Capítulo XLI

La sala de recibo de la reina estaba repleta de cortesanos. Las damas lucían atavíos en los cuales se conjugaba todo el esplendor de los encajes, los rasos y los terciopelos —granate, carmín, amarillo, rosa, verde y azul en toda la gama— y llevaban el cuello, pecho y los brazos constelados de joyas. Centenares de candelabros iluminaban el amplio salón y a su fulgor uníase el de las arañas y el de los humeantes hachones sostenidos por los pajes de la guardia. Sus Graciosas Majestades habían ocupado sus sitiales en el estrado con dosel de terciopelo carmesí y franjas de oro y plata, alargando las regias manos para que los hombres y las mujeres de la Corte estamparan el beso de estilo. En uno de los extremos del salón se divisaba un grupo de músicos que esperaban el momento de entrar en acción, afinando quedamente sus instrumentos. No había asistido ningún extraño. La galería no estaba, como otras veces, colmada de espectadores; la peste persistía y el número de defunciones fluctuaba cada semana. Las damas de la Corte y la reina acababan de llegar de Hampton Court.

—¡Su Señoría la condesa de Castlemaine! —anunció el ujier.

—¡El barón Arlington! ¡Lady Arlington!

—¡Lord Denham! ¡Lady Denham!

—¡El conde de Shrewsbury! ¡La condesa de Shrewsbury!

A cada nombre, cientos de pares de ojos se volvían a la puerta para ver al recién llegado, y los murmullos corrían velozmente detrás de los abanicos. Se cambiaban gestos y miradas, y una que otra vez se oía alguna ahogada risita femenina o una disimulada tos masculina.

—¡Que me condenen si lo entiendo! —dijo un petimetre a uno de sus camaradas—, pero este conde de Shrewsbury me saca de quicio por su impavidez. Su mujer ha coqueteado con casi todos los hombres de la Corte y no parece que eso le impulsara a defender su honor…

—¿Y qué más podía hacer, di? —replicó el otro—. Todo hombre que cree que su honor depende de su mujer, es un necio.

—¡Mirad! —susurró un currutaco de veinte años, zarandeando su peluca y arreglándose con aire lánguido el encaje de los puños—. York está asediando de nuevo a lady Denham. Apuesto cien libras a que obtendrá sus favores antes del día de San Jorge.

—Yo apuesto a que no. Su Señoría es virtuosa.

—¿Virtuosa? ¡Bah! No hay mujer en el mundo, Jack, que sea virtuosa todas las veces y en todas las ocasiones.

—Puede que no sea precisamente virtuosa —intervino una de las doncellas de honor—, pero lo cierto es que está muy vigilada.

—No hay mujer tan completamente vigilada que no pueda burlar a su marido si se lo propone.

—¡Caramba! ¡Observad el vestido que lleva lady Arlington! ¡Siempre ha estado pasada de moda, como una aldeana cualquiera!

—No olvides que es holandesa, querida. ¿Cómo podría saber vestirse?

De pronto sucedió algo inesperado… El ujier anunció dos nombres desconocidos. Un nuevo elemento entraba a formar parte de aquel cerrado círculo.

—¡El conde de Radclyffe! ¡La condesa de Radclyffe!

»El conde de Radclyffe. ¿Quién diablos sería? Algún decrépito saldo de la última generación… Y su condesa, probablemente, una vetusta y gorda campesina que desaprobaría las nuevas costumbres tan violentamente como la mujer de un regidor puritano. Todos miraron hacia la puerta con curiosidad mezclada de fastidio. Cuando lord y lady Radclyffe hicieron su aparición, la sorpresa conmovió a toda la concurrencia, sacándola de su apatía e indiferencia. ¿Era posible? ¡Una actriz presentada en la Corte!

—¡Jesucristo! —remarcó uno de los petimetres, dirigiéndose a otro—. ¿Esa no es Ámbar St. Clare?

—¡Vaya! —susurró por su parte una de las damas, ofendida—. ¡Esa comedianta!… ¡La señora No-sé-qué, actriz del Teatro Real hace un par de años!

Ámbar irguió la cabeza y avanzó sin mirar ni a derecha ni a izquierda sino enfrente, al estrado donde estaban sentados los reyes. Estaba ansiosa y asustada al mismo tiempo. «Soy una verdadera condesa —se había dicho todo el día—. Tengo las mismas prerrogativas que cualquiera de los cortesanos que asisten a Whitehall. ¡No permitiré que me atemoricen! ¡No, no lo permitiré!… Sólo son hombres y mujeres como los demás.» Pero la verdad era que, para su fuero interno, los consideraba diferentes, por lo menos en Whitehall.

Su corazón latía con tal fuerza, que sentía ahogo; sus rodillas temblaban y el persistente martilleo de sus sienes le impedía oír. Sentía un dolor agudo en la columna vertebral. Tenía la vista clavada en el estrado, pero todo lo veía borroso y desdibujado, como si estuviera con los ojos abiertos debajo del agua. Lentamente siguieron avanzando, fuertemente prendida ella del brazo de Radclyffe, a lo largo de la extensa fila de rostros vueltos hacia el trono. Podía oír los susurros, notar las sonrisas, las miradas bobas e indignadas fijas sobre sí.

Radclyffe estaba espléndidamente ataviado. Llevaba una peluca blanca, una casaca de brocado púrpura y oro y calzones de raso verde. Piedras preciosas refulgían en el pomo de su espada. Su adusto semblante los desafiaba a criticar a su esposa, los provocaba a recordar que había sido actriz, exigiéndoles que la admiraran y la aceptaran.

La vestimenta de Ámbar era, quizá, la más suntuosa de todas. Su vestido de larga cola había sido confeccionado con tela de oro, adornada con encaje del mismo. Un velo le cubría parte de la cabeza y lucía con desenvoltura su estupenda colección de esmeraldas.

Llegaron por fin al pie del trono. Ámbar se inclinó en una profunda cortesía; el conde se arrodilló. Al rozar ligeramente la mano de la reina, Ámbar levantó los ojos y se encontró con que Catalina le sonreía bondadosamente, con una sonrisa que le llegó al corazón. «Es buena —pensó— y desdichada al mismo tiempo la pobre reina. También es inofensiva, y la quiero», decidió.

Pero no se atrevió a mirar al rey. En palacio, rodeado de toda la pompa y el esplendor de la realeza, no era ya el hombre a quien visitó furtivamente dos noches, tres años atrás. Era Carlos II, rey —por la gracia de Dios— de Gran Bretaña, Francia e Irlanda. El ser más encumbrado y poderoso de Inglaterra. Se arrodilló reverentemente delante de él.

Lentamente se incorporó y fue retrocediendo hasta detenerse al lado de los cortesanos que formaban fila cerca del estrado real. Durante varios minutos permaneció medio envarada y aturdida, pero gradualmente todo empezó a definirse a su alrededor y poco después tenía plena conciencia de sí misma y del mundo circundante. Giró la cabeza a la derecha y vio a Buckhurst, que le guiñaba un ojo a hurtadillas. Sedley la miraba también por encima del hombro del otro, haciéndole una mueca. Delante de los dos se veía al siempre gallardo e imponente duque de Buckingham. No lo había visto desde aquella noche de la posada galante del Haymarket. Le sonrió, y Ámbar experimentó un enorme júbilo. Había muchos otros viejos conocidos: entre ellos, los dos Killigrew, padre e hijo; Dick Talbot y James Hamilton, que frecuentaron en otra época su salón. De pronto sus ojos se clavaron en Bárbara Palmer, a quien distinguía entre los concurrentes. La Castlemaine la examinaba voraz y especulativamente. Algunos segundos sus miradas se cruzaron como dos espadas y fue Ámbar quien apartó primero la vista, con gesto altivo. Por fin reparaba en que todos ellos no eran dioses, como siempre imaginó y que aquello tampoco era el Olimpo.

Terminadas las presentaciones, el rey hizo una señal y la orquesta comenzó a dejar oír alegres sones en los tiempos. El baile se abrió con una gavota, bailada por Carlos II y Catalina, el duque y la duquesa de York, y el duque y la duquesa de Monmouth. Cada pareja se iba presentando sucesivamente. La danza, que requería un alto grado de flexibilidad, destreza y gracia, era lenta, parsimoniosa, con muchos quiebros y ceremonias.

«¡Qué hermoso es! —pensaba—. ¡Y con qué donaire se mueve!»

Arribar miraba al rey con embeleso.

«¡Oh! ¡Me pregunto si me atreveré a pedirle que baile conmigo! —la etiqueta palatina establecía que las damas solicitaran de Su Majestad una pieza—. ¿Me recordará todavía?… No, claro que no. Han pasado ya tres años y medio… Dios sabe las mujeres que habrá conocido desde entonces. ¡Oh!, yo quiero bailar… ¡No tengo el propósito de quedarme parada aquí toda la noche!»

En su agitación había relegado al olvido a Radclyffe, de pie a su lado, silencioso e inmóvil.

Cuando terminó la gavota, Carlos II pidió una alemanda —en la cual podían participar muchas parejas—, y cuando el salón comenzó a poblarse de parejas. Ámbar esperó en tensión, rogando que alguien se acercara a solicitarla. Se sentía como una chiquilla en su primera salida, perdida y desamparada. Ya estaba deseando volverse a casa cuando —para su inmensa alegría y alivio— lord Buckhurst se inclinó delante de ella. Luego preguntó al conde:

—¿Pu-pu-puedo tener el placer de que la condesa me acomp-pa-pa-pañe en-en-en este baile, milord? —Cuando Buckhurst se ponía circunspecto, tenía una ligera tendencia a tartamudear, lo que le disgustaba mucho.

Entonces recordó Ámbar que tenía su marido a su lado, y hacia él se volvió con una mirada de aprensión. ¿Y si se negara?… Pero en vez de hacerlo, se inclinó a su vez y respondió con la mejor de sus sonrisas.

—Ciertamente, milord.

Ámbar echó a Radclyffe una mirada de reconocimiento no exenta de asombro, al mismo tiempo que tomaba el brazo de Buckhurst. Así avanzaron hasta reunirse con los otros danzarines, de pie y formando una doble fila que ocupaba más de la mitad del salón. El rey Carlos y la Castlemaine formaban la primera pareja, y todos los demás seguían su dirección: unos cuantos pasos adelante y otros tantos atrás, luego una pausa. Las figuras del baile ofrecían ocasión de flirtear o conversar.

—¿Cóo-mo diablos os encontráis aquí, se puede saber?

—¡Vaya! ¡Me sorprende vuestra pregunta, caballero! ¡Soy condesa!

—Vos me habíais dicho, m-madame, que nunca o-os volveríais a casar.

—Pues cambié de propósito —replicó ella, echándole una mirada llena de picardía—. Espero que no me guardéis rencor por ello.

—¡Oh, buen Dios, no! N-no podéis imaginaros con cuánto placer s-se ve una cara nueva en la Corte. Todos nosotros estamos condenadamente hartos los unos de los otros.

—¡Hartos! —repitió Ámbar, conmovida—. ¿Cómo pueden estarlo?

Lord Buckhurst no pudo responder, porque habían llegado al otro extremo del salón, donde se separaron, yendo los caballeros por un lado y las damas por otro. Cada pareja se volvió a encontrar, después de algunos pasos que formaban cuadro, y la danza terminó. Buckhurst la condujo de nuevo al lugar donde seguía parado el conde de Radclyffe, dio las gracias a éste y se retiró después de una cortesía. Ámbar se dio cuenta de que su esposo estaba disgustado, de que no le agradaba verla divirtiéndose y llamando la atención, olvidada de él en absoluto.

—¿Os divertís bastante, madame? —le preguntó fríamente.

—¡Oh, sí! ¡Bastante!

Su Señoría iba a responder algo, pero se interrumpió, pues el rey se presentó de pronto, sonriendo.

—Ha sido muy considerado de vuestra parte, milord —dijo el monarca—, haberos casado con una mujer hermosa. No hay un solo hombre esta noche en la Corte que no os esté agradecido por ello —Radclyffe se inclinó profundamente—. Todos nosotros estamos cansados de ver siempre las mismas caras y de murmurar de las mismas gentes.

Carlos Estuardo sonrió a Ámbar de soslayo. Esta lo contemplaba fascinada, irresistiblemente atraída por su viril encanto, tan poderoso como una fuerza física. En cuanto sus ojos encontraron los del rey —unos ojos negros de cálido brillo—, sintió que la cabeza le daba vueltas. Sin embargo, tenía plena conciencia de que toda la concurrencia estaba pendiente de ellos, admirada de que el monarca de Gran Bretaña le sonriera y distinguiera de ese modo.

—Vuestra Majestad me honra —respondió el conde.

Ámbar atinó a hacer una cortesía, pero su lengua permanecía condenadamente trabada. Sus ojos, no obstante, decían con mucha elocuencia los sentimientos que la embargaban… y el rey, por su parte, se traicionaba siempre delante de una mujer bonita. Radclyffe miró a uno y otro, mas su rostro permaneció impasible como el de una momia.

Al cabo de algunos instantes, Carlos Estuardo se volvió a dirigir al conde.

—Tengo entendido, milord, que últimamente habéis adquirido un Correggio.

Los azules ojos del conde se iluminaron, como ocurría siempre que le hablaban de sus cuadros.

—Cierto es, Majestad, pero todavía no ha llegado. Lo espero pronto, sin embargo, y si cuando llegue tenéis interés en verlo, me sentiré muy contento de poder mostrároslo.

—Gracias, Caballero. Tendré mucho placer. Y ahora, si me lo permitís, milord, bailaré con vuestra esposa —había extendido su brazo a Ámbar y, como Radclyffe asintiera, se dirigieron al centro del salón.

Ámbar estaba deslumbrada. Era como si hubiera estado en el centro de un haz resplandeciente, mientras todo el mundo permanecía en la oscuridad, con los ojos fijos sobre ella. ¡El rey había ido a buscarla, había hecho caso omiso de los convencionalismos al pedirle que bailara con él! ¡Delante de toda aquella gente, en su propia Corte! Las semanas de temor e incertidumbre pasadas en la casa de Radclyffe, el egoísmo brutal de éste, su abierto disgusto y desprecio… todo se desvaneció. El precio pagado no resultaba muy elevado.

El rey pidió que tocaran la vieja y alegre pieza Los gurruminos no tienen por qué enojarse, y mientras estaban a la cabeza de la larga doble fila, mirándose frente a frente y esperando que empezara la música, el rey susurró satíricamente:

—Espero que vuestro esposo no se dé por aludido ni sospeche que yo haya tenido motivos ulteriores para escoger esa pieza. No tiene el aspecto de un marido que soporte con gracia las travesuras de su mujer…

—No lo sé, Sire —replicó ella, en el mismo tono—, puesto que aún no lo he visto.

—¡Cómo es eso! —inquirió el rey con afectada sorpresa—. ¿Casada hace ya dos meses y todavía fiel esposa?

Se dio comienzo a la música y el baile era demasiado movido para que fuera posible conversar. El rey no agregó nada más y, cuando terminaron de bailar, condujo a su pareja hasta el lugar donde la esperaba su esposo, dio las gracias a ambos y se retiró. Ámbar estaba transportada; no podía decir una palabra siquiera. En el preciso instante en que se incorporaba, después de haber hecho una cortesía al rey, vio que venía hacia ellos el duque de Buckingham.

«¡Santo Dios! —pensó ella, presa de vértigo—. ¡Es verdad! ¡Los hombres están cansados de ver las mismas caras!» Rápidamente echó una ojeada alrededor, sorprendiendo cientos de pares de ojos clavados en ella… ojos que expresaban admiración, sorpresa, resentimiento, envidia y hasta odio. Pero ¡qué importaba cómo la miraran! Esta noche estaba convertida en la oveja blanca de la grey, según la feliz expresión de Al-sacia, que ahora recordaba.

Todos quisieron bailar con ella: York, Rochester —el popular e indolente joven comediógrafo—, George Etherege, el conde de Arran, el conde de Ossory, Sedley, Talbot, Henry Jermyn. Todos los más alegres y airosos galanes de la Corte flirtearon con ella, la llenaron de alabanzas y requiebros y le pidieron citas. Las mujeres se instaban unas a otras a encontrarle defectos en el vestido, el peinado, los ademanes, llegando a la tranquilizadora conclusión de que, siendo nueva y evidentemente rica, amén de su reputación de excomediante, era natural que los hombres se sintieran atraídos hacia ella. Todo eso significaba que podrían obtener sus favores fácilmente. Mas lo cierto era que esa noche se había convertido en su noche triunfal.

De súbito cayó un meteorito en medio de aquel universo de sortilegio, tronchándolo todo. En un breve intervalo una de las veces que regresó al lado del conde, éste le dijo con aparente calma:

—Nos vamos a casa, señora.

Ámbar lo miró con verdadera sorpresa, porque ya estaban a su lado el duque de Monmouth y James Hamilton.

—¿A casa, milord? —preguntó consternada.

Monmouth se puso inmediatamente de su parte.

—No estaréis pensando seriamente en retiraros, ¿eh, caballero?

¡Caramba! Todavía es temprano. Y Su Señoría ha sido la revelación de la noche.

Radclyffe se inclinó ceremonioso, mientras estereotipaba en sus labios una desagradable mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Con permiso de Vuestra Gracia debo hacer presente que yo no soy joven y que para mí es ya demasiado tarde.

El duque soltó el trapo a reír con una feliz e ingenua risa que no hubiera ofendido a nadie.

—¿Por qué, entonces, caballero, no dejáis que Su Señoría se quede con nosotros? La cuidaré yo mismo y luego la llevaré a su casa… con una banda de violinistas y una veintena de pajes con antorcha.

—¡Oh, sí! —rogó Ámbar en suspenso—. ¡Dejad que me quede!

Radclyffe fue inclemente.

—Vuestra Gracia bromea —dijo afectadamente. Se inclinó y luego, se volvió a Ámbar—. Vamos, señora.

Los ambarinos ojos de la condesa de Radclyffe relampaguearon. A punto estuvo de rebelarse, pero no se atrevió. Hizo una cortesía al duque y al coronel Hamilton, pero sin levantar los ojos. Cuando se detuvieron delante de Su Majestad para despedirse, la vergüenza y la desilusión arrebolaron su rostro y las lágrimas se agolparon a sus ojos. No quiso mirar de frente al rey, a pesar de oír su voz y el tono de sorpresa que imprimió a ésta cuando les preguntó por qué se retiraban tan temprano. Sonrisas descaradas y maldicientes murmullos los siguieron mientras cruzaban el salón en dirección a la salida. La impresión de los palaciegos era pésima: tenían los dos toda la apariencia de un padre y su hija que se retiran de una reunión, después de algún despropósito cometido por ella en su primera presentación en sociedad.

Ámbar no habló hasta que estuvieron en el coche, y tras de haber avanzado un trecho por King Street. No pudo contenerse por más tiempo.

—¿Por qué regresamos a casa tan temprano? —indagó imperiosamente, pero su voz se quebró en un sollozo.

—Soy ya muy viejo, señora, para gozar muchas horas con el ruido y la confusión.

—¡No es ésa la razón! —arguyó acusadora—. ¡Bien lo sabéis!

Lo miró fieramente. El rostro de él quedaba en la sombra. La calle estaba oscura, apenas iluminada por una luna cubierta casi completamente de blancas nubes que dejaban filtrar su claridad como un cristal sucio la de una bujía.

—No tengo el menor interés en discutir ese punto —replicó él, glacial.

—¡Yo sí lo tengo! ¡Habéis hecho que nos retiremos porque yo me divertía! ¡No podéis resistir que nadie se sienta feliz!

—Por el contrario, señora. Nunca me opongo a lo que signifique felicidad. A lo que me opongo es a que mi esposa haga el ridículo.

—¡El ridículo! ¿Qué hubo de ridículo? No hacía otra cosa que bailar y reír… ¿Tiene eso algo de ridículo? ¡Quizás os gustara ver bailar y reír si hubieseis sido joven alguna vez! —le echó una mirada homicida, pero desvió la vista a otro lado, murmurando—: ¡Lo cual dudo!

—No sois tan inocente, madame, como pretendéis. Sabéis tan bien como yo qué pensaban los hombres de vos esta noche.

—¡Y bien! —exclamó, crispando los puños—. ¿Qué hay con eso? ¿No piensan siempre lo mismo todos los hombres? También vos, si pudierais… —pero se interrumpió, aterrorizada. El conde le dirigió una mirada feroz, tan ponzoñosa y amenazante que las palabras murieron en su garganta.

A la siguiente mañana, más bien temprano, Ámbar y Nan bajaron la escalera, listas para salir. Ámbar se dirigió al lacayo que cuidaba la puerta.

—Por favor, enviad a buscar el coche grande de Su Señoría. Voy a salir.

—Ese coche está en reparación, Señoría.

—Entonces, el mío.

—Lo siento, Señoría, pero ése también está en la cochera.

Ámbar lanzó un suspiro de impaciencia.

—¡Está bien! Entonces tomaré un coche de alquiler. ¡Abridme la puerta, por favor!

—Lo siento mucho, Señoría, pero la puerta está cerrada con llave y yo no la tengo.

Ámbar lo miró con repentina sospecha.

—¿Quién la tiene entonces?

—Presumo que el señor conde.

Sin otra palabra, Ámbar giró sobre sus talones, recogió un tanto sus faldas y se dirigió a toda prisa a la biblioteca. Abrió la puerta de un empellón y, sin llamar, entró como una exhalación. Radclyffe estaba sentado ante una mesa, escribiendo, con un montón de papeles a un lado.

—¿Podríais decirme por qué me retenéis como una prisionera? —le gritó sin preámbulos.

Levantó la vista y la miró como si fuera más bien una destructora fuerza física y no un ser humano. Luego sonrió con desgana, con la expresión de un hombre a quien se importuna y que, sin embargo, se ve obligado a soportarlo.

—¿Dónde queréis ir?

Ámbar estuvo a punto de decirle que ése no era asunto de su incumbencia pero, pensándolo mejor, replicó, más sosegada:

—Al Nuevo Cambio. Tengo que hacer algunas compras.

—No veo cuáles pueden ser. Cierto es que no importa mucho lo que una mujer quiera comprar; siempre necesita algo. Bien, si os hace falta un nuevo par de guantes o un frasco de perfume, podéis enviar a Britton…

—¡No quiero enviar a Britton! —exclamó ella airadamente, golpeando el suelo con el pie—. ¡Quiero ir yo misma! ¡E iré, aunque a vos no os guste! ¡Cáspita, caballero! ¿Hay alguna razón particular para que no pueda salir cuando se me antoje? ¿Qué diablos he hecho para que me tratéis de ese modo?

Radclyffe pensó unos segundos antes de responder, examinando reflexivamente la pluma que retenía entre sus dedos.

—Esta es una época excepcional, señora. Considero, necio al hombre que permite que su mujer le adorne… y todavía más si no toma medidas para evitarlo.

La boca de Ámbar se retorció en una desagradable mueca de desprecio.

—¡De modo que por fin aparecieron los cuernos del diablo! ¡Teméis que otros sean los padres de vuestros hijos! Bueno, decidme: ¿qué tendría ello de extraño, estando las cosas como están?

—Podéis retiraros, madame —respondió el conde, tratando desesperadamente de mantenerse incólume ante el golpe. Pero, como ella continuara mirándolo fijamente y siempre con fea expresión, gritó—: ¡Idos! ¡Retiraos a vuestras habitaciones!

Los ojos de Ámbar centellaron, como si hubiera querido aniquilarlo con la fuerza de su odio. Masculló una blasfemia, arrojó su abanico al suelo y salió dando un portazo con toda la fuerza de su cuerpo.

Pero pronto se convenció de que con los gritos y las protestas no conseguiría nada. Él tenía derecho a encerrarla y a golpearla si creía que lo tenía merecido. Aquel odioso conde desgarbado no le causaba en sí ningún miedo, ya que fácilmente habría conseguido imponerse… pero algunas veces experimentaba el enfermizo temor de que la envenenara o apuñalara. «No, no se atreverá», se decía. Pero nunca quedó convencida del todo, y el miedo la hizo más prudente.

Durante varios días anduvo amostazada. Pensó en hacer huelga de hambre para someterlo, pero, después de haber rechazado dos comidas, se dio cuenta de que tal procedimiento, lejos de coadyuvar a sus planes, favorecía al conde. Entonces aparentó no darse por enterada de su presencia en la casa. Cuando lo encontraba en alguna de las habitaciones, le volvía la espalda, o se ponía a canturrear canciones callejeras llenas de sal y pimienta, o conversaba con Nan. No salía de sus habitaciones, no se cambiaba de vestido, ni se pintaba ni peinaba. El conde parecía pobremente afectado; lo cierto era que no le importaba nada.

Se devanó los sesos buscando la solución de mil modos, pero no la encontró. Si lo dejaba, él se quedaría con todo su dinero, y ella perdería el título. Obtener el divorcio era casi imposible y se requería una autorización especial del Parlamento; ni siquiera la Castlemaine había podido conseguirlo. La anulación del matrimonio era igualmente difícil, y ¿cómo hubiera podido probar ella que no había habido contacto carnal o que él era incapaz, si las razones para pedirla se basaban sobre la impotencia o la esterilidad? Para empeorar las cosas, según estaba enterada, las Cortes no se inclinaban hacia el lado de la mujer. De este modo fue pensando las supuestas soluciones, una por una, para llegar finalmente a la conclusión de que, ya que había podido soportarlo antes del matrimonio, también podría hacerlo ahora. Una vez más comenzó a tratarlo y a hablarle civilmente. Bajó al comedor e iba a la biblioteca a buscar libros cuando sabía que él se encontraba presente. De nuevo se preocupó de su apariencia física, en la esperanza de conseguir lo que pretendía por medio de la concupiscencia.

La tarde que llegó el precioso Correggio, ella fue a ver cómo lo desembalaban. Cuando finalmente quedó colocado encima de la chimenea y los obreros se hubieron marchado, los dos permanecieron contemplándolo. Ámbar miró al conde a hurtadillas y lo vio sonreír con un contentamiento que muy pocas veces era dado observar en él. Como siempre que se abstraía en la contemplación de una obra de arte, parecía alegre y de buen humor.

—Me pregunto, Señoría —empezó ella cautelosamente, sin apartar la vista del cuadro—, me pregunto si acaso hoy podría salir de paseo. Hace tres semanas que estoy encerrada y os aseguro que me siento enferma y me veo muy pálida. ¿No lo creéis vos así?

El conde de Radclyffe la miró de frente, esbozando una sonrisa.

—Ya me pareció que vuestro comportamiento de los últimos días anunciaba un pedido que no lardaría en llegar. Muy bien, podéis salir.

—¡Oh, gracias, caballero! ¿Puedo salir ahora?

—Cuando os parezca mejor. Os llevará mi cochero… Y, a propósito, os diré que está a mi servicio desde hace más de treinta años y no se dejará sobornar.

La sonrisa de Ámbar se heló en sus labios, pero ocultó su naciente ira ante el temor de que revocara la concesión. Luego se recogió las faldas y salió corriendo de la habitación, cruzó el hall y subió los escalones de dos en dos. Entró en sus habitaciones con una exclamación de triunfo, que hizo que Nan soltara la aguja que tenía entre los dedos.

—¡Nan! ¡Ponte la capa! ¡Salimos!

—¿Salimos? ¡Oh, Dios mío! ¿Es cierto eso? ¿Dónde? —Nan había compartido el confinamiento de su ama, con excepción de algunas veces que salió a comprar cintas, guantes o un abanico, y estaba tan aburrida como ella.

—¡No lo sé! A alguna parte… a cualquier parte… ¡Pronto!

Las dos abandonaron la residencia en un remolino de faldas de terciopelo y manguitos de pieles, subiendo al coche que las esperaba con tanta prisa y excitación como si acabaran de llegar de Yorkshire, de paseo a la capital. El aire era frío. El día estaba ventoso y nublado, y las hojas de algunos árboles se elevaban y caían como copos de nieve sobre los tejados y el enlodado pavimento.

Todavía no había desaparecido completamente la peste de la ciudad si bien no se producían más de media docena de casos por semana, replegándose, como siempre, a los barrios humildes, donde eran mayores el hacinamiento y la promiscuidad. Ahora era ya difícil encontrar una casa clausurada. Las calles se veían llenas de gentes de toda condición, muchedumbres en las que se destacaban los pregoneros y los aprendices, tan ruidosos como siempre. El único vestigio de la plaga lo constituían los quejumbrosos anuncios que se leían sobre algunas ventanas: «Aquí se ofrecen los servicios de un médico.» (Los médicos, a causa de su absoluta deserción, habían sido penados, incluso aquellos que al principio habían asistido a sus pacientes con repugnancia.) Una quinta parte de la población había muerto y, sin embargo, la ciudad parecía no haber cambiado nada… Era siempre la misma alegre, sucia e impúdicamente brillante ciudad de Londres.

Ámbar, contenta de poder salir de nuevo, devoraba todo con los ojos como si fuera la primera vez, lanzando alegres exclamaciones; los pequeños y raquíticos chiquillos que se dedicaban con solemnidad a su juego de arrancar subrepticiamente los botones de plata de las casacas de los caballeros, mientras éstos transitaban tranquilamente por las calles; los alborotos que se armaban entre los vendedores ambulantes y los aprendices que voceaban sus mercancías, durante las cuales algunas veces se llegaba a los palos y a los mojicones; un hombre que, rodeado de una multitud, actuaba a la entrada del callejón Papinjay; las mujeres de los puestos que ofrecían a la venta batatas, setas de primavera, naranjas, cebollas, pasas y muchas cosas más.

Ordenó Ámbar al cochero que las llevara a Charing Cross por Fleet Street y el Strand; era el barrio donde habitaba la gente acomodada y los cortesanos, el barrio de moda. Después de todo, allí tenía probabilidades de encontrar algún conocido con quien cambiar algunas palabras de saludo y mera urbanidad… aunque no siempre fueran palabras inocentes. Iba con los ojos bien abiertos y aconsejó a Nan que hiciera lo mismo; en el instante en que llegaban a Temple Bar, vio tres figuras familiares en la puerta de la «Taberna del Diablo». Eran Buckhurst, Sedley y Rochester, los tres evidentemente bebidos. Hablaban y gesticulaban ruidosamente, llamando la atención de los viandantes.

Al instante Ámbar ordenó al auriga que se detuviera y, abriendo la ventanilla del coche, sacó la cabeza.

—¡Caballeros! —reconvino una vez que se hubieron detenido delante de la puerta— ¡Dejad de hacer semejante escándalo o llamaré al alguacil para que os encierre! —y estalló en carcajadas.

Los tres se volvieron, llenos de sorpresa y momentáneamente silenciosos, pero en seguida se recobraron y corrieron hacia el coche, profiriendo gritos.

—¡Por Cristo, señora! ¿Dónde se perdió Vuestra Señoría estas tres últimas semanas? ¿Por qué no se ha dejado ver en la Corte?

Se acomodaron cerca de la ventanilla, abrazados y oliendo fuertemente a brandy y a agua de colonia.

—A decir verdad, caballeros —dijo Ámbar con taimada sonrisa y un mohín dirigido a Rochester—, he tenido un fuerte ataque de hipocondría.

Se desternillaron de risa.

—¡De modo que el viejo indino os ha tenido encerrada!

—Siempre he dicho que un carcamal no debe casarse con una mujer joven, a menos que sepa y pueda entretenerla como se debe. ¿Puede hacer eso vuestro esposo, madame? —preguntó Rochester.

Ámbar rió alegremente al oírlo, pero en seguida cambió de tema, temerosa de que alguno de los lacayos o el fiel auriga estuvieran escuchando y lo refirieran luego al conde.

—¿Acerca de qué estabais discutiendo? Me pareció encontraros en conciliábulo cuando llegué.

—Discutíamos qué íbamos a hacer: si emborracharnos primero e ir luego a una casa de tolerancia… o ir a una casa de tolerancia primero y emborracharnos después —confesó Sedley—. ¿Qué opináis vos, señora?

—Pues… diría que eso depende de la forma en que queráis divertiros una vez que estéis allí.

—En la forma de siempre, madame —le aseguró Rochester—. En la misma forma. Ninguno de nosotros está cansado y agotado como ciertos viejetes libertinos que conocemos —Rochester tenía diecinueve años y Buckhurst, el mayor de los tres, apenas llegaba a los veintiocho.

—Pardiez, Wilmot —objetó Buckhurst, lo suficientemente bebido como para no tartamudear—. ¿Dónde está vuestra buena sangre? ¿No sabéis que jamás se debe mencionar delante de una dama a una mujer con quien uno piensa pasar el rato?

Rochester se encogió de hombros.

—Una prostituta no es precisamente una mujer. Es una conveniencia.

—Venid a tomar una copa con nosotros —la invitó Sedley—. Tenemos aquí una pareja de violinistas y podemos enviar a buscar a casa de madame Bennet algunas de sus mozas. Una taberna puede servir de burdel en cualquier oportunidad.

Ámbar dudó, deseando ir y preguntándose si, después de todo, no sería posible sobornar al cochero. Pero Nan intervino a punto, golpeándola ligeramente con el codo. Decidió que no valía la pena arriesgarse de ese modo, corriendo el albur de ser encerrada durante otras tres semanas o quizá más. Y, lo peor de todo, sabía que el enojo de Radclyffe sería tan grande, que posiblemente querría enviarla al campo… castigo que imponían los puritanos a sus descarriadas esposas y cosa muy de temer.

Su coche había bloqueado virtualmente el tránsito en toda la calle. Numerosos coches esperaban detrás, amén de muchos carritos de mano en los que los vendedores ambulantes llevaban sus mercancías.

Todos ellos y los mendigos, aprendices y chiquillos andrajosos, empezaron a dejar oír sus voces de protesta por la interrupción, insistiendo para que siguieran avanzando.

—¡Tenemos mucho que hacer —barbotó un palanquinero—, aunque ello no importe a esos almibarados petimetres!

—No puedo salir —explicó Ámbar, tras unos minutos de silencio—. Prometí a Su Señoría que no saldría del coche.

—¡Vamos! ¡Dejad pasar! —exclamó airadamente un hombre cargado con un pesado fardo.

—¡Dejad pasar! —rugió un mozo de cordel.

Rochester, imperturbable, se volvió y les hizo un despreciativo ademán. Se oyó un coro de voces de protesta y varios juramentos. Buckhurst se decidió y abrió la puerta del coche.

—¡Bueno, entonces! ¡Si vos no podéis salir, nada nos impide a nosotros entrar…!

Y entró, seguido de Sedley y Rochester, sentándose entre las dos mujeres y abrazándolas por la cintura. Sedley sacó la cabeza y ordenó al cochero:

—¡Seguid! ¡A St. James Park!

Cuando el coche arrancó, Rochester hizo otro impertinente ademán y de nuevo se oyó un coro de exclamaciones. De pronto, comenzó a llover con fuerza y todo se ahogó en una cortina de agua.

Ámbar regresó reanimada, y de muy buen humor. Quitándose la capa, mojada por la lluvia, y dejando el manguito a la entrada del hall, corrió a la biblioteca. Encontró al conde tal como lo dejara, sentado ante su escritorio, si bien habían pasado cuatro horas. Radclyffe levantó la mirada.

—¿Qué, señora? ¿Os ha gustado el paseo?

—¡Oh, maravilloso! ¡Fue un día magnífico! —avanzó hacia él, a tiempo que se quitaba los guantes—. Fuimos por St. James Park y… ¿a quién creéis que encontramos? ¡Imaginad!

—Verdaderamente, no sabría decirlo.

—¡A su Majestad! ¡Estaba paseando en plena lluvia, seguido de sus cortesanos, todos mojados! ¡Con sus pelucas chorreantes y desaliñadas, tenían toda la apariencia de perros de aguas! —rió al recordarlo—. Todos, por supuesto, menos el rey, que llevaba puesto su sombrero. Detuvo el coche y… ¿qué creéis que dijo?

Radclyffe sonrió ligeramente. Parecía como si estuviera escuchando a una candorosa niña que le relatara algún tonto percance, al cual no asignaba él ninguna importancia.

—No tengo idea.

—Me preguntó por vos y quiso saber por qué no os habíais dejado ver en la Corte. Vendrá a visitaros pronto para ver vuestro cuadro, pero primero hará los arreglos Heny Bennet. ¡Y —hizo aquí una pausa para dar más énfasis a las palabras siguientes—, pide que esta noche vayamos a un pequeño baile que tendrá lugar en los salones de la reina!

Al hablarle, lo miraba, pero era obvio que no lo veía; apenas si tenía conciencia de su presencia. Cosas más importantes ocupaban su mente: qué vestido se pondría, cuáles joyas y abanico llevaría, cómo se arreglaría el cabello. Por lo demás, no se atrevería él a rechazar una invitación del rey… y si sus proyectos se llevaban a cabo, pronto estaría en condiciones de mandarlo a paseo con todos sus libros, estatuas y pinturas.