Capítulo XVII

Carlos II se casó con la infanta Catalina de Portugal dos años después de la Restauración.

Había sido persuadido por Carlos Estuardo con la ayuda del canciller Hyde —luego conde de Clarendon— muy poco después de su regreso. La demora de la ceremonia se debía a una maniobra política destinada a exigir una elevada dote a la desesperada y pequeña Portugal; ésta acababa de liberarse del yugo de España y todavía estaba insegura. Portugal hubo de pagar un subido precio por casarse con el poderío marítimo de Inglaterra; trescientas mil libras, derecho de libre tránsito por las colonias portuguesas y cesión de dos de sus más preciadas posesiones: Tánger y Bombay.

El conde de Sandwich había sido enviado a Portugal con una flota para escoltar a la princesa hasta Inglaterra. Carlos II no había podido salir de Londres hasta después de la clausura del Parlamento, lo cual tuvo lugar varios días después de la llegada de la infanta a Portsmouth. Tan pronto como estuvo en libertad, corrió a su encuentro. Hizo todo el viaje de noche. Llegó al día siguiente por la tarde y se dirigió a sus habitaciones para cambiarse de ropa.

Carlos Estuardo estaba arrellanado muellemente, mientras su barbero lo afeitaba, moviéndose diligentemente de un lado al otro. Los ojos del rey mostraban negros círculos alrededor. El soberano parecía contento, vigilante y un poco divertido. La habitación estaba llena de cortesanos y él sabía que el mismo pensamiento estaba en todas las mentes.

Preguntábanse qué clase de esposa sería, en qué forma afectaría este matrimonio la situación de cada uno de ellos y si realmente, como había dicho muchas veces, no mantendría más amantes una vez que se hubiese casado. Él, por su parte, se sentía alegre de estar lejos de Londres y de la melancólica Bárbara. Esta se había portado terriblemente durante las últimas semanas y no dejó de decir a todos sus conocidos que daría a luz su segundo hijo en Hampton Court, donde el rey pasaría su luna de miel.

Carlos Estuardo miró a Buckingham, parado cerca de allí. Acariciaba la cabeza de un pequeño perro de aguas. Buckingham había llegado antes a Portsmouth y visitado a la infanta.

—¿Y bien?

—Muy bien —respondió el duque.

Rió Carlos Estuardo.

—Me parece que estáis celoso, milord.

La mujer del duque era una mujer desprovista de atractivos, pequeña y regordeta, con ojos sanguinolentos y escrofulosos y nariz grande y respingona. Cuando el barbero terminó su trabajo, el rey se levantó y procedió a vestirse.

—Por el honor nacional espero no sucumbir esta noche de consunción. En las pasadas treinta y cuatro horas no he tenido dos de descanso, y mucho me temo que el sueño haga fracasar la cosa.

Una vez que hubo terminado de vestirse se caló el sombrero y salió apresuradamente de la habitación. Un par de perros de aguas corrían juguetonamente por entre sus altas piernas; más atrás seguíale un grupo de cortesanos. La infanta, según se le había dicho, había cogido un constipado y por ese motivo guardaba cama. Allí fue donde él la encontró, sentada y apoyada sobre innúmeras almohadas de blanca seda bordada con las armas de los Estuardo. Llevaba un salto de cama de raso rosado, de largas y anchas mangas ajustadas en las muñecas. El rey se detuvo en el umbral, haciendo un profundo saludo. Vio que la infanta lo miraba con recelo y cierto temor; sus dedos retorcían nerviosamente el cobertor.

La rodeaban todas sus azafatas, dos o tres de las cuales se acercaron y la cubrieron, cual si quisieran escudarla de algún peligro. Había también media docena de frailes tonsurados, con las cabezas bajas. Observaban la escena con humildad no exenta de prevención. Allí estaban también las condesas de Penalva y Ponteval, dueñas de Su Majestad, dos antiguallas feas, enjutas y puntillosas. Las seis doncellas de honor eran jóvenes, pero sin gracia ni atractivo para los ojos de un inglés. En vez de los vestidos generosamente escotados que allí se usaban, todas ellas llevaban, sin excepción, corpiños altos y guardainfantes viejos y pasados de moda que no se veían en Inglaterra desde hacía treinta años, por lo menos. Si tenían senos, no se podía decir; todo era tieso y liso en ellas. Las faldas caían de la cintura a los pies con la misma simplicidad que si hubieran sido sábanas negras arrolladas sin donaire, y crujientes cuando caminaban.

En cuanto el rey se detuvo en el umbral, todos sus caballeros se agruparon en torno, atisbando por encima de sus hombros. Adentro, las mujeres quedaron sin movimiento, esperando con sobresalto. La etiqueta portuguesa era tan rígida como las ropas, y las doncellas —que rara vez veían hombres que no fueran de su propia familia— consideraban al otro sexo con suspicacia y desconfianza. Ya habían provocado molestias sin cuento al negarse a dormir en camas antes ocupadas por hombres. A la sola vista de una de esas demoníacas criaturas se cubrían los rostros y huían, asustadas y sollozantes. Ahora, vedada la huida, se quedaron allí formando un sólido grupo defensivo. Se veía que las dominaba la nerviosidad y que estaban a punto de enfermar. Se hubieran desmayado sin remedio si hubiesen sabido lo que aquellos caballeros pensaban de ellas.

El rostro de Su Majestad no se alteró lo más mínimo. Avanzó y tomó la mano de Su Graciosa Majestad y le estampó un beso.

—Mis más rendidas disculpas, señora —dijo en español, porque ella no sabía inglés—. Asuntos de Estado me retuvieron anoche hasta muy tarde. Espero que os hayan brindado todas las comodidades.

Se incorporó y la miró detenidamente.

Catalina tenía veintitrés años, pero sólo aparentaba dieciocho. Su cabello era hermoso, un río de ondulado y brillante pelo castaño; sus ojos, también castaños, grandes y brillantes, reflejaban cierta ansiedad mientras miraban a su dueño y señor. Parecían implorar bondad y pedir disculpas por sus omisiones. Su cutis era quizá demasiado pálido y sus dientes algo salientes. Carlos Estuardo sabía que no medía cinco pies de estatura.

«Sin embargo —pensaba—, no está mal para ser una princesa.»

Catalina había sido educada en un convento. Allí bordaba, rezaba y cantaba himnos religiosos, aguardando que su madre le encontrara un esposo. Cuando por fin lo halló, ya estaba ella más allá de la edad en que la mayoría de las princesas se casaban, y todavía no sabía un ápice acerca de los hombres. Permanecía tan ignorante de sus naturalezas como si hubieran sido seres de otra especie. Había esperado amar a su esposo, porque el deber de una mujer era ése; pero ahora, al mirar al rey Carlos se dio cuenta de que ya estaba enamorada de él. Todo él parecía maravilloso: su morena piel, la gracia poderosa de su cuerpo, el suave y gentil tono de su voz, que recorría su cuerpo hinchándola de una sensación desconocida que provocaba ecos de temor en su corazón.

Al día siguiente se celebraron las nupcias, primero en una secreta ceremonia religiosa que tuvo lugar en su cámara privada, y luego, por la tarde, de acuerdo con los ritos de la Iglesia de Inglaterra. Pocos días después partieron para Hampton Court. Y pese a las habladurías de que el rey se había visto chasqueado en su matrimonio y que por esa razón había decidido recibir de nuevo a Bárbara Palmer, el rey y la reina parecían perfectamente felices y contentos. Es más, demostraban amarse mucho, aun cuando su matrimonio se había llevado a cabo sólo por conveniencias políticas.

Pero si Catalina estaba contenta, había otras personas de su séquito que no lo estaban.

La condesa de Penalva, una virgen achacosa y miope, se encontró en conflicto con Inglaterra desde el momento en que puso los pies en ella. Era muy diferente de Portugal para ser cosa buena. Las mujeres —decidió inmediatamente— eran desenfrenadas y descocadas, y los hombres sin escrúpulos e indecorosos.

Tomó a su cargo la empresa de prevenir contra ellos a la pequeña e ingenua reina.

—La Corte de Inglaterra —sentenció— tendrá que renovarse antes que Vuestra Majestad ingrese en ella.

Catalina no se cansaba de admirar sus espléndidos departamentos, tapizados con terciopelo carmesí y plata. En ese momento estaba examinando el macizo tocador con espejo de marco de oro puro batido. La miró con sorpresa, pero con una sonrisa feliz.

—¡Vaya! Tal vez sea así. No sé las condiciones que allí imperan, pero no tengo duda que Su Majestad hará todos los cambios que yo le pida… ¡Es tan bondadoso conmigo!

Sus pardos ojos se dirigieron a las ventanas, mirando la verde pradera, los macizos de flores, los árboles estupendos. Soñadora y reflexiva, pensó que todo no gustaba a la Penalva. ¿Era posible?

—¡Vuestra Majestad no me comprende! No estaba hablando yo de los muebles de palacio, aunque positivamente no hay nada más bárbaro a este respecto… —se apresuró a agregar, porque tampoco le caía en gracia el gusto inglés—. Hablaba de la moral y el decoro de los cortesanos, incluyendo a las damas.

—¡Caramba! ¿Qué ocurre con ellos?

—¿No se ha dado cuenta Vuestra Majestad de cómo visten esas mujeres? Casi todas ellas andan medio desnudas de la mañana a la noche.

—Bueno —admitió la reina con cierta renuncia; le repugnaba mostrarse desleal hacia su esposo y su nueva patria—; lo que ocurre es que son diferentes… a lo que acostumbrábamos a ver en casa.

—¡Diferentes! ¡Querida, indecente querréis decir! Ninguna mujer de intenciones limpias se mostraría ante los hombres como lo hacen esas criaturas. Majestad, tenéis una gran oportunidad de ganaros la gratitud eterna de Inglaterra reformando su Corte.

—No sabría cómo empezar. Tal vez ellos no quieran que una extraña…

—¡Eso no tiene sentido, Majestad! ¿Qué importa que a ellos no les agrade? ¡Vos no sois súbdito de ellos! Por el contrario, es a vos a quien deben respeto y acatamiento, y así deben comprenderlo… u os convertiréis en un objeto desprovisto de importancia dentro de esta sociedad corrompida.

Catalina sonrió amablemente. Pensó que la pobre y vieja dama manifestaba tan excesiva preocupación por su felicidad que todo lo veía malo y diabólico.

—Creo que juzgáis demasiado severamente, milady. Todos los cortesanos son personas muy amables y gentiles, y me parece que también son buenos.

—Desgraciadamente, Majestad, así no está formado el mundo. Lo bueno nunca es ostentoso, y esas criaturas lo son. Vamos, Majestad, debéis escuchar los consejos de una anciana que ha vivido y ha visto mucho. ¡Depender de vuestra propia Corte! Es preciso mandar, no obedecer; de otro modo, os dejará sola quien se tome la tarea de gobernarlos. El cielo sabe que en un lugar abandonado como éste tal cosa no sería prudente. Empezad, Majestad, por rechazar esos absurdos vestidos ingleses con que Su Majestad el rey os ha obsequiado. Tornad a vuestras viejas costumbres, y los otros se verán obligados a seguiros.

Catalina bajó la vista y miró consternada su traje de tafetán azul y rosa. Tenía amplia falda, abultadas mangas y un escote, indudablemente más recatado que el que usaban las damas de la Corte. Mas no dejaba de ser atrevido, pensaba ella. Sabía que así ataviada se veía más bonita, como nunca lo estuviera antes.

—Pero —pretextó débilmente—… me gusta.

—No os sienta, querida, como las ropas que acostumbrabais llevar en nuestra patria. Volved a vuestros guardainfantes, o esos ingleses creerán que ya os han convertido a sus costumbres. Pertenecen a una raza de hombres arrogantes y tendrán escasa piedad o respeto por aquellos a quienes hayan podido domesticar fácilmente. Y algo más, Majestad…, no aprendáis el idioma. Dejad que ellos os hablen en el vuestro…

Catalina había seguido los consejos de la vieja dama toda su vida, considerando que no la guiaba más interés que el de su felicidad y el afecto que le profesaba. Escuchó, pues, la voz de la experiencia y esa noche apareció en el banquete con su verdugado de seda negra. Echó a Carlos una rápida y ansiosa mirada, para ver si aprobaba o no el cambio. El rostro de él apareció inalterable. No hizo sino sonreír cortésmente, ofreciéndole al mismo tiempo su brazo.

La luna de miel fue celebrada con regocijo. Organizáronse entretenimientos en los cuales participó el pueblo. Hubo banquetes, bailes, riñas de gallos, paseos campestres, excursiones por el canal en las lujosas embarcaciones reales, comedias y otras representaciones teatrales ofrecidas por actores que arribaron de Londres. Las grandes escalinatas, la interminable sucesión de habitaciones y galerías estaban atiborradas todo el día de una varia multitud. Hombres y mujeres costosamente trajeados de terciopelo ciruela, raso azul y brocado de oro, iban y venían por los salones conversando animadamente, vagaban bajo la fresca umbría de los arriates plantados de ojaranzos o se dejaban conducir perezosamente en hermosas barcazas por el río. Y el sonido de sus voces llamándose unos a otros, riendo y conversando sin tregua, llegaba a los oídos de Catalina, ya estuviese con ellos, ya se hallara en sus estancias, como sucedía más a menudo, rezando o platicando con sus doncellas de honor y los frailes. Le agradaba escuchar la garrulería de los cortesanos. Sentíase encogida y solitaria cuando se hallaba entre ellos, más a distancia tenía la impresión de formar parte de su mundo, picante, atolondrado y placentero.

Lejos estaba de adivinar lo que esas gentes pensaban de ella.

—Es fea como un murciélago —se decían unos a otros tras la primera ojeada, y con gran satisfacción magnificaban sus defectos porque no se vestía a la inglesa.

La criticaban incluso cuando se encontraban en su presencia; las mujeres murmuraban detrás de sus abanicos aun hallándose en su propia cámara. Sabían que no entendía ni una palabra de inglés. Y si por casualidad la reina miraba directamente a una de ellas y le sonreía, ésta componía el semblante y sonreía a su vez, haciendo una leve cortesía, sin olvidarse de tocar con el codo a la dama que estaba a su lado.

—¡Vaya! ¡Tiene todo el humilde aspecto de un perro con el dogal al cuello!

—¡Me condenaría yo mismo si fuera tan ciego como para admirar a una mujer con esa piel de pergamino! ¿Por qué diablos no se pondrá un poco de polvos y colorete?

—¡Cielos, milord! ¡Ese monstruo que la guarda no lo permitiría! Se dice que esa vieja bruja piensa que somos una manada de infieles y que aconseja a Su Majestad que cuide de no contaminarse.

—¡Mirad cómo contempla al rey con esos ojos de cordero enfermo! ¡Uf! ¡Me repugna ver a una mujer que chochea con su esposo… y en público y a la luz del día!

—Digo que Su Majestad demuestra su temple y su sangre al tolerar de tal modo a esa pacata.

—Espero que no tenga que soportarla por mucho tiempo, pues la Castlemaine estará aquí dentro de una quincena y… entonces veremos.

Bárbara Palmer había sido distinguida con el título de condesa de Castlemaine, seis meses atrás.

—Se dice por ahí que el rey le prometió nombrarla doncella de honor de la reina cuando se casara…

—¡Y ella dice que lo hará! ¡Sabrá por qué!

Muchos de ellos detestaban a Bárbara por su aire insolente y sus modales descorteses; las mujeres sentían celos y cierta envidia. Sin embargo, era una de ellos y todos se unieron en su favor contra la advenediza que pretendía menospreciarlos con su modestia y reticencia, su terca adhesión a las viejas costumbres de su país y su inquebrantable devoción a su Iglesia. Pero no eran solamente los frívolos y cínicos los ofendidos por Catalina. Afirmábase que desde un principio había demostrado cierta predilección por el canciller Clarendon, víctima de la enemistad de los más ambiciosos, capaces e influyentes hombres de la Corte Catalina nada sabía de estos rumores. Y a despecho de las repetidas prevenciones de la Penalva, ella demostraba deferencia a sus súbditos. Sólo veía mujeres bonitas ataviadas con hermosas prendas, de dorados cabellos brillantes y aspecto feliz —mujeres a las que envidiaba, aunque en su fuero interno estaba convencida de que era demasiado tímida para imitarlas—, y hombres de suaves maneras que saludaban llevándose la mano al corazón y se quitaban ceremoniosamente el sombrero cuando la veían, aunque sus impenetrables rostros nada decían de lo que pensaban. Todavía se sentía un poco temerosa de Inglaterra, pero amaba mucho a su esposo y, en su deseo de agradarle, trataba de ocultar su desasosiego y creía que era bien recibida por todos.

Una noche en que se estaba desvistiendo para meterse en cama, lady Suffolk, tía de lady Castlemaine y la única dama inglesa a su servicio, le alargó una hoja de papel en la cual se leía una lista de nombres.

—Estos son los nombres propuestos para las damas de honor de Vuestra Majestad —dijo—. ¿Tendría Vuestra Majestad la amabilidad de firmar?

Catalina, envuelta en un salto de cama de blanca seda, tomó el papel y lo puso sobre una mesa; luego alzó una pluma y la mojó en el tintero. Ya se inclinaba para firmar cuando apareció sobre su hombro la torva faz de la Penalva.

—¡No firméis sin leerlo, Majestad! —aconsejó.

Catalina le dirigió una mirada de sumisa cortedad. Pensaba que si el rey en persona había escogido a esas damas para que la asistieran, no tenía más remedio que aceptarlas. Pero ya su vieja dueña estaba susurrando cerca de su oído:

—… señora Price, señora Well. Ama de las doncellas: Bridget Saunderson. Damas de honor: lady Castlemaine… —al pronunciar este nombre, su voz se hizo audiblemente clara, aguda e indignada, y se volvió hacia Catalina.

Entonces supo la reina lo que ese nombre significaba. Antes de emprender su viaje a Inglaterra, su madre —que ya le había dado algunos consejos acerca de las formas de llegar a ser feliz, tanto en su carácter de esposa como de reina—, le había prevenido que no admitiera nunca en su presencia a lady Castlemaine. Era, habíale dicho la reina viuda, una buena pieza a quien el rey había demostrado deplorable bondad durante los días de su soltería.

—¡Cómo! —exclamó Catalina horrorizada. Miró el impávido semblante de lady Suffolk, pero sin esperar que ésta dijera nada, se volvió de espaldas y murmuró—: ¿Qué debo hacer? —e hizo como que estudiaba la lista.

—¡Borrar el nombre de esa infame! ¡Eso es lo que hay que hacer! —con presteza la Penalva tomó la pluma que Su Majestad había dejado caer, la metió en el tintero y se la alargó—. ¡Borradlo, Majestad!

Catalina dudó todavía, pero luego, resueltamente, cruzó con una raya negra el nombre de Castlemaine. Siguió tachando hasta que lo borró por completo. Le parecía que al hacerlo anulaba para siempre el peligro que se cernía sobre su felicidad. Entonces se volvió hacia su intérprete y le dijo:

—Decid a lady Suffolk que devolveré la lista mañana.

Media hora más tarde llegó Carlos Estuardo y la encontró, como siempre, arrodillada ante un pequeño altar levantado cerca del amplio lecho matrimonial. Esperó pacientemente, pero ya sus ojos habían visto la hoja de papel con el nombre borrado. No dijo nada, y cuando ella concluyó sus oraciones y le sonrió, cruzó la habitación para ayudarla a ponerse de pie. Al ir a besarla sintió que se ponía rígida, a la defensiva.

Conversaron amigablemente algunos momentos, hablando de la comedia que habían visto aquella noche —una representación de Bartolomé Fair en la que tomaba parte la compañía del rey—, pero en todo ese tiempo Catalina se preguntaba cómo abordaría el tema, deseando que él dijera algo primero. Por último, en su desesperación, en el preciso instante en que él se levantaba para dirigirse a su cuarto de vestir, prorrumpió, tartamudeando:

—¡Oh…, Carlos! Iba a decirte algo… antes que me olvide de ello. Lady Suffolk me dio esta noche una lista… está allá —tragó saliva y lanzó un suspiro—. He tachado un nombre. Estoy segura de que sabes cuál —agregó rápidamente, con un ligero tono de reproche.

La Penalva le había aconsejado que tratara el asunto a fondo y rápidamente, dándole a entender que lo sabía todo. De ese modo, le dijo, no volvería a ser tratada así.

Carlos Estuardo se detuvo, mirándola negligentemente por encima del hombro. En ese preciso instante pasaba cerca de la mesa donde estaba la lista. Volvióse impasible hacia ella.

—¿Tienes algo que objetar acerca de una dama a quien nunca has visto?

—Lo sé todo.

El rey se encogió ligeramente de hombros y se atusó su fino bigote. Una despreocupada sonrisa le suavizó el rostro.

—Habladurías —dijo—. ¡Cómo le gusta murmurar a la gente!

—¡Habladurías! —repitió ella, impresionada al ver cuán burdamente habían tratado de sorprenderla—. ¡No son precisamente habladurías! Ya mi madre me lo dijo…

—Siento, querida, que mis asuntos personales sean conocidos tan lejos. Y ya que parece que estás tan bien aconsejada acerca de mis asuntos, espero que me creas si te digo que eso es ya cosa del pasado. No he visto a esa mujer desde que se efectuó nuestro matrimonio, y tengo el propósito de cortar definitivamente esas relaciones. Sólo te ruego que la aceptes, porque de otro modo tendría que sufrir los vejámenes de que la harían objeto algunas personas de la Corte al saber que… Esas personas son amigas suyas desde hace muy poco tiempo.

—No te comprendo, Carlos. ¿Qué otra cosa merece una mujer de esa clase? ¡Vaya! No ha sido otra cosa que tu… ¡tu concubina!

—Siempre ha sido mi opinión, madame, que las amantes de los reyes son tan honorables como las esposas de otros hombres. No te pido que seas su amiga, Catalina, ni que la tengas a tu lado… Sólo que se le permita llevar el título. Ello le permitiría afrontar el temporal que se le avecina, haciéndole más halagüeña la vida… y eso apenas si te ofendería, querida.

Sonrió, tratando de convencerla, pero, sin duda, se sorprendió de su empecinamiento. Nunca había sospechado que la apacible criatura tuviera tanto espíritu.

—Lo siento, Carlos, pero me veo en la necesidad de no aceptar. Me sentiría halagada de hacer algo en tu servicio… pero eso, no. Por favor, trata de comprender lo que ello significaría para mí.

Una semana más tarde, con el pretexto de salir de caza, fue a ver a Bárbara en la hacienda del tío de ella. Apenas la Castlemaine llegó, le envió un carta humilde, desesperanzada e implorante, la cual le impresionó mucho menos que el perfume que llevaba, ese pesado olor almizclado que siempre parecía rodearla de uno aura.

Sin respiración a causa de haber bajado corriendo, Bárbara recibió al rey apenas éste entró en la gran galería que conducía a las habitaciones interiores del castillo. Los muros de éstas estaban atestados de cabezas de ciervos, antiguas armaduras y panoplias con armas de toda clase. La miró él y vio una mujer mucho más hermosa que otra que recordaba —su memoria era flaca para tales cosas—, de brillantes ojos y rojizo cabello que se ensortijaba sobre la frente. Vestía toda de seda roja.

—¡Majestad!

Bárbara hizo una profunda reverencia, inclinando la cabeza con donosura. Sus ojos se cerraron y exhaló un pequeño suspiro cuando él se inclinó y la besó en la mejilla. Luego lo tomó de un brazo y lo condujo a las habitaciones principales, situadas en el primer piso. Subieron la escalera.

—Tienes muy buen aspecto —dijo él, haciéndose el desentendido de sus esfuerzos por agradarle—. Espero que tu confinamiento no te haya causado dificultades.

Ella rió alegremente al mismo tiempo que presionaba su brazo. Estaba tan amable y cariñosa como en los primeros tiempos que se conocieron, antes de la Restauración.

—¡Dificultades! ¡Cielos! ¡Vuestra Majestad sabe cómo afronto esas cosas! ¡Prefiero tener un hijo y no calenturas intermitentes! ¡Oh, pero esperad a verlo! ¡Es muy hermoso… y todos dicen que es vuestro vivo retrato!

No habían dicho lo mismo cuando nació su primer hijo.

En la capilla aguardaba el obispo, en compañía de lord Oxford, lady Suffolk y el niño. Cuando terminó la ceremonia del bautizo, Carlos admiró a su hijo y lo tomó en sus brazos con aire de saber exactamente lo que estaba haciendo. Mas al poco rato la criatura comenzó a llorar y la enviaron a la nodriza. Los demás entraron en un salón donde se había dispuesto una mesa con vinos, pastelería y confituras.

Bárbara se ingenió de modo que logró apartarlo, con el pretexto de mostrarle un sector de los jardines.

Una vez allí, dejó el tema de las rosas en floración y demás frutas por el estilo.

—Y ahora que estáis casado —dijo tristemente, mirándolo con ojos tiernos y afectuosos— ¿qué será de mí? He oído decir que os habéis enamorado de ella.

Carlos Estuardo contempló mudamente el nacarino y bello semblante, el busto estatuario y la breve cintura. Captó el lascivo perfume que llevaba, y sus ojos se oscurecieron. Prácticamente voluptuoso como era, Carlos había deseado largamente una mujer cuyos sentidos pudiera él despertar, al mismo tiempo que ella despertaba los suyos. Catalina lo amaba, mas él estaba descubriendo su candidez y comenzó a incomodarlo una instintiva reserva.

Aspiró, y todo él pareció concentrarse sobre un propósito.

—Soy muy feliz, gracias.

Una sonrisa levemente sarcástica cruzó el semblante de ella.

—Por vuestro bien me alegro que así sea —suspiró otra vez y miró pensativamente por la ventana—. ¡Oh, no podéis imaginaros qué desastroso período soporté en Londres después que os marchasteis! ¡Hasta los porteros y los galopines me insultaban! Si no hubierais prometido hacerme dama de honor… ¡Señor!, no sé lo que habría sido de mí…

Un relámpago de fastidio cruzó por el semblante de él. Era lo que había estado esperando y temiendo. Por supuesto, su tío no podía haberle referido la historia completa.

—Estoy seguro que exageras, Bárbara. Creo que te irá bien, después de todo.

Ella se volvió rápidamente, con los ojos ligeramente entrecerrados y suspicaces.

—¿Qué queréis decir con vuestro «después de todo»?

—Es una desgracia, pero el hecho es que mi mujer ha borrado tu nombre de la lista. Dice que no te quiere como dama de honor.

—¡Que no me quiere! ¡Qué absurdo! ¿Y por qué no me quiere, vamos a ver? ¡Me parece que mi familia es bastante honorable! ¿Y qué daño puedo hacerle ahora?

—Ninguno —dijo él, definitivamente—. Resulta que ella no te quiere, eso es todo. No comprende nuestros modos de vida aquí, en Inglaterra. Le dije que yo podría…

Bárbara lo miró despavorida.

—¡Habréis dicho que no tenía ninguna necesidad de tenerme! —concluyó horrorizada—. ¡Dios mío! ¿Cómo pudisteis hacer eso? —las lágrimas se habían agolpado en sus ojos y, a despecho de las señas que le hacía lady Suffolk, fue alzando la voz acometida de una especie de ataque de histeria—. ¿Cómo pudisteis hacer eso a una mujer que sacrificó su reputación, se vio abandonada por el marido y sometida al escarnio público… por daros felicidad? ¡Oh!… —apoyó la frente contra la ventana y se llevó a la boca un puño crispado. En un profundo sollozo desahogó toda su emoción—. ¡Oh, por qué no morí cuando nació el niño! ¡No hubiera deseado vivir, de saber que se me haría esto!

Carlos Estuardo estaba más fastidiado que conmovido por la escena. Todo lo que él quería era que la cosa se solucionase de un modo u otro… Ganara Bárbara o Catalina, le daba lo mismo. Claro que algo tenía que decirse por ambos lados, pensaba, pero una mujer nunca veía más allá de sus narices.

—Muy bien —dijo—; le hablaré de nuevo.

Pero no fue personalmente; envió al canciller a que cumpliera esta delicada misión en su lugar. El anciano caballero protestó vehementemente. Consideraba que la Castlemaine todavía recibiría un favor si se la enviaba al exilio del otro lado del océano. Clarendon salió de la entrevista con la faz arrebolada y moviendo la cabeza. Carlos II lo esperaba en su laboratorio y allí fue donde se dirigió… Mientras el regordete hombrecillo recorría lentamente las galerías, lo acompañó un cortejo de sonrisas bobas y murmuraciones. El entredicho entre Sus Majestades estaba siendo motivo de regocijo en toda la Corte.

—¿Y bien? —dijo el rey, levantándose de la mesa donde había estado escribiendo a Minette, convertida ahora en duquesa de Orleans y tercera dama de la Corte de Francia.

—Rehúsa, Majestad —el viejo estadista se sentó, olvidándose del ceremonial; estaba desanimado y le dolían los pies—. Para una mujer que parece humilde y dócil… —Limpió de nuevo su sudoroso rostro.

—¿Y qué dijisteis? ¿Le habréis dicho que…?

—Le dije todo. Le dije que Vuestra Majestad no tendría más vinculación con esa señora… ni lo intentaría. Le dije que Vuestra Majestad profesaba a ella, la reina, la más grande afección, y que sería buen esposo si ella aceptaba hacer esto en su servicio. ¡Oh, por favor, os suplico, Majestad, que no me enviéis de nuevo! No tengo carácter para estas cosas… Además, sabéis mi opinión…

—¡No me importa cuál pueda ser vuestra opinión! —respondió el rey acerbamente; siempre había escuchado con una indolente y sumisa paciencia todo lo que tenía que decirle acerca de su moral, su conducta y otras cosas por el estilo—. ¿Cuál era su actitud cuando la dejasteis?

—¿Se deshacía en lágrimas. A estas horas debe de estar completamente disuelta.

Carlos Estuardo fue esa noche a la habitación de su esposa; había tomado una determinación firmísima. Su madre había sido autoritaria; inconscientemente había escogido amantes autoritarias, pero en su casa no tenía la menor intención de ser un bragazas. Ahora estaba menos interesado en el destino de Bárbara Palmer, que decidido a que no fuera ella, la reina, quien adoptara las decisiones. Catalina lo acogió con aire desafiante. Una hora antes se habían sonreído políticamente escuchando un coro de eunucos italianos.

Carlos II la saludó haciendo la acostumbrada inclinación.

Madame, espero que estéis preparada para ser razonable.

—Lo estoy, Sire…, si lo estáis vos.

—Os pedí este favor, Catalina, como una cosa especial. Si vos lo queréis será, os lo prometo, la última cosa difícil que os pida.

—¡Pero eso que pedís es, precisamente, la cosa más difícil que un hombre puede pedir a su esposa! ¡No puedo hacerlo! ¡No quiero hacerlo! —sorpresivamente golpeó el piso con el pie y exclamó en un rapto de apasionamiento que lo dejó sorprendido—: ¡Y si volvéis a hablar de esto, regreso a Portugal!

Todavía lo contempló unos segundos con desafío; luego escondió la cara entre las manos y prorrumpió en llanto.

Durante algunos minutos quedaron en silencio. Catalina, sacudida por los sollozos y preguntándose desamparadamente por qué no se acercaba a ella, la tomaba en sus brazos y le decía que se daba cuenta de cuán imposible le era aceptar a aquella descastada como dama de honor. ¡Había parecido tan bondadoso y gentil y apasionado! No podía comprender qué podía haberlo cambiado de ese modo. Si tanto se preocupaba por la mujer, era porque todavía la amaba.

La tozudez de Carlos había sido provocada. Tuvo la visión de una vida arrastrada y sujeta al capricho de una pequeña déspota, convertido en un Juan Lanas y sometido a su voluntad. No; debía saber desde un comienzo que era él quien mandaba en su casa.

—Muy bien, madame —dijo por último—. Pero antes de partir creo que sería prudente determinar primero si vuestra madre querrá recibiros… Para saberlo, enviaré por delante a vuestras actuales damas de honor y demás asistentes.

Catalina giró sobre sus talones y lo contempló asombrada, con la incredulidad reflejada en los pardos ojos. Los hombres y las mujeres de su propio país que la acompañaban eran los únicos que le servían de consuelo en esta terrible tierra. Ahora más que nunca, ahora que él también estaba contra ella, los necesitaba.

—¡Oh, por favor, Sire! —extendió las manos, pidiendo clemencia.

El rey se inclinó una vez más.

—Buenas noches, madame.

Fue un alivio para la Corte ver partir a casi todo el séquito de Catalina, al cabo de algunos días. Carlos permitió que quedaran solamente la Penalva, los sacerdotes y unos cuantos ayudantes de cocina. No se molestó siquiera en mandar una carta de explicación; esperaba que la reina viuda comprendería que estaba disgustado porque la mayor parte de la dote había sido pagada en azúcar y especias en vez de oro, y ello, a última hora.

Transcurrían los días, pero manteníase la porfía entre los soberanos. Catalina pasaba la mayor parte del tiempo en sus habitaciones. Cuando se veía obligada a salir, apenas cruzaba palabra con el rey. Los cortesanos, al encontrarse en el jardín o en las peleas de gallos, se preguntaban los unos a los otros:

—¿Vendréis esta tarde al amadrinamiento de la reina?

Los jóvenes deseaban que Bárbara Palmer triunfara, porque ella simbolizaba su propio medio de vida; los viejos y circunspectos simpatizaban con la reina, pero deseaban que comprendiera mejor a los hombres y que aprendiera que el tacto y la prudencia logran a menudo mucho más que las amenazas y las lágrimas. Como siempre, el rey Carlos oía tanto a unos como a los otros y prestaba cortés atención a cuanto le decían. Pero no se dejaba influir por ninguno. En cualquier asunto que él estimaba de alguna importancia, tomaba sus propias decisiones.

La reina Henrietta María debía ir a Hampton Court a devolver la visita a su hijo, y Carlos no estaba dispuesto a que encontrara a su mujer haciendo pucheros y su casa convertida en un revoltillo. Resolvió, pues, arreglar las cosas de una vez para siempre. Y envió a buscar a Bárbara Palmer.

Una calurosa tarde del mes de julio, el salón de Catalina estaba lleno de cortesanos, muchos de los cuales ocupaban la antesala. Había electricidad en el ambiente. Ella lo notaba, pero no comprendía por qué, a menos que fuera porque el rey no había llegado todavía. A despecho de sí misma continuó esperándolo ansiosamente, mirando en dirección a la puerta por encima de las cabezas. Porque siempre venía y, aun cuando no hacía caso de ella, estaba satisfecha si se encontraba a su lado. Pero ahora, sintiéndose sola y abandonada, se esforzaba por sonreír, se mordía el labio inferior para que no temblara y tragaba saliva a cada instante.

«¡Oh! —pensaba con la desesperación en el alma—. ¡Cuánto desearía no haber venido nunca a Inglaterra! ¡Desearía no haberme casado jamás! ¡Quisiera volver otra vez! ¡Era tan feliz allí…!»Recordaba las recoletas tardes portuguesas en los jardines del convento bañados por espléndido sol, cuando ella, sentada con la paleta y el pincel en las manos, trataba de captar el contraste de las paredes blancas y las sombras azules… O cuando se sentaba a bordar y oía el coro de la capilla. ¡Qué mundo sereno y feliz aquél! Envidiaba a la Catalina de ese tiempo por las cosas que no había conocido.

De pronto lo vio llegar y corrió un escalofrío por su espalda; una ola de excitación la invadió e hizo desaparecer su nostalgia. Gozosa de verlo, aun cuando sabía que ni siquiera le prestaría atención, sonrió débilmente. ¡Cuán alto era, y qué hermoso! ¡Oh, cómo lo amaba! Apenas si se dio cuenta de que una mujer vestida con encajes blancos caminaba a su lado.

Mientras avanzaban, se posó en la sala un silencio de muerte; todos permanecieron expectantes, los oídos alerta. Hasta que el rey Carlos, con voz tranquila pero de fuerte y claro timbre, pronunció el nombre de la dama, Catalina no se volvió para mirarla, adelantando la mano para que la mujer arrodillada la besara.

En ese momento sintió la presión de unos dedos en el hombro y la voz de la Penalva, que le susurraba:

—¡Esa es la Castlemaine!

Catalina retiró prontamente la mano y sus ojos retornaron al rey, azorados, incrédulos, interrogantes. Carlos Estuardo la miraba a su vez con una ultrajante tranquilidad, el semblante pétreo como siempre; sus maneras eran fríamente retadoras, como si la invitara a desairarlo. La reina se volvió hacia la Castlemaine, que, por su parte, se había incorporado y ostentaba en su hermoso rostro provocativo un exasperante sello de triunfo; los labios se abrían brevemente en una mueca burlona y los ojos traicionaban la insultante complacencia que la poseía.

Catalina se sintió súbitamente enferma. El mundo comenzó a girar a su alrededor, un zumbido incesante le impidió oír cualquier otro sonido y la habitación se oscureció. Quiso llegar hasta su sillón, pero las fuerzas le faltaron y habría caído en tierra si no la hubieran sostenido dos pajes y la condesa de Penalva, que miró al rey con odio mortal. Una sensación de espanto dominó a Carlos, que extendió los brazos en ademán involuntario para tomarla. Pero se contuvo, retrocedió y quedó silencioso, mientras la reina era sacada del salón.