Capítulo IX

El suelo de aquel aposento estaba sembrado de objetos que olían acremente a cosa vieja; las ratas andaban a sus anchas buscando residuos de alimentos, brillantes y negros los ojos como abalorios. Los muros eran de piedra, impregnados de humedad y cubiertos de moho y mucílago; fijas en ellos se veían gruesas argollas de las que colgaban cadenas. Junto a la pared, se alineaban camastros de madera, como en los cuarteles. Aunque no eran aún las diez de la mañana, el lugar estaba envuelto en sombras y habría estado todavía más oscuro a no ser por una bujía que arrojaba una tenue y vacilante llama, como si estuviera oprimida por la hedionda densidad de la cárcel de Newgate, donde se alojaba a los detenidos hasta que pagaran el último centavo de su deuda.

Había cuatro mujeres en la celda, todas ellas sentadas, encadenadas y sujetas con grillos en la cintura y los tobillos. Todas permanecían quietas, con una inmovilidad de muerte.

Una era una muchacha cuáquera, cubierta con un sobrio y almidonado vestido negro, con un cuello blanco que circundaba su garganta y una cofia que le cubría parte del cuello; estaba sentada sin hacer movimiento, concentrada la mirada en un punto fijo ante sus pies. A su frente se veía una mujer de mediana edad, igual en su aspecto a las docenas de mujeres que se veían cada día por la calle, yendo al mercado con sus canastas bajo el brazo. No lejos de ésta yacía una mujer desaliñada, sin preocuparse ni un ápice de su posición un tanto incongruente; contemplaba a las otras con una torpe expresión, torcía una de las comisuras de los labios en una cínica mueca. Mostraba varias llagas en la cara y en el pecho y, de vez en cuando, tosía con una tos cavernosa, que parecía que le iba a hacer echar las entrañas. La cuarta mujer era Ámbar; estaba envuelta en su capa, sosteniendo febril y nerviosamente con una mano la jaula de la gura, mientras tenía la otra metida en el manguito.

Su figura contrastaba grandemente con aquella sombría zahúrda. Aun cuando todos sus adornos se habían ajado con la mojadura, eso había ocurrido dos semanas antes; los materiales empleados en su vestimenta eran de primera clase y el corte verdaderamente elegante. Como todos sus vestidos, éste había sido confeccionado por Madame Darnier, y era de terciopelo negro; levantado ligeramente por detrás, dejaba ver unas enaguas de raso a listas rojas y blancas. Lucía en el escote y los codos de las abultadas mangas, arrequives plegados de lino blanco. Sus medias eran de seda, de bonito color escarlata, calzaba chapines de terciopelo negro con tacón alto, y grandes y brillantes hebillas. Tenía puestos, además, su capa de terciopelo negro, sus guantes y su velo, y llevaba el abanico y el manguito.

Estaba allí hacía más o menos una hora —aunque a ella le parecía muchísimo más— y desde entonces nadie había pronunciado una palabra. Sus ojos vagaban hacia uno y otro lado sin descanso, buscando no sabía qué en medio de la oscuridad. Empezaba a sentir una insoportable aprensión. Le parecía que de todos lados, de arriba, de abajo, de los costados, le llegaban apagados ecos de gritos, gemidos, chillidos, maldiciones y carcajadas siniestras.

Miró primero a la presunta ama de casa, luego a la muchacha cuáquera y, por fin, a la mujer desgreñada. Esta última la examinaba con insolente curiosidad.

—¿Es ésta una prisión? —preguntó Ámbar, cortando el ominoso silencio y dirigiéndose a ella, porque ninguna de las otras parecía darse cuenta de su situación ni de lo que las rodeaba.

Durante un corto intervalo, la mujer la miró como si padeciera de estrabismo. Luego rió a carcajadas y, por último, empezó a toser, apretándose el pecho con la mano, hasta que consiguió arrojar un gran grumo de flema sanguinolenta.

—¿Es ésta la prisión? —repitió, remedando a Ámbar, después que se tranquilizó un tanto—. ¿Qué diablos creéis que es? ¡Cierto que no estamos en Whitehall, mi hermosa señora!

Su acento era bronco; tenía el timbre lúgubre de una mujer que ha padecido años enteros.

—Quiero decir si esto es toda la prisión.

—¡Oh, Jesús mío, no! —Hizo un lacio ademán con la mano—. ¿Oís eso? Está sobre nosotros, debajo de nosotros y alrededor de nosotros… ¿Por qué habéis venido aquí? —interrogó abruptamente—. No acostumbramos a tener por compañía gente de vuestra clase.

Sus palabras eran sarcásticas. Pero estaba demasiado cansada para dejar entrever malicia.

—Por deudas —dijo Ámbar.

El día después que Luke, su tía y la sirvienta la abandonaron, Ámbar se había despertado con un fuerte resfriado. Apenas podía hablar, de tan dolorida que tenía la garganta. Paradójicamente, se tranquilizó al saberse enferma. Al menos, no podría hacer nada hasta que se pusiera bien; de estar sana, no habría sabido siquiera imaginar lo que debería hacer. No tenía más ropas que las que vestía, ni un penique en efectivo. Sus únicos efectos negociables eran su anillo de boda, un modesto prendedor de perlas que llevaba en la capa, y un par de perlas en los aros que Bruce había comprado en la feria de Heathstone. Luke había robado todo el resto, incluyendo el brazalete de la reconciliación y el cepillo de dientes con mango de plata que él le había regalado algún tiempo antes.

Mientras estaba en la cama, tosiendo y sonándose, le parecía que le dolían todos los huesos del cuerpo y que habían rellenado su cabeza con algodón. Estaba avergonzada y fastidiada. Se daba cuenta de que había sido una necia, que aquellas gentes habían jugado a su antojo con ella valiéndose de un cuento del tío, sin duda más viejo que el mundo. Con su ingenuidad de aldeana se había dejado prender tan estúpidamente como una chocha. Y no tenía otro motivo de consuelo que el convencimiento de que ellos se habían visto también más o menos chasqueados. Porque estaba cierta de que Luke había creído casarse con una verdadera heredera y que la dejó sólo cuando se descubrió el engaño.

Al tercer día, el vestíbulo exterior se llenó de acreedores, todos exigiendo el pago inmediato de las cuentas. Ella salió envuelta en una manta y les dijo que no tenía dinero y que su esposo había huido llevándoselo todo. Entonces la amenazaron con iniciar una acción judicial. Se había negado a responder, gritándoles que se fueran y la dejaran sola. Aquella mañana —la de su prisión— había llegado el alguacil, ordenándole que se vistiera, pues debía conducirla detenida a Newgate. Su caso no se trataría sino hasta la cuarta sesión —le había dicho el corchete— y luego, si se la encontraba culpable, sería sentenciada a permanecer en la prisión hasta que abonara todo.

—Por deudas —repitió la mujer con aspecto de ama de casa—. Por eso estoy también yo aquí. Mi esposo murió debiendo una libra y seis chelines.

—¡Una libra y seis chelines! —exclamó Ámbar—. ¡Yo debo trescientas noventa y siete libras!

Se sentía casi triunfante por estar en la cárcel a causa de tan elevada suma. Pero ese sentimiento fue prontamente sofocado.

—Entonces —intervino la mujer desaliñada— no saldréis de aquí sino en una caja de madera…

—¿Qué queréis decir? ¡Yo tenía ese dinero! Tenía mucho más que eso… ¡pero mi marido me lo robó todo! ¡Cuando lo capturen, le obligarán a devolverlo! —Trataba de mostrarse confiada, pero estaba medio muerta de miedo. No era el primer rumor que llegaba a sus oídos acerca de la clase de justicia que se administraba en Londres.

Siempre sonriendo, la mujer se levantó trabajosamente y se acercó, aportando con ella un olor que hizo que Ámbar casi vomitara. La analizó en una forma que decía por las claras los celos que experimentaba ante su juventud y belleza, y un compasivo desdén ante su candidez y excesivo optimismo. Tomó asiento a su lado.

—Me llamo Moll Turner. ¿De dónde venís, querida? No estáis desde hace mucho tiempo en Londres, ¿no es cierto?

—¡Estoy aquí desde hace siete meses y medio! —replicó al instante Ámbar; siempre que reconocían su origen lugareño, se sentía tocada en su orgullo—. Vengo de Essex —agregó con más humildad.

—¡Entonces no tienes por qué darte esos aires de gran señorona conmigo, so presumida! Nadie miente aquí necesitando el favor de un amistoso consejo. Y antes de que pase mucho tiempo los necesitarás, te lo aseguro.

—Lo siento mucho. Pero, a decir verdad, señora Turner, estoy en tal atolladero que creo que voy a volverme loca. ¿Qué puedo hacer? ¡Tengo que salir de aquí! ¡Voy a tener un hijo!

—¡Ah! ¿Sí? —no parecía haberse impresionado mucho—. No será el primero que nazca en Newgate, me parece. Mira, querida, no sería extraño que nunca salgas de aquí. De modo que escucha lo que voy a decirte, así te ahorrarás muchos disgustos…

—¡Jamás! —exclamó Ámbar en agonía—. ¡Oh, debo salir! ¡Tengo que salir! ¡No quiero quedarme… no pueden retenerme aquí!

Moll Turner parecía fastidiada e impaciente. Sin hacer caso de las protestas de Ámbar, prosiguió:

—Tienes que pagar gratificación a la mujer del carcelero para que te concedan algunas mercedes, gratificación para que te pongan cadenas más livianas, gratificación si llegas a descomponerte aquí. Y, para que vayas haciéndote una cuenta, comienza por entregarme esos aros…

Ámbar ahogó un grito de terror y retrocedió todo lo que pudo.

—¡No, no os los daré! ¡Son míos! ¿Por qué tendría que dároslos?

—Porque, mi querida, si no lo haces, te los quitará la mujer del carcelero. ¡Oh!, yo te los guardaré honradamente. Dame esos aros. Después de todo, no han de valer más de una libra… —agregó, entornando los párpados críticamente—. Yo te diré en cambio cómo podrás vivir en este lugar. Ya he estado y te aseguro que lo conozco bien. Vamos, dámelos antes que haya molestias…

Ámbar la miró unos instantes con franca desconfianza. Finalmente pensó que sería bueno tener una amiga que conociera aquel extraño lugar. Se quitó los aros y se los entregó a la mujer, que había quedado con la mano extendida. Moll se los metió en el corpiño, en algún rincón de su flaco busto, y se dirigió nuevamente a Ámbar:

—Y ahora, querida, ¿cuánto dinero tienes?

—Ni un ochavo.

—¿Ni una blanca? ¡Dios mío! ¿Y cómo piensas vivir? Newgate no atiende por caridad, puedes estar segura. Tienes que pagar todo cuanto adquieras aquí, y pagarlo muy caro, además.

—Pues no lo pagaré. No tengo dinero.

La serenidad y el tono con que Ámbar afirmó esto, causaron a Moll otro acceso de tos. A duras penas consiguió calmarse, limpiándose después la boca con el antebrazo.

—No me parece que estés lo bastante crecida como para salir de casa sola. ¿Dónde está tu familia…? ¿En Essex? Te aconsejo que escribas pidiendo ayuda.

Ámbar se estremeció al oír esta sugestión; dejó caer defensivamente sus largas pestañas negras.

—No puedo. Quiero decir… no quiero. No quisieron que me casara y…

—¡Vamos, querida! Me parece que conozco bastante bien tu aprieto… Te encuentras sin casa y con un hijo. Te ha dejado tu protector. En Londres nosotros no damos un… Tenemos ya suficientes disgustos para meternos con los asuntos de los vecinos…

—¡Pero yo estoy casada! —protestó Ámbar, determinada a defender su prestigio de mujer respetable, ya que se veía en tales apuros por haber tratado de serlo—. Soy la señora Channell… Ámbar de Channell. ¡Y aquí está mi anillo para probarlo! —Se quitó con presteza el guante para certificarlo y puso la mano debajo de las mismas narices de Moll.

—Sí, sí, ya lo veo… Oh, Señor, no es que me importe que estés casada o seas la… mujer de cuarenta hombres. Yo también lo estuve en días mejores. Ahora me encuentro tan arruinada que ningún hombre daría por mí un alpiste. —Sonrió sin ganas, encogiose de hombros y se quedó mirando el cielo raso; olvidó su promesa y empezó a narrar sus quebrantos—. Así empecé también yo. Él era un capitán del Ejército del rey… un muchacho verdaderamente hermoso cuando lucía su uniforme. Pero mi padre no quería que su hija llevara un mocoso sin nombre a su casa. Por eso me vine a Londres. Aquí una puede ocultar cualquier cosa. Mi hijo murió —tal vez fue mejor así— y nunca más volví a ver a mi capitán. Pero en cambio vi a muchos otros hombres, demasiados. Y también tuve dinero. Una vez un caballero me dio cien libras por una noche. Ahora…

Se interrumpió súbitamente y miró de nuevo a Ámbar; ésta, por su parte, la había estado contemplando horrorizada, juzgando imposible que aquella criatura espantosa, enflaquecida y enferma, hubiese sido un día una joven hermosa y enamorada de un hombre apuesto, justamente como lo estaba ella.

—¿Cuántos años crees tú que tengo? ¿Cincuenta? No, tengo treinta y dos. Y he tenido mis días, eso no puedo negarlo. Me parece que no los cambiaría por nada.

Ámbar empezaba a descomponerse, imaginándose convertida en Moll Turner al cabo de unos años. «¡Dios mío! ¡Dios mío! —reflexionaba su remordimiento—. Justamente lo que tía Sara me dijo. Eso ocurre a las mujeres malas.» En ese momento oyeron una llave en la cerradura; la gran puerta de hierro comenzó a girar pesadamente, crujiendo sobre sus goznes. Moll, poniendo un dedo sobre los labios, susurró:

—Véndele el anillo por lo que ella quiera darte.

Una mujer de unos cincuenta años de edad entró en la celda. Su cabello, casi completamente blanco, era apagado y sin vida, como paja; lo llevaba enroscado y anudado encima de la coronilla. Su vestimenta consistía en una bata sucia, una falda de lana y un delantal rojo. Alrededor de la cintura llevaba una correa de la cual pendían varias llaves de gran tamaño, un par de tijeras, un bolsa de cuero y un vergajo. Este último servía para mantener la disciplina. Traía en la mano una bujía metida en el cuello de una botella. Antes de echar una ojeada adentro, puso la botella sobre un pequeño anaquel.

Detrás de ella entró un gatazo de pelambre rayada en negro y amarillo, que se frotaba contra las pantorrillas de su ama, arqueando el lomo y ronroneando con egoísta fruición. De pronto, el felino echó la vista sobre la gura de Ámbar y se echó sobre ella. Pero Ámbar, lanzando una exclamación, levantó la jaula a la altura de su hombro y propinó un puntapié al gato, mientras la gura revoloteaba espantada, golpeándose contra los barrotes de la jaula.

—Buenos días, señoras —dijo la mujer, y sus despiadados y perspicaces ojillos recorrieron la habitación, deteniéndose particularmente en Ámbar—. Soy Mrs. Cleggat… Mi esposo es el carcelero. Tengo entendido que vosotras sois señoras de respeto y que, naturalmente, no queréis ser confundidas con ladronas, asesinas y parricidas… Me place anunciaros que seréis llevadas a una cámara igual a la de cualquier casa particular, y que allí os proporcionarán distracciones y estaréis en libertad de conversar libremente… todo por una pequeña retribución.

—Ésa es la friega… —comentó Moll, tendida cuan larga era, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas estiradas y abiertas.

—¿Cuánto? —preguntó Ámbar, sin quitar un ojo del gato que, ahora, se había agazapado calmosamente a sus pies, con los ojos brillantes y la cabeza gacha, moviendo incesantemente la cola. Si vendía su anillo de boda, tendría dinero suficiente para comprar sus servicios… y hasta estaba convencida de que saldría en un par de días.

—Dos chelines seis peniques para mudaros de aquí. Seis chelines por el servicio, dos chelines seis peniques semanales por la cama. Dos chelines a la semana por las sábanas. Seis chelines seis peniques para el llavero. Diez chelines seis peniques al despensero de la cuadra, por bujías y carbón. Eso es todo por ahora. Cada una de vosotras se servirá entregarme, pues, una libra y diez chelines. —Como todas se la quedaran mirando y ninguna hablara ni se moviese siquiera, agregó con aspereza—: Vamos, andando. Soy mujer de muchas ocupaciones. Hay otras a quienes atender, ya lo sabéis.

Moll levantó su falda y de un bolsillo cosido en su enagua sacó la suma requerida.

—¡Qué desconsideración! Parece que he robado sólo para mantenerme en la cárcel.

Ámbar miró a las otras, esperando que alguna de ellas hablara. Como ninguna lo hiciera, se quitó el anillo de boda y se lo alargó a Mrs. Cleggat.

—No tengo dinero. ¿Cuánto me dais por este anillo?

La mujer tomó el anillo, lo examinó a la luz de la bujía y dijo:

—Tres libras.

—¡Tres libras! ¡Si he pagado doce por él!

—Aquí los valores son diferentes. —Desató la bolsa de cuero, sacó las monedas, las contó y se las entregó a Ámbar; en seguida metió el anillo en un compartimiento especial de la bolsa—. ¿Estáis conforme?

—Sí —respondió Ámbar. No tenía intención de deshacerse del broche de perlas que Bruce le regaló antes de partir.

Mrs. Cleggat la miró escrutadoramente.

—Haríais mejor en entregarme cuanto tengáis ahora mismo. De lo contrario, podéis estar segura que os será robado en menos de una hora.

Ámbar dudó todavía. A la postre, lanzando un suspiro, procedió a desprender el broche de su capa. La mujer del carcelero le dio seis libras por él y luego se dirigió hacia las otras. La cuáquera se puso de pie y le hizo frente con serenidad no desprovista de entereza; su voz era más bien suave y humilde.

—No tengo dinero, hermana. Cúmplase vuestra voluntad.

—Deberíais mandar a buscar algo, señora. O, de lo contrario, iréis a parar a la mazmorra común que, aunque está mal que yo lo diga, no es lugar conveniente ni para un mandril.

—No importa. Ya me acostumbraré.

Mrs. Cleggat se encogió de hombros y su voz sonó despreciativa e indiferente.

—¡Estos fanáticos! (Un fanático, según la opinión popular, era cualquiera que perteneciera a la Iglesia Católica o Anglicana.) Muy bien, entonces dadme vuestra capa por la entrada y vuestros zapatos por el servicio.

Afuera hacía buen tiempo, pues el invierno todavía tardaría en llegar, pero allí dentro, además de la humedad que entumecía los miembros, se sentía frío. No obstante, la muchacha se despojó de la capa y los zapatos. Ámbar, que se quedó mirando ya a una, ya a otra, exclamó indignada:

—¡Esperad! ¡No os los quitéis! ¡Yo pagaré por vos! ¡Enfermaréis sin abrigo!

Moll le echó una despreciativa mirada.

—¡No seáis necia! ¡Lo que tenéis no alcanzará ni siquiera para vos! —Se había olvidado de tutearla.

Pero la muchacha cuáquera le sonrió amablemente.

—Te lo agradezco, hermana. Eres muy bondadosa, pero no quiero nada. Si caigo enferma, será la voluntad de Dios.

Ámbar la miró perpleja, pero alargó las monedas a la mujer del carcelero.

—Tomad por ella.

—De ningún modo. Si la muchacha se pone cómoda, me servirá de engorro. Guardad el dinero para vos. Se os acabará muy pronto…

Se volvió hacia la dueña de casa, que admitió no tener un centavo consigo. Ámbar miró a Moll para ver si se ofrecía para compartir con aquella pobre su capital, pero ésta miraba al techo, silbando entre dientes.

—Bien, entonces… pagaré por ella.

Esta vez fue aceptado el ofrecimiento; la mujer se lo agradeció efusivamente, prometiendo devolverle el dinero tan pronto como le fuera posible…, lo que al parecer no sería nunca si debía quedarse en la prisión hasta que pagara su deuda. En ese momento entró el hombre que debía cambiar los grillos poniendo otros más livianos. Éstos consistían en brazaletes ajustados a las muñecas y los tobillos, con largas cadenas que se cruzaban. De feo aspecto y rechinando lúgubremente, no eran tan incómodos como los otros.

—Lleva a esa fanática a la sección de los reos comunes —dijo Mrs. Cleggat al hombre, luego que éste terminó su trabajo—. Vosotras venid conmigo, señoras.

En tropel salieron detrás de ella. Primero iba Moll, después Ámbar, sosteniendo en una mano la jaula y, por último, la dueña de casa.

Subiendo por una estrecha y oscura escalera llegaron hasta una habitación grande que tenía las puertas abiertas; sobre éstas se veían clavadas una calavera y dos tibias cruzadas. La mujer del carcelero entró primero, alumbrando con la bujía. Adentro había dos camastros grandes cubiertos con colchones de borra y algunas arrugadas ropas de cama, una mesa, taburetes desvencijados, sillas maltrechas y una chimenea, a los costados de la cual colgaban algunas ollas ennegrecidas, además de vajilla y picheles de estaño. Ciertamente, no había en la pobre y sucia habitación nada que hiciera pensar en los cómodos aposentos que les había descrito Mrs. Cleggat.

—Ésta es —dijo la mujer del carcelero— la sección de las damas.

Ámbar la miró con asombro y rabia, mientras Moll sonreía sin disimulo.

—¡Esto! —exclamó, olvidando su distinguido amaneramiento, y dándose una palmada en la pierna—. Pero vos habíais dicho…

—No os preocupéis jamás por lo que yo diga. Si no os gusta, podéis marcharos a la sección de las detenidas comunes.

Ámbar dio la espalda, profundamente enfadada, y Mrs. Cleggat se apresuró a salir en compañía de Moll, a quien debía conducir a las habitaciones de las señoras criminosas. «¡Oh! —pensaba enfurecida—. ¡Este asqueroso lugar! ¡No quiero quedarme aquí ni un solo día!» Y a grandes pasos comenzó a dar vueltas por la habitación.

—¡Quiero enviar una carta!

—Eso os costará tres chelines.

Ámbar se apresuró a pagarlos.

—¿Somos nosotras las únicas detenidas aquí? —Aún podía oír el incesante murmullo que parecía salir de los mismos muros, pese a no haber visto a nadie.

—Todas las demás están en la cantina. Estamos en vísperas de Navidad.

La carta, escrita por un amanuense, fue enviada al conde de Almsbury; Ámbar confiaba en salir dentro de las veinticuatro horas, gracias a su influencia. Transcurrido este tiempo sin que hubiera novedades, se dijo a sí misma que, puesto que era Navidad, quizá no se encontrara en su morada. Al día siguiente, con toda seguridad, iría a buscarla. Pero tampoco fue así, y los días comenzaron a pasar lenta pero implacablemente, lo que le hizo llegar al convencimiento de que, o no había recibido su carta, o no se interesaba ya por ella.

La sección de las damas era una de las menos frecuentadas de la cárcel. Aun así, ella y el ama de casa, la señora Buxted, tenían que compartir sus ya escasas comodidades con una docena de mujeres. En muchas otras secciones, sin embargo, treinta o cuarenta personas eran metidas en un espacio igual y había más de trescientas detenidas en un lugar que apenas habría podido albergar a menos de la mitad. Era imposible que todas ocuparan las camas al mismo tiempo, y a menudo se veían obligadas a usar la misma vajilla para comer o beber. Las escudillas y cucharas eran limpiadas a la ligera entre las comidas; el agua costaba dinero y había que pagarla, sucia y llena de verdín y otras inmundicias propias de las aguas pantanosas. Esto las obligaba, hasta cierto punto, a gastar su dinero en cerveza o vino.

Toda la prisión estaba sumida en una eterna penumbra; las ventanas, estrechas y hundidas en los espesos muros, daban a los angostos corredores, envueltos en la oscuridad hasta en los días de sol. Los presos llevaban siempre consigo yescas, pedernal y bujías, con los que se alumbraban durante todo el día. Grandes y sucios gatos, y perros muertos de hambre merodeaban por los pasadizos, disputando a las ratas cualquier desperdicio; Ámbar mantenía el ojo avizor sobre su gura. Los olores eran densos y casi palpables, producto de la podredumbre acumulada durante siglos. A veces llegaba hasta ellas un nauseabundo y extraño olor, que luego se supo procedía de la cocina que el verdugo tenía justamente debajo de la sección y donde sometía los despojos de los condenados a muerte a un singular procedimiento. Aún no había transcurrido una hora, cuando Ámbar comenzó a rascarse furiosamente. Pronto cogió una cosa viscosa y blanda que reventó bajo la presión de sus dedos, despidiendo un olor repulsivo y dejando en ellos un rastro de sangre.

A las recién llegadas se les asignó inmediatamente el servicio de doncellas de cámara. A la mañana siguiente, ella y Mrs. Buxted llevaron abajo los recipientes de aguas servidas para vaciarlos en las letrinas. El olor y las emanaciones hicieron que Ámbar estuviera a punto de desmayarse. Desde entonces pagó a otra mujer para que hiciera este servicio en su lugar.

Newgate se consideraba un lugar de reclusión y no de corrección; desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, todas las puertas interiores se abrían y los presos circulaban libremente.

Aquellos que habían sido arrestados por sus creencias religiosas, cumplían servicios de vigilancia y orden dentro de la prisión, procurando al mismo tiempo catequizar a cuantos podían. No faltaban entre los presos los que predicaban la sedición. Cualquiera que tuviese dinero podía ir a la cantina y pasarse el día bebiendo y jugando. Algunos petimetres de buen pasar les ofrecían entretenimientos, secundados por personas de buenas familias, ya que algunos criminales gozaban de gran popularidad. Los visitantes eran admitidos en el vestíbulo, adónde acudían por centenares. Un hombre podía vivir dentro de la prisión con su mujer y sus hijos, algunas veces hasta años enteros. O, si estaba solo y tenía medios, podía escoger cualquiera de entre las mujeres de mala vida que acudían a diario.

El robo era una cosa común y las pendencias se sucedían con frecuencia. La disciplina la mantenían los mismos presos según su real entender y saber. Si alguno enloquecía, era encadenado, pero no se lo aislaba. Los niños nacían allí mismo, pero muy raras veces vivían; la mortandad entre los reclusos era asimismo elevada.

Ámbar se alejó tanto como pudo de la vida activa de la prisión; era el único lugar donde la popularidad no le importaba. No iba a la cantina y, por supuesto, tampoco recibía visitas, de modo que la única circunstancia en que dejaba su alojamiento era el domingo para asistir a los servicios litúrgicos en la capilla situada en el tercer piso. La asistencia era obligatoria.

Casi todas las mujeres de la sección de las concursadas eran víctimas de la desgracia y esperaban abandonar la cárcel en muy breve plazo. Se sentaban a conversar durante horas enteras, soñando con el día en que sus deudas serían saldadas —por el padre, algún hermano o amigo— y podrían, ¡por fin!, salir en libertad. Ámbar las escuchaba pensativa. Ella no tenía quien pagara y, por consiguiente, ningún motivo para esperar su liberación. Aunque obstinadamente creía en ella.

Los recuerdos la asaltaron. Evocaba pesarosa toda su vida pasada en la granja de los Goodegroome. Veníanle a la memoria muchas cosas a las que entonces no diera importancia. Por ejemplo, recordaba las rosas trepadoras que enmarcaban la ventana de su dormitorio, y la deliciosa fragancia que tenían en verano. Asimismo, se le hacían presentes todos y cada uno de los detalles de la casería, de los establos, henares y cobertizos. Recordaba que en los aleros se agrupaban cada mañana bandadas de gorriones que la despertaban con sus chillidos y aleteos. ¡Cuán apetitosas eran las comidas que solía preparar Sara, y cuán limpios eran el suelo de la cocina, la vajilla y demás enseres que en ella había! Suspiraba por un retazo de ese cielo diáfano, por una bocanada de aire puro, por percibir el aroma de las flores y de los bálagos bañados por el rocío de la noche, por oír el trino de los mil pajarillos que a diario visitaban la granja.

Las fiestas en la prisión eran más tristes de cuanto pudo imaginar.

Recordaba la Navidad del año anterior. Había ayudado a Sara a preparar los pasteles rellenos y los potajes de ciruelas. Luego ella y todos sus primos habían vestido sus mejores galas, y todos cuantos vivían y trabajaban en la granja habían gustado la sidra preparada con las frutas recién cosechadas, como era la vieja costumbre.

La víspera de año nuevo derrochó algunas de sus monedas y compró vino del Rhin, con el que obsequió a todas sus compañeras. Éstas propusieron un brindis por el nuevo año. A medianoche comenzaron a tañer todas las campanas de Londres, y Ámbar, hecha un ovillo en su yacija, se deshizo en lágrimas por su espantosa soledad y abandono. Estaba segura de que no sobreviviría un año para volver a oírlas.

Una semana más tarde, Newgate fue conmovido por un acontecimiento de singular importancia: había estallado un motín provocado por una banda de fanáticos religiosos, y durante tres días y sus noches los facciosos hicieron de las suyas por las calles de la ciudad. En nombre de Cristo disparaban sobre cuantos se oponían a su paso. Desde la prisión se escuchaba el toque de rebato de las campanas, los gritos de los revoltosos y el galope de los caballos. Los hombres se reunían en grupos ansiosos, hablando de la matanza y del fuego, y discutiendo los medios de escapar. Las mujeres comenzaron a chillar histéricamente, clamando porque se las dejara en libertad.

Finalmente pudo dominarse a los rebeldes y comenzó la persecución. Muchos cayeron y otros fueron capturados. En pocos días, veinte cabecillas sufrieron pena de garrote o colgaron de las horcas. El resto se envió a Newgate, donde se procedió a descuartizarlos, desollarlos o arrancarles uñas, dientes y dedos. Ocupado como nunca en la cocina, don Carnífice hervía innumerables cabezas en agua salada y cominos. Poco a poco la vida de la prisión fue volviendo a sus antiguos cauces por las rutas normales de la embriaguez, el juego, las riñas, el robo y las enfermedades venéreas.

Cuando se abrió la vista de las causas. Ámbar, Mrs. Buxted, Moll Turner y otras, comparecieron ante los estrados judiciales. Las más —entre ellas Ámbar— fueron declaradas culpables. Ámbar fue condenada a permanecer encerrada hasta que pudiera pagar hasta el último centavo. Había mantenido la esperanza de que se le pusiera en libertad después del juicio, pero al comprobar su error se sintió desmoronada; durante muchos días quedó postrada física y moralmente. Sólo veía en la muerte la terminación de sus sinsabores. Mas, gradualmente, trató e hizo todo lo posible por persuadirse a sí misma de que su situación no era tan desesperada como parecía. Cualquier día aparecería Almsbury y haría que la pusieran en libertad. Eso podría suceder, decíase a sí misma, cuando menos lo esperara. Se le hacía muy difícil creer que Almsbury la hubiese olvidado por completo.

Solía ver a Moll Turner, quien constantemente le pedía que saliera a conversar y mezclarse con las otras. Un día se encontraron y no pudo evitar que se entablara la conversación.

—¡Por Cristo, querida! ¿Dónde os habéis escondido? ¿Acaso pretendéis pudriros en un rincón?

—¡Por supuesto que no! —respondió Ámbar, contrariada—. ¡Quiero salir cuanto antes de este condenado lugar!

Moll rió entre dientes, como acostumbraba. Se acercó a la chimenea y encendió su pipa. Muchos de los presos, tanto hombres como mujeres, fumaban sin cesar; creían que de ese modo lograrían evitarse las enfermedades. Arrojando espesas volutas de humo, se sentó frente a Ámbar, con la mano ostentosamente colocada sobre la pipa.

—¿Veis esto? —en su dedo anular lucía un anillo con un gran diamante—. Se lo quité a esa dama que vino a visitarnos días pasados, Al pasar cerca de nosotros, un pequeño contratiempo estuvo a punto de hacerla caer. Cuando recobró el equilibrio, yo tenía su socaliñero y otro se había adueñado de su explorador.

Moll hablaba a veces una jerga ininteligible, de la que Ámbar conocía escasas palabras. En este caso, socaliñero era el anillo, y el explorador, un reloj.

—¡Oh, querida! Puedo aseguraros que el vestíbulo es un lugar muy adecuado para ciertas cosillas. De seguir así, creo que podré pagar mi libertad dentro de un mes, a lo sumo… —se levantó, dispuesta a retirarse—. Si vos preferís quedaros en un rincón, allá vos. Pero con eso no sacaréis nada.

Convencida a medias por las historias de Moll, Ámbar se atrevió a salir una o dos veces a los pasadizos, pero apenas había avanzado unos cuantos metros, cuando ya estaba de vuelta, corriendo todo lo que daban sus faldas, yendo a protegerse de peligros imaginarios en su aislamiento de la sección de las damas concursadas. Moll se burló también de esto diciéndole que era una necia al no aprovecharse de las ventajas de salir.

—Algunos de esos caballeros son muy ricos. Estoy segura de que en algún tiempo podríais ganaros vuestra libertad. Por supuesto —reconocía— que no será fácil ganar cuatrocientas libras… Además, hay una media docena de perendecas que vienen una vez por semana.

Varias veces le trajo ofrecimiento de parte de algún hombre, pero nunca lo suficiente como para que Ámbar se atreviera a correr la aventura. La condición de Moll era de por sí una seria advertencia. También tenía un miedo loco al contagio de alguno de esos terribles males. Y no obstante, debía hacer algo si quería salir de Newgate… Aprovechar cualquier oportunidad, si no quería que su hijo naciera allí.

A fines de mes su dinero se había reducido a dos libras. Todo cuanto allí había, tenía su precio, y muy subido. Había tenido que pagar su comida, que le llevaban de fuera, pues de lo contrario se habría visto en la necesidad de comer la bazofia que servían en la prisión, su pan enmohecido y su agua pestilente; tenía que pagar también la comida de la señora Buxted, porque de otro modo la pobre mujer se habría muerto de hambre. Cuando una de las presas de la sección le dijo que estaba demasiado delgada para una mujer encinta y que su hijo era quien aprovechaba cuanto ella comía, pensó que no tendría más remedio que vender los aros de Bruce.

Mrs. Cleggat les arrojó una desdeñosa mirada.

—¿Que éstos son aros de oro? ¡Bah! ¡Metal y vidrios de colores! ¡Ni siquiera valen tres blancas! ¿Dónde los comprasteis…? ¿En el mercado de St. Martin?

Las imitaciones baratas se vendían entonces en la parroquia de St. Martin.

Lastimada en lo más íntimo, Ámbar no replicó. Entonces se dio cuenta de que debajo de la capa dorada se veía un metal gris. Sin embargo, estaba contenta de que no le hubiera sido posible venderlos.

Al finalizar la quinta semana de su permanencia en Newgate, Ámbar estaba sentada en uno de los rústicos bancos de la capilla de la prisión. Contemplábase las uñas, ennegrecidas; estaba fastidiada y seriamente preocupada. ¿Qué comería durante el siguiente mes? Durante días enteros había estado tratando de infundirse valor para decir a la señora Buxted que no podría costear por más tiempo sus gastos de alimentación. Pero no había tenido coraje para hacerlo, porque todos los días venía la hija, trayéndole su último vástago para que se lo atendiera. Como era costumbre en ella, Ámbar apenas prestó atención al sermón, que esta vez había durado más de media hora.

De pronto Moll Turner le dio un codazo.

—¡Allí está Black Jack Mallard! —murmuró—. ¡Ha puesto los ojos en ti!

Ámbar miró en la dirección que le indicaba Moll, y vio a un hombre corpulento y de cabellos renegridos que la contemplaba con interés. Éste le sonrió casi fieramente. Contrariada de que la hubieran molestado por tan burdo villano, apartó la vista con disgusto. Moll, también disgustada por su parte, le hizo señas varias veces, pero ella rehusó mirarlo de nuevo.

—¡Al infierno con vuestros aires de gran señorona! —masculló Moll al salir de la capilla— ¿A quién creéis vos que iréis a encontrar en Newgate, prenda? ¿A Su Majestad?

—¿Se puede saber qué le encontráis de bueno a ese hombre? —replicó Ámbar.

El palurdo en cuestión le había parecido muy negro y feo.

—Bien, señora mía, pensad como gustéis. Black Jack Mallard es alguien. Permitidme que os lo diga. Es un salteador.

—¿Un bandolero?

Los bandoleros, lo supo luego, eran la élite del mundo criminal; aquel hombre era el primero que veía de esa profesión. No obstante, recordaba que uno de ellos había sido colgado cerca de Marygreen algunos años antes, como escarmiento para sus colegas. Por mucho tiempo había quedado allí, hecho un despojo de huesos y cadenas que castañeteaban siniestramente cuando soplaba el viento. En las noches de tormenta, los aldeanos lo evitaban, así tuvieran que correr peligros mucho mayores al cruzar los campos incultos.

—Sí, un bandolero, y uno de los mejores. Ha escapado de aquí más de tres veces.

Ámbar abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Escapado de aquí! ¿Y cómo?

—Preguntádselo vos misma —replicó Moll, dejándola en la puerta.

Todavía no repuesta de la impresión, Ámbar entró en su refugio. «¡Aquélla era la oportunidad que había estado esperando! Si había escapado otras veces, ahora también lo haría… y tal vez muy pronto. Y cuando lo hiciera…» Se sentía animada y llena de optimismo. De pronto, todas sus esperanzas se derrumbaron. «¡Oh, cómo estoy! ¡Parezco un sapo hinchado y además apesto, cubierta de podredumbre y roña como estoy! ¡Ni el mismísimo demonio querría ahora pasar el tiempo conmigo!» Su aspecto había sufrido tristes alteraciones durante las últimas cinco semanas. Al cabo del séptimo mes de embarazo, no podía ya abrochar su corsé; las otrora pomposas guarniciones se habían ajado, y su camisa tenía un sospechoso color gris. Su vestido estaba descolorido en las axilas, manchado de comida, y la falda se había acortado unas pulgadas en la parte delantera. Hacía tiempo que había arrojado sus medias de seda, completamente rotas, y sin talones y sin punteras. Ni siquiera se había mirado en un espejo desde que estaba allí, ni mucho menos cambiado de ropa. Aunque se restregaba los dientes con vina punta de la camisa, podía sentir una áspera película cuando pasaba por ellos la punta de la lengua. Su rostro se veía igualmente sucio y marchito. Él cabello, por el cual no pasaba peine ni cepillo desde hacía mucho, caía flojo y apagado sobre sus hombros.

Con la pena reflejada en el semblante, Ámbar pasó las manos por su cuerpo. Tenía el convencimiento de que éste le serviría en un caso dado, y ello le permitió una vez más esperar confiada. «Esto está muy oscuro —se dijo—. No podrá verme muy bien. Y tal vez yo pueda hacer algo, tal vez pueda conseguir tener mejor aspecto.» Decidió, pues, mejorar su apariencia. En seguida bajaría a la cantina, en la esperanza de encontrarlo allí. Desgraciadamente, esto le costaría el último chelín y medio que le quedaba.

Se estaba limpiando los dientes con un poco de sal y un pedazo de su camisa —empleando para ello cerveza, que luego escupía en la chimenea—, cuando un hombre apareció en la puerta y le anunció que Black Jack la esperaba en la cantina. Ámbar se volvió con un pequeño grito.

—¿A mí?

—A vos.

—¡Oh, Dios mío! ¡Todavía no estoy lista! ¡Esperad un momento!

No sabiendo qué hacer, empezó a alisar su vestido y a frotarse la cara con las manos, en la esperanza de que así haría desaparecer algo de la suciedad.

—Se me ha pagado para conduciros abajo, señora, pero no para aguardar. Vamos, venid conmigo —hizo un ademán y se dispuso a salir.

Ámbar se detuvo sólo lo preciso para abrir un poco el escote de su camisa y murmurar rápidamente en el oído de la señora Buxted:

—¡Cuidad mi animalito! —y remangando sus faldas siguió apresuradamente al individuo.

Su corazón latía como si la llevaran para ser presentada en la Corte.