Capítulo XXXVIII

Cuando bajó el cadáver de la vieja por la escalera y lo dejó en la puerta para que lo recogiera el carro fúnebre, hizo un obsequio de cinco guineas al guardia para que no diera parte de su muerte al sacristán de la parroquia; no quería más enfermeras en la casa. Sentíase ya bastante bien como para cuidar a Ámbar.

A la siguiente mañana comprobó que mistress Maggot había dejado la cocina en peores condiciones que mistress Sykes. Había una pila de verduras y frutas podridas que apestaba, la comida era un hervidero de gusanos y el pan estaba lleno de moho. No encontró ni un comestible y, como no estaba en condiciones de limpiar tanta basura ni de cocinar, envió al guardia a que trajera comida preparada de alguno de los mesones que todavía quedaban abiertos.

A medida que iban pasando los días, se fue fortaleciendo y, aunque en principio tenía que descansar después de cada tarea, poco a poco pudo limpiar todas las habitaciones, tarea difícil y pesada. Un día, mientras Ámbar dormía, la trasladó a la cama recién hecha, y desde entonces ocupó él la carriola. Los dos festejaban el modo como él llevaba la casa y cocinaba —en lo que demostraba pericia y habilidad—, y la primera vez que le sorprendió barriendo, desnudo y con sólo una toalla anudada a la cintura, Ámbar le gastó algunas bromas. Debía darle a ella sus recetas culinarias y ¿cómo se las componía para tener tan limpias y blancas las sábanas? Su lavandera las devolvía casi en las mismas condiciones en que se las llevaba.

Pronto tuvo que ir personalmente en busca de provisiones —los guardias habían sido retirados por inútiles— y encontró las calles casi completamente vacías.

La gente moría en cantidad alarmante —diez mil por semana, cifra siempre en aumento—, pero el hecho se agravaba en razón de que, por una causa u otra, un gran porcentaje de muertos no figuraba en las estadísticas parroquiales. Los carros recolectores circulaban a toda hora del día y de la noche, y ni así satisfacían las necesidades, pues centenares de cadáveres yacían en las calles o formaban pilas en las plazas públicas —a veces durante días enteros—, mientras las ratas hacían de las suyas. Muchos de esos cadáveres estaban mutilados antes de ser enterrados en las fosas comunes. En las casas ya no se veían cruces rojas, sino grandes carteles clavados sobre las puertas. La hierba crecía entre las piedras del pavimento; millares de casas se encontraban deshabitadas y calles enteras habían sido clausuradas, pues en ellas no se veía ni un alma. Hasta las campanas dejaron de doblar. La ciudad, calurosa y pestilente, estaba abismada en una pasividad de muerte.

Bruce conversaba con los tenderos, muchos de los cuales, como otros que quedaron en la ciudad a pesar de todo, se habían curado de sus primeros terrores. La muerte se había hecho una cosa tan corriente, que una especie de desdén había reemplazado al temor. Los más tímidos se habían encerrado en sus casas y no se atrevían a salir. Los que concurrían diariamente a su trabajo estaban poseídos de un fatalismo tal, que raras veces tomaban las precauciones más elementales, deliberadamente temerarios. La niebla no se había vuelto a presentar, a pesar de que ya corría el mes de septiembre. Morían por día dos mil personas y no había familia que, por lo menos, no hubiese perdido un miembro.

Grotescas y terribles historias pasaban de boca en boca, pero ninguna más terrible que las que cotidianamente se estaban sucediendo. Se sabía de muchos casos en que se enterraba prematuramente a los enfermos, en parte debido a que el coma sumía a los apestados en trance aparentemente mortal, y en parte a que las enfermeras los hacían figurar como muertos para sacudirse pronto sus obligaciones y tener oportunidad de desvalijar las casas. Una de esas historias refería que un carnicero envuelto ya en su mortaja, y abandonado en la vía pública para que se lo llevara el carro, pero que, por una causa u otra había quedado allí olvidado toda la noche, comenzó a recobrarse a la mañana siguiente, sanando al cabo de algún tiempo. Otra afirmaba que un sujeto había logrado escapar de su casa, enloquecido; se arrojó al Támesis, lo cruzó a nado, y después de eso curó rápidamente. Una joven madre encontró las manchas de la peste en el cuerpecito de su hijo; presa de la locura y la desesperación, lo había estrellado contra la pared, lanzándose luego por las calles profiriendo aullidos que hacían poner los pelos de punta.

El primer día que Bruce estuvo en condiciones de caminar un poco, lo primero que hizo fue trasladarse a la casa de los Almsbury —donde tenía sus habitaciones particulares— en busca de ropa limpia. Se quitó y quemó cuanto llevaba puesto. En la casa habían quedado dos sirvientes como cuidadores —las grandes mansiones eran asaltadas por los ladrones y los mendigos—, los cuales permanecían encerrados hacía más de dos meses. Rehusaron acercarse a él y contestaron a gritos algunas de sus preguntas, respirando con gran alivio cuando se retiró.

A fines de la segunda semana de septiembre, Ámbar estuvo en condiciones de vestirse e ir a sentarse en el patio de la casa por espacio de algunos minutos. Las primeras veces, Bruce la llevaba en sus brazos, pero luego dejó que hiciera un poco de ejercicio para que recuperara sus fuerzas y pudieran ambos salir de la ciudad. Ámbar creía que Londres estaba condenada a muerte, maldita de Dios y que, a menos que salieran lo más pronto posible, no tardarían en morir como todos los demás. Sentíase mucho mejor, pero se mostraba sombría y pesimista. Su eufórica actitud de antaño ante la vida habíase trastrocado.

Por su parte, Bruce se sentía tan bien que su confianza y optimismo habían renacido; trataba por todos los medios de distraerla y entretenerla, tarea no muy fácil.

—He oído algo interesante —le dijo una mañana, mientras se sentaba a su lado en el patio.

Había traído una silla para ella, en la que Ámbar se había dejado caer desfalleciente. Los vestidos que usó mientras duró la enfermedad de Bruce, habían sido quemados por él. Habíale quedado solamente un traje negro de seda de cuello alto, que la hacía parecer pálida y consumida. Tenía grandes ojeras y su cabello caía mustiamente sobre sus hombros, pero llevaba una rosa en una de las sienes, flor que él encontró casualmente por la mañana, al salir de compras. Las flores eran rarísimas en la ciudad.

—¿De qué se trata? —preguntó sin ningún interés.

—Parece algo increíble; pero es cierto, según cuentan. Resulta que un flautista que salió borracho de una taberna, cayó delante de una puerta y se quedó dormido. Pasó el carro de la muerte, lo alzaron y se lo llevaron. Mas ocurrió que a medio camino despertó el zaque y, sin atemorizarse lo más mínimo por la compañía, sacó su flauta y comenzó a tocar. Al oírlo, el cochero y el paje de la antorcha huyeron como almas que se lleva el diablo, creyendo que el carro estaba embrujado…

Ámbar no rió ni se sonrió siquiera. Lo miró con una especie de incrédulo horror.

—¡Oh…! ¡Qué terrible! Un hombre vivo en ese carro… ¡Oh! No puede ser cierto…

—Lo siento, querida —se disculpó él, lamentando su falta de tacto, y cambiaron de tema—. Mira, creo que he encontrado el medio de que salgamos de la ciudad —estaba sentado en una tapia, con sólo sus calzones y en mangas de camisa; un mechón de sus negros cabellos le caía sobre la frente. Ámbar lo miró con una sonrisa, protegiéndose con una mano de los rayos del sol.

—¿Cómo es así?

—El yate de Almsbury está todavía aquí, anclado en el muelle. Es lo bastante grande como para poder almacenar provisiones y permanecer allí seguros durante semanas enteras.

—Pero ¿dónde podríamos ir? No puedes hacerte a la mar en un yate ¿no es cierto?

—Es que no lo haremos. Bogaremos por el Támesis hacia Hampton Court y pasaremos por Windsor y Maidenhead. Una vez que nos hayamos recobrado lo suficiente como para no temer contaminar a nadie, podemos ir a la propiedad de los Almsbury, en Herefordshire.

—Pero se dice que no permiten navegar a ninguna clase de embarcaciones… —planes tan sencillos como ése, le parecían erizados de dificultades y peligros que, en otras circunstancias, ni hubiera tomado en cuenta.

—Es cierto. De cualquier modo, tendremos cuidado. Viajaremos de noche… Pero no te preocupes. Yo me encargaré de hacer los preparativos. He empezado ya a…

Se interrumpió al ver que el rostro de Ámbar había palidecido hasta ponerse casi verdoso y que toda ella estaba a la expectativa. Luego lo oyó también él… el inconfundible rodar de un carromato sobre el pavimento de piedra y la voz, todavía distante, de un hombre que gritaba:

—¡Sacad vuestros muertos!

Ámbar se deslizó de su asiento, pero ya estaba él de pie y la recibía en sus brazos. La llevó hasta sus habitaciones, depositándola con cuidado en la cama. Había perdido el conocimiento, pero sólo por unos instantes. Abrió los ojos de nuevo y lo miró. La enfermedad la había dejado completamente a merced de él; a su lado se sentía más confiada y segura; en él encontraba respuesta y solución a sus temores y disgustos. Él era su todo, su dios, su padre.

—Jamás olvidaré ese pregón de muerte —susurró—. Lo oiré todas las noches de mi vida. Veré esos carromatos cada vez que cierre los ojos —sus ojos centelleaban, su respiración se hizo más fatigosa—. Nunca podré pensar en otra cosa…

Pero Bruce se inclinó hacia ella y con una mano le tapó la boca cariñosamente.

—¡Ámbar, querida mía, no pienses en eso! No dejes que te domine esa preocupación. Puedes olvidarlo. Puedes y tienes que hacerlo…

Pocos días más tarde, dejaban Londres en el yate de los Almsbury. La campiña estaba hermosa como nunca. Las cercanas praderas que llegaban hasta el borde del río para recibir su beso, veíanse tapizadas de verde césped y clavelones, y a lo largo de las riberas se tropezaban con lilas y muchas otras clases de plantas y hierbas. Inextricables matas de hierbas acuáticas, como verdes cabellos, flotaban a favor de la corriente. Al caer la tarde, distinguíase el ganado de las granjas vecinas, parado cerca de la orilla, quieto y en actitud reflexiva, o bien paciendo o rumiando apaciblemente.

En el curso del viaje encontraron muchos otros botes y embarcaciones ligeras, repletos de familias que carecían de propiedades o parientes en el campo y que habían adoptado ese medio para escapar a los estragos de la peste. Se cambiaban saludos y se hacían preguntas, pero todavía la gente desconfiaba de cuantos se acercaban. Si habían evitado el contagio durante tanto tiempo, era una necedad arriesgarse entonces.

Bruce y Ámbar avanzaban lentamente; pasaron Hampton, Staines, Windsor y Maidenhead, deteniéndose dondequiera encontraban un lugar que les gustaba y donde podían recrearse algún tiempo. Luego proseguían el viaje. Apenas habían pasado un par de días, les pareció que Londres y sus miles de muertos eran cosa de otro mundo, casi de otra edad. Ámbar empezó a mejorar rápidamente y estaba tan determinada como Bruce a desterrar de su mente aquellos funestos recuerdos. Cuando pugnaban por invadirla de nuevo, los rechazaba, negándose a considerarlos abiertamente.

«Debo olvidar, debo olvidar incluso que haya habido peste», reflexionaba.

Y gradualmente se fue operando el milagro; su enfermedad y la de Bruce, todos los acontecimientos de tres meses atrás, parecía que no habían ocurrido recientemente, sino hacía muchos años. Ambos tenían la impresión de que en los mismos no habían intervenido ellos, sino otras personas. Ámbar sentía curiosidad: ¿tendría él las mismas ideas sobre lo sucedido? Pero no formulaba sus preguntas para no tener que abordar el tema.

Por algún tiempo estuvo desolada a causa de su aspecto físico. Temía que su belleza se hubiese ido para siempre y se quedara fea para el resto de sus días. A despecho de las exhortaciones de Bruce para levantarle el ánimo, exclamaba con rabia y desesperación cada vez que se miraba al espejo:

—¡Oh, Dios! ¡Mejor me hubiera muerto, antes de verme semejante cara! ¡Oh, Bruce!… ¡Nunca volveré a verme como antes de caer enferma! ¡Nunca! ¡Oh, eso lo sé bien!

Pero Bruce la abrazaba, sonriéndole como si fuera una niña mimada, desechando su temor y su angustia.

—Te pondrás bien, Ámbar. Debes comprender que has estado muy enferma y que tardarás un poco en restablecerte completamente y ser tan hermosa como eras.

En efecto, no hacía muchos días que estaban a bordo, cuando se hizo patente que su salud y por ende, su belleza, recuperaban su pasado esplendor. Los dos se daban cuenta, tal vez como no había sucedido antes, de cuán agradable era vivir. Pasaban horas enteras sobre cubierta, recostados en sus literas, dejándose inundar por los rayos solares, que parecían hacer revivir todas las células de sus cuerpos. Mas, mientras Bruce exhibía la mayor parte del tiempo su torso desnudo, el cual readquiría su antiguo color atezado, Ámbar se cubría muy bien antes de exponerse al aire y al sol, por temor a que su piel oscureciera como la de Bruce. Compartíanlo todo, hasta los pequeños placeres, lo cual les procuraba un goce más intenso: un cielo de fines de verano, límpido y azul, con algunos tenues estratos sobre el horizonte; el trino de un ruiseñor u otra avecilla, alegrando el ambiente con sus amorosas llamadas; el buen olor de la tierra recién mojada por una lluvia de verano; las hojas plateadas y verdes de algún álamo, muy erguido junto a una alberca alimentada por algún callado arroyuelo; una muchachita de blanco delantal y cabello dorado, repartiendo maíz a una bandada de gansos…

Más adelante, agotadas sus provisiones, desembarcaron en las aldeas vecinas en busca de ellas o bien se hacían servir una comida caliente y recién preparada en cualquier casita de campo, lo que les parecía una cosa de lujo y casi de aventura. Sin embargo, Ámbar tenía una gran preocupación. ¿Habría ocurrido algo a Nan y a la pequeña Susanna? La peste también se había presentado en la campiña… Pero Bruce insistía en que nada malo podía haberles sucedido y que, sin duda, estarían bien y seguras.

—Nan es una mujer de buen sentido, y no la hay más leal. Si ella ve que la peste amenaza el lugar donde se encuentran, no te quepa duda de que buscará otro más saludable. Confía en ella, Ámbar, y no te preocupes.

—¡Oh! ¡Claro está que confío en ella! —solía decir Ámbar—. Pero no puedo evitar el preocuparme. ¡Me alegraré cuando sepa que están sanas y seguras!

Todo cuanto veía Ámbar, le hacía recordar a Marygreen y la vida que llevó al lado de Sara y Matthew. Atravesaban una región esencialmente agrícola, como lo era Essex, y abundaban las granjas con sus cercos de madera, los huertos, las pequeñas y bonitas aldeas, generalmente con menos de dos millas de distancia entre sí, aunque a menudo, como bien lo sabía ella, eso era lo mismo que si estuvieran separadas por cientos de millas. Se veían también muchas casitas de campo construidas con ladrillos y madera de encina, ostentando empinados techos de paja. Los dondiegos de día y las rosas trepadoras adornaban las paredes y cubrían en parte las pequeñas ventanas. Palomas blancas y plateadas se arrullaban sobre los tejados y raudas golondrinas volaban sobre el trillado y polvoriento camino, bañándose a su paso por cualquier manantial. Ahora le parecía que el campo era un lugar donde se podía gozar de un sentimiento de vida sin límites ni trabas, de un sentimiento de plenitud que no se encontraba en ningún otro lugar de la tierra.

Trató de explicarle sus impresiones a Bruce, y finalmente, agregó:

—Nunca me sentí así cuando vivía en el campo… ¡Y, sin embargo, sabe Dios que no quiero volver!

Lord Carlton le sonrió, tiernamente.

—Te estás volviendo vieja, querida.

Ámbar lo miró con resentimiento.

—¡Vieja! ¡Vamos! Me parece que no lo soy todavía. ¡Aún no he cumplido veintidós años! —las mujeres declaraban su edad tan pronto como llegaban a los veinte.

—¡No quise decir precisamente eso! —rió Bruce—. Sólo los que envejecen comienzan a pensar en el pasado… y los recuerdos siempre son tristes.

Ámbar meditó sobre ello, lanzando un ligero suspiro.

—Puede que sea así —convino. De pronto, levantó la vista hacia él—. Bruce… ¿Recuerdas el día que nos vimos por primera vez? Mira; puedo cerrar los ojos y recordarlo todo perfectamente: tu manera de montar y la mirada que me echaste. Me hizo temblar toda… Nunca había sido mirada de ese modo. Recuerdo también el traje que llevabas puesto… era de terciopelo negro con borlas de oro… ¡Oh, el traje más maravilloso que había visto hasta entonces! Pero me atemorizaste un poco. Todavía lo sigues haciendo, creo… Y yo me pregunto por qué.

—Estoy seguro de no adivinarlo —parecía entretenido. A menudo retrocedía en el recuerdo, y nunca olvidaba un detalle.

—¡Ya podías haberlo pensado! —de pronto, pareció encontrar otra base para sus reflexiones—. ¿Qué hubiera ocurrido si ese día no le hubiera dado a tía Sara por enviar un obsequio a la mujer del herrero? ¡Nunca nos habríamos visto y yo estaría aún en Marygreen!

—No, no estarías allí. Se hubieran presentado otros caballeros… y habrías dejado Marygreen con cualquiera de ellos sin necesidad de estar obligada a encontrarme a mí, precisamente.

—¡Caramba, Bruce Carlton! ¡Tengo mis dudas de que eso hubiese ocurrido! ¡Me fui contigo porque era mi destino… estaba escrito en las estrellas! ¡Nuestras vidas fueron planeadas en los cielos, y eso lo sabes bien!

—No, yo no lo sé, ni tú tampoco. Puedes pensarlo, pero no puedes saberlo.

—Yo no sé por qué hablas así —de pronto, se volvió hacia él y lo tomó por los brazos— ¿No crees que hemos nacido el uno para el otro, Bruce? Debes creerlo así… así… ahora.

—¿Qué quieres decir con eso de «ahora»?

—¡Vaya!… Después de todo cuanto ha ocurrido, seguimos juntos. ¿Qué te hizo permanecer a mi lado y cuidarme? Una vez que estabas sano, bien hubieras podido dejarme sola… de no haberme amado.

—¡Por Cristo, Ámbar, me has tomado por más villano de lo que soy! Pero es cierto que te amo. Y en cierto sentido, admito que nacimos el uno para el otro.

—¿En cierto sentido? ¿Qué quieres decir?

Bruce la abrazó estrechamente y con una mano acarició su mata de sedosos cabellos, en tanto que acercaba los labios a su oído.

—Esto es lo que quiero decir —dijo—. Tú eres una mujer hermosa… y yo soy un hombre. Es claro que hemos nacido el uno para el otro…

Pero, aunque ella no dijo ni replicó nada, era obvio que no hubiera deseado oír eso. Cuando se quedó a su lado en Londres, a riesgo de su propia vida, no había pensado en que algún día se lo tuviera que agradecer de algún modo. Pero, cuando él se quedó a su vez a cuidarla tan tierna y afectuosamente como ella lo había hecho… entonces había creído que sus sentimientos habían cambiado y que se casaría con ella. Había esperado, con creciente aprensión e inquietud, que él hablara a ese respecto, pero no había dicho ni una palabra.

«Pero ¡no es posible! —se decía una y otra vez—. Él me ama lo suficiente como para hacer eso y mucho más… Seguramente cree que yo sé que tan pronto como lleguemos a nuestro destino me lo pedirá… Por eso no dice nada… Seguramente…»Pero todas aquellas bravas afirmaciones no podían desvanecer sus dudas, más atormentadoras conforme el tiempo transcurría. Empezaba a darse cuenta de que, a pesar de todo, nada había cambiado… Todavía tenía él el propósito de vivir su propia vida tal como la proyectó, como si jamás hubiera existido una peste que los había identificado como nunca.

Anhelaba desesperadamente tocar ese punto; pero, temerosa de romper la armonía que reinaba entre los dos —casi perfecta por primera vez desde que se conocieron— se forzó a sí misma a guardar silencio y esperar una oportunidad favorable.

En el intervalo, los días transcurrían con rapidez. Los acebos se habían puesto de color escarlata; en los huertos se veían carros cargados de frutos y el aire estaba impregnado del fresco olor otoñal de las manzanas maduras. Llovió una o dos veces.

Dejaron la embarcación de Almsbury y pernoctaron en una tranquila y vieja posada. El hostelero y su mujer aceptaron a regañadientes los certificados de buena salud que llevaban; no dejó de observarse que lo hacían convencidos por las cinco guineas extra con que los obsequió Bruce, aunque ya casi tenían agotadas las reservas de dinero. A la mañana siguiente alquilaron caballos y un guía y partieron en dirección a la propiedad de los Almsbury, sita a sesenta millas de distancia. Siguieron por el camino que conducía a Gloucester, pasaron la noche allí y reanudaron viaje al día siguiente. Cuando llegaron a Barberry Hill, al promediar la mañana, Ámbar estaba deshecha.

Almsbury salió a recibirlos, profiriendo exclamaciones de alegría. La ayudó a apearse del caballo y la besó; abrazó en seguida y con gran satisfacción a Bruce, sin dejar de hablar un segundo. Les dijo cuánto había hecho por encontrarlos —sin adivinar que estuvieran juntos—, cuán temeroso había estado y cuán contento se sentía ahora al ver a los dos en excelente estado de salud. Emily parecía igualmente contenta, aunque, naturalmente, no hizo tantas demostraciones. Entraron en la casa todos juntos.

Barberry Hill no era una de las principales posesiones de Almsbury; pero, al menos, era la única que había podido restaurarse de prisa. Aunque menos importante que Almsbury House, en el Strand, la casona ofrecía un mayor encanto positivo. Había sido construida en forma de L, toda de ladrillo, casi al pie de la colina. En parte contaba cuatro pisos, en parte tres; poseía un empinado tejado de pizarra, con faldones, buhardillas e innumerables chimeneas. Todas las habitaciones estaban adornadas con artísticos frescos y molduras; los cielos rasos ostentaban pinturas de calidad; el muro de la gran escalera principal exhibía una verdadera profusión de grabados de postrimerías de la era isabelina y por todas partes se admiraban vistosas decoraciones.

Inmediatamente, Almsbury envió una partida en busca de Nan, para que se la condujera allí. Ámbar descansó convenientemente y, cuando se hubo puesto uno de los vestidos de lady Almsbury —que a ella le pareció horro de moda o estilo particulares, y hubo de prender con alfileres en los costados— ella y Bruce fueron a la habitación de los niños. No habían visto a su hijo desde hacía más de un año. Lo encontraron crecido y muy cambiado.

Contaba cuatro años y medio, y era alto para su edad, de complexión robusta y aparentemente sano. Sus ojos tenían el mismo color verde de los de su padre y su cabello, castaño oscuro, caía en ondas sobre sus hombros. Lo vestían en forma semejante a la de los adultos —cambio que se operaba a los cuatro años— y se podía ver que sus ropas eran una copia exacta, en pequeño, de las que usaba lord Carlton, incluyendo la espada en miniatura y el sombrero de plumas. Era un atavío simbólico. Se vestía así a los niños para que desde el principio asumieran el papel que les correspondía en la familia. El pequeño Bruce estaba aprendiendo a leer y a escribir, y tenía conocimientos de aritmética simple.

Habían empezado a darle lecciones sobre el manejo del caballo, así como sobre bailes y deportes. Antes de mucho tendría que aprender otras cosas: francés, latín, griego y hebreo; esgrima, música y canto. La niñez era breve, la pubertad llegaba pronto. La vida era azarosa y erizada de peligros. No había, pues, tiempo que perder.

Cuando entraron en la habitación de los niños, el pequeño, acompañado por el hijo mayor de Almsbury, estaba sentado delante de una pequeña mesa, estudiando su cartilla. Era evidente que sabía que sus padres iban a verlo porque al abrirse la puerta, se volvió con una ansiedad que hacía presumir que ya había habido muchas otras ansiosas miradas en esa dirección. Su cartilla cayó al suelo, mientras corría alborozado al encuentro de sus padres. Pero instantáneamente, al oír una áspera palabra de su aya, se detuvo y se inclinó obsequiosamente, mientras con el sombrero hacía el saludo de práctica, primero a su padre, luego a su madre.

—Estoy muy contento de veros, sir. Lo mismo digo de vos, señora.

Pero Ámbar no estaba a cargo de la niñera. Corrió hacia él, se arrodilló y lo tomó en sus brazos, cubriendo sus sonrosadas mejillas de apasionados besos. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y luego corrieron por sus mejillas. Eran lágrimas de felicidad, pues reía y lloraba al mismo tiempo.

—¡Oh, querido mío! ¡Tesoro! ¡Creí que nunca volvería a verte!

El niño la había abrazado a su vez.

—Pero ¿por qué, señora? Yo estaba seguro de que volvería a veros pronto.

Ámbar rió y luego murmuró rápidamente:

—¡Condenada niñera! ¡No me llames más señora! ¡Soy tu madre y es así como debes llamarme! —los dos rieron ahora, mientras él balbucía—: ¡Mamá! —Echó una mirada medio temerosa, y medio desafiante a su niñera, de pie a algunos pasos de distancia.

Se mostró más reservado con Bruce. Al parecer, tenía el convencimiento de que los dos eran personas entre las cuales no cabían tales demostraciones. Estaba claro, sin embargo, que adoraba a su padre. Ámbar se sintió un tanto celosa, pero pronto se maldijo por sus niñerías y quedó avergonzada. Estuvieron una hora, más o menos, en compañía de su hijo. Luego lo dejaron con la niñera y el otro niño, y se dirigieron a sus habitaciones particulares, situadas en el ala opuesta del castillo.

De pronto Ámbar se detuvo y espetó:

—Me parece un error, Bruce, que nuestro hijo viva de este modo. No es nada más que un bastardo. ¿De qué le serviría aprender todas esas cosas que aprenden los hijos de los lores… cuando Dios sabe lo que irá a ocurrirle una vez que llegue a su mayoría de edad?

Lo miró a hurtadillas, pero la expresión de Bruce no se alteró lo más mínimo. Llegaron a la puerta del departamento, que él abrió. Tenía la impresión de que estaba a punto de decir algo que la haría salir de sus casillas.

—Quiero hablar contigo acerca de ese particular, Ámbar… Pienso hacerlo mi heredero —y luego, al ver el destello de esperanza que se reflejó en los ojos de Ámbar, agregó rápidamente, como si hubiera querido apagarlo—: En América nadie sabrá si es hijo legítimo o rio… Puedo hacer creer que es hijo de mi primera mujer…

Ámbar lo miró incrédula, con la faz contraída como si la hubiera abofeteado.

—¿De tu primera mujer? —repitió—. ¿Quiere decir que estás casado?

—No, no lo estoy. Pero algún día me casaré.

—Eso significa que no tienes intenciones de casarte conmigo…

Bruce hizo una pausa, y se quedó mirándola largo rato. Inició un ademán, pero luego dejó caer la mano de nuevo.

—No, Ámbar —dijo por último—, y ya lo sabes. A menudo hemos hablado sobre eso.

—¡Pero ahora es diferente! ¡Tú me amas!… ¡Me lo has dicho tú mismo! Y yo sé que me amas. ¡Oh, Bruce, debes hacerlo! No me digas que…

—No, Ámbar, es imposible. Te amo, pero…

—Entonces ¿por qué no quieres casarte conmigo, si dices que me amas?

—Porque el amor nada tiene que ver con eso, querida.

—¡Nada tiene que ver con eso! ¡No, señor! ¡Tiene que ver, y mucho! ¡No somos niños que deban esperar la venia de sus padres para casarse! Somos mayores de edad y podemos hacer lo que nos plazca…

—Precisamente trato de hacerlo.

Por espacio de varios segundos clavó su mirada en él, con crecientes deseos de cruzarle la cara de un golpe. Pero algo que recordó —una fulgurante y dura mirada de ojos— la dejó sin movimiento. Bruce permaneció allí, casi como si lo hubiera estado esperando, pero finalmente optó por salir de la habitación.

Nan llegó una quincena más tarde en compañía del ama de leche, la pequeña Susanna, Tansy y John, el lacayo. Habían pasado cuatro meses vagando de población en población en su afán de huir de la peste. A pesar de su odisea, sólo les habían robado la carga de un carro. Casi todas las ropas y efectos personales de Ámbar se habían salvado. Mostrábase ella tan agradecida por esta proeza, que prometió a Nan y a John regalarles cien libras a cada uno en cuanto regresaran a Londres.

Bruce se mostró encantado con su hijita de siete meses. Los ojos de Susan no eran azules como en un principio, sino que comenzaban a tomar un tinte verde claro; y su cabello, rizado, era de un rubio dorado brillante, nada parecido al de su madre. No se asemejaba ni a Bruce ni a Ámbar, pero prometía ser una verdadera belleza y parecía ya consciente de su destino, porque jugueteaba con sus dedos y reía sin motivo a la vista de todo varón. Almsbury, importunando a Ámbar, le dijo que no podía menos de advertirse la herencia de la madre.

El mismo día del regreso de Nan, Ámbar se quitó el vestido de Emily y, después de una larga deliberación, eligió uno de raso de escote bajo, corpiño ajustado y larga cola. Se dio color, se puso tres lunares y, por primera vez en mucho tiempo, Nan le cepilló el cabello y la peinó convenientemente. Entre sus joyas encontró un par de aros y un brazalete de esmeraldas.

—¡Oh, Dios! —exclamó, al verse reflejada en el espejo—. ¡Casi había olvidado cómo era!

Esperaba que Bruce regresara pronto —él y Almsbury habían partido de caza— y aunque estaba ansiosa de que la viera de nuevo como antaño, no dejaba de experimentar cierta aprensión. ¿Qué le diría, al ver que había dejado el luto tan pronto? Una viuda debía llevar trajes negros sencillos y un gran velo todo el resto de su vida… a menos que se casara de nuevo.

Oyó que se abrió la puerta y luego el ruido de sus botas en el piso. Bruce la llamó por su nombre y casi inmediatamente apareció arreglándose el corbatín. Ella lo esperaba inquieta y un tanto temerosa, pero sonrió ampliamente cuando él la miró sorprendido y lanzó un bajo silbido de admiración. Desplegó Ámbar su abanico y graciosamente dio una vuelta, para que la admirara mejor.

—¿Qué te parece?

—¿Qué me parece? ¡Vaya, so pedazo de coqueta, bien sabéis que estáis como un ángel!

Ámbar corrió hacia él, riendo.

—¡Oh, Bruce, dilo otra vez! —de pronto su faz se oscureció, agachó la cabeza y contó las varillas del abanico—. ¿No crees que soy una mala mujer al dejar tan pronto el luto? ¡Oh, claro! —agregó rápidamente—. Volveré a ponérmelo cuando regrese a la ciudad. Aquí, en el campo, nadie me conoce ni sabe que soy viuda… Aquí no importa que me vista así, ¿verdad?

Bruce se inclinó y la besó; ella estudió su rostro, pero no consiguió adivinar lo que estaba pensando.

—Claro que no es una cosa repudiable. El luto, bien lo sabes, es una cosa que se lleva en el corazón… —al decir esto, se tocó ligeramente el costado izquierdo.

Tras aquel pesado, árido y bochornoso verano, a fines de octubre el tiempo cambió rápidamente. Sucediéronse violentas tormentas y a mediados de ese mes cayeron las primeras heladas. Pero los dos caballeros salían de caza con frecuencia. Las partidas solían ser infructuosas, pues generalmente la pólvora se humedecía. Así, rara vez cobraban alguna pieza.

Ámbar pasaba las mañanas en el cuarto de los niños. Otras veces presenciaba la partida de billar de Bruce y Almsbury, o jugaban los tres a las cartas, o bien se distraían inventando anagramas de sus nombres o alguna otra cosa por el estilo. Emily muy raramente estaba con ellos; era una esposa a la antigua, que prefería vigilar hasta los más insignificantes detalles de la preparación de las comidas o del cuidado de la casa antes que dejarlo todo al cuidado de su ama de llaves, como hacían todas las damas de alcurnia. Ámbar no se explicaba cómo podía tolerar esa prosaica vida, yendo a toda hora a la habitación de los niños, a la sala o la cocina. De lo que no cabía duda era de que los tres se ponían más alegres cuando ella estaba ausente.

Generalmente, en esa época del año Baberry Hill solía llenarse de invitados, porque el conde y su esposa contaban con muchísimas relaciones y parientes. Pero a la sazón la peste los recluía en sus casas y muy rara vez se presentaba algún vecino. De Londres llegaban noticias más alentadoras. La mortalidad iba decreciendo paulatinamente, aunque no bajaba todavía de un millar de muertos por semana. Muchos de los que abandonaron la ciudad cuando las primeras estadísticas arrojaron cien muertos semanales, ya preparaban el regreso. Las calles estaban atestadas de mendigos cubiertos con la lacras de la peste, pero ya no se veían cadáveres dispersos, y los carros salían solamente de noche. Un sentimiento de optimismo prevalecía de nuevo y se afirmaba que lo peor había pasado.

Bruce comenzó a inquietarse. Preocupábase por lo que pudiera haber sucedido a sus barcos y a las presas capturadas al enemigo. Deseaba ir a Londres y, tan pronto como pudiera, partir hacia América. Ámbar le preguntó cuándo tenía intención de zarpar.

—Tan pronto como pueda. En cuanto mis hombres estén en condiciones y con deseos de firmar nuevo contrato.

—Quiero regresar contigo.

—No creo que sea conveniente, Ámbar. Primero voy a Oxford… La Corte está allí y quiero conversar con el rey acerca de una concesión de tierras. El tiempo, como ves, está terrible y no quiero retrasarme viajando en coche. Y una vez que llegue a Londres, estaré tan ocupado que apenas si te veré. Quédate aquí con Almsbury, un mes o dos, mientras mejoran las condiciones sanitarias.

—No me importa —dijo ella obstinadamente— si son buenas o no las condiciones sanitarias. Con tal de verte, estaré satisfecha. No vayas a creer tampoco que me moleste mucho viajar en la grupa.

Cierto día que estaba apoyada en la ventana, embebida en la contemplación de las colinas veladas por nubes plomizas, vio que una partida de jinetes se acercaba al galope a la casa. Un sentimiento de temor y sospecha la asaltó. Antes de que fuese posible distinguir completamente quiénes la integraban, ya sabía que Bruce no estaba, aunque era la partida de caza que había salido por la mañana y de la cual formaba parte. Súbitamente se volvió y, sin recoger sus faldas, salió como un alud de la habitación, siguió por el pasadizo y con el mismo ímpetu bajó la escalera que daba al hall. Llegó allí en el preciso instante en que Almsbury entraba.

—¿Dónde está Bruce?

El conde, que llevaba una capa de viaje y altas botas de montar, estaba empapado; las plumas de su sombrero colgaban mustiamente, chorreando agua. La miró con cierto desasosiego.

—Se fue a Londres, Ámbar —se descubrió y sacudió el sombrero contra sus rodillas.

—¿Se ha ido? ¿Sin mí? —lo contempló primero con sorpresa y luego con creciente furor— ¡Muy bien, si se ha ido, yo también me iré! ¡Ahora mismo! ¡Ya le dije que yo también iría!

—Él me dijo que habíais quedado en que partiría solo.

—¡Mal rayo lo parta! —barbotó; luego se volvió, disponiéndose a salir—. ¡Pero no se irá solo! ¡Yo también partiré!

Almsbury la llamó por su nombre, pero ella no le hizo caso y subió corriendo la escalera. En mitad del camino, advirtió que en el centro del hall estaba parado un caballero elegantemente trajeado, en quien no había reparado antes. Después de echarle una superficial mirada por encima del hombro, fingió que no lo había visto y siguió adelante.

—¡Nan! —irrumpió en sus habitaciones—. ¡Empaqueta algunas de mis cosas ahora mismo! ¡Me voy a Londres!

Nan se quedó mirándola, estupefacta. Luego, con elocuente ademán, señaló las ventanas. La lluvia, que no había dejado de caer en toda la mañana, golpeaba furiosamente los vidrios, azotados además por las ramas mojadas de un corpulento olmo abatido por el viento.

—¿A Londres, ama? ¿Con semejante tiempo?

—¡Al diablo el tiempo! ¡Empaqueta mis cosas, te he dicho! ¡Sea lo que sea, me importa un bledo! ¡Vamos, apresúrate!

Se quitó el corpiño y el vestido que llevaba y los apartó de un puntapié. Se acercó al tocador y se despojó de las joyas, tirándolas desaprensivamente sobre el pulido mármol. Su rostro mostraba bien a las claras el furor que la poseía, y su boca se abría y cerraba convulsivamente.

«¡Mal rayo lo parta! —pensaba—. ¡Por lo menos, pudo hacérmelo saber! ¡Pero ya le enseñaré yo! ¡Ya le enseñaré!» Nan iba de un lado a otro, cargada de ropas y vestidos, afligida y con más ganas de llorar que otra cosa. Las dos estaban tan atareadas, que no se dieron cuenta de que Almsbury había entrado, cerrando la puerta tras sí.

—¡Ámbar! ¿Qué diablos estás haciendo?

—¡Irme a Londres! ¿Qué os habéis creído?

Ni siquiera lo miró ocupada como estaba en sacar los alfileres de su peinado. La undosa y brillante cabellera se desplegó como un suave manto sobre los hombros. El conde se acercó y su cara apareció detrás de la suya en el espejo. Ámbar le echó una mirada arisca, como desafiándolo a que se atreviera a detenerla.

—¡Dejadnos solos un momento, Nan! —dijo Almsbury a la doncella—. ¡Vamos, haced como os digo! —agregó, al ver que la muchacha se detenía y miraba interrogativamente a su ama. Luego que Nan hubo salido, prosiguió—: ¡Escuchadme, Ámbar! ¿Vos queréis que Bruce se enoje seriamente? Él no quiere que vayáis a Londres. Cree que la ciudad todavía no está en condiciones de ser habitada y no desea tener más complicaciones. Demasiado tiempo ha transcurrido sin hacer nada… De ahora en adelante, estará muy ocupado y no podrá distraerse en otras cosas.

—Me tiene sin cuidado lo que él quiera. De todos modos, me voy. ¡Nan! —se volvió como una furia y gritó a la muchacha. Almsbury la asió bruscamente de una muñeca.

—¡No os marcharéis… así tenga que ataros al pie de la cama! Sabéis bien que es posible contraer la peste dos veces. Si todavía os resta un poco de sentido, no debéis pensar en regresar por nada del mundo. Bruce se vio obligado a partir porque no le quedaba más remedio. Sus barcos quizás hayan sufrido mil percances, hasta pueden haber sido asaltados por los ladrones y los mendigos. Además, los peligros aumentan a medida que la gente vuelve, y la ciudad pronto estará repleta. Vamos, querida, por el amor de Dios… sed prudente. Bruce regresará, como siempre. Juró que os buscaría en cuanto volviera de América.

Ámbar lo miró, con los labios fruncidos todavía en un gesto de obstinación, pero no pudo impedir que las lágrimas enturbiaran sus ojos y se deslizaran por sus mejillas. Lloraba y se sonaba ruidosamente, y no protestó cuando Almsbury le rodeó la cintura con los brazos.

—Pero ¿por qué?… —balbució, sollozando entrecortadamente— ¿por qué no me dijo siquiera adiós? Anoche… anoche estaba como de costumbre…

Almsbury le hizo apoyar la cabeza contra su pecho y le acarició el pelo.

—Debe de ser… me parece, querida, porque no deseaba disputar.

Ámbar lanzó un sollozo fuerte y un nuevo raudal de lágrimas desbordó por sus mejillas. Le echó los brazos al cuello para estar más cómoda.

—¡Yo… yo no quise enojarme con él!… ¡Oh, Almsbury! ¡Lo amo! ¡No puedo vivir sin él!

El conde dejó que se desahogara hasta que por fin comenzó a tranquilizarse. Le alargó un pañuelo para que se sonara.

—Decidme, Ámbar. ¿Os disteis cuenta de la presencia de un caballero en el hall cuando subíais la escalera?

Ámbar se sonó estrepitosamente, se refregó los ojos y lo miró.

—No. No me fijé. ¿Por qué?

—Me preguntó quién erais. Dice que sois la mujer más hermosa que ha visto en su vida.

La vanidad se impuso sobre la pena.

—¡Ah, sí! —dijo, sin dejar de sorber unas cuantas veces, mientras retorcía el pañuelo entre sus dedos. Luego se sonó—. ¿Y quién es él?

—Edmund Mortimer, conde de Radclyffe… miembro de una de las más viejas y honorables familias de Inglaterra. Venid, querida; es hora de almorzar. Bajemos… el conde desea seros presentado.

Ámbar suspiró y se hizo a un lado.

—¡Oh! No me importa lo que desee. No quiero conocer a nadie.

Almsbury hizo una mueca de desagrado.

—¿Quizá preferís quedaros en vuestra habitación y pasar la tarde llorando? Pues haced lo que mejor os parezca, pero creo que él sufrirá un gran desengaño. A decir verdad, me parece que pensaba haceros una seria proposición…

—¿Una proposición matrimonial? ¿Y qué diablos haría yo con otro marido? ¡No, no pienso casarme jamás!

—¿Ni siquiera con un conde? —quiso saber Almsbury—. ¡Vaya, querida! Sois dueña de hacer lo que mejor os plazca. Pero me parece que la otra noche oí que decíais a Bruce: «Espera hasta que me convierta en condesa de Palo-Cortado, y sabrás lo que es bueno.» Esta es vuestra oportunidad… ¿es que vais a rechazarla?

—Estoy casi segura de que habéis dicho al indino que soy rica, ¿eh?

—Eso… no sé. Puede ser que se lo haya dicho. No lo recuerdo con exactitud.

—Bueno; bajaré. Pero que no se vaya a creer que pienso casarme con él. ¡No me importa ser o no condesa!

Pero ya estaba pensando: «¡Si la próxima vez que regrese Bruce, me encuentra convertida en Su Señoría la condesa de Radclyffe, no podrá menos de advertirlo! ¡Yo lo garantizo! ¡Él no es más que barón!»