapaces! —El retrato correspondía razonablemente a la propia esposa de Almsbury—. ¡Va a tener que aprender mucho aquí, en Londres!

—Quizá tengáis razón —admitió él.

—¿Qué quizá tenga razón? —bramó, indignada—. ¿Qué otra cosa podría parecer, viviendo en esa salvaje región rodeada de indios y negros?…

En ese momento se oyó una voz bronca que comenzaba a chillar.

—¡Ladrones! ¡Condenados ladrones! ¡Dios mío, vengan pronto! ¡Ladrones!

Involuntariamente, Ámbar y el conde se pusieron de pie, alarmados.

—¡Es el loro! —exclamó ella—. ¡Ha sorprendido a un ladrón!

Y a toda carrera se dirigió a la sala, seguida de lord Almsbury y Monsieur le Chien, que ladraba desaforadamente. Entró en la habitación mencionada, encontrándose con el rey, quien, al tomar una naranja de una frutera, había ocasionado los airados gritos del loro, que se balanceaba en su percha. No era la primera vez que el pájaro, educado para sorprender a los intrusos, cometía un error.

Almsbury se retiró y pocos días más tarde regresaba a Barberry Hill a cazar, mientras Emily se quedaba en la ciudad para dar la bienvenida a sus huéspedes, que podían llegar de un momento a otro. Ámbar no volvió a tener oportunidad de hablar de Corinna.

Durante el pasado año había ido unas tres o cuatro veces a ver los progresos que se hacían en Ravenspur House.

Proyectada según el nuevo estilo, sin esos grandes patios que se veían en los castillos rodeados de muros, era una construcción simétrica de cuatro pisos y medio, con muchas ventanas de pequeños vidrios cuadrados. El frente daba al Pall Mall, con una larga fila de olmos en la acera, y los jardines de atrás al St. James’s Park, convertido en un lugar donde se depositaban los desperdicios de las grandes casas próximas.

Ni el capitán Wynne ni la propietaria olvidaron detalle alguno que la hiciera la casa más moderna y suntuosa de Londres. Como la pintura de colores sobre el maderamen no se acostumbraba, muchas habitaciones se decoraron con grandes artesonados en los que iban pintadas figuras alegóricas de la mitología griega o romana. El suelo de las habitaciones principales era de parquet, con intrincados dibujos. Los candelabros de cristal de roca, semejantes a grandes aretes de diamante, eran una novedad, y Ravenspur House tenía varios de ellos; otros, incluyendo las arañas, eran de plata. Una de las habitaciones tenía un artesonado completo de caoba javanesa. La letra C, entrelazada con coronas y cupidos era un motivo repetido en todas partes… Para Ámbar, aquella C significaba lo mismo Carlton que Carlos.

Todo cuanto había olvidado poner en su alcoba de Whitehall lo puso allí. El gigantesco lecho —el más grande de Inglaterra—, estaba cubierto con brocado de oro y adornado con guirnaldas, cordones y flecos de oro. Cada una de sus cuatro columnas llevaba un ramillete de plumas de avestruz, negras y esmeraldas, orlado con otras de garza. Los otros muebles tenían que llevar incrustaciones de oro; los almohadones y los asientos debían ser forrados con terciopelo o raso verde esmeralda. El techo era una sólida masa de espejos y brocado de oro. Alfombras persas de terciopelo y tela de oro, bordadas con aljófares, lucían en la casa. El moblaje de las otras habitaciones debía tener un esplendor similar.

Un caluroso día de agosto, Ámbar y el capitán Wynne conversaban mientras contemplaban la casa. Ella deseaba trasladarse pronto y lo urgía a que apresurara el trabajo, mientras él protestaba y decía que eso no podía hacerse a menos de sacrificar la calidad de la mano de obra. El calor de verano se imponía aún en la ciudad, aunque por las tardes soplaba un fresco aire otoñal; se veían algunos sauces cuyas hojas amarillentas se desprendían ya cubriendo las calles y las plazas.

Mientras Ámbar hablaba, contemplaba a Susanna, que corría, seguida de su niñera, palmoteando. A la sazón la niña tenía cinco años, y estaba ya lo bastante crecida como para llevar ropas vistosas, cosa que hacía Ámbar con satisfacción pues le gustaba verla elegantemente vestida con telas de seda, raso y tafetán. Charles Stanhope, el futuro duque de Ravenspur, de dos años, tenía todas las trazas de su padre y prometía ser algún día tan alto y robusto como él; había heredado de Carlos Estuardo una precoz seriedad. En brazos de su niñera, miraba la casa con la solemnidad de quien sabía el papel que algún día desempeñaría allí.

Ámbar, encolerizada, golpeó el suelo con el pie y gritó a Susanna:

—¡Susanna! ¡Susanna, deja de gritar y correr así…! ¡Dios mío, qué niña tan traviesa y bulliciosa!

Susanna dejó de correr, miró a su madre por encima del hombro, estirando el labio inferior obstinadamente. No obstante, obedeció y se dirigió hacia su niñera, quien la tomó de una mano. Ámbar la miró, disgustada por las travesuras de la niña, y en el preciso instante que se volvía, oyó una risa masculina; era el conde de Almsbury que bajaba de su coche dirigiéndose a ella.

—¡Esperad a que crezca la chica! —prometió él— ¡Sí, esperad! ¡Dentro de diez años, será ella quien tendrá la palabra, os lo aseguro!

—¡Oh, Almsbury! —Ámbar estiró el labio inferior, con el mismo gesto obstinado que su hija—. ¿Quién piensa en los diez años que habrán de venir? —Cuanto más vieja se ponía, más temor experimentaba por la usurpación de los años—. ¡Espero que no llegará nunca!

—Pero no cabe duda que llegará —aseguró él, complaciente—. Todo llega en este mundo, si uno se toma la molestia de esperar.

—¡Quizás! —Espetó Ámbar, contrariada—. ¡Sin embargo, yo he esperado algo mucho tiempo y nunca ha llegado! —Le dio la espalda y, a punto de reincidir su conversación con el capitán Wynne, recordó el motivo que la unía a Almsbury y se volvió, mirándolo de frente. Él sonreía abiertamente, al parecer divertido consigo mismo.

—Almsbury —dijo quedamente; un anhelo angustioso le ciñó la garganta y apenas pudo seguir—… Almsbury, ¿a qué habéis venido?

El conde se acercó unos pasos más y la miró profundamente a los ojos.

—Querida, he venido a participaros que están aquí. Llegaron anoche.

Ámbar quedó en suspenso como si de pronto él la hubiera abofeteado; mirábalo embobada, sin atinar a decir algo. Se dio cuenta de que el conde estiraba las manos y la sujetaba, como si quisiera impedir que cayera al suelo. Después de algunos minutos de profundo silencio e inmovilidad, Ámbar miró por encima de los hombros de Almsbury, en dirección al coche que lo trajera y que lo aguardaba.

—¿Dónde está? —Sus labios formaron las palabras, pero ella no las oyó.

—Está en mi casa. Su esposa ha llegado con él.

Rápidamente, volvió a la realidad. El estupor que la embargaba en aquellos momentos, desapareció de su semblante; ahora se mostraba alerta y desafiante.

—¿Cómo es ella?

Almsbury replicó muy gentilmente, como si temiera ofenderla.

—Es muy hermosa.

—¡No puede ser!

Ámbar bajó la cabeza y clavó los ojos en los maderos, en los ladrillos y otros materiales que se apilaban todavía allí. Había fruncido sus depiladas cejas y tenía una expresión de trágica ansiedad.

—¡No puede ser! —repitió. Mas volvió hacia él la mirada, avergonzada de sí misma. Jamás había tenido temor de ninguna mujer en la tierra. No importaba el grado de la belleza de Corinna, no había motivo para temer de ella—. ¿Cuándo…? —De pronto recordó al capitán Wynne, que los escuchaba, y cambió las palabras que iba a pronunciar—. Esta noche ofrezco una cena. ¿No querría asistir lord Carlton y su… y su esposa?

—Temo que no deseen salir durante algunos días… El viaje ha sido más largo que de costumbre y Su Señoría está fatigada.

—¡Vaya, qué lástima! —dijo Ámbar agriamente—. ¿Y lord Carlton también está demasiado cansado para salir de vuestra casa?

—No creo que quiera hacerlo solo.

—¡Pardiez! —exclamó Ámbar—. ¡Nunca se me ocurrió pensar que Bruce pudiera ser gobernado tan fácilmente por una mujer!

Almsbury no tenía el propósito de discutir sobre el particular.

Irán a la Arlington House el martes por la noche… Si queréis, podéis ir allí.

—Claro que iré. Pero el martes… —recordó de nuevo la presencia del capitán Wynne—. ¿Fue al muelle hoy?

—Sí. Pero tiene muchas cosas que hacer. Os aconsejo esperéis hasta el martes…

Lo miró ella tan airadamente, que le hizo interrumpir lo que iba a decir. Luego conversaron unos instantes más de cosas intrascendentes; él, con un tono que decía a las claras que gozaba de la situación. Se despidió formalmente y regresó a su coche. Ella lo vio alejarse, sintiendo impulsos de correr detrás y pedirle disculpas, pero no lo hizo. El carruaje desapareció pronto de su vista y Ámbar perdió todo interés por su casa.

—Tengo que irme, capitán Wynne —le dijo—. Hablaremos luego. Buenos días —y casi a la carrera se metió en su coche, seguida por las niñeras y los dos niños—. ¡Id por Water Lane, hasta el muelle New Key! —gritó al cochero.

Pero no encontró a Bruce. El lacayo fue de un lado a otro, preguntando; en uno de sus barcos le informaron que había estado allí toda la mañana y que se había ido a almorzar, sin regresar desde entonces. Esperó casi una hora, pero los niños se cansaron y tuvo que retirarse.

Una vez de vuelta en palacio, le escribió una carta, rogándole que fuese a verla, pero no obtuvo respuesta hasta la mañana siguiente, y sólo unas apresuradas líneas: «Mis ocupaciones me impiden veros. Si vais a Arlington House el martes por la noche, ¿me concederéis el honor de un baile? —Carlton.» Ámbar, estallando en desgarradores sollozos, se arrojó sobre el lecho para llorar más a gusto.

A despecho de sí misma, tuvo que admitir que había ciertas circunstancias especiales que era preciso considerar.

Si era verdad que lady Carlton era una mujer muy hermosa, debía hacer lo imposible por mostrarse la noche del martes más deslumbradora que nunca. Al presente estaban acostumbrados a ella en la Corte, y hacía ya algún tiempo que su aparición en cualquier grande o pequeño acontecimiento no provocaba la excitación y la envidia de tres años antes. Si lady Carlton era una mujer de mediana belleza, concentraría la atención de todos, sería el tema de los comentarios, ya fuesen de alabanza o vituperio. «A menos… que haga algo, sea lo que sea, que pudiera provocar la atención de todos.» Pasó varias horas en un frenesí de preocupación y fastidio, indecisa sobre lo que debía hacer, hasta que por último mandó llamar a madame Rouvière. La única solución posible era un vestido, pero completamente diferente a cuantos se atrevieran a llevar las mujeres.

—¡Tengo que lucir algo que llame la atención, de modo que nadie deje de mirarme! —le explicó Ámbar—. ¡Aunque tenga que ir desnuda y con sólo mi peinado hecho!

Madame Rouvière no pudo menos que soltar la carcajada.

—Eso estaría bien para impresionar a la entrada… Después de un rato todos se cansarían de miraros y buscarían a las damas más cubiertas. Tiene que ser algo que cubra lo suficiente, dejando entrever intimidades más subyugantes. Negro podría ser el color, gasa de seda negra, tal vez, pero debe de haber algo que brille también… —Se paseó por la habitación hablando en voz alta, frotándose las manos contra la falda, mientras Ámbar la escuchaba con profunda atención y los ojos centelleantes.

¡Lady Carlton! Pobre criatura… ¿qué ventaja podría tener?

Durante dos días, Ámbar no salió de sus habitaciones. Desde el amanecer hasta entrada la noche, en compañía de madame Rouvière y sus operarías, se pasaban confeccionando el nuevo vestido, hablando en francés y riendo solapadamente sin dejar de hacer trabajar las tijeras y las agujas. De vez en cuando, madame se levantaba y se retorcía las manos, gritando histéricamente si descubría que una costura había sido mal hecha o si algún corte era demasiado grande o pequeño. Ámbar esperaba pacientemente hora tras hora; literalmente se podría decir que el tal vestido se hizo sobre ella. A nadie se permitió la entrada, y con gran alegría suya, este secreto provocó en el exterior la mar de comentarios y rumores.

Se decía que la duquesa iría como una Venus saliendo del mar, cubierta tan sólo por una concha. Se comentaba también que iría en una adornada carroza arrastrada por cuatro caballos que subirían la escalera y entrarían en la sala. Su vestido estaría hecho de perlas legítimas que luego se quitaría, sin que quedara nada sobre ella. Al menos, no se dudaba de su audacia y la ingenuidad de aquellas gentes contribuía a dar crédito a tales suposiciones.

El martes estaban aún en plena tarea.

Ámbar se lavó el cabello y lo secó con cepillo hasta que quedó brillante como seda, antes que el peluquero fuera a peinarla. Con piedra pómez hizo desaparecer todo vestigio de pelusa en sus brazos y piernas. Se untó la cara y el cuello con pomada francesa y se restregó los dientes hasta que se le cansó el brazo. Se bañó con leche y se perfumó con jazmín, de la cabeza a los pies. Durante una hora se acicaló delante del espejo.

A las seis de la tarde estaba terminado el vestido, y madame Rouvière lo levantó por las hombreras para que ella lo contemplara mejor. Susanna, que permaneció todo el día en la habitación, saltó y palmoteo alegremente, corriendo a besar el vuelo. Madame lanzó tal chillido ante este sacrilegio, que la niña, del susto, estuvo a punto de caer de espaldas.

Ámbar se quitó el peinador y —sin llevar más ropa que un par de medias de seda negra sujetas con ligas de broche de diamantes y zapatos de tacón alto— metió los brazos en las mangas del nuevo vestido, deslizándolo por encima de la cabeza. El corpiño estaba formado por un conjunto de cordoncillos trenzados, a los cuales iban cosidos canutillos negros, y el escote llegaba hasta una profundidad impresionante. Luego seguía una larga y estrecha falda semejante a una vaina, cubierta completamente de canutillos negros y brillantes que se extendían formando una larga cola. Fina gasa de seda negra formaba las abultadas mangas y una sobrefalda caía en pliegues a los costados, flotando sobre la cola como una espesa niebla.

Mientras miraban, estupefactas y con la boca abierta, Ámbar se contempló en los espejos con una exclamación de triunfo. Se irguió, mostrando sus turgentes senos.

«¡Se morirá cuando me vea!», se dijo en un delirio de confianza y expectativa. La tal Corinna no se atrevería con ella.

Madame Rouvière se acercó a acomodarle el tocado, consistente en un gran arco de plumas negras de avestruz que sobresalía de un pequeño yelmo ajustado sobre la cabeza. Le alcanzaron los guantes, que ella se puso, viéndose que le llegaban hasta los codos. Contra la desnudez de su cuerpo, parecían casi inmodestos. Tomó un abanico del mismo color negro y sobre los hombros le colocaron una capa de terciopelo negro adornada con piel de zorro. Este conjunto oscuro resaltaba magníficamente sobre la blancura de su piel y el castaño de sus cabellos; la expresión de sus ojos y la curva de su boca le hacían parecer un ángel siniestro y, al mismo tiempo, puro, hermoso.

Ámbar dejó de contemplarse en los espejos y se volvió a madame Rouvière; sus ojos tenían idéntico fulgor al de la mirada de los conspiradores cuando tienen éxito en sus confabulaciones. Madame se llevó la punta de los dedos a la boca e hizo ademán de besárselos. Se acercó a ella y le susurró al oído.

—¡Ni siquiera mirarán a la otra…!

Ámbar la abrazó, sonriendo, en un impulso de alegría. Luego se inclinó a besar a Susanna, quien vacilaba en acercársele por temor de tocarla. Y salió de la habitación temblorosa e inquieta. Cubriéndose con el velo, se dirigió por un estrecho corredor que la llevó hasta donde esperaba su coche. Desde la noche en que fuera presentada en la Corte, no había experimentado esa angustiosa espera y ese temor.