Capítulo XLIX

Con posterioridad a su nuevo matrimonio, Ámbar continuó viviendo en la casa de los Almsbury, confiada en que pronto se les asignarían habitaciones en palacio, el cual sería su morada.

En lo que al flamante marido se refería, le sugirió que tomara habitaciones en el Covent Garden y, debido a que el joven había nacido predestinado para ser dominado por las mujeres, obedeció a pesar de que ello contrariaba su voluntad. Porque, aun cuando estaba permitido, respetando las formas, que los esposos se odiaran, que tuvieran amantes y mantenidas, que se burlaran y riñeran en público, y que hicieran circular historias ridículas en detrimento de uno de los dos… no estaba permitido, de ningún modo, que ocuparan casas distintas o durmieran en camas separadas. Ámbar se divirtió bastante al comprobar que inadvertidamente, había provocado un escándalo entre el mundo elegante de la ciudad.

Su cuarto marido se llamaba Gerald Stanhope, y el rey le confirmó el título de conde de Danforth. Tenía veintidós años, uno menos que Ámbar. Esta lo consideraba el perfecto tonto: apocado, indeciso, débil física y moralmente, su permanente preocupación era lo que «mamá» opinaría de lo que él o su esposa hicieran. Mamá, explicó, no aprobaría de ningún modo que ocuparan casas separadas. Para colmo, trajo la noticia de que pronto estaría en Londres a visitarlo.

—Preparadle una habitación en vuestra casa —le pidió Ámbar.

Sentada ante su tocador, hacíase peinar por un peluquero francés recientemente llegado de París, cuyos servicios se disputaban las damas de la Corte. Tenía en una mano un espejo y contemplaba su perfil, admirando la línea de la frente y de la nariz ligeramente respingada, las pronunciadas curvas de sus labios y su pequeña y redonda barbilla.

«Soy más hermosa que Frances Stewart —pensaba desafiante—. Con todo, me alegro de que haya caído en desgracia y se haya ido para no volver jamás a molestarnos.» Gerald tenía aire de abatimiento y se veía pálido y desmañado. Sus viajes por el Viejo Continente no habían conseguido pulirlo. Una moderada buena educación no le había proporcionado el equilibrio mental que le hacía falta, y la acostumbrada vida libertina no había logrado modificarlo. Parecía un desconcertante adolescente, a quien un súbito giro de la rueda de la fortuna lo hiciera sentir más perdido que nunca.

Aquella gente —su esposa, las damas y los gentileshombres que concurrían a Whitehall— se mostraban todas tan descaradamente confiadas en sí mismas, tan egoístas en sus preocupaciones, tan cruelmente desdeñosas de los dolores y esperanzas de los demás seres humanos, que le causaban un profundo desasosiego. Anhelaba ardientemente estar de nuevo en su tranquilo y apacible hogar, donde lo rodeaba siempre un aura de seguridad. Aquel mundo de palacios, tabernas y casas de mancebía, lo turbaba y enervaba. Casi temía que su madre llegara y conociera a su esposa y, sin embargo, la noticia de su próximo arribo lo alivió enormemente. Su madre no conocía el temor.

El joven Stanhope sacó su peine, y al desgaire comenzó a pasarlo por su lustrosa peluca. Sus ropas, al menos, eran tan hermosas y elegantes como podían obtenerse por dinero, aunque su esmirriado físico y sus enclenques piernas no aprovechaban la ventaja.

Pas du tout, madame —dijo el flamante conde. Todos los supuestos rasgos de ingenio llevaban la particularidad de estar adornados con frases o palabras en francés; tal como una dama, se componía el rostro con lunares de tafetán negro. Gerald lo hacía porque quería estar a la moda—. Como bien sabéis, no tengo sino tres habitaciones. No hay lugar allí para alojarla. —Residía en el «Cheval D’Or», una casa muy popular entre los galanes, debido a que la patrona tenía una bonita y complaciente hija.

—¿Dónde tenéis intenciones de acomodarla, entonces? No me gusta ese rizo, Durand. Por favor, hacedlo de nuevo. —Continuaba frente al espejo, observando sus dientes, su piel, la tersura de sus labios.

Gerald se encogió de hombros a la moda parisiense.

Eh bien… me parece que podríamos tenerla aquí.

Ámbar arrojó con violencia sobre el tocador el espejo que tenía en las manos, el cual se salvó de romperse debido a que cayó sobre unas cintas.

—¡Ah, sí! ¡Pues no será, sabedlo bien! ¿Habéis creído, por ventura, que Almsbury House es una casa de huéspedes? Haríais mejor en enviarle una carta y decirle que se quede donde está. ¿A qué diablos quiere venir a Londres? —Hizo un brusco movimiento de su mano derecha para oír el tintineo de sus brazaletes.

—¡Vaya! Supongo que vendrá a visitar a sus antiguas amistades, a quienes no ha visto en muchos años. Y además, madame, permitid que os lo diga francamente, se pregunta por qué tenemos viviendas separadas.

Adivinando la subsiguiente andanada, el joven se refugió en el otro extremo de la habitación. Sacó del voluminoso bolsillo de su casaca una pipa y una bolsita de tabaco, y encendió aquélla con una pajuela tomada de la chimenea.

—¡Oh, señor! ¡Escribidle y comunicadle que ya sois mayor de edad y además, hombre casado, capaz de manejar vuestros propios asuntos como os plazca! —Y luego, viendo que echaba humo sin consideración alguna, exclamó—: ¡Salid de aquí con esa hedionda pipa! ¿O habéis creído que deseo que mis habitaciones apesten? Id abajo y ordenad que preparen el coche… bajaré dentro de unos instantes. O marchaos solo, si lo preferís.

Gerald se apresuró a salir, visiblemente aliviado. Ámbar volvió a mirarse en el espejo, esta vez con ceño, mientras M. Durand, a quien parecían no prestarle ningún beneficio sus dos grandes orejas, continuaba trabajando con apasionado ahínco en el rizo que ella había criticado.

—¡Señor! —masculló Ámbar, contrariada—. ¡Cuán mezquina e insípida cosa es un marido!

El peluquero francés sonrió complacidamente, dio un toque final con su peine y retrocedió dos pasos para contemplar su obra. Satisfecho, tomó un pequeño recipiente, lo llenó de agua y, después de meter en ella una rosa de oro, la acomodó entre los rizos.

—Es muy cierto que los maridos están fuera de moda, madame. Considero que una dama de calidad no debería llevarlos sobre su corazón más tiempo que el que lleva una guirnalda de claveles.

—¿Por qué será que siempre se casan sólo los necios? —preguntó, pero, sin esperar respuesta, prosiguió—: Muy bien; gracias, M. Durand, por haber venido. Y aquí tenéis algo en retribución por vuestro excelente trabajo. —Tomó tres guineas de una cómoda y se las entregó.

Oh, merci, madame, merci! Es un verdadero placer servir a personas tan generosas… y tan hermosas. Llamadme cuando gustéis y vendré en el acto… incluso a riesgo de incomodar a la mismísima reina.

—Gracias, Durand. Decidme: ¿qué opináis de este vestido? Mi modista es francesa. Lo ha hecho perfectamente ¿no os parece? —Se volvió lentamente para que Durand la admirara, lo que hacía el francés besándose la punta de los dedos.

C’est exquise, madame! Vraie parisienne, madame! Exquise!

Ámbar sonrió y levantó sus guantes y su abanico.

—¡Sois un pícaro adulador…! ¡Nan, guía al señor!

Salió de la alcoba gritando a Tansy para que la siguiera; el negrito tomó la cola de su vestido para que no se ensuciara antes de llegar al baile. Durand era digno de las tres guineas que le había dado —aunque el precio era descabellado—, no tanto por el trabajo en sí, cuanto por la satisfacción de tenerlo a su servicio. Le había costado conseguirlo, pero había logrado que aquella noche fuese a su casa en vez de ir a la de la Castlemaine, y todas las mujeres asistentes al baile se enterarían.

Una semana más tarde, Ámbar estaba en la habitación de los niños —donde pasaba una hora o dos por las mañanas—, jugando con Bruce y Susanna. Esta vestía un trajecito de lino adornado con encaje blanco, y encima llevaba un pequeño delantal; una bonita toca sujetaba su brillante cabello rubio. La pequeñuela había conseguido imponerse en la habitación de los niños, y los hijos de los Almsbury estaban ya completamente sometidos; en cambio, su hermano se mostraba reacio y rehusaba estar bajo el yugo de la diminuta tirana.

Ámbar disfrutaba enormemente durante las horas que pasaba al lado de los niños. Para ella sus hijos eran el seguro lazo que la unía a lord Carlton. Los hijos eran también suyos, y la sangre de sus venas, sus movimientos y su habla, el hecho de que fuesen seres vivientes, en suma, eran obra de él. El amor y los besos de las horas felices habían cobrado contornos materiales en ambos niños que halagaban su vida. Ellos constituían un permanente recuerdo del pasado, todo cuanto de más valioso tenía en el presente, y las esperanzas que depositaba en el futuro.

—¡Mamá! —Susanna interrumpía frecuentemente el juego, porque, como era todavía muy pequeña para intervenir, se la postergaba, pero la pequeña insistía en tomar parte, costara lo que costase.

—Sí, querida.

—¡Tate tate!

—Déjanos terminar este juego, Susanna; luego jugaremos al tate tate.

Susanna inició un pucherito e hizo un gesto a su hermano. Ámbar la vio y estiró un brazo hacia ella, abrazándola estrechamente.

—¡Vamos! Eso no se hace, niña traviesa.

—¿«Traviesa»? ¿Qué es «traviesa»?

—Pues —intervino su hermano, algo amoscado—… un estorbo.

Ámbar miró al criado que acababa de entrar.

—¿Qué ocurre?

—Preguntan por vos, señora.

—¿Quién es? ¿Es algo importante?

—Creo que vuestro esposo, señora…, y su madre.

—¡Oh!… Bien, ahora bajo… muchas gracias. Decidles que estaré con ellos en seguida. —El criado salió y Ámbar se puso de pie; los dos niños comenzaron a protestar—. Lo siento, niños. Si puedo, volveré más tarde.

Bruce hizo una cortesía.

—Buenos días, madre. Gracias por haber venido a acompañarnos.

Ámbar se inclinó para besarlo y luego tomó en sus brazos a Susanna, quien comenzó a besuquearla, sin consideración por sus afeites.

—¡Vamos, Susanna! —protestó—. ¡Que me vas a despintar toda!

La besó tiernamente y, después de dejarla en el suelo, se dirigió a la puerta desde donde se volvió, sonriéndoles y haciéndoles un cariñoso ademán… Pero su sonrisa desapareció en cuanto la cerró tras ella.

Durante unos segundos se quedó en la galería, reflexionando. ¿Qué recontrademonios tenía que hacer allí la vieja? El estado de gravidez siempre la hacía disgustarse cuando las cosas no salían de acuerdo con sus deseos, y le parecía que aquella mujer se había presentado en su casa con el exclusivo propósito de fastidiarla. Con un suspiro de resignación y un leve encogimiento de hombros, se dirigió a sus habitaciones, situadas en el extremo opuesto de la galería.

Gerald Stanhope y su madre estaban sentados en un sofá, delante de la chimenea, en la salita de Ámbar. La baronesa viuda tenía vuelta la espalda hacia la puerta y conversaba con su hijo, cuyo rostro denotaba honda preocupación. Las cejas pintadas de negro que exhibía para estar acorde con la moda, contrastaban notoriamente con su pálido cutis, y su peluca rubio ceniza. En el momento en que Ámbar llegó a la puerta, la baronesa dejó de hablar y, al cabo de dos o tres segundos, durante los cuales compuso su faz, se volvió, mostrando una almibarada sonrisa. Sus ojos no consiguieron ocultar su repentina sorpresa y desagrado.

Ámbar, con estudiada lentitud, se acercó a ellos envuelta en su salto de cama que, al andar, dejaba ver las enaguas. Con todo el aspecto de una persona que espera que la casa se desplome de un momento a otro, Gerald se puso de pie e hizo las presentaciones. Las dos mujeres se abrazaron con afectación, como si temieran ensuciarse las manos y deshacer su tocado. Luego se ofrecieron las mejillas, un melindre de las grandes damas que, para saludarse, las ofrecían en vez de los labios. Terminada la introducción a sus futuras relaciones, ambas retrocedieron y comenzaron a estudiarse, sin perder detalle. Gerald continuaba de pie, tragando saliva y peinando su peluca para tener algo en qué ocupar las manos.

Lucilla, lady Stanhope, frisaba en los cuarenta. Su petulante y rolliza cara trajo a las mientes de Ámbar la imagen de uno de los perros del rey, el cual tenía una boca de comisuras caídas, y movedizas y redondas mejillas. Su cabello, otrora rubio, tenía ahora el color de la paja sucia. Pero su piel era sonrosada y fresca, y exhibía un par de exuberantes y prometedores senos. Su vestido era francamente pasado de moda, tanto que ni las mismas damas de la campiña lo llevaban, y sus joyas eran bien insignificantes por cierto.

—¡Oh, por favor! ¡No os fijéis en mis ropas! —dijo la baronesa en seguida—. No son sino viejos trapos prestados por mi doncella, pues los caminos están tan malos que no me ha quedado otro remedio. ¡Figuraos que uno de mis coches volcó, y todos los baúles fueron a parar al barro!

—¡Qué barbaridad! —profirió Ámbar compasivamente—. Vuestra Señoría debe de haberse sacudido como una gelatina. ¿Queréis serviros algún refrigerio?

—Vaya, aceptaré gustosa, madame. Me gustaría tomar un poco de té.

Nunca había bebido té porque era demasiado caro, pero ahora estaba resuelta a demostrar a quienquiera que fuese que sus veinte años en el campo no habían bastado para menoscabar sus buenas costumbres y sus conocimientos acerca de las maneras imperantes en la capital.

—Mandaré servir. ¡Arnold! ¡Condenado gañán! ¿Dónde estará? ¡Siempre besando a las doncellas cuando una lo necesita! —Se acercó a la puerta de la habitación contigua—. ¡Arnold!

La baronesa no le quitaba ojos, con envidia y desaprobación.

Nunca había podido reconciliarse consigo misma por el hecho de haber permitido que los días de su juventud transcurrieran estérilmente y que su belleza se marchitara. Primero habían sido las guerras civiles, en las que había tomado parte su esposo para terminar muriendo, dejándola condenada a soterrarse durante sus mejores años en el campo, acosada por les impuestos y forzada a ganar su sustento como la mujer de cualquier granjero. Los años se habían deslizado sin sentir. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuán rápidamente pasaron.

No tuvo oportunidad de casarse de nuevo, porque, además, las guerras civiles dejaron muchas viudas empobrecidas, y a ella con la obligación de cuidar de Gerald y de otras dos hijas. Las muchachas habían tenido suerte al casarse más o menos bien, pero Gerald —ella lo determinó desde un principio— debería tener un destino mejor. Fue así como lo envió al Continente ordenándole que se quedara en Londres a su regreso, pues no era improbable que el rey se fijara en él y recordara los sacrificios y la lealtad de los Stanhope. El éxito que coronó sus planes había superado sus más caras esperanzas. Un mes atrás, una carta enviada por su hijo le daba cuenta de que el rey, no solamente había concedido a su familia el honor de ofrecerle un condado, sino que también se había preocupado de proporcionarle una gran fortuna por medio del matrimonio, y que ya él era conde de Danforth y novio a un mismo tiempo.

En el vértice de la alegría había comenzado ella a hacer sus preparativos para trasladarse a Londres, clausurando Ridgeway Manor. Se vio frecuentando la Corte, admirada y envidiada por sus ropas, sus joyas, su amable hospitalidad, su encanto personal y su belleza. Porque lady Stanhope había consultado ansiosamente con su espejo y persuadíose a sí misma que, si todas las mujeres son consideradas ya decrépitas a los cuarenta y dos años, ella todavía era hermosa y podía —con el milagro que operaban los vestidos, peinados, joyas y adornos franceses— ser tomada hasta por una beldad. No descartaba la posibilidad de casarse de nuevo si encontraba un caballero de su agrado.

Una carta de lady Clifford le había llegado con una desagradable nueva.

Mi querida Lucilla —decía la carta en cuestión—: os ruego acepte los saludos y los mejores deseos de todos los que son vuestros amigos. Todos nos sentimos agradablemente sorprendidos al saber que a vuestra digna familia se le ha concedido un condado. Porque, aun cuando ninguna mejor que la vuestra merecía tal honor, es sabido por todos cuantos vivimos en Londres desde hace siete años, que en nuestros días los premios no siempre se otorgan al sentido del honor y al cumplimiento del deber. No hay duda de que los tiempos han cambiado y mucho me temo que para peor.

Todos nosotros estamos atónitos ante la noticia del enlace de Gerald con la excondesa de Radclyffe, por lo repentino del suceso; por mi parte, apenas supe de su llegada, supe también del matrimonio. Sin duda habréis oído decir que se la considera una gran belleza, que frecuenta la Corte y que goza del favor de Su Majestad. Por mi parte, muy poco voy a Whitehall, pues prefiero la compañía de los viejos amigos. La juventud bulliciosa y desenfrenada ha sentado allí sus reales, de suerte que huelgan las personas que se precian de ser sensatas y dignas. Pero tal vez llegue un día en que las viejas virtudes, la honestidad en el hombre y la modestia en la mujer sean algo más que motivo para jurar, mofarse y reír.

Ansío tener pronto el placer de vuestra compañía. Espero que vendréis a Londres tan pronto como Gerald y su esposa vivan juntos.

Vuestra muy afectuosa y obsecuente amiga,

Margarita, lady Clifford.

Allí estaba. Como una roca caída de pronto en medio de un apacible lago. «Tan pronto como Gerald y su esposa vivan juntos.» ¿Qué había querido decir Su Señoría?

¿Acaso estaban casados y no vivían juntos? ¿Dónde vivía él y dónde ella? Una y otra vez leyó la carta, descubriendo más insinuaciones a medida que la releía. Decidió que no debía ir tan pronto, en consideración a la felicidad de su hijo.

Y ahora estaba en presencia de la bribona, su virtud ultrajada hirviendo por dentro… y se encontró con que, a pesar suyo, se sentía embarazada e inquieta. Veinte años de reclusión, viendo solamente a sus hijos, a los aldeanos y los vecinos; veinte años de batallar intenso, tratando de escatimar los centavos necesarios para la educación de Gerald, y luego para su viaje al extranjero; veinte años contemplando impasible el desvanecimiento de sus galas naturales y el principio de la vejez, no le habían permitido esperar ese momento en la forma debida.

Porque, a pesar de toda su experiencia, a pesar de que la precedían generaciones enteras de antepasados prestigiosos —en tanto que aquella criatura era una mujer de reputación surgida en los teatros y quizás en otros lugares más dudosos— se sentía intimidada por su fría arrogancia, por sus finas vestiduras, por su belleza imponente y sugestiva y, sobre todo, por su juventud. Sin embargo, lady Stanhope estaba hecha de una materia más dura que la de su desmañado hijo.

Sonrió complacientemente a su hija política, mientras ésta se sentaba frente a ella, después de haber ordenado que sirvieran el té. Desplegó su abanico y comenzó a agitarlo como si la habitación estuviera demasiado calurosa, balanceando cómicamente la cabeza de un lado a otro.

—¿De modo que vos sois mi hija política? ¡Y qué bonita! Gerry debe de sentirse orgulloso. Os aseguro que me han contado muchas cosas de vos.

—¿Tan pronto? Creí que Vuestra Señoría había llegado recientemente a la ciudad.

—¡Oh, por carta, querida mía! Lady Clifford es muy amiga mía y me ha tenido al corriente de todo lo que ocurría; estoy tan enterada como si hubiera estado viviendo en el Piazza. Ha sido un gran entretenimiento para mí durante todos los años que viví entristecida por la muerte de mi muy querido esposo, y en el retraimiento más absoluto. ¡Oh!, le garantizo que estoy al tanto de todos los pormenores, como si todos los comentarios los hubiese oído yo misma, o como si todos los sucesos los hubiera presenciado con mis propios ojos.

Rió con una carcajada entrecortada y breve, contemplando intensamente, ya a su inquieto hijo, ya a su nuera, preguntándose si la moza habría sido lo suficientemente inteligente para comprender lo que había querido decirle. Pero lo hubiera comprendido o no, le importaba muy poco.

—Bien —comentó sencillamente Ámbar—, en nuestros días lo que más abunda es la murmuración. Es lo único en que no dependemos de los franceses.

Lady Stanhope aclaró su garganta con un ligero carraspeo y se volvió hacia Gerald, dándole maternalmente palmaditas en la mano.

—Cómo ha cambiado mi Gerry! No lo veía desde que partió para el extranjero… dos años hará en el mes de junio próximo. Tiene toda la elegante apariencia de un conde francés. ¡Oh, madame! Espero que juntos viváis muy felices. Estoy segura de que Gerry puede hacer dichosa a una mujer como ningún otro hombre de Europa… Y no hay nada más importante para una mujer que el matrimonio, a pesar de cuanto lo ridiculizan las gentes sin moral.

Ámbar sonrió desmayadamente, pero no respondió. En aquel momento apareció Arnold, seguido de otros criados. Desplegaron una mesa y pusieron sobre ella el servicio de té, consistente en tacitas de porcelana china y en pequeñas copas de cristal para servir el brandy que se bebía después.

Lady Stanhope fingió gran entusiasmo.

—¡Qué té más extraordinario éste! ¿Dónde lo obtenéis? El que yo compro no es tan bueno, os lo aseguro.

—El mayordomo de lady Almsbury lo compra… creo que en la Casa de las Indias Orientales.

—¡Hum!… Verdaderamente delicioso —tomó otro sorbo—. Supongo que vos y Gerry habitaréis pronto vuestra propia casa, ¿eh?

Ámbar sonrió sobre el borde de su taza, pero sus ojos se entrecerraron, brillantes y crueles como los de una gata.

—Tal vez podamos construir nuestra propia casa algún día… cuando sea posible encontrar obreros. Ahora están todos ocupados en reconstruir la city, edificando posadas.

—¿Y qué haréis entretanto, querida? —la baronesa tenía un aire muy inocente.

—Supongo que continuaremos como estamos. Hasta ahora ha sido un arreglo conveniente, ¿no es cierto, caballero?

Gerald, entre la espada y la pared, se inquietó y derramó un poco de té sobre su corbatín.

—Caramba… este… sí. Bueno, al menos por ahora.

—¡No digas dislates, Gerald! —contradijo abruptamente su madre—. Vuestra situación va más allá de los convencionalismos sociales. Os lo puedo decir claramente, querida —agregó, volviéndose a Ámbar—, es la comidilla de todos.

—¿Decís que es la comidilla, madame? Ahora está de moda la fuga de Frances Stewart con su amante.

La baronesa comenzaba a exasperarse. No era la clase de resistencia que acostumbraba encontrar en sus sumisos y obedientes hijos, y le resultaba francamente insultante y molesta. ¿Acaso aquella mala pécora no se había dado cuerna de que era su madre paralítica, una persona de cierta importancia y de más elevado rango que ella?

—Tenéis vuestras bromas, querida. Sin embargo, debo deciros que el solo hecho de que dos esposos vivan separados es motivo suficiente de murmuración. El mundo se fija en todas estas cosas, bien lo sabéis, y no hay duda de que tales arreglos, como vos los llamáis, ponen en duda la integridad moral de marido y mujer… especialmente de ésta. Sé perfectamente que ésta es una época muy diferente en la mía, pero permitidme aseguraros, madame, que incluso en estos días, tal proceder no deja de provocar la condenación general. —Cuanto más hablaba, más se excitaba. Al terminar, estaba tan acalorada como una paloma de cuello grueso.

Ámbar, por su parte, también comenzaba a encolerizarse. Pero vio la lastimosa expresión del semblante de Gerald, y era tal la imploración que se leía en sus ojos, que se condolió. Dejó su taza sobre la mesita y sirvió el brandy.

—Lamento mucho que este arreglo no cuente con vuestra aprobación, señora, pero como ambos nos mostramos satisfechos, dejaremos las cosas como están.

La baronesa abrió la boca e iba a replicar, pero se contuvo. Lady Almsbury entraba en la habitación. Ámbar presentó a las dos mujeres, y esta vez la madre de Gerald saludó a la nueva amistad complacida y haciendo demostraciones de afecto. La besó en la boca e hizo todo lo que pudo por subrayar el contraste: el honor que estaba dispuesta a conceder a una verdadera dama, y el que se merecía una impertinente mujerzuela, aun cuando se tratase de su propia hija política.

—Supe vuestra llegada, madame —dijo Emily, tomando una silla al lado de la chimenea y aceptando la taza de té que le había servido Ámbar—, y me apresuré a daros la bienvenida. Debéis encontrar a Londres tristemente cambiado.

—Así es, señora —convino lady Stanhope prestamente—. No estaba de este modo cuando lo dejé en mil seiscientos cuarenta y tres, permitidme que lo diga.

—Me lo figuro; ahora tiene un aspecto desolador. Sin embargo, ya se han comenzado los proyectos de reconstrucción. Se están erigiendo muchos edificios bonitos en diversos sitios de la City. Se dice que algún día Londres será reedificada por completo y que llegará a ser más esplendorosa que nunca… Es claro que verla así nos infunde profunda pena, pues el viejo Londres se fue. Y decidme, milady: ¿ha sido agradable vuestro viaje?

—¡Ay, Señor! ¡No, de ningún modo! Acababa de decir a Su Señoría, hace un momento, que no tengo nada que ponerme, pues sufrí un percance desagradable y me parece que se ha echado a perder toda mi ropa. Pero hacía dos años que no había visto a Gerry, de modo que me apresuré a venir de cualquier modo… pues sabía que él no querría salir de Londres siendo su matrimonio tan reciente.

—Muy amable que lo hicierais. Decidme, señora: ¿y tenéis ya fijado vuestro alojamiento? Desde el incendio es un problema encontrar casas de huéspedes. Si no tenéis todavía ningún compromiso, mi esposo y yo estaremos muy complacidos de teneros con nosotros.

—«¡Señor! —pensó Ámbar con irritación—. ¿Tendré que alternar con parlanchina y picara vieja en la misma casa?» Lady Stanhope se apresuró en responder:

—¡Caramba, es muy bondadoso de vuestra parte, Señoría! Porque, la verdad, no había encontrado dónde alojarme… ¡Vine con tal prisa!… Me sentiré dichosa de estar aquí unos días.

Ámbar apuró de un trago su copa de brandy y se levantó.

—¿Quieren excusarme las señoras? Me esperan en palacio antes de mediodía y debo vestirme.

—¡Oh! —exclamó la baronesa, volviéndose hacia su hijo—. Entonces debes ir también tú, Gerry… Bien, querida, podéis iros. Soy de opinión que un hijo debería preferir hacer esperar a su esposa antes que a su madre.

Ámbar miró a Gerald, quien, como si lo hubieran invitado a definirse dijo:

—Ocurre, madame, que estoy comprometido para un almuerzo con algunos caballeros amigos míos en el Locket’s.

—¿Comprometido con amigos tuyos y no con tu esposa? ¡Dios me ampare! ¡En qué tiempos estamos!

Gerald, envalentonado por su propia osadía y con aire indiferente, limpió una imaginaria mancha de polvo en la manga de su casaca.

—Así es la moda, señora. Los amantes esposos son cosas de antaño… Ahora ninguno de los dos tiene nada que ver con el otro —se volvió hacia Ámbar y le hizo una profunda cortesía—. Servidor de Vuestra Señoría.

—A vuestro servicio, caballero —devolvió la atención ligeramente sorprendida de que se hubiera atrevido a hacer frente a su madre.

El joven obsequió con una inclinación a su madre y a lady Almsbury, y se apresuró a escapar. Lady Stanhope no sabía si dejarlo ir o llamarlo inmediatamente y decirle cuál debía ser su comportamiento. Optó por lo primero. Cuando Ámbar salía, oyó decir:

—¡Cielos! ¡Cómo ha cambiado este hijo mío! ¡Tiene una magnífica apariencia y no hay duda de que posee la apostura de un verdadero caballero!

Era ya cerca de medianoche cuando Ámbar regresó de Whitehall, mortalmente fatigada y anhelando meterse en cama. A causa de su estado, doce horas en palacio eran algo que iba más allá de sus fuerzas. Toda vez que concurría, debía mostrarse alegre y cordial; no tenía un instante para descansar o para demostrar fatiga. La atenazaba un dolor nervioso en la nuca y las piernas apenas obedecían a su voluntad.

Apoyada en la baranda antes de emprender la ascensión, vio salir a Almsbury muy agitado de una habitación iluminada que daba al hall.

—¡Ámbar! —ella levantó la cabeza y lo miró—. ¡Creí que nunca llegaríais!

—Pero ya estoy aquí. ¡Había unos condenados cómicos y ninguno me satisfizo hasta que no representaron Romeo y Julieta cuatro veces!

—Os tengo reservada una sorpresa —estaba parado en el escalón de arriba, desde donde le hizo un guiño—. Adivinad quién está aquí.

Ámbar se encogió de hombros, sin interés.

—¿Cómo podría saberlo?

Miró por encima de él hacia la habitación iluminada, en cuyo marco estaba apoyado alguien… un hombre alto y robusto que la contemplaba sonriente. Ámbar sintió que su corazón dejaba de palpitar.

—¡Bruce!

Como entre sueños vio que el hombre se acercaba a ella presuroso, pero fue Almsbury quien la sostuvo en sus brazos cuando con un breve grito cayó desmayada.