Capítulo LIX

Ámbar siempre se había mostrado respetuosa y afable en sus relaciones con la reina, por conveniencia; y porque sentía compasión por ella. Pero su piedad era casual y cínica su afección, idéntica a la que experimentaba por Jenny Mortimer o lady Almsbury, o por las otras mujeres que no podían causarle daño alguno. Y, sin embargo, sabía que Catalina era una buena y diligente amiga; pasaba generalmente ignorada por los oportunistas que deambulaban por Whitehall, de modo que recibía con gratitud a quienes buscaban su favor. Se le ocurrió a Ámbar que aquélla era su oportunidad para ganarse la voluntad de la reina… para servirse luego en su propio provecho.

Su conversación con la reina Catalina tuvo el efecto que esperaba. Su Majestad —aunque conmovida y horrorizada al enterarse de que sus enemigos deseaban deshacerse de ella— creyó fácilmente que Carlos Estuardo ignoraba el complot, y que se pondría furioso cuando se enterara. Deseaba creer que él había reservado parte de su cariño para ella, que aún conservaba la esperanza de que le diera el heredero que tan apasionadamente deseaban ambos; esto, expresado patéticamente por la reina, conmovió sinceramente a Ámbar. Y aunque ésta no mencionó entonces su deseo de que le dieran un ducado, lo hizo algunos días después; Catalina le replicó con cierta astucia, porque tenía conciencia de su limitada influencia, ofreciéndose a ayudarla en cuanto pudiera. Ámbar se felicitaba de haber logrado la amistad de la reina; si bien no era una amiga muy poderosa, por lo menos le sería útil en cualquier momento, lo que no era de rechazar.

En la Corte se decía que un amigo que no fuera influyente era lo mismo que un enemigo insignificante. Ámbar no apreciaba así las cosas.

Había aprendido que en palacio las oportunidades nunca llegaban para aquellos que se sentaban a esperar… Allí la paciencia y la inocencia eran dos cosas inútiles. Era necesario estar incesantemente activo, informado de cuanto suceso grande o pequeño ocurriera dentro y fuera, tomar ventaja de todo y sobre todos. Era una vida a la cual ya estaba adaptada, mucho antes de llegar a la Corte… Nada en su interior podía rebelarse contra ello.

Al presentarse estaba rodeada de un sistema de espionaje que se distribuía en todas direcciones, desde Bowling Green hasta Scotland, y desde Park Gate hasta Privy Stairs. Cualquier queja que se formulara contra el servicio secreto de Su Majestad, no podía aplicarse a los cortesanos, ya que pagaban grandes sumas continuamente a cada hombre o mujer que les informaban de cuanto hacían sus vecinos, ya fuese en amor, religión o política.

Ámbar empleaba un extraño conjunto de personas. Había dos o tres lacayos de Buckingham; un hombre que empleaba sus asuntos confidenciales en provecho suyo, pero que estaba contento de aumentar sus ganancias en unos cuantos cientos de libras a cambio de noticias; el sastre del duque, la modista de la duquesa y el peluquero de lady Shrewsbury. Madame Bennet la tenía informada de toda la actividad extramatrimonial de los caballeros de la Corte, incluyendo a Su Gracia; la entretenía además con las historias de los fanáticos vicios con los que éste acicateaba sus gastadas y débiles sensaciones. Ámbar recibía las informaciones de muchas otras gentes que vivían fuera de palacio, y poseía una divertida colección de prostitutas, mozos de tabernas y mesones, pajes, remeros y soldados que estaban a su servicio.

Muchos de estos espías no eran conocidos por ella y la mayoría ignoraba quién los tenía a su servicio. Era Nan la encargada de ponerse en contacto con ellos; cubriendo con una peluca rubia o negra sus cabellos rojizos, con un espeso velo sobre el rostro y envuelta en una capa de amplio vuelo, salía al anochecer a realizar los encargos de su dama. La acompañaba John, el corpulento lacayo, el cual iba vestido según lo requerían las circunstancias, ya como un portero, ya como un lacayo o, simplemente, con las trazas de un pacífico ciudadano. Nan obtenía las noticias y hacía los pagos en dinero, recompensando cuando la información era valiosa y contenta en cualquier caso de ahorrar una libra para su ama; recordaba los días de apremio.

Ámbar sabía con quién y dónde pasaba el rey sus noches, cuando no estaba en su compañía. Sabía exactamente cuándo la Castlemaine tenía un nuevo amante o se mandaba confeccionar otro vestido. Del mismo modo sabía cuándo Su Majestad la reina experimentaba síntomas de embarazo; lo que se decía en la Sala del Consejo; cuál de las damas o doncellas de honor había tenido un desliz; qué caballero de la Corte era tratado en Leather Lane de una vergonzosa enfermedad. Todo esto le costaba caro, pero conocía todo lo que pasaba en Whitehall… aunque muchas de estas cosas no valían la molestia que se tomaba de decírselo a otras personas. Se valía de todas esas pequeñas y grandes comidillas de palacio para despreciar a aquellos a quienes conocía.

Algunas veces tales informaciones le eran realmente provechosas… como ocurrió con el secreto que le vendiera el padre Scroope.

A la mañana siguiente, muy temprano, llegó el duque de Buckingham por la escalera de servicio, despeinada la peluca y con las ropas desaliñadas. Cruzó el piso de mármol de su alcoba haciendo resonar sus tacones, y cuando se inclinó para saludarla, percibió el rancio olor del brandy ingerido horas antes. Ámbar estaba recostada sobre almohadones, soñolienta, bebiendo su taza de chocolate, pero a su vista se puso instantáneamente en guardia.

—¡Caramba, caballero! ¡Traéis el aspecto de haber pasado alegremente toda la noche!

El duque hizo una mueca de cansancio y de fastidio.

—¡Creo que sí, aunque maldito si me acuerdo! —luego se sentó al borde de la cama—. Bien, señora…, ¡nunca creeréis las noticias que os traigo!

Los ojos de ambos se cruzaron como las espadas de dos esgrimistas; fue él quien sonrió y bajó la vista para mirar a Monsieur le Chien, tendido al pie de la cama.

—Vaya, milord, no lo puedo adivinar —dijo ella, nerviosamente—. ¿Es algún nuevo libelo? ¿Que tengo un lunar en el estómago o que prefiero el Dragón de San Jorge?

—No, no. Ya oí eso la semana pasada. ¿No sabéis lo último que se murmura de vos? Vaya, vaya, señora… Se dice… —Se interrumpió con un fulgor en sus ojos y, como juzgó ella, haciendo una siniestra pausa—. Se dice que Colbert os ha hecho el obsequio de un collar de diamantes valuado en dos mil libras.

Ámbar experimentó una rápida sensación de alivio, pues temía que le hablara del padre Scroope. Terminó con parsimonia su chocolate y luego colocó la bandeja en la mesita de luz.

—Si se dice eso, debo admitir que es verdad. O, de cualquier modo, bastante cierto… Mi joyero dice que el collar apenas vale seiscientas libras. Sin embargo, todavía me parece bastante bonito.

—Es que tal vez prefiráis joyas españolas…

Ámbar rió con desparpajo.

—¡Caramba, Vuestra Gracia lo sabe todo! Ya quisiera tener un servicio de información como el vuestro. Os juro que todas las noticias que tengo me llegan tarde, no importa cuánto pague por ellas. Pero os diré la verdad. El embajador de España me regaló un brazalete de esmeraldas… mucho más hermoso que el collar francés.

—¿Queréis decir entonces que tenéis el propósito de trabajar para los españoles?

—De ningún modo, señor. Trabajaré con los holandeses o con el diablo, si obtengo una buena ganancia. Después de todo, ¿no es así como se hacen los negocios aquí en Whitehall?

—Si lo es, no deberíais admitirlo. Tales cosas siempre se difunden… ¿y cómo os beneficiaríais en tal caso?

—¡Oh!, pero por lo menos una puede hablar francamente entre amigos —su voz tenía cierta inflexión de sarcasmo.

—Os habéis elevado mucho desde aquellos días en que ibais por los escenarios luciendo las ropas usadas y regaladas por alguna dama de honor, ¿no es verdad, señora? Se dice que el papa ha comenzado a haceros la corte.

—¡El papa! —exclamó Ámbar, horrorizada—. ¡Santo Dios, caballero! ¡Protesto! ¡No he tenido tratos con el papa, permitidme que os lo diga!

Ámbar hacía muy poco uso de su propia religión —excepto cuando estaba alarmada o quería algo— y en general compartía el odio contra el catolicismo, pero no tenía idea de por qué lo odiaba.

—¿Que no tenéis tratos con el papa? Estoy informado de muy buena fuente que entretenéis algunas veces al padre Scroope a la… ¡Oh! ¡Os ruego me perdonéis si digo alguna inconveniencia! —exclamó con burlón acento. ¿Os he ofendido en algo?

—¡No, no, absolutamente! Pero ¿de dónde habéis sacado tal información? ¡Que yo entretengo al padre Scroope! ¿Por qué habría de hacerlo? ¡Nunca me han gustado los viejos gordos y calvos! —echó para atrás su cabello y principió a salir del lecho, envolviéndose en su salto de cama.

—¡Esperad un momento, señora! —Buckingham la tomó de un brazo y la miró con aire desafiante—. ¡Me parece que sabéis perfectamente de qué os estoy hablando!

—¿Y de qué me estáis hablando, puedo saberlo?

Ámbar comenzó a ponerse colérica. Las insolentes maneras del duque provocaban siempre su reacción, que, esta vez, se acentuaba por su manera de hablarle.

—Me refiero, señora, al hecho de que estáis interviniendo en mis asuntos. Para ser enteramente franco, señora, os diré que sé que habéis descubierto mi arreglo con el padre Scroope y tomado las medidas necesarias para obstaculizar mis proyectos —su hermoso y arrogante rostro tenía una expresión de ultrajada majestad, al mismo tiempo que denotaba la cólera violenta que lo poseía—. Me parece que habíamos convenido en trabajar de acuerdo…

Dio ella un tirón para librarse, mientras se erguía de un salto.

—He podido consentir que trabajemos juntos, pero jamás en detrimento de mis propios intereses. No quiero perder mi sitio en la Corte.

En ese preciso instante, los perros favoritos del rey irrumpieron a la carrera en la habitación y, sin darles tiempo a componer sus semblantes, entró el rey Carlos, seguido de sus cortesanos.

Buckingham fue el primero en reponerse, apresurándose a besar la mano de su soberano… Era la primera vez que se veían desde aquella ocasión en que el rey le tratara de bribón. El duque se quedó algunos minutos más, conversador y bromista como siempre, tratando de dar la impresión de que sólo había estado un momento. Ámbar suspiró aliviada cuando se retiró. Las nuevas de esta riña se esparcieron rápidamente. Cuando Ámbar encontró a Bárbara en las habitaciones de la reina, antes de mediodía, ya la dama en cuestión se tomó el trabajo de hacerle saber que su primo había jurado a todos sus amigos que causaría la ruina de la condesa de Danforth, aunque ello ocupase el resto de sus días. Ámbar rió al oír esto, replicando que, si él se tomaba esta molestia, ella estaría en condiciones de conseguir la ruina de él en un tiempo menor. Y sabía perfectamente que podía hacerlo mientras el rey estuviese de su lado. Después de todo, hacía un año que estaba en palacio y no creía posible perder tan pronto el afecto que parecía demostrarle; tal desgracia la veía remota.

Y, efectivamente, el primer resultado de esta riña pareció ser favorable. El barón Arlington la visitó por primera vez.

El barón se había mostrado siempre político con Ámbar, con su proverbial y fría cortesía castellana, sin demostrar nunca la menor atención no ajustada a las conveniencias sociales. Porque, si Carlos Estuardo juzgaba que las damas debían ocuparse en tareas inherentes a su sexo antes que la política, su secretario de Estado estaba convencido de que todas las mujeres eran una condenada molestia en todo sentido y que debían ser barridas si se quería que los hombres gobernaran bien su país. Arlington era todo un político y jamás permitía que los prejuicios o las emociones interfirieran en los asuntos más trascendentes. Servir al rey era uno de los motivos más importantes de su vida; de paso procuraba servirse a sí mismo. Evidentemente decidió visitarla, porque pensó que habiendo roto relaciones con el duque de Buckingham, podía serle de alguna utilidad.

Una noche, Ámbar regresó bastante tarde y alegre… Ella y el rey Carlos, acompañados de una docena de damas y caballeros convenientemente disfrazados, habían realizado una correría por los barrios bajos, bebiendo en una taberna concurrida exclusivamente por mendigos de ambos sexos, y donde éstos llevaban a cabo sus parrandas una vez por semana. Arlington y el rey eran buenos e íntimos amigos, pero el tieso y solemne barón raras veces tomaba parte en frívolas partidas. Ámbar se quedó atónita cuando Nan le dijo que el barón la aguardaba.

—¡Pardiez! Dile que pase… ¡Vamos, aprisa!

Con rapidez se despojó de sus vestimentas, arrojándolas encima de Tansy, que quedó envuelto entre las perfumadas prendas de su ama, y se dirigió a la pieza interior dando traspiés. Ámbar rió alegremente, luego se detuvo en la contemplación de su retrato expuesto encima de la chimenea, frunciendo el entrecejo con desagrado mientras lo examinaba. ¿Por qué la habían pintado tan rolliza? Era notorio que no poseía una nariz romana y que no era éste el color de su cabello. Se sentía fastidiada cada vez que lo veía, porque Lely se había empeñado en pintar a cada cliente, no como realmente era, sino después de hacer un esbozo peculiar y en el cual trataba de acomodar todo el sexo.

Pero era el pintor de moda y eso bastaba.

Volvióse cuando sintió los pasos de Nan que conducía al barón. Este le hizo una cortesía en el umbral.

—Señora, soy vuestro humilde servidor.

—Caballero, tened la bondad de pasar… Siento mucho haberos hecho esperar.

—No mucho, señora. Pasé el tiempo escribiendo algunas cartas. —Y, mientras sonreía, agregó gentilmente una frase encantadora que guardaba en reserva para las ocasiones necesarias o cuando decirla le beneficiara de algún modo. No había sinceridad en los actos del hombre, pero, en cambio, se veía habilidad y artificio, así como también sagacidad y, lo que era raro en la cómoda y fácil Corte de Carlos II, una metódica aplicación a los negocios.

—¿Me permitís preguntaros si os encontráis sola, señora?

—Enteramente, milord. ¿Queréis sentaros? ¿Puedo ofreceros algo de beber?

—Muchas gracias, señora. Es muy bondadoso de vuestra parte recibirme a hora tan inconveniente.

—¡Oh, no tenéis por qué mencionarlo, milord! —protestó Ámbar. Soy yo quien está agradecida por la condescendencia que habéis tenido al hacerme esta visita.

Uno de los lacayos trajo una bandeja con vasos y botellas, que puso en una mesita. Ámbar sirvió brandy para él y un refresco para ella misma; el barón quiso brindar a su salud. Así estuvieron algunos minutos, cambiando cumplimientos y galanterías, sus figuras reflejadas en las magníficas lunas de Venecia de aquella cámara de piso de mármol negro con muebles de caoba y plata.

Finalmente el barón expuso el motivo de su visita.

—Toda esta reserva, señora, es meramente una preocupación contra los celos del duque de Buckingham. Os suplico no vayáis a creer, de ninguna manera, que el duque y yo podemos ser buenos amigos…

Eran, claro estaba, enemigos acérrimos, pero Arlington era demasiado cauteloso para admitirlo francamente y sin tapujos, sabiendo que el duque generalmente se informaba de cuanto se decía de él. No hacía mucho que el mismo duque había dicho a Ámbar, refiriéndose al barón como a un contrincante peligroso: «¡Señora, me disgusta tener a un necio por enemigo!»

—Parece que no le gusta tener más amigos que él mismo —prosiguió Arlington—. La verdad es que ha llegado hoy a mis oídos que Su Gracia ha dicho a Colbert que es innecesario que os haga obsequios, puesto que habéis manifestado vuestras preferencias por la causa de España.

—¡Condenado bribón! —exclamó Ámbar indignada, porque estaba convencida de que nunca más podría considerarlo como amigo ni valerse de su astuta amistad—. ¡El diablo cargue con él! ¡Es tan entremetido como un viejo rufián! ¡La desconsideración con que trata a sus amigos hace que no me sorprenda que lo abandonen pronto!

—¡Oh, señora, por favor!… ¡No os expreséis así de Su Gracia, os suplico! Nunca tuve la intención de hacer que pensarais lo peor de la amistad de él. Pues, a lo que parece, tiene el propósito de conservarla sólo para sí… Sin embargo, abrigo la esperanza de que nosotros también podamos ser excelentes amigos.

—No veo por qué no podríamos serlo, milord. Yo creo que está permitido que una mujer tenga dos amigos… incluso en Whitehall.

El barón de Arlington sonrió amablemente.

—No hay duda de que sois una mujer de juicio, señora… condición muy ponderable —se sirvió otra copa de brandy, quedándose unos instantes silencioso y pensativo. De pronto dijo—: Comprendo, señora, que debo felicitaros.

—¿Puedo saber por qué?

—Se dice por ahí que vuestro joven hijo heredará pronto un ducado…

Ámbar se inclinó hacia delante, brillante de expectativa la mirada de sus magníficos ojos.

—¿Os lo dijo el rey?

—No, señora, no ha sido el rey… es una murmuración corriente.

Ámbar se echó de nuevo para atrás.

—¡Murmuración! ¡La murmuración no me dará un ducado!

—¿Es eso, entonces, lo que queréis?

—¿Si eso es lo que ambiciono? ¡Por Cristo! ¡No hay nada que yo desee más! ¡Y las cosas que haría por obtenerlo!

—Si tal cosa es cierta, y si queréis prestarme algún servicio… podría deciros que quizá yo pudiera obtenéroslo de cualquier modo. —Modestamente bajó los ojos—. Creo que puedo decir sin vanidad que tengo alguna influencia en Whitehall.

Por supuesto que tenía gran influencia. Y, lo que parecía más importante, tenía una bien cimentada reputación, ya que siempre mejoraba las condiciones de aquellos a quienes ayudaba.

—¡Si lograrais para mí un ducado, os juro que haría cuanto me pidierais!

Y él le explicó lo que quería.

Era sabido que el duque de Buckingham se entrevistaba a menudo con un calificado grupo de los dirigentes del Commonwealth, hombres que perseguían el objetivo de destronar a Carlos II y apoderarse del poder. El país había sido recientemente vulnerado y desorganizado; esto acrecentaba las esperanzas de tales hombres, que esperaban poder realizar sus ambiciones. Arlington deseaba que ella averiguara el lugar de las reuniones, lo que ocurría allí y los pasos que se daban, informándolo de todo. No cabía duda de que podría averiguar todas esas cosas por sí mismo, pero era un largo y costoso procedimiento que involucraba también cohechos y sobornos, y haciendo que ella pagara todo eso de su peculio, se salvaba de tener que hacerlo de su propio bolsillo, sin más recompensa que algunas palabras de estímulo y agradecimiento por parte del rey. Ámbar comprendió esto perfectamente, pero el dinero, ahora que lo tenía en abundancia, no le importaba mucho. Además, Arlington significaba un aliado digno del más elevado precio.

Ámbar había comprado cuatro acres de tierra en St. Jame’s Square, el barrio más aristocrático y exclusivo de la ciudad, y durante algunos meses ella y el capitán Wynne —éste proyectaba las casas más hermosas y modernas en Inglaterra—, conversaron sobre los planos de la casa y de los jardines. Ella sabía exactamente lo que quería: una hermosa y lujosa mansión. Debía ser sin discusión la más moderna, espectacular y magnífica; el dinero era cosa secundaria.

«Es imposible que puedan enviarme a Newgate, ¿qué me importa?», pensaba, y su temeridad crecía.

Después de su conversación con el barón de Arlington, se convenció de que tenía el ducado en sus manos, y esta creencia la impulsó a decir al capitán Wynne que empezara la construcción. Esta duraría por lo menos dos años y costaría alrededor de sesenta mil libras —mucho más que el costo de Clarendon House—. Esta nueva extravagancia fue la comidilla de toda la Corte, provocando envidia, asombro o indignación, porque nadie dudaba de que sólo una persona de alto rango como el de duquesa podría atreverse a hacer tal cosa, por lo que deducían que el ducado había sido efectivamente prometido a la exactriz. Carlos Estuardo sonreía, divertido, sin negar ni afirmar nada, de manera que hasta Ámbar confundió silencio por consentimiento. Y transcurrían las semanas y los meses, sin que la promesa del ducado se concretara en realidad.

Nadie dudaba de que el rey Carlos gustaba de ella al presente, prefiriéndola a otras, pero otorgarle un ducado no le reportaba ganancia alguna, y la generosidad del rey era en general interesada. Además de eso, abundaban las peticiones todos los días, de tal manera que se vio obligado a tardar en satisfacerla. Algunas veces Ámbar se sentía abrumada por la desilusión, otras se determinaba a obtener el ducado en cualquier forma, convencida de que, de un modo u otro, siempre había obtenido cuanto se propusiera.

Valíase de cuantas personas podía, ya tuviesen influencia o no, y aunque ella por su parte se veía forzada de continuo a otorgar favores a los otros, siempre recibía algo en cambio. Bárbara Palmer estaba furiosa al ver que su rival iba progresando en sus propósitos, y a cuantos querían oírla les decía que si Carlos II se atrevía a dar a esa tusona de mala casta tal honor, ella le haría arrepentirse de haber nacido. Finalmente tuvo con el rey un altercado público acerca de ello, y le amenazó con hacer saltar los sesos de sus hijos delante de él e incendiar el palacio.

Poco tiempo después el rey, con espíritu de maliciosa venganza, aprobó un privilegio, creando a Gerald duque de Ravenspur con el honor de transmitir el título al hijo de su esposa, Carlos.

Y la expresión que tenía el semblante de Bárbara, la primera vez que tuvo que dejar un sillón y sentarse en un taburete porque la nueva duquesa había entrado en la habitación, fue algo que Ámbar recordaría con satisfacción por el resto de sus días.

Inmediatamente su posición en Whitehall adquirió una gran preponderancia.

Se convirtió en el árbitro de la moda y la elegancia. Cuanto hacía era imitado por las otras damas. Muchísimos departamentos se arreglaron con espejos en las paredes, y una gran cantidad de muebles de nogal mostraron incrustaciones de plata. Si un día se le ocurría sujetar el ala de su sombrero de caballero con un alfiler, al siguiente todas las damas hacían lo propio con los suyos. Si aparecía en un baile con el cabello suelto sobre los desnudos y ebúrneos hombros, durante una semana tal cosa hacía furor. Todas copiaban sus lunares: sus pequeños cupidos sosteniendo un arco, con las iniciales «C. R.» (Charles Rex) entrelazadas.

Ámbar se devanaba los sesos para encontrar novedades, porque dirigirlos como a monos amaestrados acuciaba su vanidad. Cuanto ella hacía era motivo de comentarios. Y sin embargo, fingía estar fastidiada y aburrida con las imitaciones, y decía resentida que era una calamidad no poder usar algún tiempo lo que le gustaba.

Una noche de octubre muy calurosa, Ámbar y una compañía de damas y caballeros alegres se desvistieron en el yate donde estuvieron cenando y bailando, y se lanzaron al río a nadar y refrescarse. Nada provocó más indignación entre los formales y juiciosos que tal hazaña… porque hasta entonces, hombres y mujeres nunca se bañaban juntos, juzgándose esto como un acto precipitado e irresponsable de una débil y decadente edad. Los entretenimientos privados que Ámbar ofrecía al rey, eran, se decía, escandalosos e impíos. Sus innumerables amantes, sus ritos paganos y sus extravagancias eran discutidos en todas partes. No había nada de que no fuera acusada; en ella ninguna acción estaba considerada imposible.

Ámbar no se resentía por los juicios despectivos; pagaba grandes sumas para hacer circular nuevos rumores y mantener por algún tiempo los que ya estaban en circulación. Su vida, aunque comparativamente casta, fue reputada como un modelo de iniquidad y libertinaje desenfrenado. Cierta vez que el rey Carlos le repitió una historia que circulaba acerca de ella, se rió y dijo que, antes de permanecer ignorada, prefería que la conocieran como era.

El pueblo la quería. Cuando iba por las calles en su calesa conducida por ella, rodeada por seis u ocho lacayos que corrían abriendo paso, las gentes se detenían a contemplarla y saludarla, y hasta la aplaudían. Recordaban sus días en el teatro, y sus frecuentes y espectaculares apariciones en público así como sus pródigas limosnas, le granjearon popularidad. Ella apreciaba esa atención ahora más que nunca, como si siempre hubiera buscado ser querida por aquellas personas que jamás conoció.

Veía a Gerald muy raras veces, y nunca en privado. La señora Stark había tenido recientemente un niño, ocasión que aprovechó Ámbar para enviar las tradicionales seis cucharas de los Apóstoles. Lucilla, por su parte, había quedado embarazada a los tres meses de su matrimonio, y el alegre sir Frederick la había enviado de nuevo al campo. Él y Ámbar reían juntos de las súplicas de la antigua baronesa, porque aun cuando Lucilla dio por bien venido su embarazo, enviaba de continuo cartas implorantes a su esposo, suplicándole que regresara. Pero sir Frederick tenía muchísimos compromisos en Londres y, aunque siempre prometía, no cumplía por fuerza mayor.

Ámbar nunca se sentía fastidiada; considerábase la mujer más afortunada de la tierra. Comprar un nuevo vestido, ofrecer una nueva comida, ver la última comedia eran acontecimientos de igual resultado. Jamás perdía una intriga o un baile; siempre tomaba parte en todos los contracomplots y escapadas. Todo lo que sucedía era conocido por ella. Vivía como prisionera dentro de un tambor, donde no podía pensar en otra cosa que en el ruido que procedía de todos lados.

Parecía que tan sólo un deseo no se había cumplido, pero finalmente éste fue también concedido. A principios de diciembre, Almsbury le escribió comunicándole que lord Carlton llegaría a Londres el próximo otoño.