Capítulo LXI

Arlington House, conocida como Goring House antes que Bennet la comprara en 1633, estaba situada cerca del viejo Mulberry Gardens. Allí se celebraban las más brillantes, las más espléndidas y más ansiosamente esperadas fiestas de Londres. Ninguna de las muchas que se ofrecían podían compararse a ellas. Las invitaciones que se enviaban eran un seguro barómetro de las relaciones que se mantenían. Jamás asistían personas de poca consideración.

Arlington era conocido como el más pródigo y completo anfitrión de la sociedad elegante. En su mesa se servían las comidas más exquisitas, preparadas por una docena de cocineros franceses, los vinos más añejos y procedentes de las mejores bodegas. Había música en cada habitación; las mesas de juego se veían cubiertas de oro; los candelabros y las arañas iluminaban profusamente. La mansión siempre estaba concurridísima por condes, duques, caballeros, duquesas, condesas y damas; para un espectador, el conjunto era muy decoroso. Mujeres vestidas de raso y seda sonreían y hacían cortesías; caballeros vestidos a la última moda con casacas de brocado, saludaban, inclinándose y barriendo el suelo con las plumas de sus sombreros. Las voces eran quedas y las conversaciones, aparentemente, políticas.

Pero la verdad era que, jubilosamente, destruían entre todos la reputación de los demás. Los hombres, cuando miraban a una joven dama, preguntaban cuántos eran sus amantes y discutían sus defectos físicos. Las damas, a su vez, se entregaban a charlas malévolas con igual o mayor vigor. Los dormitorios más alejados o sumidos en discreta penumbra eran el refugio de galantes parejas. En algún rincón, una dama de honor se levantaba las faldas para que algunos galanteadores decidieran si tales piernas eran o no mejores que las de esta o aquella dama, chillando y riéndose entre dientes cuando alguno ponía las manos en ellas y las palpaba descaradamente. Uno de los pisaverdes conseguía que una de las pupilas de madame Bennet se deslizara de la casa cubierta con un velo y una capa, y en alguna parte, a puertas cerradas, era el entretenimiento de jóvenes de ambos sexos.

Arlington nunca intervenía en los asuntos de sus invitados y los dejaba divertirse según su agrado.

A las siete de la noche comenzó a cubrirse de sombras la ciudad. La mayoría de los invitados se mostraban sobrios y curiosos; todos estaban reunidos en el salón principal, manteniendo el ojo avizor sobre cuantos entraban. Se esperaba, en particular, a dos damas que aún no habían llegado: la duquesa de Ravenspur y lady Carlton. A esta última nadie la conocía, pero se comentaba su gran belleza, nunca vista en Inglaterra, aunque las opiniones sobre este particular estaban ya divididas. Muchas de las mujeres, por lo menos, estaban dispuestas a decidir, cuando la viesen, si era o no como se había dicho. Y sobre la duquesa de Ravenspur se aguardaba algo espectacular, que no le permitiera verse eclipsada por lady Carlton.

—¡Cómo compadezco a la duquesa! —decía una lánguida joven dama—. Se dice que vive en constante temor de perder lo que ahora tiene. Debe ser una cosa fastidiosa llegar a ser grande.

Su compañero sonrió irónicamente.

—¿Por eso nunca os habéis atrevido a subir la escalera?… ¿por temor a caer?

—Lady Carlton me importa un bledo como belleza —opinaba un petimetre—, pero seré su esclavo si consigue apabullar a la duquesa. Esa condenada mujer se ha puesto intolerable desde que Su Majestad le ha concedido el ducado. Yo acostumbraba a ajustarle el corsé cuando sólo era una comedianta… pero desde que la han presentado en la Corte, apenas si me reconoce.

—Es una moza vulgar, Jack. ¿Qué otra cosa podía esperarse de ella?

Una voz fuerte y clara anunció:

—¡Su Gracia, la duquesa de Ravenspur!

Todas las miradas se volcaron hacia la entrada… pero allí sólo estaba el ujier. Esperaron con impaciencia algunos minutos, hasta que al fin la duquesa estuvo a la vista. Erguida y majestuosa cruzó el umbral, haciendo su entrada. Una ola de estupor y asombro conmovió todo el salón. Las cabezas giraban en su dirección, los ojos desmesuradamente abiertos, e incluso el rey se volvió a verla, a pesar de estar seriamente ocupado en una conversación con una dama.

Ámbar siguió avanzando, imperturbable, aunque todo su interior temblaba. Oyó las ahogadas exclamaciones de algunas de las damas de más edad y vio que las mismas torcían la boca con desprecio, mirándola reprobadoramente. Oía asimismo los apagados silbidos de los hombres, y veía también sus ojos clavarse con codicia en sus formas, mientras con los codos se abrían paso para ver mejor. Claramente distinguió la cólera y la indignación de las damas jóvenes, furiosas de que se hubiera atrevido a tomarse tal ventaja sobre ellas.

Cuando se convenció de que había sido todo un éxito, aflojó la tensión que la envaraba, volviendo a ser como era. Su único deseo era que lord Carlton y su mujer hubieran estado allí para ver su triunfo.

Comenzó a distinguir más claramente a las personas que la rodeaban. Al primero que vio fue a Almsbury, parado a su lado, sonriendo desmayadamente. Pero lo que vio en sus ojos enfrió de súbito todo su entusiasmo. ¿Qué era aquello? ¿Desaprobación? ¿Compasión? ¿Quizá las dos cosas al mismo tiempo? Pero ¡no podía ser! Estaba seguro de haberse mostrado sorprendente y magnífica.

—¡Jesús Santísimo, Ámbar! —murmuró él, al tiempo que sus ojos recorrían rápidamente su cuerpo.

—¿No os agrada? —Lo miró casi con fiereza, y a sus oídos resonó la respuesta como una desproporcionada exageración.

—Sí, claro. Estáis vistosa…

—¿No tenéis frío? —le interrumpió una voz de mujer, y, al volverse, Ámbar se encontró con la señora Boynton, que la miraba con burlón descaro.

Otra voz, la de un hombre esta vez, llegó del otro lado.

—¡Pardiez, señora! Os aseguro que ésta es la más grande demostración que se ha hecho en público desde que fui destetado —era el rey, despreocupado e indolente, que la miraba sonriendo; era obvio que estaba divertido.

Ámbar se sintió herida.

Sentimientos de horror y de disgusto la embargaron. «¿Qué es lo que hice? —se preguntaba con desesperación—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué estoy haciendo aquí, casi desnuda?»

Sus ojos recorrieron la sala y en todas partes vio sonrisas maliciosas y burlonas. Le pareció estar en la misma situación de una persona que en sueños saliera a la calle desnuda sin darse cuenta y que, reparando en ello, deseara ardientemente regresar a su casa, pasando inadvertida… comprobando con la consiguiente desesperación que no podía volver, que algo se lo impedía. Así le ocurría a ella; aterrorizada, se daba cuenta de que había sido cogida en su propia trampa. Y, lo que era peor, no podía despertarse de semejante pesadilla.

«¡Oh! ¿Qué es lo que hago? ¿Cómo salgo de aquí?» En su angustia, había olvidado por completo a lord Carlton y a su esposa.

En ese preciso momento, tan inesperadamente que la hizo sobresaltar, oyó que el ujier gritaba sus nombres:

—¡Lord Carlton! ¡Lady Carlton!

Sin fijarse en lo que hacía tomó a Almsbury por un brazo, clavando los ojos en la puerta. Palideció su rostro cuando los vio avanzar; el conde presionó su mano como para infundirle valor.

Bruce tenía el mismo aspecto que cuando partiera, dos años antes. A la sazón tenía treinta y ocho años, y quizás estuviera un poco más grueso que la última vez, pero todavía se veía hermoso, de piel atezada, facciones firmes y cuerpo atlético, con el aspecto del hombre que permanece inalterable al paso del tiempo. Ámbar lo abarcó con una sola mirada y luego puso toda su atención en ella, que iba del brazo de Bruce y caminaba como una reina.

Era más bien alta, aunque esbelta y llena de gracia; de claros ojos azules, cabello negro, de cutis pálido y aterciopelado, como un lino. Sus facciones eran puras, su expresión serena. Mirarla producía una suave emoción… el mismo sentimiento que invocaba una porcelana exquisita y delicadamente pintada. El vestido que llevaba era de tela de plata con encaje negro sobrepuesto; lucía además una pequeña mantilla sobre la cabeza y un collar de diamantes y zafiros que pertenecieron a la madre de Bruce y que Ámbar esperaba lucir algún día.

El rey, haciendo caso omiso de los convencionalismos, se adelantó en compañía de lord y lady Arlington a saludarlos y, cuando lo hizo, el amplio salón se llenó de murmullos.

—¡Por Cristo! ¡Una gloriosa criatura!

—Ese vestido ha sido hecho en París; estoy segura, porque de otro modo…

—¿Quién podía decir que existieran tales mujeres en Jamaica?

—Serenidad y dignidad… ¡eso es lo que más admiro en una mujer!

Ámbar se sentía francamente descompuesta. Tenía las manos y las axilas impregnadas de sudor frío; todos los músculos de su cuerpo le dolían. «¡Tengo que salir de aquí antes de que me vean!», se dijo con expresión salvaje. Pero cuando hizo un movimiento involuntario para escapar, Almsbury la retuvo con fuerza de la mano. Ella le miró sorprendida, y prontamente se recobró.

Carlos Estuardo, sin hacer caso de la etiqueta, estaba solicitando a lady Carlton para el baile y, cuando a una orden suya la orquesta comenzó a tocar una pavana, llevó a su pareja hasta el centro del salón. Otros siguieron su ejemplo y pronto las parejas giraban en un remolino de faldas de seda y raso, siguiendo la rítmica cadencia de las espinetas, las flautas y los violines. Ámbar no oyó que Almsbury le pedía que bailara con él. El conde repitió su invitación en voz más alta.

Se volvió hacia él con gesto airado.

—No quiero bailar —murmuró distraída—. No quiero quedarme… me siento enferma… me voy a casa ahora mismo.

Esta vez se recogió la falda e incluso llegó a dar un paso, pero el conde la retuvo con más fuerza por la muñeca y le dio tal vigoroso tirón que los rizos saltaron.

—¡Dejaos de comportaros como una condenada necia, o por Cristo que os abofeteo aquí mismo!… Sonreídme, vamos… Todos nos están mirando.

Con rapidez miró a los concurrentes e impulsos tuvo de volverse y llenarlos de improperios, de arrojarles algo que pudiera destruirlos a todos, y de azotar aquellas caras irónicas. Pero en vez de eso se volvió a Almsbury y, esforzándose por sonreír, asintió con un movimiento de cabeza, mientras su boca temblaba imperceptiblemente. Unos segundos más tarde se deslizaban por el salón.

—Tengo que irme de aquí —le dijo, al amparo de la música—. ¡No puedo quedarme!

La expresión de él no se alteró.

—No os iréis, aunque tenga que ataros. Si habéis tenido coraje para poneros tal cosa, ¡por Cristo que os haré tener valor para quedaros hasta el fin!

Ámbar apretó los dientes, experimentando odio hacia él, y al tiempo que se movía al compás de la música, fue planeando el modo de escaparse… de deslizarse por cualquier puerta cuando la perdiera de vista un segundo. «¡Condenado bribón! —se dijo—. ¡Me maneja como si fuera mi abuela! ¿Qué le importa a él si no me quedo? ¡Aunque no lo quiera, me iré…!»En ese instante vio a lady Carlton, a pocos metros de distancia, sonriendo a Almsbury, pero la sonrisa se trocó en estupor cuando miró a su acompañante. Los ojos de Ámbar destellaron furibundos, apresurándose lady Carlton a apartar la vista de ella, indudablemente mortificada.

«¡Maldita mujer! —se dijo Ámbar—. ¡La odio, la odio, la odio! ¡Mírenla, cómo se mueve y sonríe! ¡Tate, tate! ¡Qué bien, magnífico, parece una muñeca!… ¡Quisiera estar completamente desnuda! ¡Eso le haría saltar los ojos!… ¡Le haré pagar por esto! ¡Haré que sienta haber puesto los ojos en mí! Esperad un poco…»Pero repentinamente desapareció toda su energía, sintiéndose débil, perdida, desvalida.

«Voy a morir —siguió pensando—. ¡Nunca podré sobrevivir a esto! Mi vida no tiene ya objeto… ¡Oh!, Dios mío, haz que me muera ahora mismo, ahora mismo… No puedo dar un paso más…» Por unos instantes le pareció que sólo la sostenían los brazos de Almsbury, quien evitaba de ese modo que se desplomara en el suelo. Dejó de oírse la música y la multitud comenzó a moverse, reuniéndose en grupos. Ámbar, todavía al lado del conde, pretendió no ver a nadie mientras iba por entre ellos.

«Me voy ahora mismo —se dijo—. ¡Y no será este cabeza dura quien me lo impida!» Pero, cuando se dirigía a la puerta, el conde la tomó firmemente de un brazo.

—Venid, voy a presentaros a lady Carlton.

Ámbar dio un tirón.

—¿Para qué queréis que la conozca?

—¡Ámbar, por amor de Dios! —Su voz era apenas un susurro, era suplicante—. Mirad alrededor. ¿No imagináis lo que todos están pensando?

Una vez más, ella los miró desafiante y sorprendió a algunas que la miraban con los ojos brillantes de regocijo, distendidos los labios en una mueca burlona y despreciativa. Unas sostuvieron su colérica mirada, mientras otras desviaron rápidamente la vista. Todos observaban y esperaban…

Ámbar aspiró profundamente y, tomando del brazo a Almsbury, se dirigió a dónde estaba lord y lady Carlton, en medio de un grupo integrado por el rey, Buckingham, Sedley, Rochester y algunos más. Mientras se acercaban, el pequeño grupo pareció enmudecer… como si se esperara algo por el mero hecho de su presencia. Almsbury hizo la presentación de lady Carlton a la duquesa de Ravenspur, y las dos mujeres, sonriendo políticamente, se hicieron leves cortesías. Lady Carlton se mostró amistosa, jovial, aunque evidentemente no tenía conocimiento de que su marido conociera a aquella esplendorosa y magnífica mujer semidesnuda. Los hombres, incluyendo a Su Majestad, se volvieron para admirarla más a gusto.

Ámbar tan sólo veía a Bruce.

Por un instante quizá pudo traicionar a lord Carlton su expresión, pero nadie lo miraba… Inmediatamente cambió e hizo una venia de mera urbanidad, como si fueran simples conocidos. Ámbar, cuando sus ojos se cruzaron, sintió que el mundo temblaba bajo sus pies. Se reanudó la conversación y pasaron varios segundos antes de que ella pudiera seguirla; el rey y Bruce hablaban de América y de las plantaciones de tabaco, del resentimiento de los colonizadores sobre la Ley de Navegación, de hombres que el rey conocía y que habían ido a formar sus hogares en el Nuevo Mundo. Corinna hablaba poco; pero, cuando lo hacía, Carlos le prestaba gran interés y admiración, sin cuidarse de ocultarlo. La voz de ella era suave y clara, muy femenina, y las breves miradas que echaba a Bruce revelaban que con ella ocurría un fenómeno nunca visto en la sociedad de Londres: estaba profundamente enamorada de su marido.

Ámbar tuvo impulsos de arañar y destrozar tan tranquilo y encantador rostro.

Cuando la música comenzó de nuevo, se retiró, haciendo una leve y fría cortesía a Corinna, en la que se adivinaba una insinuación de insulto, se inclinó ligeramente ante Bruce y se alejó. A partir de ese momento empezó, con aire desafiante, a divertirse o a fingir que se divertía, sin sentirse molesta en ningún momento por su desnudez. Cenó atendida por una docena de galanteadores, bebió mucho champaña y bailó todas las piezas. Pero la noche transcurría con interminable lentitud, y eso la hacía desesperarse.

Después de cierto tiempo los bailarines comenzaron a desaparecer en las habitaciones del interior, donde estaban colocadas las mesas de juego. Ámbar, sintiendo un dolor nervioso en la espalda y una agobiadora fatiga en todo el cuerpo, se excusó y retiró a una de las habitaciones reservadas para tocador de las damas. Allí iban a empolvarse o retocarse los labios, ajustarse una liga o sentarse con los músculos relajados… cosa imposible de hacer en presencia de los hombres.

Excepto una pareja de doncellas, la habitación estaba vacía cuando entró ella, parándose en el centro de la habitación con los hombros caídos y la cabeza hundida en las manos, completamente exhausta. En ese momento percibió pasos detrás y luego la voz de la Boynton, que exclamaba alegremente:

—¡Vaya, vaya, qué noche! ¡Oh, señora duquesa! ¿Qué os pasa? ¿Os sentís descompuesta? ¿Un ataque de nervios?

Ámbar la miró con desprecio y disgusto, y se inclinó para arreglarse las medias y ajustarse las ligas.

La Boynton se dejó caer en un canapé con un suspiro de alivio, estirando las piernas y moviendo de un lado a otro la cabeza para aliviar la tensión.

La miraba de soslayo y, a tiempo que se quitaba los guantes, preguntóle inocentemente:

—¿Y qué os parece lady Carlton?

Ámbar se encogió de hombros.

—Bastante pasable, me parece.

Al oír eso, la Boynton rió a carcajadas.

—¡Vaya si es hermosa!… Los hombres dicen que es la más bonita de todas las mujeres que están aquí… ¡ya que no la más desnuda!

—¡Oh, callaos! —masculló Ámbar, y dándole la espalda fue a pararse delante de un espejo, con las manos apoyadas en la mesa. ¿Era que estaba verdaderamente cansada o tan sólo su faz se había puesto un tanto brillante? Pidió a una de las doncellas que le trajera un poco de polvos.

En ese preciso momento apareció lady Carlton en la puerta. Ámbar la vio por el espejo y su corazón pareció dejar de palpitar, para luego proseguir con más violencia, hasta el punto de sofocarla. Nerviosamente se empolvó la nariz.

—¿Puedo pasar? —preguntó Corinna.

—¡Claro que sí, Señoría! —exclamó la Boynton, lanzando a Ámbar una maliciosa mirada de triunfo—. Estábamos comentando con Su Gracia que desde que la duquesa de Richmond enfermó de viruelas, sois la más grande belleza que ha llegado a la Corte.

Lady Carlton sonrió afablemente.

—Vaya, os doy las gracias, señora. Sois amable al decir eso —sus ojos se posaron dudosamente en las espaldas de Ámbar, como si quisiera hablarle y sin saber cómo empezar. Quería disculparse por su grosería anterior. Se daba cuenta de que Londres no era América, y de que era correcto para una dama de alto rango aparecer como le agradara más, aunque no completamente desnuda, en una reunión privada.

—Señora —se aventuró a decir— ¿quizá cometería una indiscreción al deciros cuánto admiro vuestro vestido?

Ámbar no se dignó volverse a ella; continuó empolvándose febrilmente.

—No, si es queréis decirlo realmente —replicó con rudeza.

Corinna se quedó mirándola sorprendida y lastimada por ese modo de replicarle, preguntándose por qué la trataría así. Anteriormente se había sorprendido al encontrar subterráneas corrientes de incivilidad bajo la brillante y pulida etiqueta de palacio.

Pero la Boynton intervino rápidamente.

—¡Vuestro atavío es también el más encantador de esta noche, lady Carlton! ¿Cómo es posible que confeccionen tales vestidos en América? Ese encaje, la tela de plata… ¡todo es exquisito!

—Gracias, señora. Mi modista es francesa y hace llevar las telas de Francia. Puedo agregar —dijo riéndose—, que no somos tan salvajes en América. Todo el mundo se sorprende de no verme llevar vestidos de cuero y mocasines.

Ámbar terminó de acicalarse, levantó sus guantes y su abanico, se volvió y miró a Corinna directamente a los ojos.

—¡En lo que respecta a eso, señora, encontraréis que somos nosotros los salvajes!

Diciendo esto, salió de la habitación y alcanzó a oír a la Boynton:

—Por favor, señora, os ruego que la disculpéis. Esta noche ha tenido una fuerte conmoción…

No ignoraba Ámbar que todas pensaban que se mostraba celosa porque el rey Carlos había prestado a Su Señoría una marcada atención.

—¡Oh! —murmuró Corinna, con voz llena de simpatía—. ¡Cuánto lo siento…!

Ámbar encontró a Bruce sentado a una mesa de juego —lord Carlton nunca se quedaba en un salón de baile si las había—, tan absorto que no advirtió su presencia hasta que ella fue a ponerse enfrente y se quedó allí varios minutos. Con deliberación y cálculo, esbozó la sonrisa más brillante y entrecerró los ojos apasionadamente, demostrando todo el interés y la pasión que desbordaban en ella.

Cuando él, por fin la miró, no hizo ningún ademán de sorpresa, sino que sonrió veladamente. Su expresión, adusta, desdeñosa e insolente, recorrió luego su cuerpo, mientras arqueaba una ceja como si le preguntara qué significaba aquello. En este instante… Ámbar tuvo conciencia de la más grande humillación de su vida… Había hecho cuanto estuviera a su alcance para mostrarse brillante, fastuosa y deseable, y no recibía sino desprecio.

A punto de llorar de cólera y abatimiento, se volvió con presteza alejándose de allí.

Cuando tropezó con lord Buckhurst y éste le insinuó la posibilidad de que fueran a una de las habitaciones reservadas, se unió a él, para huir de los otros e impedir que siguieran examinándola. Durante las dos horas que pasó en su compañía, había experimentado una mórbida satisfacción pensando que Bruce, probablemente, imaginaba lo que estaba haciendo. Durante nueve años había tratado inútilmente de provocar sus celos, pero aún no estaba convencida de que eso fuera imposible.

Regresaron al salón después de las once, encontrándose con que todavía continuaba el juego, si bien había un gran grupo reunido alrededor del rey y del duque de York. Su Alteza tocaba la guitarra y Carlos Estuardo cantaba, con su magnífica voz de bajo, una vieja canción de los tiempos de la guerra civil. La primera persona que salió a su encuentro, antes de que llegara al fin de la escalera, fue Almsbury, quien, fastidiado, se acercó a ella. Pero no dijo nada y él y Buckhurst cambiaron breves saludos políticos. Su Señoría se retiró y ella quedó sola con el conde.

—Pardiez, Ámbar, os he buscado por todas partes. Creí que os habíais ido…

Ámbar se sorprendió con grandes deseos de echarse a llorar.

—¡Almsbury! ¡Oh, Almsbury, por favor, llevadme a casa! ¡No puedo quedarme aquí más tiempo!

Salieron y en cuanto ella entró en el carruaje, se desató en ardientes lágrimas con furioso abandono, sollozando histéricamente. Transcurrió un tiempo antes de que pudiera decir nada; luego se lamentó miserablemente:

—¡Oh, Almsbury! ¡Ni siquiera me sonrió! Me miró como… como… ¡Oh, Dios! ¡Quisiera morirme ahora mismo!

Almsbury la estrechó en sus brazos, presionando su boca contra su mejilla.

—¿Qué más podía hacer, querida? ¡Su esposa estaba allí!

—¿Y qué importaba? ¿Por qué tenía que ser él, precisamente él, quien se preocupara de lo que su mujer pudiera pensar? ¡Oh, me odia, yo sé que me odia! ¡Y yo también le odio! —se sonó las narices—. ¡Oh, cómo hubiera deseado odiarlo!

Al día siguiente, en el Círculo, vio a lord y lady Carlton. Ámbar sabía que a él le disgustaba intensamente dar vueltas y vueltas, saludando y sonriendo a las mismas personas infinidad de veces, pero seguramente había ido para que su esposa se entretuviera, ya que eran las damas quienes se complacían en dar vueltas por allí. Un día después volvió a encontrarlos en un palco próximo al suyo, en el Teatro del Duque, y al otro día en la Capilla de Whitehall. Era la primera vez que lo veía en una iglesia. Todas las veces que se encontraban, ambos la saludaban con afabilidad y sonrientes. Bruce Carlton parecía haberla conocido recientemente.

Ámbar pasaba por alternativas de cólera y desaliento.

«¿Cómo ha podido olvidarme? —se preguntaba—. ¡Procede como si nunca me hubiera conocido! ¡Nadie que me conociera procedería como él! Si su mujer tuviera un poco de sentido común e inteligencia, sospecharía que me conoce, y muy bien… ¡Está claro que ella no puede adivinarlo! ¡Es la criatura más boba de la creación!» Lo decidió así con petulancia.

A pesar de la aparente indiferencia de Bruce, no podía creer ella que fuera capaz de olvidar cuánto significaron el uno para el otro, después de haber pasado durante nueve años por todas las alegrías y los pesares. No era posible que él olvidara las cosas que ella recordaba tan bien. El primer día en Marygreen, aquellas dichosas semanas pasadas en Londres, aquella terrible mañana en que Rex Morgan muriera, los días de la peste… No podía olvidar que le había dado dos hijos, los placeres que compartieron, las risas y las disputas, toda la agonía y el éxtasis de los que están unidos con violenta y avasalladora pasión. Todas eran cosas imperecederas… nada podría borrarlas. Ninguna otra mujer podría ser para él lo que ella había sido.

«¡Oh, no puede olvidarlo! —exclamaba con profundo desasosiego y desesperación—. ¡No puede! ¡No puede! Vendrá tan pronto como sea posible. Yo sé que vendrá. Tal vez esta noche.» Pero no se presentó ni esa noche ni la siguiente.

Cinco días después de la fiesta de Arlington House, Bruce y Almsbury entraron en sus habitaciones ya bien entrada la tarde, cuando ella se estaba vistiendo para ir a una cena. Precisamente estaba pensando en él, con excitación y cólera al mismo tiempo, deseando con vehemencia que apareciera… Se sorprendió al verlo entrar.

—¡Caramba!… ¡Señores!

Los dos caballeros se descubrieron e hicieron una cortesía.

—Señora…

Recobrándose, Ámbar despidió en el acto a sus doncellas y a otros asistentes que estaban allí en ese momento. Pero no corrió hacia él como anhelaba. Ahora que había ido a verla, se concretaba a mirarlo dolorosamente sin saber qué decir o hacer. Esperó a que él hablara primero.

—¿Podría ver a Susanna?

—¿A Susanna?… Vaya… Sí, claro que sí.

Se aproximó a una puerta interior y llamó a alguien, regresando en seguida.

—Susanna crece una barbaridad. Está… está mucho mayor que cuando la dejasteis…

Apenas si sabía lo que decía. «¡Oh, querido! —se decía salvajemente—. ¿Es esto todo lo que vas a hacer… después de dos años? ¿Quedarte ahí, parado tontamente, como si apenas me conocieras?»

Se abrió la puerta y entró Susanna con un vestidito según la moda que seguían las mayores, de tafetán verde, con la falda ligeramente levantada en la parte delantera, dejando ver unas enaguas rosadas; llevaba el cabello rizado suelto en bucles, con un moño rosado que lo sujetaba por un costado. Primero miró a su madre y luego, sorprendida, a los hombres, preguntándose qué desearían de ella.

—¿No recuerdas a tu padre, querida? —preguntó su madre.

Susanna echó a Ámbar una mirada de duda.

—Pero ¡si ya tengo un padre! —protestó políticamente.

El rey Carlos le había dicho, cuando ella le contó que no tenía papá, que él lo sería a partir de entonces. Y desde esa vez lo consideraba su padre; lo veía a menudo y siempre le demostraba gran predilección, por su belleza y porque le gustaban mucho los niños.

Bruce se rió al oír la contestación de la niña y, adelantándose, se inclinó y la alzó en sus brazos.

—A mí no me embaucáis con ese cuento, joven dama. Puede que tengáis un nuevo papá, pero yo todavía soy el primero… y el primero es el que cuenta. Vamos, acercaos, dadme un beso… que eso es lo menos que merezco si os traigo un obsequio.

—¿Un obsequio?

Susana entornó sus grandes ojos y miró de nuevo a su madre, quien le hizo un guiño al mismo tiempo que asentía con la cabeza. Sin vacilar, le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla sonoramente.

Almsbury hizo un gesto expresivo.

—Hija de su madre. Cada día que pasa vamos viéndolo.

Ámbar lo miró enfurruñada, pero su enojo pasó pronto, pues se sentía demasiado feliz para ofenderse por sus pullas. Bruce tomó a la pequeña Susanna y la llevó a la puerta, abrió ésta y levantó una caja que dejara allí.

—Vamos —le dijo a la niña cuando estuvieron de vuelta, poniendo la caja cerca de ella—. Ábrela y mira lo que te he traído.

Ámbar y Almsbury se acercaron a ver lo que era en cuanto Susanna, con aires de importancia, desató el cordón. Se trataba de una hermosa muñeca, con brillantes cabellos rubios peinados a la última moda y llevando elegantísimas ropas francesas. A su lado había un ropero con muchos vestidos, enaguas, camisas, zapatos, guantes, abanicos y manguitos: todos los atavíos de una dama de calidad. Susanna, casi delirante de alegría, besó a su padre una y otra vez. Luego, muy cuidadosamente, levantó a su tesoro de su cama de raso y la acunó en sus brazos.

—¡Oh, mamá! —exclamó—. ¡Quiero tenerla también en mi cuadro! ¿Me dejas? —Mister Lely estaba pintando el retrato de Susanna.

—Sí, querida, sí.

Ámbar miró a Bruce y lo sorprendió mirándolas a las dos. Sonreía débilmente, pero había tristeza y anhelo en su mirada.

—Ha sido muy bondadoso de vuestra parte pensar en ella —dijo dirigiéndose a él.

Transcurrida más o menos una hora, Ámbar miró el reloj.

—Querida, es ya hora de que vayas a cenar. Debes irte ahora, o se hará tarde.

—¡Pero yo no quiero irme! ¡No quiero ninguna cena! ¡Quiero quedarme aquí con mi nuevo papaíto!

Corrió hacia él, todavía arrodillado en su afán por entretenerla, y lo abrazó. Bruce sonrió paternalmente.

—Volveré pronto a verte, querida. Te lo prometo. Pero ahora debes irte…

La besó y la niña, con aire de fastidio y contrariada, hizo una cortesía al conde y otra a su madre. Con ceño se encaminó a la puerta, donde la esperaba ya su niñera, pero cuando iba a trasponer el umbral se volvió.

—¡Supongo que será también hora de que te vayas a la cama con mi nuevo papaíto! La niñera le puso rápidamente la mano en la boca y la hizo salir cerrando en seguida la puerta, mientras los dos caballeros estallaban en carcajadas. Ámbar ahogó una exclamación, con un cómico gesto de enfado. No cabía duda de que la niña había sido despedida varias veces con la excusa de que era hora de que papá y mamá se fueran a la cama. Bruce se levantó.

Ámbar clavó los ojos en él, escrutadora, suplicante.

Almsbury se apresuró a sacar el reloj.

—¡Vaya!…, ¡qué tarde es! Olvidé que tenía algo que hacer… Espero que sepáis disculparme… —Y se dirigió hacia la puerta.

Bruce se volvió a él con presteza.

—Me voy contigo, John…

—¡Bruce! —gritó Ámbar angustiosamente, al tiempo que corría hacia él—. ¡No puedes irte ahora! Quédate un rato… quiero conversar contigo…

Y, mientras él se volvía, Almsbury traspuso la puerta y la cerró suavemente. Al oír el ruido, Bruce miró por encima de su hombro, dudó algunos instantes y luego arrojó su sombrero sobre una silla.